Capítulo 13

 

D

os Señores Aesarios se desabrochan las capas y dan un paso al frente. Álex observa atentamente a este nuevo par de combatientes, notando el pulso en la garganta. Desde que fue nombrado regente —y desde que Hef fracasó en su intento de obtener el premio del torneo— todo ha cambiado, incluyendo sus planes. ¿Cómo van a viajar hasta la Fuente ahora, sin fondos ni libertad? ¿Cómo van a marcharse ahora que el destino del país podría estar en manos de Álex?

Por supuesto, su padre no estaría de acuerdo con él. No vería ninguna amenaza. Pero Álex la ve, la nota, la siente. Es como aquella ocasión en Mieza cuando Aristóteles encendió la mecha de una lámpara empapada en aceite rancio durante una discusión. Al principio, Álex solo tenía una ligera sensación de que ocurría algo, pero intentó olvidarse, preguntándose si el olor acre sería imaginación suya. Cuando estuvo seguro, no dijo nada, al darse cuenta de que se trataba de una de las lecciones de su tutor sobre la percepción y las reacciones humanas. Solo cuando la sala se llenó de hedor y humo todo el mundo se quejó.

No ha ocurrido algo muy distinto los últimos días: un olor leve, asociado a los Señores Aesarios, va creciendo lentamente en intensidad y, o bien nadie es consciente del mismo, o bien nadie desea ser el primero en mencionarlo. Solo que esta vez, cuando la pestilencia y el humo carguen el ambiente, tal vez estos sean síntomas de traición. De pérdida de vidas. De que la nación esté amenazada.

Álex vuelve a concentrarse en los guerreros que tiene delante. Ambos lucen el típico uniforme aesario: pantalones de cuero negro, botas, pecheras labradas y sus característicos cascos de acero grabado y con cuernos. Unos cuernos de órix, esbeltos y curvados como cimitarras árabes, adornan el casco del Señor Bastian, mientras que unos de íbice, acanalados y de un tono beige, salen hacia atrás desde el del Señor Gedeón.

Sentada junto a Álex, Kat agita un abanico de plumas de avestruz hacia Arrideo, a quien le da la risa, lo agarra y comienza a abanicarla a ella. De repente, deja de jugar y, dirigiendo una mirada fija y dura a los Señores Aesarios que tiene debajo, alza el abanico para cubrirse el rostro y se sienta hacia atrás, lloriqueando. Su doncella, Sarina —una hermosa egipcia de piel oscura que apenas habla, pero que probablemente sea la mejor persona de todo el palacio—, sujeta los brazos de Arri con delicadeza a sus costados para que se mantenga quieto.

Álex devuelve su mirada a los guerreros. Mientras que muchos se burlan del compromiso de los Señores Aesarios por erradicar el mundo de la magia, y los contemplan como reliquias del pasado, Álex sabe que hay más en ellos que rituales vacíos. Son fieros luchadores, diestros en entablar alianzas con distintos países e incorporar las influencias de cada uno de ellos a sus tácticas de guerra.

Hasta ahora ya ha observado una docena de técnicas que le gustaría probar con Hef Mientras ambos contendientes colocan unos botones esféricos sobre las puntas de sus lanzas a fin de amortiguar los golpes durante el entrenamiento, Álex mira de reojo a su amigo, sentado junto a Cin. Ambos han estado observando la demostración con atención, señalando y susurrándose el uno al otro al oído, tapándose la boca. Los hombros de ambos parecen estar soldados y una mano de Cin descansa sobre el muslo de Hef.

A Álex le sorprende verlos llevarse tan bien. Cuando trajo a Hef a casa por primera vez, hace cinco años, desde el mercado, Cin le echó una mirada a aquel muchacho escuálido y sucio, y dijo que debería dormir con las cabras, y eso incluso a pesar de que no era seguro que fuera a quedarse. Hasta el día en que los muchachos partieron para Mieza, poco después del decimotercer cumpleaños de Alejandro, Cin había ignorado e insultado a Hef, y le había gastado las bromas más horrorosas que se podían imaginar. Juntos, Álex y Hef idearon formas de devolvérselas. Verlos ahora, comportándose como si fueran amigos, o pareja, le hace sentir una punzada incómoda en la boca del estómago.

Desde que Hef perdió el Torneo Sangriento, se ha estado conduciendo de forma extraña, nervioso, irascible y quisquilloso. Ahora, justo cuando Álex tiene tantas cosas en la cabeza, Hef no está allí para ayudarlo.

