CAPÍTULO VII
LA VISITA
Una mañana estábamos las dos sentadas con nuestras labores. No eran las doce aún y la señorita Matty no se había cambiado la gorra de cintas amarillas (la mejor de la señorita Jenkyns y que ahora sólo llevaba en la intimidad) por otra que imitaba las de la señora Jamieson y que se ponía cuando esperaba visitas. Martha subió a preguntar si la señorita Betty Barker podía hablar con ella. Asintió la señorita Matty y desapareció inmediatamente para librarse de las cintas amarillas mientras la visita subía las escaleras; pero como había olvidado las gafas y estaba aturdida por la hora intempestiva de la visita, no me sorprendió verla aparecer con una gorra encima de la otra, aunque ella no se apercibía y nos miraba con insulsa satisfacción. Creo que tampoco la señorita Barker se daba cuenta, pues dejando a un lado la pequeña circunstancia de que ya no era tan joven como antes, estaba totalmente absorta en su misión, que expuso con una agobiante modestia, manifestada en una retahíla interminable de disculpas.
La señorita Betty Barker era hija del antiguo clérigo que oficiaba en Cranford en tiempos del señor Jenkyns. Ella y su hermana se habían situado bien como doncellas y habían ahorrado dinero suficiente para poner un taller de sombrerería de señora, frecuentado por las damas de la vecindad. Lady Arley, por ejemplo, a veces les daba el patrón de una vieja gorra suya que las señoritas Barker copiaban inmediatamente y hacían circular entre la élite de Cranford. Digo la élite porque las señoritas Barker habían adoptado los hábitos de la población y se vanagloriaban de sus «relaciones aristocráticas». No vendían las gorras y cintas a nadie que careciera de linaje. Muchas esposas e hijas de campesinos salían enfurruñadas de la selecta sombrerería de las hermanas Barker y preferían ir al bazar, donde las ganancias que les proporcionaba el jabón tosco y el azúcar humedecido permitían al propietario ir a Londres (a París, decía antes, hasta que descubrió que sus clientes eran demasiado patrióticos y Johnbullistas[16] para llevar lo mismo que los Mounseers[17]), donde, como solía decir a sus parroquianos, no hacía ni ocho días que la reina Adelaida había hecho acto de presencia con una gorra adornada con cintas amarillas y azules y había recibido el elogio del rey Guillermo por lo favorecedor que resultaba su tocado.
A pesar de eso, las señoritas Barker, que se ceñían a la verdad y no aprobaban los clientes diversos, seguían prosperando. Eran abnegadas y buenas personas. Varias veces vi a la mayor (la que había sido doncella de la señora Jamieson) llevando un guiso a un pobre. Solamente imitaban a sus superiores en no tener ningún trato con la clase inmediatamente inferior a la suya. Cuando falleció la señorita Barker, resultó que sus bienes eran tales que la señorita Betty tuvo motivos para cerrar la tienda y retirarse del negocio. También (creo que ya lo he dicho antes) crio una vaca, signo de respetabilidad en Cranford casi tan inequívoco como para algunas personas es la posesión de una calesa. Era la dama más elegantemente vestida de Cranford y no era de extrañar, pues todos sabíamos que lucía sombreros, gorras y cintas estrafalarios que en otros tiempos constituían su mercancía. Hacía cinco o seis años que había cerrado la tienda, de modo que en cualquier otro lugar que no fuera Cranford su atuendo se habría considerado passée[18].
