Capítulo 17
C
in moja deprisa el dobladillo de su túnica en la sangre, espesa y pegajosa, intentando ignorar los ojos, aún abiertos, del cadáver que yace delante de ella. Es culpa de Hef. Se vio obligada a matar al mendigo. No le quedó otra elección.
El ambiente aquí abajo, en el sótano de almacenaje, es fresco y húmedo, y el aroma metálico de la sangre ya se está mezclando con el olor del vino y el perfume de las especias, los higos y las aceitunas apilados en las estanterías que cubren las paredes.
Pensó que había hecho suficiente. Liberó al león infernal en el Torneo Sangriento y le echó la culpa a Álex. Le mintió a Hef acerca del ilimitado acceso del príncipe al tesoro. Y ahora, esta noche —una noche en la que él debía verse influido por cualquier cosa que ella le dijera—, «encontró» la daga que le había robado a Álex y gritó porque había visto a un intruso.
Pero Hef apenas había dudado. Estaba decidido a considerar inocente a Álex a pesar de que todo indicase lo contrario. Cin se dio cuenta rápidamente de que si no encontraban al supuesto intruso, Hef empezaría a sospechar de ella. Afortunadamente, la sangre que ahora salpica su ropa le convencerá de que fue el hombre quien la atacó a ella, y no al revés.
Advierte que no es capaz de controlar el leve temblor de sus brazos y confía en que Hef lo achaque al miedo y no a la urgencia y la ira que le hacen hervir la sangre. Sus planes se van desenredando.
Al oír el fuerte ruido de unas pisadas que bajan las escaleras, Cin se inclina sobre el cadáver, encogiéndose de miedo mientras recoloca la posición de este y le pone un cuchillo que llevaba de reserva en su ya flácida mano. Apenas unos minutos atrás, el hombre estaba sentado en el suelo, mordisqueando queso y sorbiendo vino de una copa, rodeado de jarras vacías desparramadas. Su remendada ropa y su aspecto demacrado le hicieron ver a Cin que no estaba ante un soldado ni un sirviente de palacio. Probablemente no era más que un ladrón común que se había colado para robar en las bodegas reales. Se alegraba de haber blandido la espada antes de que pudiera arrepentirse. Le había cortado la cabeza con facilidad, su arma apenas encontró resistencia mientras el cuerpo se desplomaba sobre el suelo.
Hef entra corriendo en la sala y Cin se sobresalta al ver a Katerina justo detrás de él. ¿Qué está haciendo ella aquí, con Hef? Alzando el farol, Hef analiza la escena. Camina hacia la cabeza, se agacha, la levanta sujetándola por el cabello y la observa mientras Kat hace una mueca de asco.
—Nunca lo había visto —dice, y deposita de nuevo la cabeza en el suelo—. ¿Y tú?
—No —contesta Cin, sin mentir.
Hef se yergue, sondeándola con sus ojos oscuros.
—¿Por qué le mataste? Podríamos haberle interrogado.
—¡Se abalanzó sobre mí! No sabía qué hacer —responde, fingiendo temblor en la voz—. Estaba tan asustada, Hef —dice, cubriéndose el rostro para disimular la ausencia de lágrimas, rogándole a todos los dioses que él se crea su historia y que la entrometida campesina no lo eche todo a perder.
Mirando a través de los dedos, observa a Hef sujetar el farol sobre el montón de harapos sangrientos. Arruga la nariz.
—Apesta. Y está vestido como un mendigo. No creo que fuera ningún asesino.
—Podría ser un asesino disfrazado de un inofensivo mendigo —dice Cin—. Pero, si no ha sido él, entonces sigues estando en peligro —concluye, estremeciéndose delicadamente.
Hef se queda mirándola durante un largo instante —tiempo suficiente para que Cin se plantee si no habrá sobreactuado en el papel de damisela llorosa— y después se endereza.
—Supongo que ya no lo sabremos, le has decapitado.
—Lo siento —dice ella sin mucha convicción.
Hef suspira y se frota los ojos.
—Los guardias no pueden encontrarte aquí. Ni enterarse de que lo has matado tú. Diré que lo hice yo. Que vi a un intruso, y que cuando encontré a este hombre, se abalanzó sobre mí esgrimiendo un cuchillo —se vuelve hacia Kat, cuya mirada oscila entre Hef y Cin, claramente completando lo que nadie dice, y añade—: Y tú, Kat, también debes regresar a tu dormitorio. Ambas seréis vulnerables ante acusaciones, o, cuando menos, rumores que podrían ser muy dañinos. Ninguna de las dos deberíais andar vagando por el palacio en plena noche. Marchaos, las dos, cerrad vuestras puertas y no le contéis a nadie lo sucedido.
