Capítulo 9
O
limpia aprieta los dientes cuando la puerta de su dormitorio se abre con tanta fuerza que el pomo de latón golpea el fresco de la pared, añadiendo así otra grieta al yeso. Sentada a su tocador, sabe inmediatamente de quién se trata, incluso antes de levantar la vista al espejo de plata pulida; solo hay una persona capaz de hacerse paso ante sus guardias y abrir la puerta de un golpe: Filipo.
Conteniendo su furia, se niega a volverse hacia él, y en lugar de ello le dedica una sonrisa brillante a través de su reflejo. Gracias a los dioses, sus doncellas aún no le han retirado el maquillaje.
—Mi señor —saluda ella, con la suficiente suavidad como para que él se vea obligado a acercarse, trayendo consigo su perpetuo hedor a vino añejo y sudor. Ni siquiera el humo aromatizado de mirra y ámbar que sale de su incensario puede enmascararlo. Pero ella no gesticula. Nunca lo hace. Su madrastra en Epiro solía pegarle si mostraba cualquier emoción y, en caso de hacerlo durante las palizas, le pegaba todavía más—. Ignoraba que fuera a tener hoy el placer de vuestra compañía —añade, extendiéndose sutilmente un poco de aceite de jazmín sobre el cuello.
Incluso la palabra «placer» sabe a ceniza en su boca. Los años la han desgastado, al igual que lo hace la marea con las rocosas costas de Epiro, su tierra natal, esa que no visita desde que tenía dieciséis años. Nunca ha temido a su marido —en realidad, no—, pero está empezando a detestar su propia vida —su propia mentira— como lo hace quien se ve atrapado en una tumba cavada por él mismo.
Filipo alza una mano.
—Solo he venido a comunicarte que partimos para Bizancio con la primera luz del alba, mucho antes de que te levantes, supongo. Te enviaré un mensaje cuando acampemos delante de sus puertas.
Olimpia nota cómo la invade una ola de alivio. Sabe perfectamente lo que significa Bizancio: su amante del norte, con la que él tiene una obsesión que le inquieta —pero que muy convenientemente le distrae—. Las paredes de palacio, que parecían oprimirla cada vez más hasta casi no permitirle movimiento, ceden repentinamente dejándole espacio, luz, aire. Y no podría haber sido en mejor momento.
Coloca el frasquito de ágata en forma de flauta con su perfume y se gira lentamente hacia él.
—Oh, ya veo —comienza a decir, bajando la mirada y preguntándose si será capaz de dejar caer una lágrima.
Al igual que muchos guerreros curtidos en mil batallas, inmunes al sufrimiento o la muerte, Filipo se derrumba ante el llanto de una mujer hermosa. Y en ese momento ella desea que él la nombre miembro del Consejo de Estado —formado por cinco ministros a los que desprecia porque nunca la escuchan—, que será quien ostente el verdadero poder durante la ausencia del rey, «aconsejando» a Álex, el regente, pero en realidad gobernando la nación a su antojo.
¿Cómo llorar? Piensa en el grito silencioso que lleva dentro de ella diecisiete años, y cuando alza la barbilla, sabe que tiene los ojos brillantes. Se los toca ligeramente para secarlos con la larga y amplia manga de su camisón, tejido en lino egipcio transparente y teñido de escarlata con la concha molida del insecto kermés.
—Mi señor... —comienza, con la voz rota lo justo para que se le note la emoción, pero no demasiado para que nadie piense que está sobreactuando—. Tengo una petición...
Pero el momento se echa a perder cuando la puerta se abre de nuevo y su doncella, Dafne, entra portando una bandeja de plata. Sobre ella descansan platos con dátiles, higos y pétalos de rosa azucarados, la habitual cena de la reina, junto a un enócoe de vino y dos copas: una de arcilla simple y otra de oro. La mirada de la doncella se mueve rápidamente de Olimpia —que siente cómo le hierve el rostro de furia por la inoportuna interrupción— al rey. Ella les realiza una reverencia a ambos, con los ojos fijos en los higos, y deja la bandeja sobre una mesa. Filipo lanza una mirada lasciva a la escultural pelirroja; obviamente no es la primera vez que admira su belleza.
Olimpia dedica una sonrisa forzada y fría a Dafne y asiente. La joven toma nerviosa un dátil del bol de plata y, con evidente reticencia, se lo mete en la boca. Lo traga con dificultad, luego prueba un higo y algunos pétalos de rosa. Se sirve un dedo de vino en la pequeña copa de arcilla y se lo bebe de un trago rápido, con los ojos abiertos.
—¿Ahora necesitas a una catadora? —pregunta Filipo, sorprendido.