Y ahora la señorita Betty Barker venía a visitar a la señorita Matty para invitarla a tomar el té en su casa el jueves siguiente. Yo también recibí una invitación improvisada, pues se dio la circunstancia que estaba de huésped en la casa, aunque advertí que estaba un poco recelosa, no fuera que mi padre, que había ido a vivir a Drumble, hubiera participado en aquel «horrible comercio del algodón» que había expulsado a su familia de la «sociedad aristocrática». Como preámbulo a la invitación presentó tantas excusas que casi despertó mi curiosidad. Tendría que excusar «su audacia». ¿Qué habría hecho? Parecía tan apabullada que no pude por menos que pensar que había escrito a la reina Adelaida preguntándole un método para lavar los encajes. La escena que representaba, sin embargo, no era más que la invitación que había llevado a la antigua ama de su hermana, la señora Jamieson. «Considerando mi antigua ocupación, ¿disculpará la señorita Matty esta libertad?». ¡Claro!, pensé, ha advertido la doble gorra de la señorita Matty y va a llamarle la atención. ¡Pero no! Simplemente quería cursarnos una invitación a las dos. La señorita Matty aceptó con una reverencia, y me maravilló que al hacer tan gracioso gesto no advirtiera el insólito peso y la altura extraordinaria de su tocado. No creo que fuera así, sin embargo, porque recuperó la verticalidad y prosiguió su conversación con la señorita Betty en un tono amable y condescendiente muy alejado del nerviosismo que habría demostrado de haber sospechado su singular aspecto.
—¿Me ha parecido oír que asistirá la señora Jamieson? —preguntó la señorita Matty.
—Sí. Ha tenido la gentileza y la condescendencia de aceptar la invitación con sumo gusto. Con una pequeña condición, eso sí: la de llevar a Carlo. Yo le he respondido que mi única debilidad eran los perros.
—¿Y la señorita Pole? —quiso saber la señorita Matty, que pensaba en la partida de cartas y que Carlo no servía como compañero.
—Tengo la intención de invitarla. Como es natural, no podía pensar en hacerlo antes de decírselo a usted, la hija del párroco. No olvido que mi padre estuvo al servicio del suyo, puede creerme.
—Supongo que también asistirá la señora Forrester.
—Por supuesto. En realidad, había pensado ir a invitarla antes que a la señorita Pole, aunque sus circunstancias han cambiado: ella nació en Tyrrell, y no hay que olvidar su parentesco adquirido con los Bigges, de Bigelow Hall.
A la señorita Matty la preocupaba más el pequeño detalle de que era una jugadora de cartas excelente.
—La señora Fitz-Adam también, supongo.
—No, señora. Tengo que poner el límite en alguna parte. Creo que a la señora Jamieson no le gustaría coincidir con la señora Fitz-Adam. Siento el mayor respeto por ella, pero me cuesta imaginar que su compañía sea apta para unas damas como la señora Jamieson y la señorita Matilda Jenkyns.
La señorita Betty Barker hizo una profunda reverencia a la señorita Matty y frunció la boca. Muy digna, me miró de soslayo como queriendo decir que aunque fuera una sombrerera retirada, no era demócrata y aceptaba la diferencia de clases.
—Señorita Matilda, permítame rogarle que acuda a mi humilde morada a las seis y media, si es posible. La señora Jamieson cena a las cinco, pero ha tenido la gentileza de prometerme que no demoraría su visita más allá de esa hora: las seis y media.
Y con una complicada reverencia, la señorita Betty Barker se despidió.
Mi espíritu profético pronosticó para aquella misma tarde una visita de la señorita Pole, que por lo general venía a visitar a la señorita Matilda después de cada acontecimiento, y también cuando había alguno a la vista, para comentarlo con ella.
—La señorita Betty me ha dicho que iba a hacer una selección y que las distinguidas serían muy pocas —dijo la señorita Pole, mientras ella y la señorita Matty cambiaban impresiones.
—Sí, eso mismo me ha dicho. Ni siquiera está invitada la señora Fitz-Adam.