Por una vez, Cin no discute y se apresura a volver a su habitación antes de mirar de reojo para asegurarse que ni Hef ni Kat ni ninguna otra persona la ha seguido. Entonces, se mete repentinamente por un pasillo casi abandonado que la conduce a una puerta pequeña y atrancada. Al girar la llave de hierro, la oxidada cerradura gruñe en protesta, para finalmente acabar cediendo. Cin abre la puerta y se adentra en la pequeña estancia, que nadie utiliza desde hace diez años. Algo se escabulle hacia las sombras. Ella deposita el farol y la cesta en el suelo y se sienta con las piernas cruzadas. La habitación, de ventana única, solía ser un cuarto de baño. En el centro había una espléndida bañera de pórfido rojo, salpicada de cristales negros y dorados, donde se bañaban las mujeres de la realeza de rango menor.
La bañera ya no está, su fantasmal silueta aún se ve sobre el suelo, y una baldosa cubre el sumidero por el cual el agua del baño fluía hacia los desagües de lluvia. Exceptuando a Cin, nadie viene aquí. La habitación se considera gafada, incluso maldita, por lo que ocurrió en ella...
De la cesta saca un pequeño brasero de carbón realizado en bronce y lo enciende con la luz del farol. Al calentarse, aparta el resto de objetos, abandonados en intentos anteriores: una jarra de piedra de pura leche blanca extraída de una inmaculada vaca negra; un contenedor de agua salobre de una piscina estancada a la que nunca baña la luz del sol; un frasquito de espuma de las fauces de perros rabiosos.
El carbón arde ahora con intensidad. Coloca el cuenco de bronce sobre él, vierte toda la leche y deja caer unas gotas del agua estancada y de la espuma de los perros rabiosos. Después arroja la piel de una serpiente para invocar a los espíritus de la Tierra, la pluma de un águila para llamar a los del Aire; un pescado seco para conjurar a los del Agua, y una salamandra seca, una criatura mágica famosa por ser capaz de vivir entre llamas sin quemarse, para comandar a los del Fuego. Estos son los ingredientes, según los rollos de los archivos, para realizar un poderoso encantamiento.
Con la ayuda del cuchillo, corta un fragmento de la túnica, manchada con la espesa sangre marrón del mendigo, y también lo echa dentro. ¿Funcionará? ¿Puede considerarla sangre de una verdadera traición? No lo sabe. No era lo que tenía planeado, no era lo que había estado intentando estas pasadas semanas, ganándose astutamente la confianza de Hef Se suponía que él debía haberse vuelto contra Alejandro. Es la sangre del príncipe la que debería haberse derramado, y —Cin está segura— esa sí que habría sido la traición que necesitaba.
Sin embargo, ahora la desesperación la hace huir hacia delante. Dispone de sangre humana en las manos —la del mendigo—, así que intentará de todos modos el ritual. Ha de mantener la esperanza.
Eso es lo único que la ha traído tan lejos.
Extrae de la cesta una corona seca de tejo, la planta de los muertos, y se la ciñe a sí misma.
La mezcla se enturbia al hervir. Sus vapores le queman los orificios nasales, pero Cin sigue inhalándolos, como ordenaban los rollos, incluso a pesar de que la habitación comienza a girar con violencia a su alrededor. Por último, mete un cazo en la infusión, lo alza y entona las palabras que su madre solía decirle a modo de nana:
Del humo y el poder de antiguos dioses,
en la oscuridad de la noche,
bebo la sangre de la traición real
para recibir el poder inmortal.
Y después bebe. Le cuesta tragarlo. Todo su cuerpo desea vomitarlo, escupirlo. Pero hay demasiado en juego. Se fuerza a engullirlo, ingiriéndolo con fuerza y poniendo una mueca de asco. La poción parece golpearla en su descenso mientras sus órganos se retuercen revueltos. Se agarra el estómago con las manos y gruñe. Se le forman perlas de sudor en el rostro que le bajan hasta la túnica.
Finalmente, el asco pasa Desengancha el cuchillo del cinturón y lo sujeta contra la cara interna de su brazo izquierdo, cerca del pliegue del codo.
Se hace un corte en la piel de unos diez centímetros. El dolor le fluye por todo el cuerpo, pero ella se concentra en el tajo.
No se cura. Sangra más a cada segundo. Palpita.
El ritual no ha funcionado. No podía funcionar. Ella no es invencible. El dolor ruge en su interior.
Sigue necesitando la sangre de la verdadera traición.
Cin baja la cabeza hasta colocarla en las manos. Cada día que pasa su vida se vuelve más pequeña. Un día cercano, Filipo la venderá al mejor postor, como si fuera una oveja premiada en un concurso. Para que se convierta en esposa. Y madre. Le entran náuseas solo de pensarlo. Llevará una vida de frustración, resentimiento, soledad, y nunca conocerá el poder. Nunca disfrutará de nada como el inquebrantable vínculo que comparten Álex y Hef.
