Capítulo 23

 

-¿D

ónde se encuentra ella ahora? —pregunta Álex.

Una suave brisa entra por la pequeña ventana del dormitorio, y un rayo de luna pasa a través de los jirones de nubes de perfil plateado.

Hef, con el pelo despeinado y la túnica descolocada, deja su lámpara de aceite sobre la mesa y niega con la cabeza.

—No lo sé. Por eso no podía dormir.

—Tal vez haya vuelto a Erisa —sugiere Álex.

—No, le dije que no regresara allí. Es donde irán a buscarla.

Hef tiene razón. Tan pronto como Heirax informó al Consejo de que la prisionera había escapado, Leónidas ordenó a sus soldados que cabalgaran hacia Erisa al día siguiente.

Álex cruza los brazos sobre el pecho.

—Vamos a ver si lo he entendido bien. Sin consultarme, ayudaste a escapar a mi huésped... después de que hubiera sido acusada de llevar encima veneno.

Hef explota.

—No había tiempo para trazar un plan ni discutirlo. Tema que actuar.

—¿Solo?

Hef se vuelve contra él, con los ojos encendidos.

—Sí, ¡solo! Tú eres quien ha estado contándole a todo el mundo que estás harto de mí, que soy una carga insoportable. Tú eres quien, según la gente, dispuso que el león infernal fuera liberado en el Torneo Sangriento para matarme. Tú eres quien me dijo que no tenías acceso a las arcas reales y que ese era el motivo de que retrasáramos nuestros viajes. Y tal vez seas tú también quien trató de asesinarme en la cama y dejó caer tu daga en el suelo. ¿De verdad te sorprende tanto que prefiriera hacer las cosas solo? —golpea la pared con el puño, hace una mueca de dolor y se examina los nudillos, amoratados.

Álex siente como si Hef le hubiera dado un puñetazo a él en lugar de a la pared.

—No tengo ni idea de qué estás hablando —replica enfadado—. Nunca he dicho que estuviera harto de ti. No tuve nada que ver con que el león infernal arruinara el Torneo Sangriento. De verdad no tengo acceso al tesoro... ¡y lo sabes bien! Y alguien me robó la daga de mi arcón de ropa. ¿Cómo puedes ser tan idiota como para acusarme de estas cosas? —nota cómo se le cierran los puños—. Además, fuiste tú quien se marchó del odeón cuando yo estaba luchando con el Señor Bastian. ¿Te haces idea de lo que me insultó eso? ¿Crees que yo me marcharía del Torneo Sangriento para echar una partida de petteía cuando tú estuvieras jugándote el honor y la vida?

—Fue cosa de Cin —dice Hef, masajeándose la mano irritada—. Se puso enferma y me preguntó si la podía acompañar a su habitación. De lo contrario, nunca me habría marchado mientras peleabas con el Señor Bastian. Nunca. A pesar de que todo entre nosotros esté... cambiando.

Álex alza una ceja.

—Cin... —dice lentamente—. No la he visto ponerse enferma nunca en su vida, ni siquiera cuando todo el resto del palacio tuvo la enfermedad del sudor. ¿La viste tú alguna vez encontrarse mal?

Hef piensa durante un momento y niega con la cabeza.

—¿Y quién te contó que yo estaba harto de ti? —insiste Álex—. ¿O que yo liberé al león infernal para matarte? ¿O que yo tenía acceso directo al tesoro?

Hef se desinfla como una vejiga de cerdo a la que se le hubiera sacado el aire.

—Cin —susurra a un volumen tan bajo que Álex apenas lo oye.

—Cin. Que fue la única ausente de su butaca en el palco real durante el torneo.

Hef abre la boca y la vuelve a cerrar.

—Sí —reconoce con tan poca voz que apenas es más que una exhalación.

Álex se pasa una mano por el cabello. Cin sabía dónde guardaba la daga. Pudo haberla robado y colocarla sobre el suelo de Hef.

—¿De verdad viste a la figura echándose sobre ti con el cuchillo? ¿O fue Cin quien te dijo que lo había visto? —pregunta Álex.

Poniendo una mueca de asco, Hef tan solo sacude la cabeza de nuevo. Álex fija la mirada sobre esos ojos negros que intentan evitar los suyos hasta que...

Lo que ve le hace apartar la mirada rápidamente.

Así que se trata de eso. Hef y Cin. Así de claro.