La señora Fitz-Adam, viuda, era hermana del médico de Cranford, a quien ya he nombrado antes. Sus padres eran unos respetables granjeros conformes con su condición. Esa buena gente se llamaba Hoggins. El señor Hoggins era actualmente el médico de Cranford; su apellido nos disgustaba porque lo considerábamos ordinario, pero como decía la señorita Jenkyns, si se lo cambiase por el de Piggins no ganaría gran cosa[19]. Esperábamos descubrir algún parentesco entre él y aquella marquesa de Exeter llamada Molly Hoggins, pero el hombre, despreocupado de sus propios intereses, desconocía y negaba tajantemente tal parentesco, aunque, como decía nuestra dilecta señorita Jenkyns, tenía una hermana llamada Mary y había la tendencia de repetir los mismos nombres de pila en una familia.
Al poco tiempo de casarse la señorita Mary Hoggins con el señor Fitz-Adam, desapareció del entorno durante varios años. La esfera social de Cranford en la que se movía no tenía categoría suficiente para que nos preocupásemos por saber quién era el señor Fitz-Adam. Este murió y el Señor lo llamó a su lado sin que nosotras le dedicásemos ni tan sólo un pensamiento. Luego la señora Fitz-Adam reapareció en Cranford («audaz como un león», en palabras de la señorita Pole), como viuda acaudalada envuelta en un frufrú de seda negra, tan reciente la muerte de su marido que justificó el comentario de la señorita Jenkyns: «Una tela de bombasí habría demostrado una tristeza más profunda por su pérdida».
Recuerdo la asamblea de damas para decidir si la señora Fitz-Adam debía ser visitada por las ancianas habitantes de sangre azul de Cranford. Había alquilado una casa inmensa de construcción irregular que tenía fama de conferir una patente de nobleza a sus habitantes porque en otros tiempos, setenta u ochenta años antes, se había alojado en ella la hija soltera de un conde. No estoy segura de si también se creía que habitar en aquella casa confería un poder mental extraordinario, pues la hija del conde, lady Jane, tenía una hermana, lady Anne, que se casó con un general en tiempos de la guerra americana; el general había escrito un par de comedias que seguían interpretándose en los escenarios londinenses y cuyo anuncio nos llenaba de orgullo y de consideración hacia Drury Lane por rendir un cumplido tan hermoso a Cranford. A pesar de todo, cuando aún no estaba plenamente decidido si había que visitar a la señora Fitz-Adam, murió nuestra añorada señorita Jenkyns y con ella también nos abandonó el claro entendimiento de las estrictas reglas de las buenas maneras. Tal como observó la señorita Pole: «Puesto que en Cranford la mayoría de las mujeres de buena familia son solteronas o viudas sin hijos, si no tenemos un poco de manga ancha y somos menos selectas, poco a poco nos quedaremos sin sociedad».
La señora Forrester pertenecía al mismo bando de opinión.
Siempre había considerado que Fitz tenía algo de aristocrático; existía el apellido Fitz-Roy (estaba convencida de que algunos hijos del rey se habían llamado Fitz-Roy); y ahora estaban los Fitz-Clarence, hijos del buen rey Guillermo IV. ¡Fitz-Adam! ¡Era un nombre muy hermoso y creía que su significado bien podía ser «Hijos de Adán»! Nadie por cuyas venas no corriese sangre azul se atrevería a llamarse Fitz. Un nombre podía representar muchas cosas: un primo suyo escribía su apellido con dos efes minúsculas: ffoulkes, y menospreciaba las mayúsculas por considerarlas propias de familias de reciente creación. Temía que su primo, al ser tan selectivo, muriese soltero. Cuando este conoció en un balneario a la señora ffarringdon, se enamoró de ella inmediatamente; era una mujer muy agraciada y elegante, viuda y con una gran fortuna. El primo, el señor ffoulkes, se casó con ella; y todo gracias a sus dos efes minúsculas.
No había ninguna probabilidad de que la señora Fitz-Adam conociera a un señor Fitz-cualquiercosa en Cranford, de modo que aquel no podía ser el motivo de establecerse allí. La señorita Matty opinaba que tal vez fuera la esperanza de ser admitida en la sociedad del lugar, lo cual ciertamente supondría un ascenso muy notable para la ci-devant[20] señorita Hoggins; y si tal era su aspiración, sería una crueldad decepcionarla.
