CAPÍTULO XI

SAMUEL BROWN

A la mañana siguiente encontré a lady Glenmire y a la señorita Pole cuando se disponían a dar un largo paseo en busca de una anciana, famosa en la vecindad por su habilidad en tejer medias de lana. La señorita Pole, con una sonrisa amable y despectiva a la vez, me dijo: «Le estaba contando a lady Glenmire el terror que siente por las apariciones nuestra buena amiga, la señora Forrester. Esto le viene de vivir sola tantos años y de escuchar las historias de duendes de su criada Jenny». Se la veía tan tranquila y distanciada de temores supersticiosos que me avergonzó confesar la alegría que me había causado la noche anterior su sugerencia de ir por Headingley Causeway y cambié de tema de conversación.

Por la tarde, la señorita Pole fue a visitar a la señorita Matty para narrarle la andanza, la auténtica aventura que habían vivido en su paseo matinal. Desorientadas sobre el camino exacto que debían seguir a campo traviesa para dar con la anciana tejedora, se detuvieron en una pequeña posada que había al borde del camino que llevaba a Londres, a unas tres millas de Cranford. La posadera las invitó a sentarse a descansar mientras iba en busca de su marido, que podría dirigirlas mejor que ella. Mientras aguardaban en la sala de suelo pulido, entró una niña. Creyendo que era una familiar de la patrona, empezaron a charlar con ella, pero al volver la señora Roberts, les comentó que la pequeña era la hija única de un matrimonio alojado en la posada y acto seguido les relató una larga historia de la que lady Glenmire y la señorita Pole apenas pudieron sacar en limpio algunos datos decisivos. Unas seis semanas antes, un carruaje ligero montado sobre ballestas en el que viajaban dos hombres, una mujer y la niña había volcado delante mismo de su puerta. Uno de los hombres había resultado gravemente lesionado: sin fractura de huesos, sólo la «sacudida», como decía la patrona; sin embargo, debió de sufrir alguna herida interna grave, porque desde entonces había ido languideciendo y seguía en su casa, atendido por su mujer, la madre de la niña. La señorita Pole preguntó quién era y qué aspecto tenía. La señora Roberts respondió que no parecía un caballero, aunque tampoco una persona común; si no fuera porque tanto él como su esposa eran gente tan decente y tranquila, casi habría pensado que se trataba de un charlatán de feria o algo por el estilo, porque en el carricoche llevaban una gran arca llena de quién sabe qué. Ella misma los había ayudado a desempaquetar las cosas y a sacar la ropa interior y la de vestir cuando el otro hombre (su hermano gemelo, según creía) se había marchado con el caballo y el carruaje. En aquel punto, la señorita Pole empezó a sospechar y expresó su extrañeza por la desaparición del baúl, el carruaje, el caballo y todo lo demás. A la buena de la señora Roberts la indignó bastante la insinuación de la señorita Pole; en realidad, según puntualizó esta más tarde, se encolerizó tanto como si la hubieran llamado estafadora a ella. Consideró que la mejor manera de convencer a las damas era rogarles que fuesen a ver a la esposa, y, como dijo la señorita Pole, no se podía dudar del rostro sincero de la tez ajada y morena de aquella mujer, tan débil que a la primera palabra afectuosa de lady Glenmire estalló en un llanto incontenible, hasta que unas palabras de la patrona le hicieron reprimir los sollozos y testimoniar la generosidad cristiana del matrimonio Roberts. Los sentimientos de la señorita Pole dieron un giro y creyó la triste historia con la misma vehemencia con la que antes había mostrado su escepticismo, como lo prueba el hecho de que su energía a favor de la pobre víctima siguiera inmutable al descubrir que él era, nada más y nada menos, que nuestro signor Brunoni, a quien todo Cranford había atribuido toda clase de maldades durante las últimas seis semanas. ¡Sí! Su esposa nos dijo que su verdadero nombre era Samuel Brown —Sam, le llamaba ella—, pero nosotras decidimos llamarle el «signor» porque sonaba mucho mejor.

