CAPÍTULO IX
EL SIGNOR BRUNONI
Poco después de los acontecimientos que he referido en el capítulo anterior, me vi obligada a regresar a casa por la enfermedad de mi padre y en la inquietud por él olvidé pensar durante un tiempo cómo seguirían mis amigas de Cranford y si lady Glenmire se habría acostumbrado a la monotonía de la larga visita en casa de su cuñada, la señora Jamieson. Cuando mi padre recuperó un poco las fuerzas le acompañé a la orilla del mar; así pues, durante la mayor parte de aquel año no sólo me sentí desterrada de Cranford, sino que también me vi privada de la oportunidad de oír por casualidad alguna noticia de mi querida ciudad.
A finales de noviembre, ya de vuelta a casa con mi padre, que volvía a gozar de buena salud, la señorita Matty me mandó una carta ciertamente misteriosa. Comenzaba frases que no terminaban y pasaba de la una a la otra en un orden tan confuso como se agrupan las palabras en el papel secante. Todo lo que logré descifrar fue: si mi padre se encontraba mejor (esperaba que así fuera), que le aconsejara llevar un grueso abrigo desde la fiesta de San Miguel hasta el día de la Anunciación; si los turbantes estaban de moda, ¿podía decírselo? Iba a tener lugar un gran entretenimiento como no se había visto desde que vinieron los leones de Wombwell, cuando uno de ellos devoró el brazo de un niño; ella era, tal vez, demasiado vieja para preocuparse por la ropa, pero un nuevo sombrero sí que debía comprárselo, y puesto que había oído que se llevaban los turbantes, y como era probable que acudieran las familias nobles y quería estar presentable, tal vez yo le podía encargar uno a la sombrerera que me servía. ¡Ah! ¡Y qué descuido por su parte! Había olvidado decir que me escribía para rogarme que acudiera a su casa el martes siguiente, pues esperaba poder ofrecerme un buen entretenimiento del que ahora no podía dar más detalles, y que el verdemar era su color favorito. Así finalizaba la carta, pero en la posdata añadía que, bien pensado, tal vez pudiera decirme de qué se trataba la atracción que tendría lugar en Cranford; el signor Brunoni iba a exhibir su extraordinaria magia en el salón de actos de Cranford las noches del miércoles y del viernes de la semana siguiente.
Con sumo gusto acepté la invitación de la señorita Matty, independientemente del mago, y muy en especial para impedir que desfigurase su cara menuda, dulce y ratonil con un inmenso turbante sarraceno. Por consiguiente, le compré una bonita y pulcra gorra, propia de una persona de su edad que, sin embargo, le causó una profunda decepción a mi llegada, cuando me siguió hasta mi cuarto con la excusa de atizar el fuego aunque diría que en realidad quería ver si la sombrerera que me había acompañado en el viaje contenía un turbante verdemar. En vano hice girar la gorra en la mano para mostrar la pieza de atrás y de los lados: se había encaprichado con un turbante y sólo fue capaz de decir con voz y semblante de resignación:
—Estoy segura de que has hecho lo que estaba en tu mano, querida. Sólo que es igual que las gorras que llevan todas las señoras de Cranford y ya hace un año que las tienen, diría yo. Hubiera preferido algo más nuevo, lo confieso; una cosa así como los turbantes que según la señorita Betty Barker lleva la reina Adelaida; pero es muy bonita, eso es verdad. Y probablemente el color lavanda me sentará mejor que el verdemar. A fin de cuentas, ¿por qué vamos a preocuparnos tanto por lo que nos ponemos? Si necesitas algo, pídemelo, querida. Aquí tienes la campanilla. Supongo que los turbantes aún no han llegado a Drumble, ¿verdad?
Diciendo esto, la buena mujer salió de la alcoba lamentándose para sus adentros y me dejó que me vistiera para la tarde, pues según me informó, aguardaba la visita de la señorita Pole y de la señora Forrester y esperaba que no estuviera demasiado fatigada para unirme a ellas. Pues claro que no lo estaba. Me apresuré a desempaquetar y a arreglar mi vestido, pero a pesar de las prisas, cuando oí su llegada y el murmullo de la conversación en la habitación contigua aún no estaba lista. Al abrir la puerta cacé al vuelo estas palabras: «Fui una necia al pensar que en las tiendas de Drumble tendrían prendas elegantes. Pobre muchacha, ha hecho cuanto ha podido, no me cabe duda». Pero a pesar de todo, preferí que me culpara a mí y a las tiendas de Drumble a que se afease con un turbante.