—Es por los Señores Aesarios. Ayer escuché que están recurriendo a los envenenamientos, dado que no queréis entregarme a ellos. ¿También se van mañana? —pregunta mientras coge un cepillo de plata—. Sabéis que estoy nerviosa siempre que los tengo por aquí, y más cuando circulan rumores como el último que he oído.
Es bien sabido que ellos sospechan de Olimpia, quizás incluso más que su propio marido. Han divulgado por todas partes el rumor malintencionado de que es una bruja, nacida en una familia de mendigos y timadores de la dispersa nobleza de Epiro, una reina indigna. Y los Señores Aesarios se llevan a las brujas para ejecutarlas de forma secreta.
Filipo baja su único ojo, apreciando su reflejo en el espejo, su cabello rubio platino brillando a la luz de la lámpara mientras lo cepilla, su atractiva figura bajo los pliegues de su camisón de gasa. De forma instintiva, arquea la espalda levemente.
—No se atreverían a envenenar a mi reina, pero tienen razón en una cosa —susurra, acercándose a ella desde detrás, con una mirada hambrienta en el rostro—. Todas las mujeres son unas brujas. A veces un hombre no puede estar seguro siquiera de si sus hijos son realmente suyos.
Olimpia se pone rígida. Otra vez. Ese insulto provocador. Pero no parece estar diciéndolo en serio, al pasarle su gruesa mano por la espalda, provocando que el camisón se le caiga hacia un lado y revelando así su pálido hombro.
—A pesar de que el Gran Señor Mardoqueo y yo nos conocemos desde hace veinte años, no le permitiré que se entrometa en mi reino —afirma, frotándose el parche del ojo—. Últimamente ha estado acosándome acerca del león infernal. ¿Puedes creértelo? Es el único existente en cautividad. Cinco de mis hombres perdieron la vida para cazarlo. Como siempre, Mardoqueo pretende reclutar a los participantes del Torneo Sangriento que se desenvolvieron bien, esos dos aldeanos, y planea montar un concurso de habilidades. Le he dicho que se lo permitiría si deja de molestarme con el resto de asuntos. Así que quizás en una semana se hayan ido.
Olimpia entorna los ojos frente al espejo. Una semana. Demasiado tiempo para estar vigilándose la espalda continuamente. Incluso a pesar de que solo están alojados trece Señores Aesarios, verlos salir cabalgando de Pela sería como quitarse un saco de piedras del cuello. O tal vez no. Hay cientos —quizás miles— de ellos desperdigados por todo el mundo conocido.
Una gota de sudor le desciende entre los omóplatos. Su doncella, la pequeña y preciosa Ariadna, se sienta en la esquina tirando de una cuerda larga atada a los paneles de lino del techo, que oscilan adelante y atrás emitiendo un ruidito mecánico, creando una ligera brisa en la estancia. Sin embargo, eso no es suficiente para que la temperatura sea soportable. ¿Se acabará en algún momento esta temporada tan seca y calurosa? El palacio entero está empezando a oler a aguas fecales de los orinales y las letrinas. Habitualmente la fresca brisa que a última hora de la tarde se levanta del río Axios, justo detrás de palacio, es suficiente para llevarse el olor. Pero ahora ha empeorado tanto que haría falta una larga época de lluvia para limpiar la suciedad y el hedor.
Dafne está comenzando a relajarse. Esboza una leve sonrisa; ha sobrevivido a otra cata. La reina ahoga una risa. Hace cinco años, que Filipo se comiera con los ojos a la chica le resultaba tan irritante que la envió a Epiro. Últimamente ha lamentado haberse rendido a sus apasionadas peticiones de regreso. Así que, cuando hubo de escoger a una catadora de entre sus diversas doncellas, supo de inmediato que la elegida sería Dafne.
—¿Os gustaría tomar algo de vino o dulces? —pregunta Olimpia. Quizás no sea aún demasiado tarde para pedirles a las doncellas que se retiren e intentar hacer todo lo que sea necesario para unirse al Consejo de Estado.
—No —contesta Filipo—. Mejor me voy a dormir. Mañana me levantaré muy pronto y la marcha hasta la costa será muy larga.
Olimpia sonríe ocultando su decepción. La magia se ha roto, el momento se ha esfumado.
—Que los dioses os concedan una travesía segura y una victoria en la batalla, mi señor.
Filipo responde con un gruñido, y en su camino hacia la puerta pasa su mano izquierda por los pechos de Dafne, quien, por su horrorizada expresión, parece que realmente hubiera tragado veneno.
Por una vez a Olimpia no le importa. Incluso a pesar de no haber sido nombrada miembro del Consejo de Estado, nota cómo le invade la felicidad. ¡Filipo no estará durante un año! O tal vez para siempre si lo matan en la batalla o muere de alguna fiebre en el campamento, algo que acaba con más soldados que las espadas y las flechas. Aunque lo más probable es que contraiga alguna enfermedad de esa asquerosa puta suya en Bizancio.
