Capítulo 14

 

K

at mueve su última piedra lisa blanca al siguiente cuadrado del tablero de petteía, e inmediatamente se siente atrapada. Iris mueve una piedra negra hacia donde está la de Kat, y ya son dos las piedras negras que cercan la suya.

Entonces Iris coge la piedra de Kat y la coloca sobre la mesa, junto a las otras.

—¡Fin de la partida! —anuncia.

Su sonrisa es amable, pero se detiene en sus ojos. Y sus palabras molestan a Kat. Ya ha pasado demasiado tiempo. Demasiado desde que vive en palacio incapaz de descubrir la verdad. Su deseo de venganza va aumentando, devorándola desde su propio interior, pero debe ser cauta. Las doncellas parecen estar volviéndose cada vez más precavidas con ella a medida que pasan los días.

Y Kat necesita respuestas.

—¡Fin de la partida! ¡Fin de la partida! —chilla una voz áspera desde la ventana de la sala de las doncellas reales. Es Odíseo, el loro verde y amarillo de Iris, que saca su curvado pico gris de la adornada jaula de bronce. Las doncellas ríen. En Erisa, Kat había oído de la existencia de pájaros de colores africanos que hablaban, pero no había visto nunca a ninguno hasta que conoció a Odíseo.

Mientras Iris y ella quitan las piezas del tablero, Kat nota cómo le invade la frustración. Es vergonzoso haber perdido de forma tan desastrosa... una vez más. Las doncellas deben de creer que es una palurda incorregible que no es capaz de aprender nada.

Sinceramente no sabría decir si ellas la han acogido en su seno hoy por lástima, o para su propia diversión, pero en muchas ocasiones en las que ellas creían que Kat no estaba escuchando, las ha oído murmurar acerca de ella. Probablemente estuvieran especulando sobre la verdadera naturaleza de su relación con el príncipe.

Y es normal. Ella también se ha preguntado una y otra vez por qué estará tan interesado Álex en ella, y eso que siempre la deja sola por las noches, que nunca ha intentado forzarla.

Kat es consciente de que aquí se encuentra más fuera de lugar que el loro de Iris. Ella no es nadie: no es importante ni tiene título alguno. Pero, a pesar de todo, es una invitada del príncipe, va engalanada con joyas finas y es tratada como una dama, servida por las mismas mujeres cuya confianza y amistad está tratando de ganarse.

Al menos Dafne siempre ha sido amable con ella, siempre la ha tratado como a una igual. Aquí no se encuentra tan incómoda como lo estaría con las mujeres de la corte, quienes la miran con desprecio y cuchichean por detrás de sus abanicos cuando ella pasa, llegando algunas a imitar su acento campesino. Sin embargo, si pasea la mirada sobre esta sala tan elegante, sabe que ella tampoco pertenece a este mundo. ¿No fue eso lo que le dijo esa desagradable princesa Cinane en el zoológico, que no era más que una mula de campo disfrazada de caballo de desfile?

Desearía frotarse el maquillaje de la cara, deshacerse el peinado, ponerse a toda prisa una túnica vieja que le llegara por las rodillas y salir corriendo para su casa.

Pero no puede. Está aquí para enterarse de los secretos de la reina antes de matarla.

¿Por qué desapareció Helena la noche en que nació Alejandro? ¿Por qué Olimpia la localizó y la asesinó si no era por el pañuelo robado? ¿Qué había en la caja de marfil y turquesa? Las preguntas le queman en el pecho, y teme lo que pueda ocurrir si no se ven respondidas en poco tiempo.

Sin embargo, a pesar de haberlo intentado todo, hasta ahora se ha topado siempre con un impenetrable muro de guardias, cotilleos y secretos. Si alguien conoce el pasado de la reina, deberían ser sus doncellas, que son quienes pasan con ella la mayor parte del día. Son las mujeres que la bañan, la ayudan con el orinal y le proporcionan gasas limpias cuando tiene la menstruación. Son las mujeres que saben cuándo Filipo visita a Olimpia e inspeccionan las sábanas al día siguiente para ver si la pareja ha disfrutado.

Pero Kat ya ha hablado, sutilmente, claro, sin levantar sospechas, con todas y cada una de las doncellas mayores que podrían haber estado presentes la noche en que nació Alejandro —Casandra, Ágata e Iris— y no se ha enterado de nada útil. Parecen tener demasiado miedo —o simplemente ignorar la verdad— para ofrecerle percepción alguna.

Y en cuanto a los aposentos privados de Olimpia, no ha sido capaz de penetrar la puerta exterior de su habitación. Todas las entradas, internas y externas, están demasiado vigiladas.