Del trío de señoras de Cranford que estábamos reunidas, la señorita Pole era quien siempre tenía algo que contar. Acostumbraba a pasar la mañana recorriendo las tiendas, no para comprar (excepto un ovillo de algodón de vez en cuando, o alguna cinta), sino para curiosear los nuevos artículos y hablar de ellos, así como para recoger las noticias dispersas que corrían por la ciudad. Tenía también una manera de dejarse caer recatadamente aquí y allá, en toda clase de sitios, para satisfacer su curiosidad sobre cualquier asunto, que de no haber sido su aspecto tan decoroso y discreto, se podría haber considerado impertinente. Ahora bien, por la forma tan expresiva de aclararse la voz y de aguardar que se tratasen temas de menor importancia (como gorras y turbantes), intuimos que tenía algo especial que contar cuando se hiciera la pausa oportuna. Desafío a cualquier persona dotada de un grado de modestia normal a que sostenga una conversación larga mientras uno de los asistentes permanece sentado en silencio, menospreciando cuanto a los demás se les ocurre decir por considerarlo trivial y despreciable en comparación con lo que podría revelar si se lo suplicaran debidamente. Así empezó la señorita Pole:
—Esta mañana, al salir de la tienda de Gordon, he entrado por casualidad en el George (una prima segunda de mi Betty trabaja allí de doncella y se me ha ocurrido que se alegraría de saber cómo estaba). Como no veía a nadie, he subido las escaleras y me he encontrado en el pasillo que lleva al salón de actos (usted y yo nos acordamos muy bien del salón de actos, ¿no es así, señorita Matty? ¡Y de los menuets de la cour[23]!); así que he seguido sin pensar adónde iba y de pronto me he dado cuenta de que estaba en medio de los preparativos para mañana por la noche; el salón estaba dividido por dos grandes tendederos donde los obreros de Crosby clavaban telas de franela roja que daban un aspecto muy oscuro y extraño; un poco confusa, cuando me dirigía sin pensar al otro lado de los biombos, un caballero (un auténtico caballero, se lo aseguro) ha dado un paso al frente para preguntarme en qué podía servirme. Chapurreaba de tal modo el inglés que no he podido por menos que acordarme de Thaddeus de Varsovia, de los hermanos húngaros y de Santo Sebastiani[24]; mientras estaba distraída imaginando su vida pasada, me ha hecho salir amablemente del salón. ¡Esperen un momento! ¡Aún no han escuchado ni la mitad de la historia! Cuando bajaba la escalera, me he tropezado con la prima segunda de Betty. Como es natural, me he detenido a hablar con ella, para complacer a Betty, y me ha dicho que efectivamente había hablado con el mago: el caballero que chapurreaba inglés era el signor Brunoni en persona. En aquel momento ha pasado junto a nosotras y me ha saludado con una inclinación muy elegante, a la cual yo he respondido con una reverencia; los extranjeros tienen unos modales tan corteses que una siempre aprende algo de ellos. Cuando ha llegado al pie de la escalera, he caído en la cuenta de que había perdido un guante en el salón de actos (había quedado oculto en el manguito, pero no lo he advertido hasta más tarde); así pues, he vuelto sobre mis pasos y, en el momento en que enfilaba el pasillo que han dejado a la izquierda del gran biombo que casi divide la sala, veo al mismo caballero con quien me había encontrado antes y que me había adelantado en la escalera, que ahora sale de la parte interior del salón en la cual no hay ninguna entrada (como bien recordará, señorita Matty), y en su inglés chapurreado me ha vuelto a repetir la pregunta de si tenía algo que hacer allí. No lo ha dicho de manera tan brusca, pero se le veía muy decidido a no dejarme sobrepasar el biombo. Como es natural, le he explicado que había perdido el guante, que, curiosamente, he encontrado en aquel mismo momento.
Así pues, la señorita Pole había visto al mago, al auténtico, al mago en persona. Se sucedieron un sinfín de preguntas. «¿Llevaba barba?». «¿Era joven o viejo?». «¿Rubio o moreno?». «¿Parecía…?». Incapaz de dar una forma prudente a mi pregunta, la formulé de otra manera: «¿Qué aspecto tenía?». En suma, la señorita Pole fue la heroína de la velada gracias al encuentro de la mañana. Si no era la rosa (es decir, el mago), había estado muy cerca[25].
