Capítulo 3
C
inane llega tarde al festejo, como hace siempre, y se queda en el umbral interior, entornando sus ojos de ónice mientras asimila la situación. Las sombras parpadeantes de docenas de antorchas bailan y saltan por las paredes y columnas de la sala del trono de su padre. Las figuras pintadas de los muros parecen moverse levemente al brillo del fuego: dioses musculosos y alados; diosas exuberantes y desnudas, y bestias legendarias.
Sus ojos se dirigen rápidamente al centro de la estancia, donde una gran hoguera redonda yace fría y oscura. La noche es demasiado cálida para encenderla, y el calor y el humo de las antorchas ya es suficientemente agobiante. Unos sirvientes con fuentes pesadas se abren camino a través de la multitud hacia las mesas de caballete del patio, mientras varios invitados borrachos, con las coronas de banquete ya ladeadas, tratan de cazar alguna de las exquisiteces que estas portan. Teopompo, ministro real de provisiones, cuyo cabello rubio refulge de polvo dorado, se chupa sus gruesos dedos ensortijados.
Un mago ataviado con un hábito oscuro cubierto de lunas crecientes hace aparecer y desaparecer palomas. Con las estridentes carcajadas y la escandalosa conversación, Cin apenas puede escuchar el arpa del bardo; en cualquier caso, la mayoría de los invitados están más pendientes del esclavo que sirve agua del pozo en la enorme crátera, del tamaño de una bañera, que hay junto a la hoguera, utilizando una gran pala de madera para mezclar el vino. Los hombres silban y abuchean, rogándole que mantenga el vino fuerte.
Cin no tiene ganas de permanecer allí. Se dejará ver, tomará algo de vino y con suerte regresará a sus aposentos con un soldado..., preferentemente uno que ya se haya ido cuando el sol se alce mañana.
De momento, se acerca a la crátera, y los hombres que la rodean se apartan, admirándola hambrientos. Ella sonríe al pasarle su cáliz al esclavo. Es una obra de arte que ha diseñado ella misma: de oro oscuro y grabado con criaturas antiguas: centauros; arpías aladas, surgidas de la sangre de Urano; Euríale, mujer inmortal de ojos de cristal cuyo grito podía matar, y Cerbero, el can que guarda las puertas del Infierno, cuyas tres cabezas portan ojos de rubí.
La madre de Cin, Audata, solía cantarle nanas de embrujos de hechiceros y contarle antes de dormir historias de criaturas mágicas que una vez poblaron la tierra. Le hablaba de Talos el invisible, que poseía un poder secreto llamado Sangre de Humo y podía derretir la plata con su aliento, y de la bruja Medea, que sabía cómo hablar con las plantas y extraer veneno de sus hojas. De rituales y poderes mágicos nacidos de la traición. Historias fantásticas para niños crédulos. Pero Audata le susurraba que dicha magia aún existía en el mundo... si uno sabía dónde buscarla.
Y tal vez, pensaba Cin, fuera ese peligroso conocimiento lo que la mató.
Una vez que el esclavo llena la copa de Cin y se la devuelve, ella toma un gran trago. El vino es oloroso y del color de la sangre, y se le evapora en la lengua, dejándole una oscura calidez en la garganta. Aun así, no le disipa la tensión que siente en el pecho.
Esta es la noche de Alejandro.
Al adentrarse en la multitud, intencionadamente se roza con distintos hombres. No está segura de por qué lo hace. ¿Para recordar el poder que tiene sobre ellos, quizás? O tal vez porque incluso a través de la basta tela de su vestido, le resulta emocionante el contacto, como si pudiera suceder algo. Pero, de repente, una mano masculina se posa sobre su cadera acercándola hacia él... demasiado. Apesta a aceites de pescado y ajo, y es demasiado viejo para ella. De forma instintiva, la chica le agarra por la muñeca y se la retuerce. Perplejo, el hombre grita y la libera. Y Cin vuelve a colarse entre la muchedumbre antes de que él pueda recuperarse.