—No te preocupes, Katerina —aconseja Dafne, llevándose una copa de vino aguado a los labios. Kat no puede evitar pensar que es de lo más apropiado que la copa negra y vidriada de Dafne esté adornada en su exterior con figuras blancas y aladas de Eros manejando un arco y una flecha. La escultural pelirroja está tan interesada en el sexo opuesto como los hombres en ella—. Si no puedes cazar a los hombres con la petteía, al menos sabes cómo hacerlo en la vida real. Y el heredero al trono, nada menos.

Las otras mujeres ululan y se ríen entre dientes. Kat se sonroja.

—Hablando de cazar hombres —dice Ariadna, reclinándose en uno de los sofás alineados contra las paredes granates—, ¿va a asistir alguien al Festival del Eclipse Lunar de esta noche? He oído que tal vez venga alguno de los Señores Aesarios —comenta suspirando, mientras se enrolla un brillante tirabuzón caoba alrededor del dedo—. Esos uniformes tienen algo que...

—¿Dónde se celebra? —pregunta Ágata desde un sillón de la esquina, pulsando su lira.

Ágata, elegante viuda de cuarenta años, es una virtuosa de la música cuyas interpretaciones calman los nervios de la reina. Kat ha intentado rasguear su instrumento algunas veces, maravillándose ante los relucientes cuernos de vaca que salen de la parte superior de un caparazón de tortuga pulido, pero se acobarda ante las notas tintineantes que le saca a las cuerdas de tripa de oveja.

—¿Dónde crees? —contesta Ariadna con aire de superioridad, abriendo sus humedecidos ojos negros—. En el andrón.

—Oh, no —exclama Dafne—. Eso significa que va a ser una orgía. Las mujeres decentes nunca van al andrón.

Ariadna deja escapar una risita.

—En ese caso, supongo que irás, ¿verdad? —pregunta Casandra, frunciendo su anciano rostro en una mueca de desprecio. Clava la aguja en su bordado como si lo estuviera haciendo sobre Dafne en lugar de sobre el trozo de lino.

Kat imagina por un momento lo que podría tener lugar en el andrón, sea lo que sea eso, pero casi con la misma velocidad su mente regresa al beso de Jacob en el estanque. ¿Qué habría pasado si Calas no les hubiera interrumpido? ¿Habría tenido ella el coraje de apartar sus fuertes brazos, sus anhelantes labios, el contacto de su ardiente respiración sobre su cuello? Ha pensado tantas veces en ir a buscarlo a los barracones..., pero sabe que no debería darle esperanzas.

Aun así, el otro día, cuando apareció en su dormitorio con aquel uniforme que le hacía parecer más alto, más fuerte y más seguro de sí mismo de lo que lo había estado nunca —cuando sus cuerpos se fundieron, besándose de nuevo—, una parte de ella deseaba decirle que sí, que se casaría con él, y acercarlo a su cama...

Con un movimiento brusco, Kat salpica un poco de vino tinto sobre su inmaculado peplo.

—¡Ah...! Es como la sangre de una virgen sobre las sábanas —grita Iris.

—Tú eres virgen, ¿no? —pregunta Dafne, con los ojos brillantes—. Sé distinguirlo, ya sabes.

—¿A qué joven le has echado el ojo? —pregunta Ágata mirándola con amabilidad.

—A Alejandro, por supuesto —contesta Dafne en su lugar.

No. A Álex no. Le gusta lo que sabe del príncipe, y cómo se siente en su presencia, pero le parece, curiosamente, alguien que podría ser un amigo cercano... y solo eso.

No, por supuesto es Jacob, y solo Jacob, quien ocupa su corazón. Pero no puede hacer con él lo que le gustaría porque aún tiene pendiente su misión. El otro día, en cuanto él salió de su dormitorio dando un portazo, diciendo que no volvería a buscarla más, la habitación entera pareció sumirse en un frío invernal. Los vivos colores se apagaron, el trino de los pájaros del jardín quedó silenciado. No se había sentido tan sola en toda su vida.

—... y todo el mundo es capaz de ver que el príncipe nunca te mira dos veces —le dice Casandra a Ariadna—, por mucho que tú te quedes mirándole a él.

Ambas mujeres se lanzan miradas de odio y Ágata deposita su lira amablemente en el sofá entre las dos, antes de decirles con tranquilidad:

—Hablando de juergas, anoche, después de que la reina nos diera permiso para irnos, oí esos ruidos de nuevo.

Los ojos de las doncellas se abren como platos.

—Bueno, con su marido siempre en el campo de batalla, quizá Su Majestad se encuentre... sola. En el sentido más casto de la palabra —dice alegremente Iris mientras mastica una ciruela escarchada.

—No creo que nadie pudiera disfrutar tanto sola —comenta Casandra moviendo inquieta el pie e inspirando.

—Pues tú deberías saberlo —replica Dafne sin alterarse—. Pero con todos esos guardias a su alrededor, no sé cómo podría la reina meter a escondidas a un amante. A menos que se trate de uno de sus propios guardias, de esos que se supone que deben mantenerse firmes y atentos fuera de su dormitorio y no dentro del mismo.