Conjuros, juegos de manos, magia y brujería fueron los temas de conversación de aquella noche. La señorita Pole era un poco escéptica y se inclinaba a pensar que se podía encontrar una explicación científica incluso a los procedimientos de la nigromante de Endor. La señora Forrester lo creía todo, desde los fantasmas hasta la carcoma que predice la muerte. La señorita Matty se debatía entre las dos, siempre convencida por la última que hablaba. Creo que por naturaleza estaba más de acuerdo con la señora Forrester, pero el deseo de demostrar que era digna hermana de la señorita Jenkyns la mantenía en un equilibrio perfecto. La señorita Jenkyns, que jamás permitía a las sirvientas que llamasen «mortajas» a las pequeñas acumulaciones de sebo que se formaban alrededor de las velas e insistía en que dijeran «rollitos». ¿Supersticiosa una hermana suya? ¡Imposible!
Después del té me hicieron bajar al comedor en busca del volumen de la vieja enciclopedia que contenía los nombres que empezaban con «M» para que la señorita Pole pudiera informarse de las explicaciones científicas de los trucos de magia que veríamos a la noche siguiente. Aquello desbarató la partida de preference que la señorita Matty y la señora Forrester ansiaban jugar, pero la señorita Pole estaba tan absorta en el tema y en las láminas que lo ilustraban que consideramos una crueldad perturbarla, con la excepción de un par de bostezos oportunos que me permití de vez en cuando porque estaba realmente conmovida por la docilidad con que las dos damas soportaban su desencanto. La señorita Pole, sin embargo, seguía leyendo con fervor sin darnos mucha más información que esta:
—¡Ya lo veo! Ahora lo comprendo perfectamente. A representa la pelota. Se pone A entre B y D. ¡No! Entre C y F, y se dobla la segunda falange del tercer dedo de la mano I sobre la muñeca de la mano D. ¡Pero si está muy claro! Querida señora Forrester, los conjuros y las brujerías son un mero asunto de abecedario. ¿Me permiten que les lea este pasaje?
La señora Forrester imploró a la señorita Pole que la dispensara, alegando que desde niña nunca había podido comprender lo que le leían en voz alta; yo dejé caer el mazo de naipes, tras barajarlo sonoramente, y con ese discreto gesto obligué a la señorita Pole a darse cuenta de que la orden del día era la partida de preference y a que propusiera, a regañadientes, que comenzásemos a jugar. ¡Cómo se iluminaron las caras de las otras dos damas! La señorita Matty tenía ciertos remordimientos de conciencia por haber interrumpido a la señorita Pole en sus estudios y olvidaba las cartas que tenía porque no prestaba la debida atención al juego hasta que tranquilizó su conciencia ofreciendo a la señorita Pole que se llevase prestado el tomo de la enciclopedia; esta aceptó encantada y dijo que Betty lo llevaría a casa cuando viniera a buscarla con el farol.
La tarde siguiente estábamos todas un poco agitadas ante la idea del espectáculo que nos esperaba. La señorita Matty subió a vestirse a buena hora y me dio prisa hasta que estuve lista; entonces caímos en la cuenta de que debíamos esperar una hora y media, pues «las puertas se abrirán a las siete en punto». ¡Y sólo teníamos que andar veinte yardas! Sin embargo, tal como observó la señorita Matty, no convenía distraerse mucho con algo y olvidarse de la hora, de manera que nos sentaríamos a esperar tranquilamente, sin encender las velas, hasta las siete menos cinco. La señorita Matty dormitaba y yo me dedicaba a mi labor de punto. Finalmente partimos y en la puerta de entrada de los carruajes del George encontramos a la señora Forrester y a la señorita Pole, esta última discutiendo el tema de la noche anterior con más vehemencia aún y lanzándonos una auténtica granizada de aes y bes. Incluso se había copiado, en el dorso de unas cartas, una o dos «recetas» —como las llamaba ella— de diferentes trucos, dispuesta a explicar y descubrir las artimañas del signor Brunoni.
