Capítulo 2

 

É

l es todo sudor, y calor, y movimiento. La arena se le mete en los ojos cuando Hefestión lo tira al suelo, pero se recompone, con la grava pegándosele en las palmas. Alejandro se levanta rápidamente. Sentados en balas de heno, sus amigos Telecles y Frixos animan con fuerza.

Mientras ambos muchachos se rodean mutuamente en la pista de entrenamiento, redonda y arenosa, Álex observa a Hef atentamente: su mandíbula prieta, la anchura de sus hombros, la ligera inclinación de su postura. Detrás de él ve borrosas unas dianas pintadas sobre lienzo que utilizan para probar puntería con las lanzas y el arco. Con el corazón desbocado, Álex da un par de pasos hacia su derecha, pero ahora el sol le da en los ojos, destellando en la pesada y sudorosa pechera que los chicos usan cuando entrenan con armas y realizan carreras de larga distancia. Entornando los ojos, sigue girando, advirtiendo la tensión en el brazo de Hef, vigilando cualquier repentino cambio de postura.

Álex y Hef cargan el uno contra el otro de frente. Hef toma rápidamente ventaja, rodeando con sus brazos la espalda de Álex y apretándolo con fuerza. Entonces, le sacude hacia la izquierda, y luego hacia la derecha, intentando que su rival pierda el control. Hef conoce mejor que nadie el punto débil de Álex, su pierna izquierda. Este lleva años entrenándola más que la derecha, saltando sobre ella hasta que grita de dolor, atándole pesos con los que camina durante millas.

De forma instintiva, Álex hace una finta hacia la derecha, maldiciéndose por ello inmediatamente, al darse cuenta de que eso es justo lo que Hef deseaba. Cuando este lo lanza hacia la arena, se muerde la lengua y el cobrizo sabor de la sangre le llena la boca. «Demasiado rápido», se reprende. «Reacciono demasiado rápido». La debilidad, ya lo sabe, no se encuentra en la pierna, en el brazo o en la espalda. La debilidad está en la mente.

Pero, a pesar de que Álex se haya precipitado en la lucha, él también conoce el punto débil de Hef...

Este sonríe, obviamente paladeando su triunfo. Sus ojos oscuros —casi tan negros como su espeso cabello ondulante— están entornados, como los de un gato que acabara de cazar un ratón.

Ahí está, ese es el gran error de Hefestión: el orgullo. A punto estuvo de ser la causa de su muerte el verano pasado cuando ambos se unieron a la campaña del rey Filipo contra los ladrones de ganado molosos. Hef, cabalgando un corcel blanco en una armadura dorada, dio por sentado que unos hombres descalzos y andrajosos de frondosas barbas no podían ser peligrosos. Se enfrentó a tres de ellos, y casi lo ensartan vivo. Álex tuvo que rescatarlo.

En un único movimiento fluido, Álex se levanta de un salto, agarra la cabeza de Hef y le hace una llave. Forcejean y finalmente Hef logra escapar de su abrazo.

—Venga, señoritas —ruge Diodoto, cuya nariz torcida le proyecta una sombra desigual sobre el rostro, lleno de cicatrices—. El rey quiere que os enseñe lucha, no baile. —Sus hombros peludos resaltan por debajo de su coraza de cuero, asemejándole más a un oso de las montañas que a un veterano soldado canoso.

—¡Hef, nos vas a avergonzar en la arena! ¡Deja de hacer piruetas! —grita Telecles levantándose de un salto al tiempo que gira.

Frixos coloca una de sus grandes manos sobre el hombro de Telecles haciéndole sentarse de nuevo.

Con el rostro lleno de decisión, Hef agarra los hombros de Álex. Pero luego duda.

—Ha llegado un mensaj...

Álex aprovecha la distracción momentánea de Hef para girar de repente, cargando todo su peso en el movimiento. Uno de sus brazos apresa el codo izquierdo de Hef; pasa el otro sobre el hombro opuesto de su contrincante, para entonces levantarlo del suelo y girarlo en un semicírculo, dejándole caer bocabajo contra la arena. Después salta sobre la espalda de su amigo y lo sujeta allí ante las ruidosas carcajadas de sus amigos.