El resultado de la conversación con la signora Brunoni fue el acuerdo de que recibiera asistencia médica y la promesa de lady Glenmire de correr con todos los gastos ocasionados, por lo cual fue a ver al señor Hoggins y le rogó que aquella misma tarde fuera al Rising Sun para examinar el estado de salud del signor, y, como dijo la señorita Pole, si era preferible trasladarlo a Cranford para que el señor Hoggins pudiera controlarlo más de cerca, ella misma se ocuparía de buscarles alojamiento y de pagar el alquiler. La señora Roberts había sido extremadamente bondadosa durante aquel periodo, pero era evidente que la larga estancia del matrimonio le había ocasionado algunas molestias.

Cuando la señorita Pole se fue, la señorita Matty y yo estábamos tan arrobadas por la aventura matutina como ella misma. Pasamos la tarde entera hablando de lo mismo y dándole todas las vueltas posibles, y finalmente nos acostamos deseando que llegase pronto la mañana para que alguien nos informara del dictamen y las recomendaciones del señor Hoggins; porque como observó la señorita Matty, aunque el doctor dijera «¡Va la sota!» y «pref.» en vez de «preference», ella consideraba que era un hombre muy respetable y un médico muy inteligente. A decir verdad, estábamos muy orgullosas de tener un médico como él en Cranford y a menudo, cuando oíamos que la reina Adelaida o el duque de Wellington estaban enfermos, deseábamos que mandaran llamar al señor Hoggins. Aunque pensándolo mejor, nos alegrábamos de que no fuera así, porque si enfermásemos, ¿qué haríamos si al señor Hoggins lo hubieran nombrado médico de cabecera de la familia real? Como galeno nos sentíamos orgullosas de él, pero como hombre… mejor dicho, como caballero… no podíamos por menos que mover la cabeza con reprobación al oírle nombrar, deseando que hubiese leído las cartas de lord Chesterfield en aquellos momentos en que sus buenas maneras dejaban mucho que desear. En el caso del signor, no obstante, todas considerábamos su dictamen como infalible, y cuando anunció que con solicitud y cuidados probablemente se repondría, dejamos de preocuparnos por él. Sin embargo, aunque no había nada que temer, todas nos volcábamos como si hubiera un motivo para tal ansiedad, como era el caso antes de que el doctor Hoggins se hiciera cargo de él. La señorita Pole le buscó un alojamiento limpio y cómodo, si bien modesto; la señorita Matty le envió la litera, y antes de que saliera de Cranford, Martha y yo la aireamos bien, pusimos en su interior un calentador de cama lleno de ascuas, cerramos bien las ventanillas aunque se llenara de humo y así la llevaron hasta el Rising Sun. Lady Glenmire se hizo cargo del apartado farmacia bajo las directrices del doctor Hoggins, y con tal desenfado rebuscó entre frascos de medicinas, cucharas y mesillas de noche de la señora Jamieson, que la señorita Matty temía lo que aquella y el señor Mulliner dirían si se enteraban. Para que pudiera refrescarse al llegar a su alojamiento, la señora Forrester preparó un poco de su famoso budín de gelatina, que era la mejor muestra de afecto que esta podía ofrecer. Una vez la señorita Pole le pidió la receta y recibió una negativa tajante: no podía dársela a nadie mientras estuviera con vida, y a su muerte la dejaba en testamento a la señorita Matty, como descubrirían sus albaceas. Lo que la señorita Matty, o la señorita Matilda Jenkyns, como la llamaba la señora Forrester (recordando la cláusula del testamento y la solemnidad de la ocasión), decidiera hacer con la receta cuando obrase en su poder, hacerla pública o conservarla como un valor hereditario, ella ni lo sabía ni lo impondría. Y un molde de aquel budín de gelatina admirable, digestivo y excepcional fue enviado por la señora Forrester a nuestro pobre mago enfermo. ¿Quién dijo que la aristocracia es orgullosa? Una dama nacida con el apellido Tyrrell, descendiente del gran sir Walter, que disparó una flecha contra el rey Rufus, por cuyas venas corría la sangre del que asesinó a los infantes en la Torre de Londres, ¡yendo cada día a investigar qué suculentos platos podía preparar para Samuel Brown, un charlatán de feria! No se puede negar que era maravilloso ver los buenos sentimientos que aquel buen hombre despertaba en nosotras, y no menos sorprendente que el pánico que se había apoderado de Cranford, originado por su primera aparición vestido de turco, se desvaneciera en el aire con esta segunda visita, lívido y débil, con los ojos tristes y empañados que sólo se iluminaban levemente cuando se fijaban en el semblante de su fiel esposa, o en el de su pálida y afligida hija. Sea como fuere, todas olvidamos nuestros temores. Diría incluso que la constatación de que a aquel hombre, que con su destreza inaudita había despertado nuestra admiración por lo maravilloso, le fallaba una habilidad tan cotidiana como guiar un caballo asustadizo, nos hacía sentir que éramos nosotras mismas otra vez. La señorita Pole se presentaba con su canastilla a cualquier hora de la tarde, como si su casa solitaria y el camino transitado por el cual se llegaba a ella jamás hubieran estado infestados por la «banda asesina»; la señora Forrester afirmaba que ni Jenny ni ella pensaban en la mujer sin cabeza que lloraba y gemía en Darkness Lane porque tales seres jamás habían tenido poder para hacer daño a los que buenamente hacían lo que estaba en su mano; Jenny asentía temblorosa, pero la teoría de su ama influyó poco en la conducta de la sirvienta, que llegó a coserle dos tiras de franela roja en forma de cruz en la ropa interior.