Pasamos al guardarropa que se encontraba junto al salón de actos. La señorita Matty dejó escapar unos suspiros nostálgicos por su pasada juventud y el recuerdo de la última vez que había estado allí, mientras retocaba la posición de su elegante gorra nueva ante el espejo curioso y anticuado del guardarropa. El salón de actos era una edificación anexa a la posada que unos cien años antes habían hecho construir algunas familias del condado para reunirse a bailar y jugar a cartas una vez al mes durante los meses de invierno. Más de una belleza local se había mecido por primera vez al son del minué que más tarde bailaría ante la reina Charlotte en esta misma sala. Se decía que una de las Gunning había honrado el salón con su belleza; pero sí era cierto que una rica y hermosa viuda, lady Williams, había quedado prendada aquí mismo de la gallarda figura de un joven artista que se hospedaba por razones profesionales con una familia del vecindario y había acompañado a sus patronos a la reunión de Cranford. Un buen negocio había hecho la pobre lady Williams con aquel apuesto marido, si eran ciertos los rumores. Ahora no había bellezas ruborizadas y luciendo hoyuelos a ambos lados del salón de actos de Cranford, ni ningún gentil artista rompía corazones con su reverencia, chapeau bras[26] en mano. Ahora el viejo salón estaba deslucido; la pintura de color salmón había adquirido un color pardusco y de los festones y guirnaldas de las paredes se habían desprendido pedazos de yeso, pero aún persistía un rancio olor a aristocracia; al entrar, el vago recuerdo de los días pasados dominó a la señorita Matty y a la señora Forrester, que avanzaron melindrosamente por la sala como si en ella hubiera un sinfín de nobles admiradores, en vez de dos muchachitos que compartían un bastón de caramelo para matar el tiempo.
No acabé de comprender por qué nos deteníamos en la segunda fila hasta que oí que la señorita Pole preguntaba a un mozo despistado si esperaban a alguna familia noble; y cuando este movió negativamente la cabeza indicando que no lo creía, la señora Forrester y la señorita Matty se sentaron más adelante y el grupo parecía un grupo de conversación. La primera fila se vio pronto aumentada y enriquecida por la presencia de lady Glenmire y la señora Jamieson. Las seis ocupábamos las dos filas delanteras y nuestra aristocrática reclusión fue respetada por los grupos de tenderos que entraban de vez en cuando y se amontonaban en las filas posteriores. Al menos así me lo imaginé por el estruendo que hacían y los sonoros porrazos que daban al dejarse caer en el asiento. Fatigada por la obstinación del telón verde, que no quería levantarse pero me observaba con dos extraños ojos, entrevistos a través de dos agujeros como en el cuento del antiguo tapiz, de buena gana habría mirado al público alegre y charlatán que tenía detrás, pero la señorita Pole me agarró del brazo y me suplicó que no me diera la vuelta porque «eso no se hacía». Nunca he sabido qué era «eso», pero debía de ser algo eminentemente tedioso y aburrido. Sin embargo, estábamos todas sentadas con la mirada fija al frente, contemplando el telón tentador y profiriendo murmullos apenas inteligibles por el temor a caer en la vulgaridad de hacer ruido en un espectáculo público. La señora Jamieson fue la más afortunada, porque se quedó dormida.
Finalmente desaparecieron los ojos, tembló el telón y se alzó un lado antes que el otro, demasiado sujeto; cayó de nuevo y con renovadas energías y el vigoroso tirón de una mano invisible volvió a alzarse y descubrió a un magnífico caballero con indumentaria turca que, sentado ante una mesita, nos contemplaba (diría que con los mismos ojos que había visto a través de los agujeros de la cortina) con reposada y condescendiente dignidad, «como un ser de otra esfera», según expresó una voz sentimental detrás de mí.
—¡Este no es el signor Brunoni! —dijo la señorita Pole con convicción y un tono tan audible que él lo oyó, estoy segura, pues nos miró por encima de su barba ondeante, con aire de mudo reproche—. El signor Brunoni no lleva barba, pero tal vez vendrá pronto. —Y se armó de paciencia.
Entretanto, la señorita Matty, que inspeccionaba a través de sus gafas, las limpió y volvió a mirar. Después se volvió y en un tono amable, dulce y desconsolado, dijo:
—¿Ves? Ya te dije que se llevaban los turbantes.
No tuvimos tiempo de hablar más. El Gran Turco, como decidió llamarlo la señorita Pole, se puso en pie y se presentó como el signor Brunoni.
—¡No lo creo! —exclamó la señorita Pole con aire de desafío. Él volvió a mirarla con el mismo semblante de digna reprobación—. ¡No lo creo! —repitió con más convencimiento—. El signor Brunoni no tenía esa especie de mata de pelo en la barbilla; parecía un caballero cristiano recién afeitado.