Por pura intuición, desliza su mano derecha hasta el muslo, donde siempre oculta una daga debajo de la ropa. Si alguien aferrara a Cin con intención de violentarla, lo mataría. Cuando sus manos estuvieran alrededor del cuello de ella, o desnudándola, Cin no agitaría los brazos en señal de protesta, como harían muchas mujeres. Sacaría el puñal de su funda y se lo clavaría en el estómago al agresor, girándolo hacia arriba hasta hundírselo en el corazón.
Ella no morirá como su madre: indefensa, sola, pidiendo a gritos una ayuda que nunca llegó.
Tocando la daga, inspira profundamente.
Alguien choca con ella, casi atropellándola. Cin se vuelve de golpe.
—¡Mira por dónde vas!
El rostro que la observa es redondo e infantil, con la boca ligeramente curvada hacia la izquierda y unos ojos saltones a los que les cuesta enfocar. Es Arrideo, el hijo tonto que Filipo tuvo con una de sus esposas menores.
—Lo... lo siento, hermana —murmura—. ¿Dónde está Heracles? —pregunta, refiriéndose a su ratita de compañía, esa que Cin no puede evitar encontrar asquerosa.
—Creo que la he visto jugando con los gatos. Mejor date prisa o solo encontrarás sus bigotes.
Arri palidece, y Cin nota una punzada de frustración cuando él se abre paso de nuevo entre la gente. Plasta Arri recibe más respeto que ella.
Un hijo de mente débil es una desgracia. Pero una hija, incluso la más fuerte e inteligente, es sencillamente inútil.
Mientras para todo el mundo la de hoy es una noche de celebración, para ella es un recordatorio nauseabundo de que Alejandro —con su cojera, su repugnante cicatriz y sus extraños ojos— gobernará Macedonia y los territorios conquistados. Ella no obtendrá nada..., salvo, quizás, un matrimonio con un noble idiota y borracho que le doble la edad, y después una vida de servicio doméstico.
Recuerda todos sus años de entrenamiento: lanzamiento de jabalina, tiro con arco, lucha, levantamiento de peso, equitación, combate cuerpo a cuerpo... Al principio, su madrastra intentó evitarlo, afirmando que era inapropiado y vergonzoso, y que ningún hombre en sus cabales querría nunca casarse con ella. Pero el rey Filipo, pasando su callosa mano por el enmarañado cabello moreno de Cin, acabó diciendo:
—Su madre ha muerto. Deja que entrene, si es lo que desea hacer; no le hará daño.
Fue una de las pocas atenciones que mostró nunca hacia ella. Filipo no podía imaginar que la estaba entrenando para llegar a ser tan fuerte como para hacerle frente a él, como para conquistarlos a todos.
Cin vuelve a mirar hacia la multitud, buscando un objetivo: ha de ser alto y bello, por supuesto. Pero entonces ve a Olimpia. Y justo a la vez esta la ve a ella. Sentada en el trono, en el estrado contiguo al de Filipo, al identificar a Cin, sus extraños ojos verdes —unos ojos que podrían ser los de cualquiera de las serpientes a las que venera en el altar de su habitación— se iluminan. Fa reina se levanta lentamente, deslizando sus pasos entre la muchedumbre mientras los invitados se apartan de su camino como lo haría una marea menguante.
Antes de que Olimpia la alcance, Cin se agacha detrás del hombre más gordo de Pela, el rico mercader de especias Licurgo, quien más bien parece una criatura mágica, una especie de gigantesco barril de vino coronado por una cabeza humana. Después rodea al noble Claudio, permanentemente borracho, quien enfadado golpea con sus gruesos dedos en el pecho de otro hombre, y trata de alcanzar la puerta que conduce al patio. Sin embargo, le impiden el paso cuatro sirvientes que portan un jabalí asado sobre una bandeja y en ese momento maldicen intentando maniobrar entre la multitud para hacer pasar su carga por la puerta.
—Cinane... —la voz de su madrastra es tan suave como la seda húmeda.