Encontré a la señorita Matty forrando su pelota de un penique —la que solía hacer rodar debajo de la cama— con tiras de estambre de colores simulando un arco iris.

—Se me parte el corazón cuando veo a esta criatura apesadumbrada —dijo—. Su padre es un ilusionista y sin embargo parece que no haya tenido un juguete en su vida. Cuando era joven hacía unas pelotas muy bonitas y se me ha ocurrido que tal vez podía adornar esta y llevársela a Phoebe por la tarde. Creo que «la banda» ha debido de abandonar la ciudad, porque ya nadie habla de sus robos violentos.

Estábamos todas demasiado preocupadas por la precaria salud del signor para hablar de robos y fantasmas. Lady Glenmire confesó que nunca había oído hablar de ningún robo verdadero, salvo los dos chiquillos que habían hurtado unas manzanas del huerto del granjero Benson y unos huevos que habían desaparecido de la parada de la viuda de Hayward un día de mercado; sin embargo, era esperar demasiado que reconociéramos que dos sucesos tan nimios eran la base de nuestro pánico. Al oír el comentario de lady Glenmire, la señorita Pole se irguió y dijo que «desearía poder estar de acuerdo con ella y admitir que nuestra alarma se había basado en tan insignificante razón, pero con el recuerdo del hombre disfrazado de mujer que había intentado entrar en su casa mientras sus cómplices esperaban fuera, con el conocimiento proporcionado por la propia lady Glenmire de las pisadas en los macizos de flores de la señora Jamieson, ante el hecho del audaz robo cometido en la persona del señor Hoggins en la misma puerta de su casa…». Lady Glenmire la interrumpió con expresión dubitativa de si esta última historia no era más que una fábula urdida a partir del hurto de un gato. Se ruborizó tanto al decir esto que no me sorprendió que la señorita Pole torciera el gesto y, de no haber sido lady Glenmire una «su señoría», sin duda habríamos oído una oposición más enérgica que aquellas «Sí, claro» y otras exclamaciones fragmentarias que fueron las únicas que se aventuró a decir en presencia de milady. Cuando se fue, sin embargo, la señorita Pole comenzó a felicitarse largamente de que ella y la señorita Matty hubieran logrado librarse del matrimonio, pues había observado que la gente se volvía crédula en grado sumo; en realidad, que una mujer no fuera capaz de eludir el matrimonio ya demostraba que era crédula por naturaleza; y respecto al comentario de lady Glenmire acerca del robo sufrido por el señor Hoggins, ahí teníamos una muestra de lo que era la gente cuando cedía a semejante debilidad. Era evidente que lady Glenmire podía tragarse cualquier cosa desde el momento en que se creía aquella historia absurda del pescuezo de añojo robado por el gato que el señor Hoggins había tratado de hacer creer a la señorita Pole; por suerte, ella estaba siempre alerta y ponía en tela de juicio las palabras de los hombres. Nos mostramos agradecidas, tal como quería la señorita Pole, por no habernos casado; pero diría que por lo menos dos de nosotras estábamos más contentas aún porque los ladrones se habían ido de Cranford. Por lo menos así me lo parece a juzgar por las consideraciones que aquella noche, sentadas junto a la lumbre, hizo la señorita Matty: un marido, sin ninguna duda, era un poderoso protector contra ladrones, salteadores y fantasmas; y añadió que le parecía aventurado prevenir constantemente a la juventud en contra del matrimonio como hacía siempre la señorita Pole; el matrimonio era un riesgo, qué duda cabía, según lo veía ahora que tenía cierta experiencia, pero recordaba muy bien la época en que deseaba casarse tanto como cualquier otra muchacha.