Una brisa cálida hace vibrar la tienda de campaña de lienzo, sujeta con estacas sobre el odeón, un pequeño teatro circular construido en el extremo más alejado del complejo palaciego. Dado el incesante calor y el sol abrasador, el centenar de espectadores —nobles, consejeros de alto nivel, oficiales militares remanentes, sacerdotes y sacerdotisas— buscan agradecidos la zona de sombra. Álex descubre a su madre en el palco de la reina, situado enfrente de él, pasando los dedos sobre el detallado bordado de su vaporosa túnica amarilla. Parece preocupada. Junto a ella, Dafne, su doncella pelirroja, mira fijamente al luchador, como si se estuviera muriendo de hambre y este fuera unas chuletas de cordero. A su izquierda, Frixos y Telecles se inclinan hacia delante, con las barbillas apoyadas sobre las manos y los codos en las rodillas. Han estado analizando cada movimiento con los ojos muy abiertos y cada poco tiempo se dan codazos y comentan entre ellos.

En el centro de la escena que hay debajo, los Señores Aesarios hacen una reverencia al público y luego otra a su contrincante. Se agachan y comienzan a ejecutar complicados giros y vueltas, blandiendo sus escudos y lanzas con tanta rapidez que las armas se difuminan en el aire. Observándolos, Álex descubre las mismas maniobras que ya les ha visto realizar a los combatientes previos: círculos, semicírculo a la izquierda, semicírculo a la derecha, figura ocho y espiral. Los hombres, advierte Álex, se mueven sobre sus pies con ligereza y elasticidad, y demuestran flexibilidad en su juego de cintura y espalda. Sus pasos, elegantes y precisos, le recuerdan los intrincados bailes que las doncellas realizan en las bodas, aunque ellos demuestran tener una fuerza brutal en los brazos y los hombros. Sobre un campo de batalla, estos mismos gráciles movimientos ensartarían a un hombre como si fuera carne en un espeto, atravesarían un ojo con la facilidad con la que un cuchillo se clava en un huevo cocido, romperían arterias y quebrarían huesos.

Álex siente una leve presión en el brazo cuando Katerina le da un codazo. En ese momento, advierte que, sin darse cuenta, se estaba frotando su pierna débil.

—Son tan elegantes —susurra ella—. Me recuerda a las danzas de la cosecha.

—Estaba pensando en lo mismo —dice Álex—. Observa al Señor Bastian. En un segundo girará a la derecha, y después en círculo a la izquierda... ¡Ahí está!

El Señor Bastian gira la lanza a dos centímetros de la garganta del Señor Gedeón y la retira en el último segundo, una habilidad que requiere tanto precisión como reflejos de gato.

Aunque Álex sigue atendiendo a la actuación de los guerreros, no puede evitar que le distraiga momentáneamente el misterio de Kat. Echa una mirada de reojo a su perfil: a su ondulada melena, recogida en un complejo peinado, que le acentúa las mejillas. Es delgada, pero salta a la vista que también fibrosa y fuerte gracias a años de entrenamiento al aire libre, de haber tenido que cazar su propia comida. Apenas puede imaginar cómo habrá sido su vida hasta ahora.

Pero, sobre todo, lo que no puede explicarse es por qué no es capaz de leerla como al resto de la gente, a pesar de sentirse completamente en consonancia con ella. La primera vez que vio a Katerina, llena de moratones y sucia, a la salida de la arena, supo que era alguien diferente. Pero ¿diferente significaba buena... o peligrosa? Esa fue la razón de que la invitara a palacio en primer lugar: para adivinar por qué esta aldeana no se parecía a nadie a quien hubiera conocido en toda su vida. Sigue sin tener ni idea, pero se siente conectado a ella de alguna forma en la que no lo ha estado nunca con nadie, ni siquiera con Hef Ni siquiera con su propia madre.

El ruido metálico de las armas aesarias atrae su atención de vuelta a la actuación, donde sigue los movimientos de los luchadores, destinados en su mayoría a sorprender al adversario. Debería enseñar a sus hombres a hacer lo mismo.

Cambiando de postura en el asiento, Álex observa a los Señores hacer alarde de sus habilidades. Filipo los considera aliados. Pero ¿lo son? Tras años estudiando historia, Alejandro es consciente de que los aliados cambian de bando con una frecuencia alarmante. Muchos parientes de Filipo fueron asesinados, y no por enemigos declarados, sino por amigos cercanos. El poder, parece, no sabe de lealtades, sino del propio interés. Y solo aquellos que te profesan lealtad pueden acercarse lo suficiente para clavarte una daga entre las costillas.