Así pues, todas empezaron a visitar a la señora Fitz-Adam; todas excepto la señora Jamieson, que exteriorizaba su honorabilidad no mirando nunca a la señora Fitz-Adam cuando coincidían en alguna de las reuniones de Cranford. No solía haber más de ocho o diez damas en la sala, y la señora Fitz-Adam era la más alta de todas y siempre se levantaba cuando entraba la señora Jamieson y le hacía una profunda reverencia cada vez que esta se volvía en su dirección, tan profunda, efectivamente, que creo que la señora Jamieson había de mirar la pared que quedaba encima de ella, pues no se le movía ni un músculo de la cara, como si no la hubiera visto. Sin embargo, la señora Fitz-Adam perseveraba.
Las tardes de primavera empezaban a ser largas y luminosas cuando tres o cuatro damas con capota coincidieron ante la puerta de la señorita Barker. ¿Saben lo que es una capota? Es una prenda que se lleva encima de la gorra, semejante a la cubierta de las antiguas calesas; aunque a veces no es tan grande. Este tocado siempre ha causado una impresión terrible en los niños de Cranford, y aquella tarde dos o tres abandonaron sus juegos en la callejuela soleada y se apiñaron embobados en torno al grupo que formábamos la señorita Pole, la señorita Matty y yo. También nosotras estábamos calladas, de modo que pudimos oír con toda nitidez los susurros procedentes de la casa de la señorita Barker: «¡Espera un momento, Peggy! Dame tiempo a que suba a lavarme las manos. Cuando tosa, abre la puerta. No tardaré un minuto».
En efecto, no había transcurrido un minuto cuando se oyó un ruido, entre estornudo y graznido, y acto seguido se abrió la puerta. Tras ella había una sirvienta de ojos redondos, espantada por la honorable colección de capotas que entraba sin pronunciar una palabra. Recuperó la presencia de ánimo suficiente para conducirnos a una pequeña habitación, antaño parte de la tienda y ahora convertida en vestidor provisional. Allí nos quitamos los prendedores, nos sacudimos la ropa y ante el espejo nos arreglamos la cara para darle un aspecto fresco y agradable para la reunión; después, con una reverencia y un «Usted primero, señora», dejamos que la señora Forrester nos precediera por la estrecha escalera que conducía al salón de la señorita Barker. Allí estaba esta sentada, tan majestuosa y serena como si no hubiéramos oído aquella extraña tos que debió de dejarle la garganta ronca y dolorida. La señora Forrester, afectuosa y dulce, con sus ropas raídas, fue conducida inmediatamente al segundo puesto de honor, un sillón dispuesto en cierto modo como el del príncipe Alberto junto al de la reina, bueno pero no tan bueno. El sitio principal estaba reservado, por supuesto, a la honorable señora Jamieson, quien al poco rato subió jadeando las escaleras con Carlo correteando junto a sus pies como si quisiera hacerla tropezar. La señorita Betty Barker ofrecía el aspecto de una mujer satisfecha y feliz. Avivó la lumbre, cerró la puerta y se sentó lo más cerca posible de ella, casi en el canto de la silla. Cuando entró Peggy, tambaleándose por el peso de la bandeja del té, observé que la señorita Barker temía que la sirvienta no mantuviera las debidas distancias. Entre ellas mantenían un trato familiar en su relación cotidiana y Peggy deseaba hacerle unas pequeñas confidencias que la señorita Barker ardía en deseos de escuchar, pero debió reprimirse considerando que este era su deber como dama. Por eso hizo caso omiso a las señas e indicaciones de Peggy, aunque un par de veces respondió con una incongruencia a lo que se decía; finalmente tuvo una brillante idea y exclamó: «¡Pobrecito Carlo! Te tengo abandonado. Baja conmigo, pobre perrito, que te daré la merienda».