—No con una persona determinada, claro —se apresuró a puntualizar como si temiera haber admitido demasiado—. Sólo la vieja historia de siempre: las mujeres siempre dicen «Cuando me case» y los hombres «Si me caso…».

Era una broma expresada en un tono triste y dudo que ninguna de las dos sonriera, aunque no pude ver la expresión de la señorita Matty a causa del vacilante resplandor de las llamas. Tras una pausa, prosiguió:

—Aunque después de todo, no te he dicho toda la verdad. Ha transcurrido mucho tiempo y nadie sabe hasta qué punto llegué a pensar en ello, a menos, naturalmente, que mi madre lo adivinase; pero debo confesar que hubo un tiempo en que no me imaginaba que me iba a llamar Matty Jenkyns toda la vida; pues aunque hubiera conocido a alguien que deseara casarse conmigo (y, como dice la señorita Pole, una nunca puede sentirse totalmente a salvo), no habría podido aceptarle (espero que no se lo hubiera tomado demasiado a pecho); no habría podido aceptar a este ni a cualquier otro que no fuera la persona con quien en cierto momento creí que debía casarme. Ahora ya ha muerto, y nunca llegó a saber por qué le dije que no, cuando tantas y tantas veces había pensado… bien, qué importan ahora mis pensamientos de entonces. Dios dispone todas las cosas y yo soy feliz, es verdad. No hay nadie que tenga unas amigas tan cariñosas como yo —prosiguió mientras sostenía mi mano entre las suyas.

De no haber conocido al señor Holbrook, habría aprovechado aquella pausa para hacer preguntas; pero habiéndole conocido, no se me ocurrió ningún comentario espontáneo y permanecimos un rato en silencio.

—Una vez mi padre nos hizo llevar un diario de dos columnas —contó—. En una debíamos anotar por la mañana lo que creíamos que iba a ocurrirnos durante el día, y por la noche teníamos que escribir en la otra lo que había ocurrido en realidad. Para algunos, esta sería una triste manera de contar sus vidas. —Una lágrima cayó sobre mi mano cuando pronunció estas palabras—. No quiero decir que mi vida haya sido triste, pero sí muy distinta de lo que esperaba. Recuerdo ahora una tarde de invierno en que Deborah y yo estábamos sentadas junto a la chimenea del dormitorio de nuestra habitación. Lo veo como si fuera ayer. Planeábamos nuestras vidas futuras, aunque sólo habló ella. Me dijo que le gustaría casarse con un arcediano y redactarle sus sermones; como sabes, nunca se casó y, que yo sepa, en toda su vida no habló con ningún arcediano soltero. Yo jamás he sido ambiciosa, ni tampoco habría sido capaz de escribir sermones, pero me veía capaz de llevar una casa (mi madre solía decir que era su mano derecha); siempre me han gustado mucho los niños y aun las criaturas más tímidas extendían los bracitos para venirse conmigo. Cuando era una jovencita ocupaba la mitad de mi tiempo libre haciendo de niñera en las casas del vecindario, pero no sé cómo ocurrió que cuando me volví más triste y seria (eso me ocurrió uno o dos años después) los pequeños empezaron a apartarse de mi lado y me temo que perdí la fascinación que sentían por mí, aunque siguen gustándome tanto como antes y cuando veo a una madre con su hijito en brazos siento un extraño desasosiego en el corazón. Y no sólo es eso. —El súbito resplandor que desprendió un carbón encendido al caer me permitió ver que tenía los ojos anegados de lágrimas, fijos en la visión de lo que pudo haber sido—. ¿Sabes que a veces sueño que tengo una hija, siempre la misma, una niña de unos dos años que nunca crece, a pesar de los años que he soñado con ella? Creo que nunca la he oído emitir ni una palabra, ni un sonido; es callada y tranquila, pero acude a mí cuando está muy triste o muy contenta y a veces me despierto sintiendo sus bracitos rodeándome el cuello. Anoche, precisamente (acaso porque me acosté pensando en la pelota para Phoebe), se me apareció en sueños mi niña querida y me avanzó los labios para que la besara, tal como he visto que los niños de carne y hueso hacen con sus madres auténticas antes de acostarse. Espero que no te asusten los disparates que dice la señorita Pole en contra del matrimonio. Imagino que puede ser un estado muy grato, y un poco de credulidad ayuda a que la vida transcurra con placidez, y es preferible a estar dudando constantemente y viendo dificultades y molestias en todo.