Bastian y Gedeón arrojan al suelo sus armas, se golpean el pecho con la mano derecha una vez, y después las extienden, finalizando así con el saludo aesario. La demostración ha terminado. Cuando el aplauso se va apagando, el Señor Bastian se vuelve hacia el público. La cicatriz, fea y dentada, que cruza su rostro, por lo demás espléndidamente cincelado, solo sirve para hacerle parecer más atractivo, más fiero. Cuando sus ojos se detienen en Kat un instante demasiado largo, ella desvía la mirada y cambia de postura.

—Ahora que habéis presenciado el poder de los Señores Aesarios, ¿alguien desearía entrenar conmigo? —sus labios se curvan, como si encontrara ridículo que un guerrero macedonio se atreviera a retarlo. Álex escucha el movimiento de los abanicos femeninos, el crujido de las carpas bajo la brisa, la tos nerviosa de alguien.

—Vamos —se burla Bastian—. Macedonia es conocida por ser tierra de hombres valientes. Incluso a aquellos con lesiones feas se les considera guerreros.

Nadie responde.

«Lesiones feas», piensa Álex, ofendido por la insolencia de Bastian. «¿Se está refiriendo a un rey tuerto y un príncipe tullido? ¿Pretende insinuar que somos un país de minusválidos?». Álex se ve tentado de aceptar su desafío. De hacerles saber a todos que incluso con Filipo ausente, Macedonia sigue teniendo un soberano.

—Como queráis —dice Bastian, paseando su mirada por el odeón y haciendo una leve reverencia, primero a los espectadores y luego a Álex.

Este puede notar cómo se le erizan todos los pelos del brazo y el cuello. Sí, ahora ya está seguro: Bastian se está burlando de la familia real macedonia y de sus soldados.

—Yo aceptaré el reto —anuncia, alzándose.

La multitud contiene el aliento: va contra el protocolo que la realeza se ejercite en público. Los tímidos susurros no tardan en convertirse en incómodos murmullos y sacudidas de cabezas. Alguien comienza a aplaudir con fuerza. Otros le acompañan. Una oleada de aplausos retumba sobre los bancos de mármol.

Kat coloca una mano en el brazo de Álex y le dedica una mirada de alerta, que él intenta ignorar como puede mientras se dirige a la escena. El Señor Bastian inclina la cabeza hacia atrás y le clava la mirada sin bajar la nariz. Después le hace una reverencia.

—Es un honor, mi señor —dice, aunque su sonrisita sugiere justo lo contrario.

Álex se desabrocha la capa y la arroja hacia las gradas.

—¿Espadas o lanzas? —pregunta el Señor Bastian, señalando las relucientes armas que yacen a un lado.

—Espadas —contesta Álex.

Las lanzas son adecuadas para arrojarlas desde un caballo o para atravesar a soldados que vengan corriendo hacia ti al comienzo de una batalla. Pero como Álex aprendió en las escaramuzas fronterizas que compartió con Filipo, la lucha siempre acaba reduciéndose a la intensa intimidad física del combate a espada, salpicando y recibiendo sudor y sangre, notando cómo la espada corta de un tajo la carne y los huesos de un hombre, mirándolo a los ojos mientras la luz de estos se apaga y su último estertor le resuena en la garganta.

El corazón de Álex retumba como el tambor de la batalla, sonoro e incesante. Mientras escoge una espada y coloca un botón en la punta, teme que sus palmas estén tan sudadas que no sea capaz de sujetarla.

Participó en su primera escaramuza cuando tenía trece años, contra un clan de enemigos tracios. Mató a dos hombres y dejó heridos a cinco. Pero ellos —y los otros contra los que Álex ha luchado en las campañas militares estivales— apenas tenían entrenamiento, eran indisciplinados y estaban en baja forma, es decir, nada que ver con el Señor Bastian. Aun así, no podía consentir que nadie se marchara impune después de un insulto tan patente.

Escoge un escudo y desliza su mano izquierda en la embrazadura de cuero.

—¿Consideramos vencedor a quien golpee a su rival tres veces o le hiera primero? —pregunta Bastian.

Álex asiente.