La ha pillado. Cin se endereza y se vuelve hacia ella. La reina sonríe de oreja a oreja, mostrándole sus dientes blancos, pequeños y afilados, entre los que destacan unos largos incisivos que podrían ser colmillos. Su cabello, cuidadosamente rizado con pinzas, le cae como una cascada hasta el grueso cinturón dorado que luce en el talle. Y, enroscadas en los brazos, lleva unas serpientes doradas de ojos esmeralda. Cin advierte además con cierta satisfacción que la elevada corona está calculada para hacer que la pequeña reina parezca más alta de lo que es en realidad... y que aun así sigue siendo más baja que Cin.
—Pero, querida, qué ropa llevas —indica Olimpia con una mueca de disgusto hacia la sencilla túnica de Cin, del color de las sombras y el humo. Es su atuendo favorito por tres motivos: le transmite la sensación de ser invisible, capaz de ver pero no de ser vista; el ligero roce de su tejido áspero hace que se le estremezca la piel, y, sobre todo, su madrastra lo odia.
Cin calla. El silencio irrita a su madrastra más que ninguna otra cosa.
Nota que Olimpia está luchando consigo misma para seguir siendo correcta. ¿Se debe a un efecto óptico de las antorchas o sus pupilas se le han estrechado como las de las serpientes?
Justo en ese momento, Alejandro grita «¡Madre!» y se abre camino hacia ellas.
—Ah, aquí viene mi hijo, el regente —anuncia Olimpia, sin duda consciente de que ambas palabras, «hijo» y «regente», suponen para Cin una puñalada tan cruel como las que podría realizar la daga que esta lleva atada al muslo. Olimpia se atusa el cabello, largo y dorado como una crin, y se vuelve con los brazos abiertos.
Hefestión se queda unos pasos detrás de Álex. Por primera vez desde que ha regresado a palacio, Cin contempla de verdad a Hef: sus prominentes pómulos, su mandíbula cuadrada. Tiene el cabello moreno, tupido y ondulado; puede imaginárselo de pie frente a un espejo con un peine y un frasquito de aceite aromatizado, estirando sus brillantes rizos hasta lograr que estén en la posición adecuada. La túnica roja se le adapta perfectamente al cuerpo. Lleva un brazalete, una pulsera y un anillo plateados. A Cin le asalta el sorprendente impulso de averiguar qué sentiría al tocarlo. Parece tan rígido, tan duro. Como un corcel que necesitara que lo montaran.
De repente, un aleteo blanco los rodea. El mago está haciendo su reverencia final y todas sus palomas vuelan hacia su capa abierta, donde desaparecen. El se levanta de nuevo, empujando algo largo y brillante: una lanza. Es como si la hubiera moldeado a partir de las propias aves. El público aplaude mientras él ondea la lanza. Y, entonces, como si fuera presa de un espasmo maligno, sus ojos se vuelven salvajes y lanza el arma directa hacia Alejandro.
Un asesino.
Filipo se levanta inmediatamente de su trono, inquieto, dejando caer su ritón con cabeza de carnero al suelo de mármol con un estruendo, y salpica con una mancha de vino que parece sangre. Olimpia chilla, provocando que se tambalee la corona, cuyas perlas se le enganchan en el cabello.
La multitud contiene el aliento. La música de fondo se detiene. Nadie se mueve. Excepto Hefestión. En un instante, ha apartado a Alejandro del peligro, provocando que la lanza del mago se dirija hacia su propio pecho.
Pero cuando el arma toca a Hef, esta se convierte en un pañuelo de seda blanca.
Los espectadores irrumpen en carcajadas y aplausos. El arpista reanuda su música. Álex le da una palmada en la espalda a su amigo, diciéndole algo que hace a Hef sonreír. La alegría alcanza sus cotas mayores.
Pero Cin se ha quedado paralizada. Aturdida. Afectada. Sin embargo, no es el truco de magia lo que la ha afligido, sino Hef. Y lo que este estaba dispuesto a hacer.