Regresó a los pocos minutos, serena y afable como antes, aunque tuve la sensación de que se había olvidado de dar de comer al «pobre perrito», a juzgar por la avidez con que este engullía los pedazos de tarta abandonados. La bandeja del té estaba rebosante y daba gloria mirarla, tanta hambre tenía yo, pero temía que las damas que se encontraban presentes tomasen por vulgaridad tal abundancia. Sabía que en sus casas lo habrían considerado así. Sea como sea, la pila desapareció enseguida. Me sorprendió ver a la señora Jamieson comiendo tarta de carvi lenta y ceremoniosamente, como lo hacía todo, porque en la última reunión celebrada en su casa nos había dicho que ella nunca la tenía en casa porque le recordaba demasiado al jabón de olor; siempre nos ofrecía bizcochos. No obstante se mostró indulgente con el desconocimiento de las costumbres sociales de la señorita Barker y para no herir sus sentimientos se comió tres pedazos de tarta con una expresión plácida y rumiadora no muy distinta de la de una vaca.
Después del té hubo unos momentos de duda y confusión. Éramos seis: cuatro podían jugar al preference y las otras dos al cribbage. Pero todas menos yo (que más bien temía a las damas de Cranford cuando jugaban a los naipes, porque era el asunto al que se dedicaban con mayor empeño y seriedad) estaban ansiosas por formar parte del grupo. Incluso la señorita Barker, aunque confesaba no distinguir una espadilla de una manilla, anhelaba claramente echar una partida. El dilema se resolvió inmediatamente gracias a un singular ruido. Si alguna vez pudo suponerse que la nuera de un barón roncase, entonces diría que la señora Jamieson lo hacía; vencida por el calor de la sala y tendente por naturaleza a echar cabezadas, no había resistido la tentación de aquel sillón tan cómodo y cayó en un sueño profundo. Un par de veces abrió los ojos con gran esfuerzo e inconscientemente nos dirigió una tranquila sonrisa; pero poco a poco, su buena voluntad fue inferior a tal fuerza y se quedó profundamente dormida.
—Para mí es muy grato —susurró la señorita Barker a sus tres oponentes de la mesa de juego, a las cuales, no obstante su ignorancia del juego, estaba «apaleando» sin misericordia—, muy, muy grato, ver que la señora Jamieson se siente tan cómoda en mi humilde morada; no podía hacerme mejor cumplido.
La señorita Barker me proporcionó cierta lectura en forma de tres o cuatro cuadernos de moda de hacía diez o doce años, bellamente encuadernados, y mientras ponía a mi disposición una mesita y una vela comentó que sabía que a la gente joven le gustaban las ilustraciones. Carlo, tendido junto a los pies de su dueña, roncaba y se sobresaltaba. También él se sentía como en casa.
La mesa de juego era un animado espectáculo digno de observarse; cuatro cabezas de dama, con gorritas cimbreantes que casi topaban en el centro de la mesa, en su ansia de parloteo apresurado y bullicioso; y cada tanto la señorita Barker que decía: «Chist, señoras, por favor. ¡Silencio! La señora Jamieson está dormida».
Era muy difícil encauzar la partida entre la sordera de la señora Forrester y la somnolencia de la señora Jamieson, pero la señorita Barker desempeñaba bien esta ardua tarea. Repetía el cuchicheo a la señora Forrester con grandes muecas para darle a entender lo que decía con el movimiento de los labios, y después nos sonreía amablemente mientras murmuraba para sí: «Es muy grato, la verdad; quisiera que mi pobre hermana hubiese vivido para ver este gran día».
En aquel momento se abrió la puerta de par en par; Carlo se levantó de un salto profiriendo un agudo ladrido y la señora Jamieson se despertó; o tal vez no estaba dormida, como se apresuró a decir: la habitación estaba tan iluminada que le había complacido cerrar los ojos, pero seguía con gran interés nuestra conversación agradable y amena. Peggy entró de nuevo, sonrojada de orgullo. ¡Otra bandeja!