Aunque Álex nunca ha practicado las técnicas aesarias, posee una gran ventaja sobre Bastian: no se encuentra sin aliento. Está fresco, descansado e impaciente por luchar.

Mirando a los ojos de su oponente, Álex anticipa los movimientos de Bastian: el semicírculo, la figura ocho, el giro a la izquierda y luego a la derecha. Álex sabe con un segundo de antelación cuándo la espada de Bastian se asomará sobre su escudo, o cuándo girará detrás de su espalda o de su cuello. Mientras esquiva la espada de Bastian, Álex imita los pasos del aesario, con algo de torpeza al principio, con gran agilidad un poco después. Bastian comprueba lo que Álex ha aprendido y asiente como si estuviera impresionado, a pesar de lo que pensaba.

Álex se humedece los labios y saborea el sudor salado que aparece en su boca, pero no puede detenerse ni el más mínimo instante para secarse la cara. Necesita cada gramo de concentración para estar a la altura del Señor Bastian, por no hablar de vencerlo. Oye un grito de la multitud —alguien que le anima— y nota la energía corriendo en su interior. A medida que la decisión le inunda las venas, su espada se convierte en una criatura viva, golpeando la espada y el escudo de Bastian como si Álex no tuviera nada que ver con ella.

La muchedumbre ruge en respuesta, pero todo parece estar sucediendo a cámara lenta. Una gota de sudor cae, como si fuera un cristal centelleante, desde la mejilla de Bastian hasta su pechera. Detrás de él una matrona ataviada con un gran velo verde da un trago de una copa de arcilla pintada llena de vino y derrama parte sobre su túnica. En la fila superior, un anciano estornuda y sobresalta a quienes están a su alrededor. En la segunda fila, Hef toma la mano de Cin y la acompaña a la salida.

¿Hef se va con Cin en lugar de quedarse a presenciar una pelea de Álex con un Señor Aesario? En un momento público tan importante para Álex, cualquier amigo suyo debería estar allí para apoyarlo, pero especialmente Hef, que ha entrenado con él todos estos años y cabalgó junto a él en la batalla.

El hermano de sangre de Álex, su mejor amigo, no se queda a verlo.

Con la boca abierta por la sorpresa, Álex se detiene observando las espaldas de Cin y Hef mientras desaparecen por el túnel de salida. El Señor Bastian alza su escudo como para protegerse de un golpe, e incluso aunque Álex sabe que la espada de su rival asomará desde detrás del borde del escudo, tarda demasiado en levantar el suyo, que de repente parece pesar como el plomo. El filo de la espada de Bastian da un tajo en el brazo derecho de Álex. Todo el público contiene el aliento y se levanta.

Bastian arroja las armas.

—Lo lamento, mi señor —dice, acercándose a grandes zancadas, a Álex. No suena sincero en absoluto—. ¿Deberíamos llamar a un médico?

Álex se mira el brazo. Al principio no ve sangre, apenas una fina línea blanca, pero pronto esta se vuelve roja. Después comienza a sangrar de forma abundante, aunque el corte no es tan profundo como para que haya que coserlo.

—Un rasguño —desprecia, negándose a que Bastian le deje en ridículo.

En realidad, le duele muchísimo, pero no piensa consentir que el Señor Bastian lo note. Lo que más daño le hace es haber permitido que le distrajeran Hef y Cin. Si alguna vez perdiera la concentración así en el campo de batalla, eso le costaría la vida.

—Podemos acabar otro día, mi señor —sugiere Bastian, mientras sus ojos oscuros brillan riéndose en silencio.

La ira invade a Álex. ¿Qué otro día? ¿Por qué no ahora? ¿Por qué está la mirada de Bastian tan llena de burla? ¿Por qué ambos...?

Todos los sonidos quedan silenciados; todas las luces se apagan. Álex sale de su cuerpo, viaja por ese familiar túnel de luz, arrastrado por una fuerza invisible.

Al otro lado del mismo, Álex emerge en una taberna, o tal vez un barracón, tenuemente iluminado, en la que distingue a algunos soldados de juerga entre sombras doradas y marrones. Bastian sustituye hábilmente los dados de la mesa por unos que se saca del bolsillo, y los lanza. Doble uno, los ojos de la serpiente. El resto de hombres gruñen. Con ambas manos arrastra hacia sí el montón de monedas que estaban en juego, sonriendo.

El tipo hace trampas a los dados.