La carcajada de las mujeres queda silenciada por el grito de una voz profunda.

—¡Señoras!

Alta y elegante, Timandra, encargada de las doncellas, aparece sigilosamente en la sala. Con su imponente mandíbula cuadrada y su túnica gris reluciente, junto a un velo diáfano que le cae desde el arregladísimo cabello plateado hasta el suelo, a Kat le parece una diosa de la niebla matutina.

—Me avergüenzo de vosotras —anuncia—. Debería azotaros a todas por difamar así a Su Majestad.

—A mí no me importaría... si quien me azotara fuera uno de los Señores Aesarios —replica Ariadna entre risitas.

—¿Y lo hiciera después de mostrarte sus tácticas de «combate»? contesta Dafne sonriendo y levantando una ceja.

—Si hubierais sufrido los efectos de una guerra de verdad, quizás ninguna estaríais haciendo esos comentarios —las amonesta Timandra.

—¿Qué? Solo estaba bromeando —protesta Ariadna.

—¿Lo habéis olvidado? Las siete sobrinas de Timandra, salvo una afortunada, fueron brutalmente violadas por soldados de Tebas tras la derrota de Neón —la reprende Casandra.

Kat recuerda haber oído hablar de la batalla cuando era niña, aunque tuvo lugar antes de que ella naciera. Fue el hecho que cambió las tornas de la Tercera Guerra Sagrada, librada en el sur de Grecia.

—¿Qué le ocurrió a la otra? —pregunta Dafne.

—Fue decapitada, por supuesto.

Timandra se aclara la garganta.

—Si yo tuviera una espada y una armadura, lucharía contra cualquier atacante antes de permanecer en palacio, vulnerable a los caprichos de los vencedores.

La frase las deja mudas a todas.

—¡Vencedores! ¡Vencedores! —grita el loro.

Esta vez las mujeres no se ríen, tan solo realizan una reverencia y, colocándose sus pañuelos de serpientes plateados y azules, se dirigen hacia la puerta. En silencio, Kat se despide del pájaro y, al hacerlo, de repente, nota en su interior la vida del ave, sus —por decirlo de alguna forma— «sentimientos». Nota lo mismo que él cuando vuela en libertad entre selvas exuberantes y húmedas, parloteando animado, casi como si fuera su propio cuerpo el que volara. Pero la sensación es momentánea, y enseguida desaparece. Odiseo ladea la cabeza y se queda mirando fijamente a través de los barrotes de la jaula y la ventana hacia una libertad inalcanzable.

Pero Kat tampoco es libre, ¿verdad? Es una extraña cuyo lugar no es este, enjaulada en palacio junto a su peor enemiga hasta que adivine la verdad, una verdad que la liberará para cometer asesinato. Y después ¿qué?

Se vuelve hacia Timandra, quien, según ha oído, tiene casi sesenta años y lleva viviendo en la corte cuarenta y cinco. Observando su rostro fuerte y ancho, Kat tiene la sensación de que ella le dirá la verdad si le pregunta.

—Timandra —comienza, toqueteando nerviosa el plato de ciruelas escarchadas de la mesa—. Me preguntaba si podrías contarme algo que sucedió en palacio hace muchos años. Tiene que ver con mi... tía, que era una de las doncellas de la reina en esa época.

Oliéndose el peligro —después de todo, Olimpia ordenó a todos los guardias ese día que registraran todo el lugar, posiblemente para encontrarla a ella—, Kat le ha contado a todas las doncellas salvo a Iris que quien desapareció fue su tía, no su madre.

—¿Sí? —contesta Timandra, mirándola fijamente desde sus ojos grises.

—Se llamaba Helena y desapareció la noche que nació el príncipe Alejandro. Y yo..., quiero decir, mi familia lleva desde entonces intentando enterarse de qué ocurrió. De adonde pudo haber ido.

—Helena... —el nombre se desprende leve de los labios de Timandra—. Una doncella excelente. Una de las mejores que hayamos tenido nunca. Sí, asistió a Su Majestad en el parto, y al día siguiente nadie pudo encontrarla.

A Kat ya le había contado eso Iris.

—¿Se encontraba esa noche alguien más allí, con Helena, que pudiera haber hablado con ella, o haber visto algo que pudiera haberla asustado?

Timandra frunce el ceño y la franja vertical entre sus cejas se hace tan profunda que recuerda a una lanza.

—Desmas —contesta finalmente.

—¿Quién?