Realmente estaba dispuesto a morir por Álex.
Los soldados se pasan el día hablando de heroísmo, los poetas cantan acerca de la gloria del propio sacrificio. Pero Cinane nunca había visto a un hombre de verdad dispuesto a dar su vida para salvar la de otro. La verdadera fidelidad, algo casi inaudito. Justo lo que Cin lleva buscando todos estos años.
O, mejor dicho, justo lo que Cin lleva buscando destruir todos estos años.
Según Audata, su madre, gran parte de la magia contenida en la sangre era heredada. Se recibía a través de generaciones, como el color de los ojos o del cabello. Pero no era el caso de la Sangre de Humo. Esta se ganaba. Permitía a una persona triunfar sobre el dolor, incluso sobre la muerte. Ese poder podía encontrarse. Podía fabricarse: con un acto de gran traición, la sangre de alguien se volvía contra su hijo o su mejor amigo.
Cin había escuchado en una ocasión a su madre rezando de forma desesperada a los dioses para que le mostraran un acto de verdadera traición con el que pudiera llegar a poseer Sangre de Humo. Audata parecía necesitar ese poder con urgencia para protegerse de alguna peligrosa amenaza.
Al día siguiente, Audata estaba muerta.
Mientras el festejo continúa sin ella — Olimpia, distraída ya de su intención de humillar a Cin, está bailando con su hijo—, Cinane regresa de forma violenta a sus diez años. En los dos años siguientes a la muerte de su madre, Cin preguntó a todo el mundo si había oído hablar de la Sangre de Humo o de cualquier otra magia que pudiera proteger a alguien de la muerte y el dolor. Al anciano Gordias, ministro de religión. A sus tutores. A sus cuidadoras y gobernantas. Todos creyeron que la solitaria huerfanita inventaba historias y planteaba preguntas insensatas.
Pero Cin notaba, en su interior, que su destino era llevar a cabo los deseos de su madre y descubrir esta Sangre de Humo: un poder, según su madre, que podría detener la muerte. Un poder verdaderamente invencible. Un poder que podría haber salvado la vida de su madre, si ella lo hubiera encontrado a tiempo.
Desesperada por obtener respuestas, decidió entrar sin permiso en los archivos de la biblioteca, donde se guardaban rollos sobre magias y mitos, y que los Señores Aesarios habían tratado de confiscar cuando ella apenas era un bebé. Pero Filipo, muy quisquilloso con cualquiera que intentara decirle qué debía hacer, había cerrado los documentos a cal y canto. Tal vez —solo tal vez— allí hubiera información sobre la Sangre de Humo.
Los archivos se encontraban en una pequeña estancia detrás de la sala de lectura principal de la biblioteca, a la que ella acudía junto a sus tutores para tomar prestados rollos sobre teatro, historia o filosofía. Afortunadamente, su única ventana daba a un jardín de palacio que se utilizaba muy poco. Una noche, Cin apoyó una pequeña escalera contra la pared y, con un cincel, aflojó dos de las barras de las ventanas, dejando suficiente espacio para poder abrir las contraventanas y colarse dentro. Encendió una lámpara de aceite y contempló las paredes forradas de casillas en forma de diamante: dentro de cada una se guardaban cinco o seis rollos.
Leyó durante horas, aprendiendo la naturaleza de la magia y cómo echar poderosos conjuros para distintos propósitos. Y, lo que es más interesante, supo de la existencia de algo llamado Sangre de Serpiente, y de algo llamado Sangre de Tierra: ambos eran tipos de magia que se suponía que se transmitían de linaje en linaje desde los dos dioses que habían salvado al mundo de un gran mal. Pero en ningún sitio halló referencias a la Sangre de Humo. Cuando su lámpara se consumió, salió de allí, colocó de nuevo las barras y se coló en su habitación al tiempo que el amanecer hacía resplandecer el horizonte.