Álex regresa al presente a una velocidad violenta, dolorosa. Se encuentra de nuevo dentro de su cuerpo, los oídos le pitan como si se hubiera sumergido muy por debajo de las olas del mar.

El Señor Bastian se ha ido hacia un grupo de nobles, pero Kat está a su lado, examinando con dedos serenos la herida del brazo, mientras Álex parpadea, intentando despejar la cabeza.

Pero Olimpia, en el papel de madre enrabietada defendiendo a su cachorro, aparta a Kat.

—Recuerda cuál es tu lugar —le dice—. Aunque ni yo estoy segura de cuál es ya —añade, en un tono tan fino y afilado como una daga.

Una mirada de odio inunda el rostro de Kat, pero desaparece con tanta rapidez que Álex duda de haber visto realmente cómo se le entornaban los ojos en llamas y se le endurecía el gesto de la boca. Kat asiente y se marcha.

—Madre —dice Álex, pasándose una mano por la frente—. Katerina es mi invitada. No deberíais hablarle así.

Olimpia le ata un pañuelo alrededor de la herida. El lino de color crema pronto se vuelve rojo.

—No te preocupes por ella. ¿Por qué le has retado? —sisea.

—Por el honor de Macedonia —contesta, apartándose de ella de forma que Olimpia se ve obligada a retirar el pañuelo ensangrentado—. Y por el mío propio.

Álex está satisfecho de su actuación, salvo, obviamente, por su error final. Un error que nunca volverá a cometer. Y eso le hace acordarse de nuevo de Hef. ¿Por qué se ha ido?

Olimpia mira fijamente el pañuelo ensangrentado que sostiene en las manos y, para sorpresa de Álex, lo dobla y se lo guarda rápidamente entre los pliegues de su túnica.

—Aléjate de estos buitres carroñeros —le alerta—. Su ilimitada codicia no hace sino crecer, y ya no respetan las leyes. Recientemente han exigido los archivos y que se les permita llevarse al león infernal, así como que yo también les sea entregada.

—¿Qué les dijo Padre?

—Se negó, por supuesto —responde Olimpia—. Pero esa no es la cuestión. Ellos se tienen una confianza de la que no me fío. Temo sus planes. Temo su poder.

Por una vez, Álex está de acuerdo con su madre, pero no se permite mostrar su preocupación.

—Existe el rumor de que han intentado envenenarme —añade Olimpia, en un tono de voz decididamente firme.

—Siempre hay rumores en palacio —responde Álex.

Cuando ella le besa la mejilla, Álex se sorprende de notar humedad sobre la piel. Son las lágrimas de su madre, que se entremezclan con su propio sudor.

—Prométeme que doblarás tu guardia —le dice—. Y piensa en solicitar un catador.

Álex asiente, dispuesto a contestar, cuando Radamantos, el maestro de ceremonias de palacio, entra con rapidez en el escenario. Olimpia se encamina ya hacia la salida cuando el antiguo actor comienza a agradecer a los Señores Aesarios la exhibición. Quienes participaron en ella se adelantan, y agradecen el aplauso con secos movimientos de cabeza. Álex observa a los hombres, todos con idénticos uniformes y capas, aunque cada uno con cuernos distintos en su casco. Han llegado desde todos los rincones del mundo conocido e incluso desde algunos del desconocido.

Bastian, según sabe Álex, es de Samos, y Gedeón, el de la intensa piel oscura, debe de ser etíope. Aunque duda del origen de Mardoqueo. I labia con un acento persa mezclado con algo más, y no se parece al resto de persas que ha conocido. Uno de los participantes de hoy es un galo gigantesco, originario de los interminables bosques que existen más allá de las montañas occidentales, de largas trenzas rubias y fieros ojos azules. Incluso hay un escitio, llegado del legendario país al norte del mar Euxino, que tiene las piernas arqueadas, como todos los de su tribu, debido a haber crecido montando a caballo.

Fusionar a los mejores hombres y las tradiciones militares de distintas naciones por fuerza ha de crear un ejército superior. La fuerza de combate más efectiva del mundo.

Mejor incluso que la macedonia.

Cabalgando una ola de ardor y adrenalina —que Álex no puede distinguir si es debida a la intensidad del combate o a la humillación que le supone su derrota pública—, sale del escenario directamente hacia la biblioteca real, con una sospecha revoloteándole en la cabeza.

Abre de golpe la pesada puerta y un escriba levanta la vista, desconcertado, casi dejando caer su pluma. Se apresura a atenderlo.