Se aclara la garganta.

—Y tú bajaste a la bodega buscando al asesino y mataste al mendigo —dice.

—Sí —dice Hef después de dudar un poco. Pero Álex no es tonto. Cin. Todo ha sido cosa de Cin. Debido a su interferencia dos personas inocentes han muerto: el esclavo jorobado al que mató el león infernal y el mendigo borracho de la bodega. Pero al menos ahora ya sabe lo que ha estado pasando.

En cuanto a Cinane, tendrá que encontrar el castigo adecuado para ella más tarde, una vez que descubra sus motivos. Porque esto obviamente ha sido más que una broma infantil.

Nota cómo se le van relajando sus tensos músculos, igual que si Nikiforos, el masajista real, le estuviera untando aceite con sus enormes manos.

—Aristóteles nos enseñó a buscar siempre el denominador común de cualquier problema —dice—. Ya fuera matemático, científico, político o social. Y da la impresión de que aquí el denominador común es...

—Cin —contesta suavemente Hef.

Álex cruza los brazos y asiente.

—Cin —acuerda.

Aun así, Hef le evita la mirada.

—Hef —presiona Álex—. ¿Por qué no me lo contaste?

El rostro de su amigo arde enrojecido.

—No podía. Me avergonzaba mi..., nuestra relación. Yo...

—Tu único deber es contarme la verdad, en todo momento. Si eres demasiado orgulloso para ello, entonces no puedo confiar en ti. ¿Me das tu palabra de que no volverá a suceder jamás?

Ahora le toca asentir a Hef, a quien el alivio le invade el rostro. Finalmente es capaz de mirar a Álex, con los ojos llenos de intensidad.

—Te lo juro.

—Bien —dice Álex—. Porque sencillamente no podemos arriesgarnos a que nada, especialmente la locura que supone el orgullo, se entrometa en nuestro camino —puede escuchar en su interior a Aristóteles y Leónidas diciendo esas mismas palabras mientras las pronuncia, sorprendido de advertir lo ciertas que son—. En cualquier caso —continúa—, además de la desaparición de Kat y de la traición de Cin, tenemos otro problema. Uno que no solo nos afecta a nosotros sino a toda Pela. A toda Macedonia —mira por la pequeña ventana los tejados, relucientes gracias a la lluvia, y después otra vez a Hef—. Lo que pienso es lo siguiente. Creo que el Señor Bastian intentaba matarnos a mí y a la reina. El, u otro Señor, ya había envenenado el desayuno de mi madre. Afortunadamente ella tiene una catadora, si bien la pobre chica sigue inconsciente. Cuando los Señores Aesarios se dieron cuenta de que sus planes no estaban saliendo como pretendían, Bastian colocó el veneno en la bolsa de Kat y todos ellos abandonaron Pela.

—Sí —contesta Hef, asintiendo—. Tiene sentido.

—Está bastante claro, ¿verdad, Hef? —dice Álex—. Los Señores Aesarios son nuestros enemigos. ¿Adónde se dirigen? ¿Por qué parten ahora? Los vi marcharse por la puerta sur, aunque eso no significa gran cosa. Podrían haber regresado y haberse unido a algún campamento cercano. Podría haber un ejército entero esperando atacar la ciudad una vez que me hubieran envenenado. Como su plan para asesinarme no ha funcionado, es probable que estén desesperados.

—Quizás sea hora de reunir al Consejo de nuevo para volver a hablar sobre los Señores Aesarios —sugiere Hef.

Álex niega con la cabeza.

—Alguien dentro de palacio, creo que dentro del propio Consejo, se encuentra a sueldo de los Señores Aesarios. Ayer, tras una reunión, encontré a Arrideo sentado debajo de la mesa; terna una joya persa extremadamente valiosa. Si esta fuera de alguien que la hubiera obtenido de forma honrada, la hubiera lucido abiertamente y la hubiera perdido, habría organizado una búsqueda desesperada. Y ofrecido una gran recompensa. Pero nadie ha mencionado el asunto.

—Es más peligroso tener al enemigo dentro de palacio que a un ejército de miles de hombres fuera de las murallas —valora Hef, frunciendo el ceño.

—Exacto. Así que tendremos que encontrar pruebas de una posible invasión sin alertar al Consejo acerca de nuestros planes, planes que el traidor podría sabotear.

—¿Y cómo las vamos a conseguir? —pregunta Hef después de reflexionar.