—Tú ganas —confirma una voz amortiguada por la arena.

Álex sonríe. Pasa junto a Hef, que se medio incorpora hasta quedarse sentado, se sacude la arena del rostro y señala la espalda de Álex.

—Estaba intentando contarte que ha llegado un mensajero —dice, escupiendo una mezcla de arena y saliva, claramente enfadado por su derrota.

Álex se vuelve, apartándose el cabello, rubio y despeinado, de los ojos —tendría que cortárselo—, y ve a un paje de unos catorce años que lo observa con algo de repulsa. No, no le está mirando a él; lo que capta su atención es la marca de su pierna izquierda, esa larga huella púrpura que lleva rodeando el muslo de Alejandro desde su nacimiento como si fuera una serpiente. Nota cómo el escozor cálido y familiar de la vergüenza se le extiende por el pecho, inundándole el rostro, quemándole la nuca. Se coloca la parte baja de su túnica, que había quedado enganchada debajo del cinturón durante la lucha. Aún encendido por la adrenalina, siente el impulso de golpear la estrecha cara del muchacho.

Pero, antes de que pueda reprenderlo, Álex cruza su mirada con la del mensajero... Y entonces todos los sonidos quedan silenciados, toda luz y color se apaga.

Le está ocurriendo de nuevo. Esa emoción. Esa conciencia. Ese poder que no es capaz de controlar.

De repente, se nota incorpóreo, congelado en el tiempo, viajando por un túnel de luz blanca, arrastrado por una fuerza invisible. Es como si hubiera salido de su cuerpo completamente. En el otro extremo del túnel blanco, emerge una pequeña habitación..., algún lugar de palacio. Ve una fogata y huele el humo que se escapa hacia arriba, a través de un agujero en el techo. Una mujer remueve una cazuela. Es la madre del chico, por supuesto. El padre debe de haber muerto recientemente. Álex lo aprecia en la afligida postura y el ceño fruncido de la mujer.

Un bebé hace gorgoritos en la cuna: es la hermanita del muchacho.

Y, entonces, algo saca violentamente a Álex de la habitación oscura y lo hace regresar a una velocidad de vértigo al presente. Se encuentra de nuevo en su cuerpo, notando ese insoportable zumbido en los oídos. El paje lo mira con extrañeza.

Álex mira a su alrededor, a Hef, a Diodoto, al bello Telecles y al rollizo Frixos, a las tejas bañadas por el sol que cubren los cobertizos, como si nunca los hubiera visto antes. Todo le parece pequeño, oscuro y quebradizo: una elaborada ilusión.

Se frota la frente, frustrado, y entonces alza los ojos, uno marrón oscuro, otro azul grisáceo —una llamativa combinación que siempre provoca que la gente se sienta incómoda—, y observa con dureza al paje.

—¿Qué es lo que deseáis? —como el chico no responde en el momento, insiste—: ¿A... qué... habéis... venido?

—Mil disculpas, señor. Vuestro padre quiere veros inmediatamente —responde el muchacho con voz aguda.

Álex asiente.

—Vamos, Hef —se le ha evaporado la ira, y con ella, su energía. De repente, se encuentra exhausto.

Telecles y Frixos saltan a la arena, ansiosos por combatir. El primero, que imita a Aquiles, el héroe de la guerra de Troya, lleva su cabello rubio mucho más largo de lo que dicta la moda y tiene un cuerpo perfectamente esculpido. Baila y gira alrededor de sus oponentes, confundiéndolos. Frixos es más pesado, más fuerte y más lento. Habitualmente, Álex se habría quedado a presenciar este entretenido lance, que le recuerda al de una mangosta contra un buey, pero ahora debe escuchar lo que su padre tenga que decirle.

Al lado de la pista de lucha, Hef recoge su brazalete de plata y se lo fija alrededor de la muñeca. Después, se coloca con cuidado su collar de plata labrada en el cuello, mientras Alejandro intenta reprimir su impaciencia.