—Mi señor Alejandro, ¿en qué puedo ayudaros?

—Leónidas. ¿Dónde está?

El esclavo baja la cabeza y sale rápidamente por una de las muchas puertas que comunican el patio.

A Álex le lleva un momento adaptarse a la oscuridad: aquí dentro el mundo es distinto. El atrio está fresco y en calma. Las teselas blancas y negras se alternan en un mosaico sobre el suelo, y se oye el murmullo de una piscina azul rectangular, situada en el centro, bajo una apertura al cielo abierto.

Un instante después, emerge Leónidas. Asceta nada dado a los lujos, Leónidas fue tutor de Álex durante siete años antes de asistir a la escuela de Aristóteles en Mieza. Observando las arrugas de su rostro y su descuidada barba, Álex recuerda las largas caminatas invernales a través del hielo y la nieve sin más vestimenta que una túnica de verano y unas sandalias. La tormentosa y constante sensación de hambre que le impedía dormir. La memorización de extensos textos clásicos, y los duros golpes recibidos en la palma de la mano por cada error al recitarlos, por pequeño que este fuera.

Aunque a Álex nunca le gustó su tutor, le está muy agradecido. Ya se encuentre en una campaña de meses de duración o en una batalla de horas, Álex es consciente de que podrá responder bajo frío y calor, hambre y sed, agotamiento y dolor, y que todo se lo deberá a la formación de Leónidas.

—¿Mi señor? —pregunta Leónidas, con la voz inquieta por la repentina visita del príncipe. Sus ojos, del negro de los escarabajos, muestran un claro disgusto por la lujosa túnica púrpura de Álex, en la que hay bordadas estrellas doradas de dieciséis puntas. Leónidas lleva puesta una túnica sin blanquear y de un tejido áspero.

—Necesito todos los registros referidos a los Señores Aesarios: historia, correspondencia, todo lo que tengamos.

Aunque Álex pasó incontables tardes en la biblioteca con Leónidas, casi siempre estudiaba los rollos de poesía épica y lírica, historia, filosofía, geografía, matemáticas, teatro y ciencia. Leónidas le dio algunas lecciones sobre cómo redactar la correspondencia real, pero solo con documentos relacionados con Atenas y Esparta, reinos con los que Macedonia mantenía su mayor actividad comercial y la mayor rivalidad.

—Esta información se ha vuelto muy sensible —contesta Leónidas, tocándose un llavero que cuelga de su cinturón. Su perfecta enunciación y su tono, tan bien modulado, le recuerdan a Álex las veces en que su tutor le hacía llenarse la boca con guijarros del río y le obligaba a pronunciar con claridad—. La correspondencia real se guarda bajo llave. Ya lo sabéis —Leónidas no hace ningún movimiento para desenganchar la llave de su llavero o para conducir a Álex a los archivos, tan solo se queda parado, mesándose la barba pensativo.

«Sigue tratándome como a un niño, igual que mis padres», piensa Álex. Cierra los puños, aguantándose las ganas de reaccionar.

—En ausencia de mi padre, soy el regente —afirma, manteniendo la voz firme.

—Siempre bajo supervisión del Consejo, del cual soy miembro — recuerda Leónidas de forma serena.

—He oído que la familia real se encuentra amenazada —dice Álex—. Y el rey... no estaba de acuerdo con los Señores Aesarios en ciertos asuntos. Cuando mi padre partió, se llevó a la mayor parte de su ejército con él, pero los aesarios siguen aquí.

—Tan solo trece de ellos —responde Leónidas, encogiéndose de hombros—. No parecen mucho peligro.

—Quizás no —reconoce Álex—. Pero estoy seguro de que ejércitos enteros podrían llegar aquí en apenas unos días. Cierto profesor mío me dijo una vez que el poder consiste en conocer las fuerzas de tus enemigos y las debilidades de tus amigos. Es una lección muy valiosa que nunca lie olvidado.

Leónidas reflexiona un momento. Finalmente, desengancha el llavero de su cinturón e indica al príncipe que le siga por una de las puertas que parten del vestíbulo de la entrada. Al final de un largo pasillo abre con la llave una puerta. La estancia, de apenas tres metros cuadrados, está en penumbra. Leónidas se sube a un taburete y abre las contraventanas que tapan una ventana con barrotes, permitiendo que entre la luz. Las cuatro paredes tienen casilleros en forma de diamante, con una docena de rollos o más insertados en cada uno de ellos.