—Si hay un ejército cerca de Pela —dice Álex lentamente—, no debería ser difícil saberlo, sobre todo teniendo en cuenta que el grupo del Gran Señor Mardoqueo partió bajo una tormenta. Todos esos caballos y carromatos habrán dejado profundas huellas en el barro.

—Sí, será fácil seguirlas, estoy de acuerdo —conviene Hef, asintiendo—. Pero si los encontramos, nos matarán. E inmediatamente lanzarán un ataque sobre Pela.

—Tendremos que actuar con sigilo —sugiere Álex. Y, sonriendo, añade—: Creo que voy a salir de caza.

Hef se queda mirándolo durante un momento y luego le devuelve la sonrisa.

—No he salido de caza en semanas —dice—. Tal vez podríamos seguirles la pista a unas siniestras criaturas de grandes cuernos.

—Los Señores Aesarios habrán dispuesto vigilantes en los árboles por si llegan intrusos —medita Álex—. Tendremos que distraerlos con algo mientras tú y yo... y el general Cadmo, creo..., llevamos a cabo el reconocimiento.

—Y Telecles —dice Hef, tras reflexionar un momento—. Y Frixos. Con esa cara regordeta y de buena gente, Frixos pasa por un inocente aldeano mejor que nadie.

—Bien —conviene Álex—. Una partida de cinco. Nada que intimide. Tenemos que parecer ciudadanos normales de Pela que han salido a dar una vuelta. Tomaremos prestados algunos caballos, pero que no sean de los establos reales, y llevaremos ropa de los sirvientes. Si los vigilantes nos ven, no sabrán quiénes somos.

—Se lo diré a los hombres —concluye Hef, y Álex nota una oleada de confianza. Si Hefestión y él vuelven a colaborar juntos, nada podrá detenerlos.

—Deberíamos estar listos para salir al amanecer.

 

 

A la mañana siguiente, mientras salen al trote por la puerta sur de la ciudad, Álex se encuentra de buen humor, casi como si realmente fueran a tomar parte en esa cacería para la que van ataviados. Una gran cesta de paja a cada lado de la silla de montar de Frixos se bambolea con el paso del caballo. Un Frasquito de vino asoma de una de ellas, y Álex se las arregla para acercar su yegua lo suficiente como para volver a guardarlo sin que nadie pierda el paso. En las viejas alforjas de cuero de Telecles resuenan arcos y flechas. Los cinco hombres visten capas remendadas y llenas de polvo y sombreros flexibles de fieltro, y montan animales de lomo hundido, y más bien entrados en años que prefieren mordisquear la hierba a galopar por los campos.

Como había sospechado Álex, es fácil seguir el rastro de los Señores Aesarios por el barro. Continuando por la carretera principal, los cazadores cabalgan dejando atrás las pocas casas y tabernas que existen fuera de las murallas y se abren camino entre carros de bueyes pesados y cargados de cosecha que avanzan penosamente hacia la ciudad. La hierba y los árboles crecen con fuerza gracias a las torrenciales lluvias de los días pasados, y el sofocante calor está dando una tregua. El mundo entero huele a limpio.

Después de cabalgar otros tres kilómetros, el rastro de los Señores Aesarios se desvía de la carretera a través del campo. Ahora los cazadores siguen las marcas de hierba aplastada por pezuñas y ruedas. Las huellas giran lentamente hacia la derecha hasta dirigirse de vuelta al lugar de donde partieron: Pela.

Álex tira de las riendas de su montura para que esta se detenga y el resto hacen lo mismo a su lado.

—Han regresado. Hacia la ciudad —dice, al tiempo que advierte algo que sobresale del lodo. Descabalga de un salto y lo recoge. Es una insignia de una capa aesaria: un relámpago de bronce de unos diez centímetros. Se lo enseña a Cadmo, quien lo observa y gruñe.

Álex otea el horizonte —un ejército no puede acampar muy lejos del camino, pues su pesada maquinaria podría quedarse atascada en los cenagales ocultos por los que son famosas estas praderas— y ve una gruesa línea de árboles en la distancia. Conoce ese lugar por expediciones de caza verdaderas; es un buen lugar para esconderse: hay una depresión poco profunda más allá de los árboles que ocultaría de la vista las hogueras y las antorchas del campamento.

—Están en el campo situado al otro lado de esos árboles —concluye Álex.