En el camino de vuelta desde el campo de entrenamiento, Álex y Hef pasan junto a los establos, los gallineros y los rediles de las cabras. Rodean los barracones, una sencilla estructura de madera de dos pisos con ventanas pequeñas donde duermen los guardias de palacio. Un humo negro se levanta desde la forja del herrero, una puerta más allá, donde este da forma a las armas con energía. Suben por una escalera de caracol y cruzan los estrechos pasillos apenas iluminados del ala de servicio para aparecer en las murallas con vistas a Macedonia, el reino de Filipo —el reino que algún día pertenecerá a Álex—, lugar donde se detienen, apoyándose en un muro bajo.

A los pies de palacio se extiende la arenosa ciudad de Pela, una red de caminos rectos que tan solo quiebran algunas plazas con templos. Gruesas murallas y torres elevadas rodean la ciudad en un abrazo de piedra. Aquellos muros grises, los tejados de color coral y el paisaje de un marrón oliváceo solían ser todo el mundo que Álex conocía, pero ahora la vista le parece seca y desmoronada en comparación con las exuberantes grutas y lagos de Mieza.

El santuario de las Ninfas de Mieza, lugar donde Aristóteles había instruido a Álex y Hef en cuestiones de lógica y estrategia durante los últimos tres años, era tan distinto...; el paisaje, de un verde vivo, casi brillante; el cielo, lleno de matices azules y púrpuras. Unas dos docenas de muchachos privilegiados de trece a dieciséis años —entre los que estaban Frixos y Telecles— pasaban allí sus mañanas y tardes luchando, cabalgando y cazando. Por las noches mantenían animadas conversaciones de poesía, filosofía e historia.

Entonces, hacía dos semanas, poco después del decimosexto cumpleaños de Alejandro, llegó el mensajero del rey Filipo para ordenarle que regresara a casa. En ese momento, al igual que ahora, exigía que Álex corriera como un niño en cuanto el rey chasqueara los dedos.

En el camino, un poco más adelante, un hombre que lleva un carro vacío maldice de forma amarga mientras intenta empujar a su burro y la carreta para dejar paso a otro vehículo. «Así son las cosas», piensa Álex. «Alguien tiene que ceder siempre».

Pero no será así durante mucho tiempo.

Él fragua otros planes, proyectos que su padre no conoce. Y si los culmina con éxito, se convertirá en el líder más poderoso que el mundo haya conocido.

 

 

Cuando Álex llega al despacho de su padre, los guardias —con los rostros ocultos en cascos de crestas rojas, larga protección nasal y grandes carrilleras— bajan sus lanzas y se apartan hacia los lados. Entonces, llama a la puerta.

—Padre —se anuncia, aún ante la puerta—, deseabais verme.

—¡Entra! —truena una voz profunda. Lentamente, Álex empuja la puerta y pasa. Hef se queda fuera hasta que oye decir—: ¡Y trae al presumido de tu amigo, si lo deseas!

Álex nota —más que ve— cómo Hef se cuela en la habitación y se coloca a su lado, aunque algo detrás. Con el rabillo del ojo, advierte que Hef se alisa la túnica y se ajusta el cinturón, y sonríe para sí al notar el fastidio de su amigo. Saber que Hef está a su lado le transmite la fuerza para encarar a su padre.

La estancia no se parece a ninguno de los aposentos reales, la mayoría de los cuales ha decorado su madre. Aquí no hay cojines de seda con borlas, ni cupidos regordetes y bellas doncellas en los frescos de la pared, ni rastro de esas cortinas vaporosas que a la reina Olimpia le gusta ver ondear con la brisa, o de las labradas sillas de ébano con incrustaciones de marfil y madreperla.

El despacho del rey Filipo se asemeja a un campamento militar. Hay un camastro con una manta áspera en el que habitualmente duerme, un puñado de taburetes lisos y algunas sillas de tijera y mesas. De las paredes desnudas cuelgan trofeos de guerra: espadas, hachas, lanzas y banderas ensangrentadas.