—Estos son los archivos de nuestra correspondencia real —dice, bajándose ágilmente del taburete—. En esa pared está la mantenida con los persas, en aquella la cartaginesa, por allí la egipcia. Y en esa —indica señalando la pared situada a la izquierda de la puerta— está todo lo relacionado con los Señores Aesarios.

Álex saca los rollos y los deposita sobre la mesa de roble mientras Leónidas sale sin hacer ruido de la habitación. Los papiros están cosidos unos a otros; cada rollo puede contener veinte o treinta cartas enrolladas alrededor de una barra de madera. Las más antiguas se remontan a casi doscientos años atrás y son amistosas. Los reyes macedonios estaban encantados con que los aesarios estuvieran restaurando el orden tras las incursiones de los persas y los ataques de los bárbaros, y les permitían que se llevaran a los delincuentes y los enemigos. Honraron a los Señores Aesarios y les gratificaron con oro.

Después, hacía unos cien años, los Señores Aesarios comenzaron a interrogar a quienes ellos acusaban de brujería y hechicería, especialmente a las mujeres, de quienes sospechaban mucho. Solo dos cartas más adelante, los Señores Aesarios pasaron de interrogar a encarcelar. Estas personas, escribían, constituían el verdadero peligro para cualquier rey y civilización. ¿De qué serviría el mejor ejército del mundo contra las fuerzas invisibles? Algunos reinos creyeron el razonamiento de los Señores Aesarios y accedieron voluntariamente a su propuesta: Atenas, Esparta, Arcadia, incluso algunos sátrapas persas persiguieron a quienes ejercían la magia y se los entregaron a los aesarios. Otros reinos —Beoda, Creta, Etolia, la Argólida— precisaron algo de persuasión. Después de que los Señores Aesarios aterrorizaran a estas naciones, sus líderes convocaron una tregua y se plegaron a sus exigencias. Ahora todos los reinos cuentan con ministros, consejeros y generales aesarios en los niveles más elevados del poder.

Todos los reinos, excepto Macedonia.

Cuando leyó los ojos de Bastian en el escenario, Álex sintió engaño.

Un escalofrío le recorrió la columna vertebral.

A partir de ahora llevará una daga en el cinturón y un cuchillo en cada bota. Dormirá con un arma junto a su cama.

Álex devuelve los rollos a los casilleros y sale de la biblioteca al pasillo principal del palacio. Después de pasar tanto tiempo en los archivos, tan poco iluminados, debe taparse los ojos con la mano al salir al sol de la tarde, que lo deslumbra. Esta es una zona diseñada para impresionar a los visitantes, con sus mármoles de colores, sus columnatas y las estatuas de bronce brillando sobre las cubiertas de tejas naranjas, pero su actual estado de defensa no impresionaría a nadie.

Dos soldados juegan a los dados en la garita de la principal entrada del palacio, abierta. Más allá, como bien sabe, las puertas de la ciudad también se encuentran abiertas de par en par, dispuestas a darle la bienvenida al enemigo. Por detrás del palacio, dos tercios de los barracones están vacíos. En la entrada principal, los guardias de ambos lados lucen muy elegantes con sus cascos de crestas rojas, sus escudos rojos con un halcón blanco de perfil, con el pico abierto y las garras extendidas. Pero uno de ellos se apoya sobre su lanza mientras charla con una candorosa muchacha que sujeta un cesto de naranjas. Y los ojos del otro están cerrados. Está durmiendo una siesta de pie.

«Indefensos», piensa Álex cada vez más alarmado. «Estamos indefensos. Profundamente desprevenidos. Preparados para que nos aniquilen».

Camina con brío por todo el palacio, estudiando cómo lo defendería él en una batalla. No es capaz. Hay demasiadas ventanas, demasiadas puertas. Filipo mandó arrasar la oscura e inexpugnable fortaleza de piedra de sus padres y construyó un placentero palacio de luz y mármol para mostrarle al mundo que no solo era muy rico, sino que además no le tenía miedo a nadie.

Ya en su dormitorio, Álex abre el arcón de su ropa y revuelve sus túnicas y capas en busca de su daga favorita. Del arma, forjada en acero de Damasco con la sangre del último fénix, se dice que puede hacer añicos no solo huesos, sino también los hechizos de protección que utilice el enemigo.

Pero la daga ha desaparecido.