Cadmo se vuelve hacia Frixos y Telecles, y les dice:

—Nosotros tres iremos hacia la izquierda, en silencio, y una vez desaparezcamos de la vista, vosotros dos os dirigiréis a la derecha, haciendo tanto ruido como seáis capaces para atraer la atención de los vigías. Debéis aparentar ser inofensivos, a menos que queráis que una flecha os atraviese el corazón. No os acerquéis al bosque. Si creen que habéis visto el campamento, se encontrarán obligados a mataros o, al menos, haceros prisioneros.

—Lo que harían, aunque a la fuerza —añade Álex—. Porque si desaparecierais, vuestras familias saldrían a buscaros y eso no es lo que desean los Señores Aesarios. El éxito de su ataque a Pela se basa en el completo secreto.

Frixos saca un cuerno de caza de su bolsa y se ríe.

—Todo el mundo creerá que somos dos idiotas persiguiendo la cena por la pradera.

Álex, Hef y Cadmo clavan los tacones en el flanco de los caballos y se marchan hacia la izquierda al galope. Pasado un rato, oyen el cuerno de caza de Frixos y los excitados gritos de los cazadores usados como señuelo. Los otros tres se adentran en la arboleda y dejan atados a sus caballos. Desde ahí, en silencio, caminan entre abedules y olmos hacia la depresión en forma de cuenco situada un poco más allá, en el campo.

El olor de las hogueras y la carne asada flota entre los árboles, junto a roncas voces varoniles y un continuo martilleo. Los tres hombres caminan de puntillas hasta el otro lado de la arboleda y echan un vistazo.

Debajo de ellos descubren un enorme campamento militar, con al menos doscientos hombres y docenas de hogueras. Observando, Álex atisba un pequeño regimiento de caballeros, con marcas sucias causadas por un viaje y sobre monturas bañadas en sudor, que se unen a las tropas del otro lado; está claro que el número de Señores Aesarios no va a dejar de incrementarse. Han situado una forja improvisada en la que un herrero martillea armas. Álex ve carromatos con sus lienzos retirados mientras otros hombres comprueban las partes desmontadas de maquinaria de asedio, catapultas y arietes. También hay otros en pequeños grupos que afilan espadas y engrasan armaduras.

Es más que suficiente, se da cuenta Álex, para asediar Pela durante meses.

 

 

Una hora más tarde, Álex observa los anonadados rostros que rodean la mesa de la pequeña sala del Consejo, a la que ha entrado mientras se celebraba una reunión, con su atuendo de cazador aún cubierto de barro.

—Los Señores Aesarios atacarán pronto Pela —anuncia, casi sin aliento.

Ya lo ha decidido todo por el camino: incluso aunque haya un traidor en la sala, la única forma de detectar al topo es poner en común lo que él sabe... y ver si se produce una filtración.

—Y por la pinta de su equipamiento, parece que se preparan para un largo asedio —añade el general Cadmo, entrando tras él.

—Debemos aplacar a los dioses para que eso no ocurra —sugiere Gordias, que tiembla entero como una hoja de árbol.

Álex sabe que su ministro tiene la suficiente edad como para recordar el eterno asedio de Atenas sucedido hace sesenta años. Cuando se acabó la comida, los atenienses se comieron a sus caballos y burros. Después, a sus perros y gatos, y a todo insecto, pájaro o roedor que fueron capaces de encontrar. Para cuando los vencedores derrumbaron las puertas, encontraron una ciudad silenciosa llena de esqueletos vivientes que roían huesos humanos.

Leónidas se levanta de forma brusca.

—Si esto es cierto, debemos enviar de inmediato un mensajero al rey Filipo anunciándole la traición. Si no han encontrado una mar en calma, sus barcos deberían estar de vuelta en menos de un mes, tiempo durante el cual podríamos racionar la comida. Debemos introducir gente y cosechas de fuera de las murallas antes de que los Señores Aesarios se atrincheren alrededor de la ciudad. Cuando Filipo regrese, podría atacar a ese ejército por la retaguardia.

—Fíe visto su maquinaria de asedio con mis propios ojos —dice el general Cadmo, pegando un puñetazo en la mesa, irritado—. ¿Por qué debemos permitir que sus catapultas arrojen muerte sobre nuestras casas, templos y ciudadanos? Deberíamos lanzar un ataque sorpresa antes de que tengan tiempo a levantar su asedio.