Y así, a pesar de no tener guía, había pasado los años desde entonces, practicando hechizos memorizados de aquellos rollos antiguos y buscando a alguien que le ofreciera la sangre de la verdadera traición. Si Hef, de quien era evidente que Álex se fiaba completamente, derramara la sangre de este, eso sería la traición definitiva.
Es su oportunidad.
Las figuras que parpadean en la pared ahora parecen sonreírle, inclinar la cabeza, agitar sus largos y oscuros tirabuzones, batir sus alas blancas, venerando a Cinane. «Libéranos. Devuélvenos al mundo que hemos olvidado en nuestro largo sueño».
Inspira bruscamente, frotándose los ojos. Aún parecen moverse y susurrar. Observa toda la estancia. ¿Nadie más puede verlos?
—Señorita, habéis dejado caer vuestra copa —dice una voz profunda, sacándola de su sofoco. Es un guerrero apuesto, de hombros anchos, con un acento de las islas que suaviza las erres y las eses—. Es una preciosidad —afirma, levantando la copa al tiempo que admira los grabados incrustados de joyas. Ella ni siquiera había oído el estrépito provocado por esta al abandonar su mano durante el revuelo—. Como su dueña.
Cin recoge el cáliz sin pronunciar palabra, para después comenzar a nadar contra la corriente de gente, intentando alcanzar la puerta que conduce al pasillo. Ha olvidado sus planes de encontrar a un varón. Pasa junto a Casandra, la avinagrada sirvienta de Olimpia, y Hagnón, el parsimonioso ministro real de finanzas, que siempre frunce el ceño ante los festejos caros. Agarra una antorcha de la pared y, levantándola, abandona el salón del trono y gira a la derecha, dejando atrás con cada paso las risas y los aromas de la celebración.
Necesita pensar. Necesita un plan. Necesita... a Hefestión.
Cruza un patio trasero y entra en las cocinas, donde coge un trozo de carne cruda de una pila lista para ser asada. Después desciende por escaleras de caracol y atraviesa más patios, jardines cerrados y soportales sostenidos por columnas. Finalmente llega a su destino: el zoológico real.
Olfateando el aroma de Cin en el aire desde antes de que esta apareciera, el león infernal aúlla a modo de bienvenida.
El león infernal. Uno de los pocos que quedan sobre la faz de la tierra.
Con la antorcha levantada, distingue la figura oscura del animal, que camina airado adelante y atrás dentro de la jaula. Los ojos del león infernal, un felino negro de piel sedosa y reluciente, brillan amarillos en la oscuridad. Sus alas negras, similares a las de los murciélagos, se estiran perezosas desde su espalda mientras la criatura sisea al acercarse Cin.
Ésta sujeta el pedazo de carne entre dos barras.
—Ven a cogerlo —susurra, y el animal se lanza de forma tan rápida y ágil que casi le arranca la mano con la comida.
El león infernal engulle la carne de un bocado. Y con su lengua bífida se lame las gotas de sangre del mentón. Después vuelve a saltar contra las barras, enseñando los colmillos. Cin se retira dando un respingo. Las garras del animal arañan el metal, provocando un espantoso chirrido, antes de que el león vuelva a tierra y a mirarla hambriento desde el interior de la jaula. Da zarpazos al suelo, reclamando más. Siempre más.
—Sí, lo sé... —susurra suavemente Cin.
La bestia repliega sus alas sin plumas, negras sobre la negra noche, antes de volverse con un murmullo profundo, algo indefinido entre un gruñido y un ronroneo, enroscándose en sí mismo en la esquina más alejada de la jaula.
Cin levanta la vista al brillante cielo nocturno y piensa en todos aquellos a quienes los dioses han convertido en estrellas: los hermanos gemelos de Helena de Troya, Cástor y Pólux; Orión, Heracles y Pegaso, el caballo alado que llevaba los rayos de Zeus por los cielos. Si tuviera el poder de los dioses... Si los dioses no se hubieran rendido miles de años atrás...
Entonces, vuelve a mirar la jaula del león infernal y el sólido candado en el que se refleja la luz de luna. Y una idea empieza a tomar forma en su mente.