Ataviado con una túnica azul gastada y un cinturón de cuero raído, Filipo observa de pie una mesa cubierta de papeles mientras uno de sus consejeros, Eufranor, un hombre menudo de barba gris, permanece a su lado para leerle las palabras que él no distinga. Aunque la carta que tiene Filipo delante está del revés para Álex, incluso desde una distancia de un par de metros, es capaz de leer el gran encabezamiento: «Del Gran Señor Aesario Mardoqueo al rey Filipo II de Macedonia, con sus mejores deseos. Llegaremos mañana a Pela para participar en los juegos y seguir conversando sobre ese asunto urgente que confiamos que...».

Álex desvía la mirada de la carta al notar que el único ojo del rey —de un marrón rojizo brillante— se fija en él. Tiempo atrás, antes de que Álex naciera, Filipo perdió el otro frente a una espada enemiga.

«Un cíclope», piensa Álex. Es como una de esas criaturas de un ojo, con una fuerza extraordinaria y una inteligencia brutal, que habían desaparecido hacía siglos, al igual que lo hicieron tantos otros seres extraños: los pegasos, las medusas de serpientes en el pelo, las hadas de las fuentes y los bosques, las sirenas de pecho desnudo que se peinaban sus dorados cabellos sobre las rocas para conducir a los marineros a la muerte... Olimpia insiste en que Filipo lleve un parche de seda negra en sus apariciones públicas, pero cuando se queda solo se lo quita con impaciencia. En estos momentos, la cuenca vacía y la rugosa cicatriz que cruza su ceja como si fuera un rayo están perfectamente a la vista.

Filipo deja caer todo su peso de forma violenta sobre una silla de tijera de cuero y apoya de golpe su jarra favorita sobre la mesa. Tiempo atrás, esta fue el cráneo del enemigo que hirió en el ojo a Filipo. Un año después del incidente, el rey volvió, mató al hombre, le cortó la cabeza, separó su piel hirviéndola, sacó los sesos e hizo que bañaran en plata el cráneo. En las cuencas de los ojos relucen brillantes unas amatistas.

Un joven esclavo se acerca veloz con un cántaro de vino y se lo sirve en la jarra. El rey bebe con ansia, estampa la jarra de nuevo en la mesa y se seca la barba gris con el dorso de la mano.

—Aunque ha pasado ya más de una década desde que los Señores Aesarios visitaron Pela, han aumentado su poder. Los he invitado para que hagan una exhibición de su fuerza. Es nuestra oportunidad para demostrarles que no tememos sus arrogantes amenazas ni sus intentos de asustar a quien tenga relación con la magia —el rey resopla disgustado—. Poco después, partiré con mi ejército hacia Bizancio: Allí, los oligarcas no están cumpliendo los términos de nuestra alianza. Se están dejando querer por Persia. Tendrán que decidirse por uno u otro. Durante mi ausencia, tú serás el regente.

Con el rabillo del ojo, Álex ve el asentimiento de He£ Esto era lo que ambos esperaban cuando los llamaron para que regresaran de Mieza.

—Como deseéis —asiente Álex.

—Claro que es como deseo. Sin embargo, no debes preocuparte —Filipo ondea su gran mano como si quisiera matar un mosquito—. Mi Consejo tendrá el control, como siempre hace cuando estoy en combate. Es solo que el pueblo se sentirá más seguro con mi hijo en el trono. Pero, Alejandro —afirma, fijando su ojo en él—, no me decepciones.

Álex nota cómo aumenta su irritación a pesar de los esfuerzos que realiza para mantenerse calmado. Es exactamente lo que temía. Nada de responsabilidad. Un honor vacío. Un engaño. Peor que no disfrutar de honor en absoluto. Pía completado sus tres años de formación recibiendo las mayores alabanzas de sus profesores —que fueron completamente imparciales, a pesar de que se tratara del hijo del rey—, pero su padre sigue tratándolo como a un niño. Mientras Filipo se va una vez más a enmendar alianzas y a seducir a sus amantes, Álex será su marioneta en el trono. Y desde esa posición, en realidad, nunca podría hacer nada que decepcionara a su padre.