—Pela no cuenta con suficientes hombres —le corta Teopompo—. El rey se ha llevado a la mayoría.

—Aun así, contaríamos con el elemento sorpresa... —replica Cadmo.

—No sigamos debatiendo. Votemos —dice Gordias. Y es una afirmación, no una sugerencia.

—Yo voto por llevar a cabo un ataque tan pronto como reclutemos a los voluntarios y preparemos a los soldados —dice Cadmo, con una voz que resuena en toda la habitación.

A la intervención le sigue un silencio. Álex sabe que necesita dos votos más.

—Yo voto en contra —opina Leónidas—. Aún debemos confirmar nuestras sospechas y, en caso de perder esa batalla, Cadmo, no dispondríamos de nadie que vigilara las murallas ni defendiera la ciudad de ninguna forma. Pela caería inmediatamente en manos aesarias.

Álex tiembla de furia.

—Las sospechas ya están confirmadas. Acabamos de volver del campo y...

—Yo estoy de acuerdo con el príncipe Alejandro —interrumpe Gordias, con mayor urgencia esta vez—. Los Señores Aesarios han quebrantado la ley de la xenia u hospitalidad, impuesta por el propio Padre Zeus, quien a menudo visitaba a la gente vestido de mendigo. Si huésped y anfitrión se tratan bien mutuamente, ambos quedan bendecidos. Si uno de los dos quebranta la ley, los dioses deben castigarlo. Seamos el instrumento de los dioses que castigue a los sacrílegos Señores Aesarios.

A Álex ya solo le falta un voto.

Teopompo se vuelve hacia el ministro de finanzas.

—¿Hagnón? —le pregunta.

Al interpelado le entra el pánico, por lo que comienza a hablar de modo desordenado y agarrándose nervioso los pliegues de su túnica.

—Yo... yo... Deberíamos hacer lo que fuera más seguro: defender Pela y todo lo que contiene —balbucea—. Las decisiones precipitadas pueden volverse en contra nuestra. Estoy de acuerdo con Leónidas. Enviemos mensajeros a Filipo de inmediato, después encerrémonos y esperemos a que el rey y su ejército nos rescaten. Si las catapultas nos envían una lluvia de rocas, resguardémonos en las bodegas y los almacenes.

Dos contra dos.

Será el voto de Teopompo el que decida. Álex trata de acorazarse ante un posible fracaso. El ministro de provisiones votará de forma negativa.

Teopompo se incorpora hacia delante en su silla, con un brillo especial en sus ojos turquesa.

—Todos sabéis que soy partidario de la negociación, de la conciliación y de la amistad entre las naciones —afirma, mientras su nívea dentadura reluce de un modo lobuno—. Pero cuando aquellos que se llaman amigos y aliados planean un ataque sin que haya mediado provocación, creo que debemos aplastarlos de forma tan contundente que ninguno de nuestros aliados vuelva a plantearse nunca una traición semejante. Creo que, a pesar de que nos superen en número, gracias al elemento sorpresa podemos vencerlos. Los macedonios somos demasiado orgullosos para escondernos en las bodegas.

Cadmo se levanta y da una palmada en la espalda a Teopompo. Gordias alza una mano traslúcida en señal de bendición, mientras Leónidas y Hagnón se hunden aún más en sus sillas.

—Con todo el debido respeto al general Cadmo —anuncia Álex, poniéndose en pie y empujando su silla hacia atrás—, yo guiaré las tropas.

—Sois demasiado joven —suelta Leónidas antes de que la palabra «tropas» haya salido del todo de la boca de Álex—. Nunca habéis estado en mayor guerra, mi señor, que algunos enfrentamientos fronterizos con ladrones de ganado. Y no creo que estos se hallaran al mismo nivel que los Señores Aesarios, la mejor fuerza militar del mundo. Dejad que Cadmo guíe. Al menos, él ha estado en batallas de verdad.

Observando los rostros constreñidos que rodean la mesa, Álex nota cómo su ira se va solidificando en algo distinto.

Poder.

—Soy el heredero al trono de Macedonia —afirma. Su penetrante mirada se clava en uno detrás de otro, provocando que todos se vayan estremeciendo por turno—. Seré vuestro próximo rey. Mientras estabais aquí sentados planteando pequeñas objeciones como si fuerais un grupo de viejas, fui yo quien sospechó la traición de los Señores Aesarios y quien fue a reconocer su campamento. Sin mi intervención, Pela se encontraría bajo botas aesarias en cuestión de días —lanza el embarrado emblema aesario sobre la mesa. El relámpago de bronce gira mientras resbala hasta que se detiene delante de Leónidas.