La doncella de la lavandería real. Además de la partera y de Helena, Desmas fue la primera persona que ayudó a la reina en su dormitorio tras el parto. Debía ayudar a la reina a darse la vuelta, quitar las sábanas sudadas y sangrientas y reemplazarlas por unas nuevas antes de que el rey llegara. Y estaba furiosa con Helena por algo sucedido aquella noche, pero ha pasado tanto tiempo que no puedo recordar qué era. En cualquier caso, Desmas es la persona con quien debes hablar. Y por la pinta que tiene tu peplo, tienes un buen motivo para visitar la lavandería.

 

 

Entrar en la lavandería real es como bajar derecho a un submundo. Por toda la amplia sala, humeantes marmitas silban y escupen sobre fuegos bien calientes. Hombres barbudos de rostro sombrío remueven con palas el agua de las tinas burbujeantes, hombres que a Kat le recuerdan a Caronte, el barquero que rema para trasladar a las almas muertas a través de la laguna Estigia. Atontados por el calor, los sirvientes vagan cual sombras de difuntos acarreando húmedas brazadas de colada.

Un hombre grande que lleva un taparrabos pisa montones de telas en una bañera baja como si estuviera sacando vino de las uvas. En la esquina, otros dos en sendos extremos de una sábana parecen estar en un concurso de sogatira, retorciendo el tejido hasta escurrir la última gota de agua. En unas mesas de trabajo situadas por toda la sala las chicas baten la ropa con piedras, frotan las manchas con arena y masajean aceite de oliva en las túnicas para suavizar la aspereza de la lana.

Una muchacha que carga una cesta de colada perfectamente doblada pasa junto a Kat apresurada.

—¡Perdona! —dice ella. Como la chica no se detiene, Kat la llama más fuerte—: ¡Perdona!

—¡Estoy ocupada! —suelta la lavandera, mirando después a Kat por encima del hombro. Sus ojos se abren como platos al percatarse de las lujosas prendas de Kat, y se acerca a ella—. Perdonadme, mi señora.

Kat suspira para sí, pero no se molesta en corregirla.

—Busco a Desmas. ¿Sabes dónde podría encontrarla?

—Un momento —dice la chica y se marcha.

Mientras espera, Kat ve a un hombre acercarse a una tina de madera, levantarse la túnica y orinar en ella.

Una mujer baja y oronda, en forma de bola de sebo, se le acerca. Unos mechones canosos y sudorosos se le escapan de debajo de un flácido gorro blanco, pegándosele al rostro, ancho y enrojecido.

—¿Sí, mi señora? —pregunta la mujer, observándola de arriba abajo—. ¿Cómo podría ayudaros?

Kat le tiende el peplo manchado de vino. Desmas lo lleva inmediatamente a la bañera llena de orina dorada, saca un poco con un cazo y lo echa sobre la mancha, que empieza a difuminarse de inmediato. Después ordena a una chica que lo lleve a blanquear al sol.

—Gracias —dice Kat. Las túnicas baratas y sin blanquear que utilizaba en Erisa nunca necesitaron orina, quizás fuera la única ventaja de ser pobre—. Soy una invitada del príncipe y no me gustaría estropear nada de lo que me prestan.

Desmas la mira con aprobación.

—Si es así, sois la única en palacio que os molestáis en ello —se vuelve hacia una chica que frota un mantel contra una tabla de madera rugosa y le grita—: ¡Elpida! ¡Dale con más ganas o nunca sacarás las manchas de esos cerdos!

Kat nota cómo su elaborado peinado empieza a inclinarse y se le va formando una gran mancha de sudor en la espalda del peplo. Tiene que salir de allí antes de desmayarse del calor.

—Desmas, me preguntaba si conociste a mi tía, Helena, la doncella de la reina —dice—. Mi familia nunca supo qué le ocurrió —perlas de sudor recorren la frente de Kat. Se está deshaciendo como un panal al fuego.

Desmas reflexiona, mirando a Kat de arriba abajo, obviamente preguntándose qué hará la sobrina de una doncella vestida como una señora.

—Sí, conocí... a esa ladrona.

Kat trata de mantener su rostro inexpresivo.

—¿Qué robó mi... mi tía?

Desmas planta sus coloradas manos en sus anchas caderas.

—La última vez que vi a Helena fue la noche en que nació el príncipe regente. Iba corriendo por los pasillos con una pila de sábanas egipcias, esas tan hermosas y caras utilizadas en las camas de sus majestades. Nunca la volví a ver, pero tiempo después oí cómo la reina le contaba a todo el mundo que Helena había abandonado el palacio porque era una ladrona. Solo los dioses saben qué más pudo haber robado.

Pero ¿qué más pudo haber robado Helena que justificara su asesinato? Los pensamientos de Kat se ven interrumpidos por un estruendo.

Elpida yace derrumbada en el suelo, y la colada, antes limpia, desparramada como si fuera una colcha de retales. Mientras Desmas regaña a la chica, Kat sale sin hacer mido de la lavandería, con su peplo mojado pegándosele al cuerpo.