Si hubiera tenido tendencia a amilanarme ante la idea del matrimonio, no sería por la opinión de la señorita Pole, sino viendo al pobre signor Brunoni y a su esposa. Y sin embargo era estimulante ver cómo en todas sus penas y aflicciones pensaban el uno en el otro sin preocuparse por sí mismos, y cuán grande era su alegría si podían compartirla entre ellos o con su hijita Phoebe.

Un día la signora me habló largamente de su vida anterior a aquel periodo. Todo empezó cuando le pregunté si era cierta la historia de la señorita Pole acerca de los hermanos gemelos; parecía una semejanza tan asombrosa que hubiera tenido mis dudas si la señorita Pole no hubiera sido soltera. No obstante, la signora, o la señora Brown (como supimos que prefería ser llamada), dijo que era cierta, que a su cuñado lo tomaban con frecuencia por su marido y que tal parecido era una gran ayuda para su profesión. «Aunque me cuesta comprender que la gente pueda confundir a Thomas con el auténtico signor Brunoni —prosiguió—, pero él dice que así es, de modo que no me queda más remedio que creerle. Lo que sí es cierto es que es un hombre muy bueno; no sé cómo nos las habríamos arreglado para pagar la cuenta del Rising Sun a no ser por el dinero que nos manda. La gente debe de ser muy poco entendida en arte si pueden confundirlo con mi esposo. Verá: en el juego de manos de la pelota, mi marido extiende los dedos y separa el meñique con gracia y desenvoltura; Thomas, en cambio, cierra totalmente la mano y dentro del puño podría esconder varias pelotas. Además, nunca ha estado en la India y desconoce la manera apropiada de ponerse el turbante».

—¿Han estado en la India? —inquirí perpleja.