Seguro que es por culpa de su pierna débil, tiene que ser por eso. Una cosa es que un soldado veterano luzca cicatrices, y otra que un joven, aún inexperto en cuestiones militares, cargue con una tara tan evidente. Se ha esforzado cuanto ha podido en disimularla, la mayoría de los macedonios ni siquiera conocen su existencia. Pero a Filipo debe de preocuparle que su pueblo descubra que el heredero es un lisiado; todo el mundo sabe que la deformidad física es un castigo enviado por dioses furiosos. Nadie quiere un regente —o, que el cielo lo impida, un rey— despreciado por los inmortales.

Álex abre la boca para hacer una objeción, pero repentinamente su madre irrumpe en la estancia entre un aroma de perfume y el frufrú de sedas púrpuras. El nuevo regente observa que sus esbeltos pies calzan unas sandalias de cuero plateado en forma de serpiente con amatistas incrustadas.

—Mi hijo nunca fracasará en nada —dice con dulzura—, aunque eso sea lo que hagan otros hijos del rey Olimpia apenas es capaz de tolerar el gran número de hijos de esclavas de palacio, cocineras o lavanderas que manifiestan un sorprendente parecido al rey Filipo.

Los flirteos de Filipo siempre han desconcertado a Alejandro, dada la belleza de Olimpia. Viendo su cabello rubio platino, sus grandes ojos de color esmeralda y su perfecta e inmaculada dentadura, entiende perfectamente que su padre se casara con ella, a pesar de ser la hija sin dote del arruinado rey de la agreste Epiro. ¿Cuántos años tendrá ahora? ¿Treinta y seis? La mayoría de las mujeres a esa edad han engordado, se han llenado de arrugas, han perdido dientes y muestran mechones grises en el cabello.

Estirándose —Álex tiene la impresión de que ella ha encogido mientras él ha estado fuera—, Olimpia pasa una mano enjoyada por la cabeza de su hijo y le dice:

—¿Sabías que daremos una fiesta hoy para celebrar tu regencia? Es un gran honor.

Álex permanece en silencio. ¿Un honor? A él se le parece más a un insulto. Debería marcharse antes de decirles a ambos lo que opina sobre el tema.

—Vamos a asar dos vacas y tres corderos —le comunica a Filipo—. Lo he arreglado todo para que vengan el mago, el flautista y las acróbatas. Abriremos las mejores ánforas de vino de Quíos —concluye.

Álex necesita salir de la estancia de inmediato. Es como si las paredes le oprimieran.

—Con vuestro permiso —murmura, y se gira para irse.

—¡Espera! —ordena Filipo, y Álex se vuelve con desgana—. Tengo otras noticias. Tengo planes para ti, hijo mío —su amplia sonrisa revela dientes rotos y la ausencia de alguno.

Olimpia se gira para mirar a su marido.

—Todavía no —susurra—. Aún no es el momento.

El rey alza una ceja.

—¿Me estás contradiciendo?

Ella bate sus largas pestañas negras, cubiertas de kohl.

—Por favor, Filipo.

El rey se detiene y se gira hacia su hijo.

—Muy bien, puedes marcharte —brama, haciéndole un gesto desdeñoso con la manó.

Álex y Hef recorren en silencio pasillos de mármol negro para dirigirse a su ala del palacio. Álex no puede evitar sentir en las venas una fuerte urgencia: Hef y él deben madurar sus planes. Ahora.

En el pasillo de sus dormitorios, Álex duda. Odia su dormitorio, ampliado y redecorado por su madre durante su ausencia. Su cama dorada es tan alta que casi podría saltar con pértiga hacia ella, y tan ancha que podría descansar allí una familia entera. Detesta especialmente las estatuas de tamaño natural presentes por toda la habitación, vulgarmente pintadas con la piel en rosa chillón, el cabello dorado y los ropajes azules, y que no dejan de mirarlo con esos ojos ciegos.

—En tu habitación —le dice a Hef.