Kat no puede creerse que su madre —la mujer que compartía comida con extranjeros de paso y regalaba las mejores obras de su telar a las familias a las que se les desgastaban las mantas— fuera la persona a la que acababa de describir Desmas.

Kat se detiene entre las líneas de colada puestas a secar que agita la brisa: sábanas, túnicas y por extraño que parezca, indefinidos ropajes de lentejuelas doradas, probablemente destinados a la fiesta del andrón de esta noche. Mientras observa los trajes, advierte que está chupándose el pulgar derecho, como una niña nerviosa que se mordiera las uñas, y se lo mete dentro del puño durante unos instantes. Después, saca el colgante plateado de su madre, la Flor de la Vida, de debajo del peplo, y lo sujeta con fuerza, notando cómo se le aprieta la mandíbula en señal de decisión. Está harta de sentirse sola e indefensa.

Necesita entrar en acción. Esta noche.

Dafne abre de un golpe la puerta del dormitorio de Kat y entra corriendo con una bolsa de lino.

—¡Lo tengo! —exclama excitada, derramando el contenido sobre la cama. Hay una larga peluca rubia, hecha de crines de caballo, un par de botas de piel de ciervo y un arco, ligero y teatral, junto a un carcaj lleno de flechas de juguete—. Estos días, todas las bailarinas se disfrazan de amazonas —explica Dafne, apartándose de la cara un tirabuzón descarriado de cabello rojizo y examinando el atuendo de lentejuelas doradas que Kat ha cogido de la cuerda de la colada—. Hace un par de años todas se vestían de persas.

Kat escucha la cháchara de Dafne mientras le ayuda a ponerse el disfraz, pero le resulta difícil concentrarse en las entusiastas descripciones que la doncella hace del andrón cuando Kat no tiene ninguna intención de asistir al festival. El vestido de bailarina de Kat no es más que el disfraz que le permitirá confundirse con los alegres residentes de palacio que estén celebrando el primer eclipse en más de diez años, y el fin de la Era de los Dioses. La de hoy es una noche en la que media ciudad estará apiñada en los templos, rezando a los dioses para que la proteja, mientras la otra mitad se encontrará adorando su propia humanidad; sin embargo, es improbable que muchos de ellos crean que la Era de los Dioses se vaya a terminar; en todo caso muchos habrán asumido ya que dicha era acabó hace muchos años. Aun así, la de hoy será una noche de juerga y borrachera, de salones vacíos y guardias distraídos. Tal vez sea su oportunidad para matar a la reina.

Dafne coloca las últimas horquillas en el pelo de Kat y le ajusta la peluca rubia. Kat se mira en el espejo y, a pesar de la gravedad de su misión, sonríe. La peluca no es solo poco favorecedora; además, le pica.

—Y ahora te pondré cara de bailarina —se ofrece Dafne, abre varios de los tarros cosméticos de Kat y saca una brocha de maquillaje de un bote de ágata—. Mira hacia abajo.

Kat mira hacia abajo, y hacia arriba, y hace todo lo que Dafne le pide mientras la chica comienza a charlar sobre lo atractivo que es el Señor Bastian y cómo estuvo a punto de desmayarse al verlo en la demostración de destrezas militares.

—Muy bien, ya puedes verte —dice Dafne. Kat se gira hacia el espejo y comprueba que lleva las cejas negras, sombra de ojos azul brillante y kohl espeso alrededor de los párpados. Olimpia nunca la reconocería. Ni siquiera Álex podría. Apenas lo consigue ella misma—. Para completar tu apariencia —comenta Dafne mientras le ofrece el carcaj dorado de flechas de pega—. Y esto —añade, colocándole un velo brillante en la parte baja del rostro—. No es exactamente amazónico; de hecho, está tomado de un viejo disfraz de persa, pero así no te reconocerá nadie.

—¿Estás segura de que con este disfraz me dejarán pasar? —pregunta Kat, desenganchándose un lado del velo y fingiendo ansiedad.

Dafne suelta una carcajada.

—¡A todos los hombres les encantan las bailarinas! No podría creerme que echaran a una tan guapa como tú. ¿No es divertido? Me recuerda a cuando estábamos celebrando el primer cumpleaños de Alejandro, con una fiesta de disfraces a la que vinieron todos los embajadores extranjeros, y vi cómo Timandra caracterizaba a Olimpia de Helena de Troya.

Kat gira la cabeza, sorprendida.

—Pero Dafne, si tú solo llevas dos años en palacio...

—No —contesta Dafne, alisando los rebeldes rizos rubios de la peluca de Kat—. Yo nací aquí. Mi madre era doncella de la reina anterior, y tan pronto como Olimpia se casó con el rey Filipo me pusieron a su servicio, a pesar de lo joven que era. Hace unos cinco años Olimpia me envió a Epiro como doncella de la mujer de su hermano, la nueva reina allí. Pero aquello no me gustaba y finalmente me permitieron regresar.