Iris entra portando una bandeja con una docena de copas doradas llenas de leche. Las doncellas las colocan sobre el suelo por toda la habitación mientras Olimpia se quita el maquillaje utilizando su aceite de oliva con aroma a jazmín y lavándose la cara con agua de lavanda. Iris abre la trampilla que hay junto a la cama de la reina, y todas las mujeres se apresuran a realizar una reverencia, casi cayéndose unas sobre las otras al intentar escapar cuanto antes de la habitación, y cierran la puerta después de salir.
Al girarse Olimpia, una docena de hermosas serpientes emergen del otro lado de la trampilla, y sus sinuosos cuerpos cruzan la habitación con un susurro para beber la leche. Criaturas sabias, sanadoras e inmortales, sirven a la diosa Madre Tierra y viven bien dentro de su vientre, saliendo a la superficie solo de noche.
La más grande, cuya piel verde esmeralda está estampada de rombos dorados, sube enrollándose al tocador de la reina y se envuelve sobre sí misma alrededor del espejo, haciendo vibrar su lengua negra. Olimpia le pasa la mano por encima, sintiendo cómo su cuerpo frío y ondulante le produce un hormigueo en la piel.
—Aquí —sugiere, recogiéndose la manga.
La serpiente se le enrosca alrededor del brazo, permitiéndole sentir toda su fuerza, su poderosa musculatura. El animal podría cortarle la respiración si quisiera. Durante el día, la reina es la dueña y la serpiente es su mascota; pero de noche, ella es la maestra, y la reina, su esclava.
La serpiente balancea la cabeza ligeramente, clavándole una mirada de ojos oscuros, atentos, sin párpados.
—Sí —dice Olimpia.
Y la serpiente abre hasta lo imposible una boca de colmillos afilados como cuchillas. Después de sisear, los clava en la piel de su antebrazo. Un dolor candente le desciende por el brazo como si se lo hubieran abierto en canal desde el hombro hasta la muñeca y hubieran quedado expuestos huesos y músculos. Jadea, cerrando los ojos, y se desploma en el suelo. Esa agonía palpitante viaja a través de todo su cuerpo, arquea la espalda y grita.
El dolor se convierte en espasmos que la envuelven, que la llenan de tanto calor que rasga su camisón escarlata y se abandona sinuosa y desnuda sobre el frío mármol.
Después de un momento, se queda quieta. Abre los ojos con esfuerzo y se fija en los pinchazos del brazo, intentando concentrarse. La serpiente se ha unido a ella en el suelo y se enrolla a su alrededor, mientras una palabra comienza a surgir, latiendo en sangre azul por debajo de su pálida piel.
«Pronto».
—Sí, pronto —dice, riéndose mientras las lágrimas le recorren el rostro. Tantos años perdidos. Pero la espera acabará pronto.
El ritual solo funcionará después del próximo eclipse lunar total, cuando los cielos cambien, y una puerta invisible se abra, otorgando poder al conjuro. Ha esperado diez años para este momento. Diez años. Es más que un mero eclipse, señala el final de una era, el término de un ciclo milenario. Según los antiguos sacerdotes y sacerdotisas del norte, la Era de los Dioses está llegando a su fin, y en tan solo un par de días, entrarán en una nueva era, aún indefinida. Muchos filósofos predicen que durante estos grandes cambios puede alterarse el destino, levantarse las maldiciones y lograrse hazañas impensables.
Tal vez ella no posea la magia sanguínea en sí misma, pero cuenta con los huesos necesarios para el ritual. Derramará la sangre precisa. Tan solo necesita el amanecer de la nueva era para que él vuelva a ella y todo sea tal como antes. Ha pasado tanto tiempo que casi ha olvidado su rostro, el sonido de su voz, el tacto de sus manos, el peso de su cuerpo cuando lo abrazaba. Pronto será alto y ancho de hombros, enérgico y fuerte. Pronto ella podrá sentarse a su lado en poder y majestad, gobernando el mundo juntos como habían planeado: él con su sangre inmortal y ella con el fuego de su fe. Nada se pondrá en su camino. Nada.
La serpiente mete la cabeza bajo su región lumbar y se enrolla alrededor de su torso con fuerza. Lentamente va ondulando por todo su cuerpo, explorando la parte de atrás de sus rodillas, las palmas de sus manos, los lóbulos de sus orejas. Olimpia nota las escamas frías y lisas sobre su ardiente piel.
Las lámparas de aceite se han apagado ya hace tiempo cuando Riel finalmente se enrosca alrededor de sus piernas como si fuera una cuerda, y Olimpia nota movimiento en su cabello, sobre sus brazos y su pecho. No puede abrir los ojos, pero sabe que se trata del resto de las serpientes, que se unen a ella para dormir.