Acceden por una entrada pequeña, cercana a las grandes puertas dobles de la estancia de Álex. En cuanto pasa, Álex se siente reconfortado por lo acogedor del cuarto, por su sencillez. La habitación de Hef es pequeña, de baldosas marrones y cuenta con una única ventana cuadrada. Las paredes están pintadas de color ocre; la cama baja de la esquina tiene un mullido colchón relleno de paja. Su único lujo es el espejo de bronce de la pared.

Hef se sienta a la pequeña mesa de olivo que hay frente a la ventana.

—Así que... —dice— regente.

—Es un cargo vacío —suelta Álex, reuniéndose con él a la mesa—. Me ha dejado bien claro que no tendré poder. Además, se me viene encima algo peor, Hef. Eso otro que tiene planeado para mí... —Hef mira a Álex con curiosidad—. Creo que me ha buscado una esposa —añade el príncipe. Su amigo suelta una carcajada—. En serio. Van a dejarme a alguna princesa fea en la cama como parte de una alianza militar. Y me he dado cuenta de que a mi madre le incomoda tener competencia dentro de palacio.

—¿Crees que habrán escogido a esa dama de Creta? —pregunta Hef, intentando mantener el semblante serio pero sin conseguirlo.

—Claro, la princesa Demetria, esculpida como una roca y con ese encantador bigotito...

Hef suelta una carcajada de nuevo.

—O la princesa Tétima...

—Sí, la de Corinto, claro. Esa que apesta como una cabra y que padece el peor caso de acné que nunca haya visto —Álex no puede evitar empezar a reírse también.

—Pero quizás sea Artemisia —sugiere Hef con esperanza, saboreando el nombre en sus labios.

Álex recuerda a la princesa alta y rubia de Samos, la simetría de su rostro, las suaves curvas de su cuerpo. Que le tocara ella no estaría tan mal. Pero Álex sabe cómo son las mujeres bellas: peligrosas. La rivalidad y los celos con su madre harían la vida en palacio completamente insoportable. Sabe que algunos países han ido a la guerra solo para que sus reyes y nobles descansen de la convivencia con sus mujeres.

Se aclara la garganta. A Hef le hace gracia... porque no están bromeando sobre su vida.

—Sea quien sea —dice, inclinándose hacia adelante—, no tengo intención de quedarme en palacio para que se rían de mí, ni por la falsa regencia, ni por un ridículo matrimonio. Iremos al este, como hemos planeado —y según lo dice, sabe que eso es lo que debe hacer—. Pero antes de lo que habíamos pensado. En cuanto reunamos todo lo que necesitamos para el viaje. ¿Dónde has puesto el mapa?

Hef recupera de inmediato la seriedad y se acerca a la cama, se arrodilla y cuenta cuatro baldosas desde la pata de esta. Levanta la pieza de cerámica, aventura su mano en la oscuridad que hay debajo y saca un rollo frágil, que desenvuelve con cuidado sobre la mesa.

Ambos se inclinan sobre el documento, desvaído, quebradizo, dibujado sobre una antigua piel animal. Álex alarga el brazo para tocarlo, recordando la primera vez que lo vio, meses antes, cuando él y Hef estaban explorando una cueva cercana a Mieza. No era la primera en la que entraban; pasaban gran parte de su tiempo libre a los pies de las montañas cazando y acampando. Encontraron templos antiguos con columnas en ruinas, pueblos abandonados cubiertos de enredaderas y polvo, y otras cuevas repletas de huesos, cerámica rota y cenizas de fogatas frías desde tiempo atrás.

Esta cueva, sin embargo, era diferente. Cuando entraron, con las antorchas en alto, vieron una especie de altar del más allá, y sobre él un ojo gigante pintado, almendrado, delineado con kohl, con el iris de un azul impactante. En la parte superior del altar había una vasija tan antigua que no lucía guerreros barbudos ni ágiles doncellas con faldas ondulantes, sino tan solo dentadas líneas primitivas. Se trataba —Álex lo supo de inmediato— de un recipiente de la época en la que los dioses aún caminaban sobre la tierra. Había encontrado el rollo dentro de él. Tras llevarlo con cuidado hasta la luz del sol, Hef y él lo desplegaron, frunciendo el ceño ante aquel arcaico lenguaje. Aunque les llevó algo de tiempo, finalmente lograron descifrarlo.