Cadmo se levanta.

—Yo os seguiré, mi señor y príncipe, junto con todos mis hombres. Y lo haré encantado —el resto guarda un tenso silencio, que Álex interpreta como un asentimiento a regañadientes—. Convocaremos un Consejo de guerra inmediatamente —continúa Cadmo—. Príncipe Alejandro, noble Hefestión, vayamos a los barracones y tracemos la estrategia. Debemos actuar deprisa.

—Pero no demasiado deprisa —replica Álex—. Los Señores Aesarios tienen fama de fieros luchadores, pero sus numerosos aliados por toda la tierra son para ellos tanto un beneficio como una rémora. Les llevará tiempo reunir a sus refuerzos. Podremos usar ese tiempo en nuestra ventaja —pasea su mirada por la sala. Ahora todos los presentes asienten de acuerdo—. Y hay una cosa más. Debemos reconocer que Katerina de Erisa es inocente de intentar envenenar a la familia real. Debería quedar ya claro que uno de nuestros traicioneros huéspedes, probablemente el Señor Bastian, era quien poseía el frasquito de acónito y lo colocó en su bolsa. Conociendo su inocencia, algún dios —de forma estudiada evita mirar a Hef — debe de haberla ayudado a escapar. Deseo que se limpie su nombre para que pueda regresar a Pela y que nadie la moleste.

Las cinco cabezas que rodean la mesa asienten.

Cuando Álex y Hef ya han dejado atrás la zona de entrenamiento en su camino a los barracones, Frixos y Telecles les alcanzan. El primero ondea una bolsa de caza.

—¡Dos conejos! —exclama.

—Sí, la flecha de Frixos por fin dio en la diana. Por primera vez en su vida —anuncia Telecles—. Quizás tenía los ojos cerrados.

Frixos aparta a su amigo en broma mientras Álex sonríe, aliviado.

—¿Habéis visto a los Señores Aesarios? —les pregunta.

—Oh, sí —contesta Telecles—, vimos movimiento en los árboles. Nos oyeron presumir del estofado que nuestras mujeres cocinarían, pero no movieron un dedo para detenernos cuando dimos la vuelta con los caballos y regresamos.

Álex asiente.

—Eso era lo que pensaba. Gracias a los dos, pero antes de que vayáis a disfrutar de ese estofado de conejo, subid al despacho de Cadmo y uníos a nosotros en un consejo de guerra.

Ambos asienten y entran en los barracones.

Después se vuelve hacia Hef:

—Los conejos me han dado una idea. Una que el traidor presente en el Consejo, si es que lo hay, no necesita oír.

Hef alza una ceja.

—He resuelto quién va a ser el elemento principal de nuestro plan. El Gran Señor Mardoqueo.

—¿En qué sentido?

—Lo capturaremos. Vivo. Necesitamos hacernos con su hombre de mayor rango como rehén. Uno que conozca cómo funciona su preciosa antorcha. Y por qué el que se destruyera implica que ellos nos tengan que destruir a nosotros. Será nuestra pieza de petteía.

Hef empieza a protestar.

—Pero ¿necesitamos...?

Álex alza una mano.

—Hef esta no es sino la primera batalla de lo que pueden ser muchas. Esta es simplemente nuestra primera representación de estrategia.

—Muy bien —asiente Hef.

Álex sonríe.

—Aunque esto no sea exactamente viajar a través de Persia para descubrir la Fuente de la Juventud, también va a ser una buena aventura. Y me alegro de tenerte a mi lado, Hefestión.

Hef le devuelve la sonrisa y agarra el hombro derecho de Álex. El sabe que ya se ha esfumado toda la distancia y la incomodidad de las pasadas semanas. Su amistad es tan robusta como siempre. Una punzada de amargura recorre la felicidad de Álex cuando advierte que aunque Hef esté de vuelta, Kat se ha ido. La buscará tan pronto como le sea posible. Enviará exploradores y mensajeros a todas las aldeas macedonias si es preciso, y si eso falla, a todos los lugares del mundo griego.

Pero, ahora mismo, necesita planear una batalla.