—¡Sí! Muchos años. Sam era sargento del regimiento 31 y cuando este fue destinado a la India tuve la suerte de que me permitieran acompañarlo. Mi agradecimiento fue indecible, pues separarme de mi esposo se me antojaba una muerte lenta, aunque debo confesar que, si lo hubiera sabido, no sé si no hubiera preferido la muerte a todo lo que me ha ocurrido desde entonces. Tuve la oportunidad de consolar a Sam, es cierto, y de estar con él; pero he perdido seis hijos —confesó mirándome con los ojos extraños que sólo he advertido en las madres que han perdido a sus hijos, con una expresión salvaje, como buscando algo que nunca más podrán encontrar—. Sí, seis hijos muertos, como pequeños brotes quemados por una helada inoportuna, en aquella India cruel. Cada vez que se me moría uno, pensaba que nunca más podría (ni querría) volver a amar a un niño; pero cuando venía el siguiente, recibía no sólo el cariño que le debía a él, sino un amor mucho más profundo emanado del recuerdo de sus hermanitos muertos. Cuando esperaba a Phoebe, dije a mi marido: «Sam, cuando haya nacido el niño y yo me encuentre restablecida, te abandonaré; se me destrozará el corazón, pero si este también muere, me volveré loca; la locura ya se ha apoderado de mí ahora, pero si me permites ir andando hasta Calcuta con el niño en brazos, acaso logre erradicarla. Ahorraré, atesoraré, mendigaré y moriré para obtener un pasaje de vuelta a Inglaterra, donde nuestro hijo pueda vivir». Sam me dijo que podía marcharme, ¡Dios le bendiga! Empezó a ahorrar de su paga, y yo lavaba y hacía otras tareas para ganar unas monedas. Cuando nació Phoebe y me sentí fuerte de nuevo, partí. El camino era muy solitario; atravesaba bosques espesos, oscuros por los árboles corpulentos, bordeaba el río (me había criado a orillas del Avon, en Warwickshire, y el ruido de la corriente me hacía sentir como en casa); de un asentamiento militar a otro, de un pueblo indio al siguiente, seguí mi camino llevando a la niña. Yo había visto un cuadro que tenía la esposa de uno de los oficiales, pintado por un extranjero católico, que representaba a la Virgen y al pequeño Salvador. Lo sostenía en brazos, inclinada dulcemente hacia él, y sus mejillas se rozaban. Cuando fui a despedirme de aquella mujer, para quien había hecho de lavandera, se echó a llorar amargamente, pues también ella había perdido a sus hijos y ahora no tenía ninguno al que salvar, como tenía yo, y fui lo bastante audaz para pedirle que me diera la imagen. Se intensificó su llanto, diciendo que sus hijos estaban con aquel Niño Jesús bendito; me la dio y me explicó que, según había oído, la habían pintado en el fondo de un tonel, y de ahí su forma redondeada. Cuando tenía el cuerpo fatigado y el corazón enfermo (porque hubo días en que desconfiaba de poder llegar a mi patria, y a veces, al recordar a mi marido, y otra vez, cuando creí que la niña se moría), sacaba el cuadro y lo contemplaba, y hasta llegaba a pensar que la madre me hablaba para consolarme. Los nativos eran muy amables. No nos entendíamos, pero al verme con la niña en brazos me traían arroz y leche, y a veces flores; conservo aún alguna de aquellas flores secas. Luego, a la mañana siguiente, estaba tan cansada que insistían en que me quedase con ellos y me asustaban para impedir que me adentrase en los bosques espesos, que eran ciertamente extraños y oscuros; pero imaginaba que la muerte me seguía para arrebatarme a la niña, y que yo debía seguir adelante, siempre adelante. Pensaba que Dios se había ocupado de las madres desde la creación del mundo y que también cuidaría de mí. Así pues, me despedía de ellos y reanudaba el camino. Una vez que la niña estuvo enferma y las dos necesitábamos descanso, Él me guio hasta un lugar donde un inglés muy amable convivía con los nativos.

—¿Y finalmente llegó bien a Calcuta?

—Sí, sana y salva. Cuando supe que sólo me quedaban dos días de camino, no pude por menos, aunque no sé si se trataba de un acto de idolatría, que entrar con mi hija en uno de los templos nativos que había allí mismo y agradecer a Dios su infinita misericordia. Me pareció que donde antes otros habían rezado a su Dios, en su gozo o en su dolor, era de por sí un lugar sagrado. Me coloqué de sirvienta en casa de una señora inválida que conocí en el barco y que sentía un gran aprecio por mi hija. Dos años más tarde, Sam obtuvo la licencia y regresó a casa para reunirse conmigo y con mi hija. Tenía que ejercer un oficio pero no tenía ninguno. En otra época, un malabarista indio le había enseñado algunos juegos de manos, de modo que se metió a ilusionista y se le daba tan bien que se llevó a Thomas para que lo ayudase como sirviente, no como ilusionista, aunque ahora Thomas trabaja por su cuenta. El parecido entre los dos hermanos ha resultado de gran ayuda y ha hecho que salieran bien muchos trucos que ejecutaban juntos. Thomas es un buen hermano, pero no tiene el porte elegante de mi marido, y no comprendo cómo lo toman por el signor Brunoni cuando él dice que lo es.

—¡Pobrecita Phoebe! —exclamé mientras pensaba en aquella niña que había transportado andando centenares de millas.

—Bien puede decirlo. Aunque creí que no podría llegar a criarla cuando cayó enferma en Chunderabaddad; pero Aga Jenkyns, aquel hombre tan bondadoso, nos acogió en su casa y aquello la salvó.

—¡Jenkyns! —exclamé.

—Sí, Jenkyns. Se diría que todos los que así se llaman son buenas personas; como esta anciana tan amable que viene cada día y se lleva a Phoebe de paseo.

Por mi mente había cruzado una idea. ¿Podía ser Aga Jenkyns el desaparecido Peter? Es cierto que muchos afirmaban que había muerto, pero era igualmente verdad que otros aseguraban que había alcanzado la dignidad de Gran Lama del Tíbet. La señorita Matty creía que estaba vivo. Debía proseguir las pesquisas.