Ahora, Álex pone un dedo sobre la escritura antigua que indica la capital de Macedonia, y traza la ruta. Desde Pela tomarían un barco para cruzar el mar y atracarían en Apasa. A partir de ahí, un camino de pocos días les llevaría a Sardes, el comienzo del Camino Real. Irían por él hasta alcanzar la Capadocia, donde lo abandonarían para dirigirse hacia las Montañas Orientales. Detiene el dedo sobre una marca deslucida: la Fuente.

Álex observa la descripción: «Fuente de la Juventud, Pozo de los Dioses, que proporciona curación física y poder espiritual a todo aquel que beba de ella».

Hef apoya su propio dedo sobre otra línea de la desvaída escritura.

—Y allí, guardando la fuente, están los Devoradores de Espíritus, quienesquiera que sean —Hef mira a Álex—. Quienesquiera que sean.

—Hef, nadie dijo que fuera fácil —señala Álex—. Es una búsqueda —incluso la palabra es excitante—. Si fuera sencillo, no tendría sentido —le da un codazo a su amigo—. Y los poetas nunca escribirían canciones sobre nosotros.

Hef se mueve hacia la ventana y mira por encima de las tejas naranjas y vidriadas.

—¿Quién reinará Macedonia si desaparece el regente?

—Los mismos que lo hacen cuando mi padre se va de forma irresponsable a matar gente: el Consejo de Estado y Leónidas, con mi madre interfiriendo cuanto le sea posible.

Hef se pasa una mano por su cabello negro y se vuelve para encarar a Álex.

—Dos griegos en medio del Imperio persa.

—Sabemos hablar persa —apunta Álex, acordándose de todos los años que han pasado con tutores aprendiendo el extraño idioma bárbaro.

—Con un fuerte acento —matiza Hef—. ¿Y de dónde sacaremos el dinero para el viaje? Creo que yo tengo dos dracmas en total, y dudo que tú tengas más de veinte.

Álex siente una punzada de amargura. Por supuesto que no ha olvidado su carencia de fondos, y lamenta que su amigo crea que él sí que tiene dinero. ¿Cómo podría olvidar la tacaña regulación de Leónidas sobre el Tesoro real? El anciano está convencido de que el oro es una de las grandes causas de corrupción entre las mentes jóvenes, y rechaza permitir al príncipe —o a cualquiera de los jóvenes de la familia real— el acceso a las arcas.

Pero hay algo más... Hefestión sencillamente no necesita esta aventura tanto como Álex. El no precisa las aguas sanadoras de la fuente. Su cuerpo ya es perfecto. Y tampoco pesa sobre él la presión que recae sobre Álex. El no lo entiende.

Aun así, tiene razón. El dinero, incluso para el príncipe regente, siempre es un problema.

—Menos mal que el torneo comienza en unos días y que llevamos entrenando tres años.

Hef sacude la cabeza.

—¿De verdad esperas que gane el premio?

—Sabes que yo lo haría si pudiera —como príncipe, Álex no puede luchar en el Torneo Sangriento. Se supone que debe ser imparcial y supervisar los combates desde el palco real—. Y sí, espero que ganes. Eres el mejor luchador que conozco —Álex le guiña el ojo izquierdo y dice, imitando la atronadora voz de su padre—: Pero Hefestión... no me decepciones.

—No lo haré —contesta Hef, riéndose. Sin embargo, su rostro se torna serio de nuevo al observar su capa de lana granate, esa que siempre mantiene limpia y libre de arrugas, colgada de una percha de madera en la pared cercana a la puerta. Álex sabe que su amigo está recordando un día ya lejano en el que luchó contra un guerrero que tenía dos veces su tamaño, un día que dividió su vida en dos mitades: antes y después.

Álex se levanta y posa una mano sobre el hombro de Hef.

—Entonces hiciste lo que debías —afirma con tranquilidad—, y lo mismo harás en el torneo.