Nota algo cálido sobre las mejillas y se lleva las manos hacia ellas: son lágrimas. ¿Cuándo fue la última vez que lloró? Hace diez años. Hace diez años también compartía un inquebrantable vínculo con alguien. Un vínculo que se rompió justo aquí, en esta pequeña habitación.
La primera esposa de Filipo, y madre de Cin, la princesa Audata de Iliria, era tan alta y morena como Olimpia bajita y rubia, pero su estatus estaba muy lejos del de Olimpia. El rey decide cuál de sus esposas disfruta del título de reina; el resto de ellas cuentan con menos honores, menos sirvientes y menos dinero para gastos. A pesar de ello, Olimpia estaba salvajemente celosa de Audata e hizo todo lo que pudo para ponerla en evidencia y ridiculizarla.
Los días que Filipo planeaba pasar la noche con Audata —todos los reyes con múltiples esposas llevan un calendario de con quién se acuestan supervisado por el jefe de protocolo de palacio— Olimpia se colaba en su dormitorio y le metía un gato entre las sábanas. Invariablemente, esas noches, Filipo, frustrado, entraba como un huracán en el dormitorio de Olimpia, quejándose de que Audata no podía abrir los ojos de la hinchazón, de que había estornudado y le había echado de la cama moqueando y del modo más descortés. La reina se vanagloriaba de ello a la mañana siguiente en el desayuno.
En la noche en la que Filipo ofrecía un banquete a los enviados ilirios, el embajador propuso un brindis por Audata, orgulloso de que una mujer de su pueblo fuera la esposa del poderoso rey Filipo. Olimpia inmediatamente alzó su copa para brindar por la fidelidad matrimonial, dando a entender que Audata no era del todo fiel. En ese momento, esta, indigesta por el zumo de bayas de saúco demasiado verdes que Olimpia había dispuesto que se le echara en su copa de vino, vomitó sobre la mesa, quedando profundamente humillada delante de sus propios paisanos.
La mayor parte del tiempo a Audata no parecía preocuparle nada de esto.
—Es como si un mosquito intentara picar a Zeus —le contaba a Cin. Sería molesto, pero nunca podría hacerle daño de verdad. Ella no se da cuenta de lo desesperada que la hace parecer.
A veces se reían del excesivo maquillaje de Olimpia, de sus complejos peinados, de su horrendo gusto en decoración, y de su despiadado rencor, y se reían hasta que no podían más.
Poco interesada en las intrigas de palacio, Audata prefería pasar el tiempo con su hija, enseñándole las costumbres de Iliria, donde se entrenaba a las mujeres como atletas, desarrollando cuerpos sanos y fuertes que trajeran valientes guerreros al mundo. Cin corría con su madre a través de los campos y sobre las escarpadas colinas cercanas a Pela, aprendiendo equitación, tiro con arco y lanzamiento de jabalina. Y Audata le contaba historias. De magia.
La noche previa a que su madre muriera, Cin, que entonces tenía ocho años, la oyó discutir acaloradamente en su dormitorio.
—¡Debo tenerla! ¡Tienes que enseñarme cómo conseguir la Sangre de Humo! Estoy a un paso de conseguir la sangre de la verdadera traición.
Pero cuando Cin miró por el hueco de la puerta, su madre estaba sola, discutiendo, al parecer, con el aire.
Al día siguiente, Cin encontró a su madre tan pálida como un lirio en la bañera, con el rostro debajo de un agua roja y brillante, con los ojos abiertos y su cabello negro flotando alrededor de su cabeza, como si fuera un alga enmarañada. Rodeó con los brazos la espalda de su madre para levantarla, temiendo que no pudiera respirar con el rostro debajo del agua.
Cin gritó desesperada pidiendo socorro, y cuando las doncellas de Audata entraron, estas llamaron chillando a la guardia y sacaron a su madre a rastras de la bañera, salpicándose agua roja sobre sí mismas y por todo el suelo. Para cuando la tumbaron, era obvio que estaba muerta. Había sido apuñalada varias veces en el pecho. Cin notó cómo las lágrimas, cálidas y saladas, le recorrían el rostro mientras ella seguía allí quieta y silenciosa, observándolo todo. Después, se le secaron completamente.
Cin nunca supo a quién culpar. ¿Al sospechoso rey Filipo? ¿A su envidiosa reina rubia? ¿A los Señores Aesarios, esos sabuesos de la magia, que se habían enterado de los conocimientos de Audata sobre las tradiciones ancestrales? Quienquiera que hubiera sido, Cin se juró no exponerse nunca a la clemencia de un enemigo. Incluso en el baño —especialmente en el baño— siempre lleva la daga atada a la pantorrilla.
Logrará hacerse con la Sangre de Humo, por mucho tiempo que le lleve. Nunca nadie la encontrará blanca como la leche y flotando sobre un baño de sangre.