La enérgica perorata de la señorita Pole tuvo a bien despertar a la señora Jamieson, que abrió desmesuradamente los ojos en señal de la atención más profunda, acción que hizo callar a la señorita Pole y animó al Gran Turco a continuar, cosa que hizo en un inglés muy incorrecto; tanto que finalmente él se dio cuenta de que sus frases eran incoherentes y dejó de hablar para pasar a la acción.
Estábamos atónitas. Costaba imaginar cómo hacía aquellos trucos, incluso cuando la señorita Pole sacó los pedazos de papel y se puso a leer en voz alta —o por lo menos en un susurro muy audible— las distintas «recetas» para sus juegos de manos más comunes. Si alguna vez vi a un hombre con el entrecejo fruncido y el semblante colérico, este fue el Gran Turco mirando a la señorita Pole; pero como ella dijo, ¿qué podía esperarse de un musulmán, sino una mirada poco cristiana? Si la señorita Pole se mostraba escéptica y más interesada por las recetas y los diagramas que por los juegos de manos del mago, la señorita Matty y la señora Forrester estaban embelesadas y totalmente perplejas. La señora Jamieson seguía quitándose las gafas para limpiarlas, como si creyera que algún defecto causaba los artificios, y lady Glenmire, que había presenciado espectáculos muy curiosos en Edimburgo, estaba impresionada por los juegos de manos y mostraba su desacuerdo con la señorita Pole, que afirmaba que cualquiera podía realizarlos con un poco de práctica y que ella misma podría con sólo dos horas de dedicación al estudio de la enciclopedia y una técnica para dar flexibilidad al dedo corazón.
Al rato observé que la señorita Matty y la señora Forrester daban muestras de gran inquietud. Cuchicheaban sin cesar y, puesto que estaba sentada detrás de ellas, no pude por menos que oír lo que decían. La señorita Matty preguntaba a la señora Forrester si creía que estaba bien que hubieran venido a ver tales cosas y confesaba que en cierto modo temía que estuvieran alentando una práctica no muy…
Un leve gesto con la cabeza completó la frase. La señora Forrester replicó que le había pasado por la cabeza la misma idea; todo aquello era tan extraño que ella también se sentía incómoda. Juraría que aquel pañuelo de bolsillo que ahora estaba dentro de una barra de pan era el suyo; ¡y sólo cinco minutos antes lo tenía en la mano! ¿Quién habría proporcionado el pan? No podía ser Dakin, estaba segura, porque era coadjutor de la iglesia. De pronto la señorita Matty se volvió hacia mí.
—Tú que eres forastera y no darás lugar a comentarios desagradables, ¿te importaría mirar si se encuentra nuestro párroco entre el público? Si es así, será un gran alivio para mi conciencia, ya que podremos considerar que este hombre extraordinario cuenta con la aprobación de la Iglesia.
Miré a mi alrededor y vi al párroco, alto, delgado, enjuto y polvoriento, rodeado de los muchachos de la escuela, protegido por tropas de su mismo sexo contra cualquier aproximación de las solteronas de Cranford. Su semblante amable se iluminaba por francas sonrisas y los muchachos que lo acompañaban reían. Comuniqué a la señorita Matty que la Iglesia daba su risueña aprobación y se quedó más tranquila.
Hasta ahora no he mencionado al párroco, el reverendo Hayter, porque siendo una mujer joven, feliz y acomodada, no había tratado con él. Era un solterón tan temeroso de que se divulgaran rumores matrimoniales a sus espaldas como una jovencita de dieciocho años, y antes prefería entrar corriendo en una tienda o en una casa que toparse por la calle con alguna de las damas de Cranford. En cuanto a las partidas de preference, no me sorprendía que no aceptase ninguna invitación. A decir verdad, siempre sospeché que la señorita Pole se había entregado a una enérgica persecución del reverendo Hayter tras su llegada a Cranford; no obstante, ahora ella parecía compartir el mismo temor a que su nombre se viera relacionado con el del párroco. El párroco centraba todo su interés en los pobres y desamparados; aquella noche había llevado a los muchachos de la escuela nacional a ver la función y por una vez la virtud había recibido su recompensa, pues lo custodiaban a derecha e izquierda y se apiñaban a su alrededor como hacen las abejas en torno a la reina. Tan seguro se sentía con ellos que incluso se permitió saludarnos cuando desfilamos para salir. La señorita Pole ignoró su presencia y simuló estar absorta en convencernos de que nos habían engañado y que, a fin de cuentas, no habíamos visto al signor Brunoni.