Tal vez Dafne sepa algo de aquella noche, incluso a pesar de que debía de ser muy joven entonces. Kat nunca se lo ha preguntado, al suponer que había llegado hacía poco a Pela.

—Dafne, ¿recuerdas a una doncella llamada Helena que sirvió a Olimpia hace unos dieciséis años?

Dafne frunce el ceño y su voz se vuelve aguda.

—Sí, la recuerdo. ¿Por qué me lo preguntas?

—Era... mi tía. He oído que desapareció la noche en que nació el príncipe Alejandro —aventura Kat—. ¿Sabes algo? ¿Por qué se marchó mi tía y no volvió nunca más?

Dafne duda.

—Bueno —comienza finalmente, bajando la voz hasta convertirla casi en un susurro—. Sí sé algo. Más de lo que, de hecho, le he contado nunca a nadie —Dafne mira de reojo por encima del hombro como si tuviera miedo de que alguien estuviera escuchando.

—¿Qué es lo que sabes? —le pregunta Kat, ansiosa.

La pelirroja hace una pausa y suspira.

—Podría ser peligroso que te contara la historia. Tal vez esté arriesgando mi vida. Nadie sabe que yo lo vi todo.

Kat se queda parada un instante mientras Dafne la mira de forma elocuente. Finalmente cae en la cuenta: la chica quiere algo a cambio. Se acerca al arcón que hay a los pies de su cama y revuelve sus túnicas hasta que encuentra la bolsa de oro y plata que ganó apostando en el Torneo Sangriento. Saca algunas monedas y se las da a Dafne.

—Aquí tienes —ofrece—. No quiero ponerte en peligro sin recompensarte de alguna forma.

El rostro de Dafne se ilumina de satisfacción y deja caer las monedas en el bolso bordado que lleva sujeto al cinturón.

—Yo solo tenía nueve años —recuerda—. Era lo suficientemente mayor para entender lo que vi, pero también lo suficientemente joven para que la gente me ignorara. Yo dormía en un cuarto junto al dormitorio de la reina para poder llevarle un orinal o una copa de vino si ella me llamaba de noche. Me despertó un grito de la reina que duró mucho. No solo gritaba de dolor, estaba pronunciando un nombre: «Riel, Riel». Pensé que podría tratarse del nombre de algún amante, o de un dios, o alguna maldición en un idioma antiguo. Esperé a que me llamara, pero no lo hizo. Finalmente, miré a través de un agujero de la puerta y vi a la partera y a Helena de pie junto a su cama. La partera sujetaba en sus brazos al príncipe bebé envuelto en una manta. Y Helena tenía...

Dafne hace una pausa repentina y contiene el aliento. Sus ojos se abren aterrados y su cuerpo entero se tensa, volviéndose tan rígido como una tabla. Una baba blanca le asoma a los labios y cae al suelo, retorciéndose, agitando brazos y piernas, curvando la columna hacia atrás.

Kat agarra por los hombros a la chica, tratando de tranquilizarla.

—¿Dafne? ¡Dafne! —grita, sin saber qué hacer salvo girarla para que no se ahogue. Kat se pone de pie de un salto, agarra un aplicador de maquillaje de su tocador y trata de metérselo en la boca a Dafne para que no se trague su propia lengua: tal vez tenga esta enfermedad que hace que la gente se caiga al suelo víctima de un ataque.

Las convulsiones se detienen de forma escalofriante, y Dafne, con los ojos abiertos y vidriosos, yace... muerta.

Kat contiene el aliento y sofoca un grito, que le sale en su lugar más como un gemido entrecortado. De forma instintiva se aparta del cadáver de la chica, cuyos ojos tan solo momentos antes estaban iluminados por los secretos. Se sienta sobre sus tacones, apoyando las manos sobre la peluca rubia, deseando no vomitar, sintiéndose helada.

Lo único que Kat es capaz de ver es a su propia madre arrodillada junto a la lumbre, con la sorpresa en el rostro mientras las espadas la atraviesan, y después cayendo hacia atrás sobre el suelo, ensangrentada y quieta. La memoria la tiene prisionera; sus brazos parecen pesarle como si fueran de plomo, su corazón parece ir a detenerse.

Vuelve de golpe al presente y comienza a gritar pidiendo ayuda, sintiendo su voz incorpórea, como si fuera la de un niño asustado.

Mientras el clamor se va haciendo eco por el pasillo, un leve movimiento en la túnica blanca de la chica capta la atención de Kat. Una delgada serpiente verde, con manchas doradas, yergue la cabeza y se queda mirándola fijamente. Ella le devuelve la mirada, deseando poder leer al animal. Pero esta vez no es capaz de sentir sus emociones, sus necesidades, como le ha ocurrido otras veces. En su lugar, nota un muro de silencio, casi una resistencia intencionada.