«¡Oh, nobleza! —pensé—, ¿podrás sobrellevar este último golpe?». La señorita Barker había mandado traer (no, estoy segura de que ella misma lo había preparado, aunque exclamó: «Caramba, Peggy, ¿qué nos traes ahora?», fingiéndose agradablemente sorprendida ante tan inesperado deleite) toda clase de cosas buenas para cenar: ostras gratinadas, langostas en conserva, jalea, un plato llamado «pequeños Cupidos» (muy apreciado por las señoras de Cranford, aunque demasiado caro para ser servido en cenas no oficiales o muy solemnes, y que de no haber sabido su auténtico nombre, tan clásico y refinado, habría definido como «almendrados empapados en brandy»). En una palabra, íbamos a ser festejadas con los manjares más exquisitos; creímos mejor someternos educadamente, aun a costa de nuestros hábitos de nobleza, según los cuales no solíamos cenar, aunque como la mayoría de personas frugales, hacíamos gala de un buen apetito en las ocasiones especiales.
Me atrevería a decir que la señorita Barker, en su antigua esfera social, había trabado conocimiento con el brebaje denominado aguardiente de cereza. Ninguna de nosotras había visto jamás tal cosa y casi retrocedimos cuando nos lo ofreció: «Sólo un poquito, una copita, señoras, después de las ostras y la langosta. Ya saben lo que dicen, que a veces los crustáceos no son muy saludables». Todas negamos con la cabeza como mandarines, pero finalmente la señora Jamieson se dejó convencer y las demás seguimos su ejemplo. El sabor no era del todo desagradable, pero era tan extraordinariamente fuerte que nos vimos obligadas a toser de un modo terrible para demostrar nuestra falta de costumbre, y nuestra tos resultó casi tan extraña como la que dirigió la señorita Barker a Peggy para que nos permitiese la entrada.
—¡Qué fuerte! —exclamó la señorita Pole al dejar el vaso vacío sobre la mesa—. Diría que lleva alcohol.
—Sólo una gotita, lo necesario para que se conserve —explicó la señorita Barker—. Ya saben que solemos cubrir las conservas con papel empapado de aguardiente. A veces estoy un poco achispada después de comer tarta de ciruelas.
Dudo que la tarta de ciruelas desatara tanto la lengua de la señora Jamieson como aquel aguardiente de ciruelas, pero nos habló de un próximo acontecimiento sobre el cual hasta entonces había mantenido un silencio absoluto.
—Mi cuñada, lady Glenmire, vendrá a vivir conmigo.
—¿De veras? —exclamamos a coro. Luego se hizo una pausa. Cada una de nosotras repasaba mentalmente si su guardarropa era idóneo para presentarse ante la viuda de un barón, pues en Cranford la llegada de una visita a casa de una de nuestras amigas suponía la celebración de una serie de festejos. En aquella ocasión nos sentíamos muy ilusionadas. Al poco rato anunciaron la llegada de las criadas con los faroles. La señora Jamieson tenía la litera, que a duras penas habían logrado embutir en el estrecho zaguán de la señorita Barker y que literalmente «obstaculizaba el paso»[21]. Se requirió una diestra maniobra por parte de los viejos silleteros (zapateros de día que cuando se los reclamaba para llevar la litera se vestían con una anticuada librea, una larga casaca con esclavinas contemporánea de la litera y parecida a la indumentaria de los cuadros de Hogarth) para inclinarla, retroceder, intentarlo de nuevo y finalmente lograr sacar la carga y dejarla ante la puerta de entrada de la señorita Barker.
Después oímos su trotecito ligero por la silenciosa callejuela mientras nos poníamos las capotas y nos sujetábamos los abrigos con los prendedores. La señorita Barker revoloteaba a nuestro alrededor dispuesta a prestarnos una ayuda que habría sido mucho más solícita si no hubiera recordado su antigua ocupación y a la vez no hubiera deseado que nosotras la olvidáramos.