Desconcertada, se retira lentamente y agarra un pie de lámpara de bronce, cada uno de cuyos ocho brazos curvados soporta una lámpara de aceite encendida en una cesta en forma de flor de loto. Al girar el pie de lámpara como si fuera un arma, tres de los soportes de arcilla caen y se hacen añicos, derramando su aceite por el suelo.

La mayoría de los animales habrían huido. Pero la serpiente no lo hace. Agita su lengua, bífida y negra, y sus ojos oscuros se dilatan.

«¿Qué está haciendo esta serpiente dentro de palacio?».

Su mirada se precipita hacia el brillante pañuelo plateado de Dafne, extendido sobre el suelo, cuyo patrón muestra serpientes azules que engullen su propia cola. Fue tejido en Epiro para las doncellas de la reina.

Está claro: esta serpiente viva pertenece a la reina.

Y a Dafne no la ha matado ninguna enfermedad, advierte Kat, sino el reptil.

Una mordedura de serpiente que quizás no estaba destinada a Dafne, sino a ella. Estaban en su dormitorio, después de todo.

A Kat se le hiela la sangre.

Justo entonces, un grupo de esclavos y sirvientes irrumpen en la habitación, y la criatura se desliza por el suelo de mármol y desaparece.

En medio del revuelo, nadie se pregunta por el atuendo de Kat, y pocos instantes después, han levantado el cuerpo y se lo han llevado de su habitación.

Kat se queda quieta de pie, completamente perdida. Incapaz de olvidarse del rostro aterrado de Dafne y de sus ojos abiertos de par en par.

Podría haber sido ella.

Nota un escalofrío, se siente mareada de nuevo, pero poco a poco algo va sustituyendo al tumulto del estómago: la ira. Esto ha sido cosa de la reina. Está convencida. Ya no puede retrasar más su tarea. Tiene que llevar a cabo su plan. No solo por ella, también por Dafne.

Es hora de encontrar a Olimpia.

 

 

El peso de un pequeño cuchillo se adapta cómodamente a la cadera de Kat mientras sale con disimulo por la puerta de palacio y se adentra en el jardín. Al oír una respiración pesada y unos pequeños susurros, se detiene en seco. A la luz de la luna llena, ve a una pareja abrazándose en un banco parcialmente escondido por los setos; ambos son altos, bronceados y de cabello oscuro. Kat intenta pasar inadvertida, pero al oír sus pasos, la pareja se separa.

Es Hefestión. El aspirante a principito que intentó encerrarla en una mazmorra se levanta, se pasa una mano por su despeinado cabello y se endereza la túnica. Se queda mirando fijamente a Kat, frunciendo el ceño. ¿La habrá reconocido a pesar del disfraz?

—Perdón —es todo lo que dice. La tenue luz hace que su mandíbula parezca incluso más angulosa y fuerte... y Kat distingue que la mantiene bien apretada.

A su lado está la princesa Cinane, la desagradable y arrogante arpía que hizo enfadar al león infernal el otro día, para luego acabar insultando a Kat. Son las dos últimas personas a las que ella querría ver en este momento.

A diferencia de Hefestión, que parece incómodo por la aparición de Kat, Cinane permanece sentada, con sus largas piernas extendidas por debajo de su arrugada túnica, dejando expuesta gran parte de su muslo. Cruza su mirada con la de Kat y sonríe lentamente. Se pasa la lengua por el labio inferior, sin hacer ni el mínimo esfuerzo en peinarse el cabello o ajustarse la túnica, que se le ha resbalado del hombro.

—¿Te gustaría unirte a nosotros? —ronronea Cinane.

Kat niega con la cabeza y sigue caminando, con los ojos fijos en el suelo. ¿Unirse a ellos? No. Hasta donde ella está enterada, Hefestión y Cinane se merecen el uno al otro. Ambos son unos idiotas vanidosos y arrogantes que no tienen la menor idea de cómo tratar a la gente.

Sigue el sendero del jardín, pasando junto a la imponente estatua de Poseidón que domina la fuente, ya silenciosa. Allí, en el otro extremo, está el dormitorio de la reina. Unas líneas de luz se escapan a través de las contraventanas de tablillas y de las dobles puertas de balcón, proyectándose sobre la balaustrada de piedra. Kat busca a los guardias habituales, pero esta noche —como ella confiaba que ocurriera— lo único que ve es una lanza, un escudo y un casco apoyados contra una de las columnas. Kat inspira bruscamente. ¿De verdad va a ser tan sencillo?

Se acerca con cautela. Le llega un murmullo de risas desde detrás de los arbustos ornamentales.

—Toma un poco más —dice una voz de hombre, y oye a una mujer reírse.

Ahora. Ahora. La verdad la golpea, deteniéndola en seco. Esta es su oportunidad. Debe hacerlo, independientemente de lo que le ocurra después.

¿Cómo torturarían y ejecutarían a alguien que matara a la reina? Se saca la pregunta de la cabeza. No importa. Lo único que cuenta es lo que debe hacer ahora.

Se le acelera el pulso al ver varios tallos gruesos de hiedra trepando por los muros a ambos lados del balcón. Sin pensárselo dos veces —sabe que el guardia podría regresar en cualquier momento, y hacerlo junto a sus camaradas—, arroja al suelo su arco de juguete, se quita el ruidoso carcaj de flechas de pega, y agarra un tallo de hiedra con ambas manos. Parece estar bien asegurado a la pared. Se impulsa hacia arriba y en unos momentos alcanza el balcón. Conteniendo la respiración, trata de abrir las puertas lentamente, pero están atrancadas con un pequeño pestillo. Aunque las tablillas se encuentran abiertas, contra ellas se apoyan unas cortinas de lino bordadas.

Kat desenfunda el pequeño cuchillo, se toma un momento para calmar el temblor de las manos y después pincha la cortina y empieza a hacer un pequeño agujero con el filo. No le llega ningún sonido desde el interior. Entonces, arrastra el cuchillo unos centímetros más, creando una rajita donde coloca un ojo.

Kat contiene el aliento. Al principio le cuesta entender lo que está viendo, su visión a través de la ranura es muy limitada. Entonces ve a una mujer de rostro serio, largo cabello rubio y ojos de zafiro mirándola directamente a ella. A punto está de tirarse desde el balcón aterrorizada cuando se da cuenta de que se trata de una estatua de madera, una de las cuatro diosas pintadas que sirven de pilares de la lujosa cama de la reina.

Respirando profundamente para calmar su acelerado pulso, Kat pincha la cortina y tira de ella hacia la derecha.

Al principio, no ve nada, pero un rápido movimiento en su periferia le hace mirar hacia abajo. Una docena de serpientes beben leche de unos cuencos dorados. Hay un agujero en el suelo, una trampilla de algún tipo, y de ella emerge Olimpia en una túnica blanca y vaporosa, con una caja de marfil con incrustaciones de turquesa en las manos. Kat tiene que sofocar un grito. Es idéntica a la caja que Helena le dio a Olimpia justo antes de ser asesinada.

Kat intenta obligarse a abrir las puertas a patadas, a clavar el cuchillo en la carne de la reina y completar su misión, pero es incapaz de moverse. Está congelada por la trastornada fascinación que le causa ver a la reina arrodillarse en el suelo y abrir la caja, a menos de un metro de Kat. Olimpia sonríe mientras extrae el contenido y lo examina.

Son huesos.

Kat se queda mirando fijamente, horrorizada. Son pequeños y, bajo esa luz tenue, Kat no es capaz de adivinar a qué tipo de animal pertenecen. ¿A un gato? ¿A un cachorro?

Entonces la reina saca un cráneo.

Un cráneo humano.

Son los huesos de un bebé.

Kat jadea algo más sonoramente esta vez, y el cuchillo se le resbala do los dedos y cae estrepitosamente sobre el balcón. La reina alza la vista hacia las cortinas. Se pone de pie, con una mirada de auténtica furia en su níveo rostro.

Kat salta la balaustrada agarrándose a la hiedra y comienza a balancearse en descenso, pero resbala y cae los últimos tres metros, a punto de dejar su larga peluca enredada en un tallo de hiedra. Tumbada sobre su espalda, no puede recuperar el aliento. Es como si estuviera en el fondo de un estanque, mirando hacia arriba, incapaz de inspirar. Levanta las manos y ve que aún tiene agarradas algunas hojas. Sobre ella, las estrellas brillan y titilan. Se obliga a permanecer quieta, incluso cuando oye el crujido de las puertas del balcón. Kat permanece en las sombras y observa a la reina examinar la ranura de su cortina primero y salir al balcón después. Olimpia mira hacia abajo y recoge el cuchillo de Kat, haciendo brillar su hoja a la luz de la luna. Entonces mira al jardín.

Justo... hacia... ella.

De repente, suenan los gongs. Resuenan las trompetas. Redoblan los tambores. Y alrededor de todo el palacio, cientos de voces chillan. El corazón de Kat casi se detiene. ¿Se trata de una alarma? ¿Entrarán soldados corriendo en el patio para arrestarla? Esta vez Alejandro no podrá hacer nada para salvarla.

Entonces se da cuenta de que los templos de Pela están haciendo saber a la gente que ha llegado la hora de celebrar el eclipse. Olimpia alza la vista hacia la luna, sonríe, y regresa a su dormitorio, cerrando y atrancando las puertas del balcón.