CAPÍTULO IV

VISITA A UN VIEJO SOLTERÓN

A los pocos días llegó una nota del señor Holbrook invitándonos (imparcialmente a las dos), con estilo formal y anticuado, a pasar un día en su casa, un largo día de junio, pues en ese mes estábamos entonces. Mencionaba que había invitado también a su prima, la señorita Pole, de modo que podíamos ir juntas en un calesín que nos llevaría hasta su casa.

Esperaba que la señorita Matty aceptara sin dudar la invitación, mas no fue así. A la señorita Pole y a mí nos costó lo indecible convencerla. Lo consideraba indecoroso y casi se enfadó porque no veíamos ninguna incorrección en el hecho de que visitase a un antiguo enamorado acompañada de otras dos señoras. Se presentó, sin embargo, una nueva dificultad aún más seria: opinaba que Deborah no habría aprobado la visita. Nos costó medio día de arduas conversaciones, pero al primer indicio de ablandamiento cogí la oportunidad al vuelo y escribí y envié una nota en su nombre fijando el día y la hora para que todo quedara decidido y acabado. Al día siguiente me pidió que la acompañara a la tienda y allí, tras muchas vacilaciones, nos decantamos por tres gorras y pedimos que nos las llevasen a casa para probárnoslas y elegir las más adecuadas para el jueves.

Durante el viaje a Woodley se mantuvo en un estado de callada agitación. Por supuesto que nunca había estado allí y aunque poco podía imaginar que yo conocía su historia percibí que se estremecía ante la idea de ver la casa que pudo ser la suya y en torno a la cual era probable que se agolparan muchos de sus sueños juveniles. El viaje era largo y el calesín traqueteaba por senderos empedrados. La señorita Matilda iba muy erguida en su asiento y a medida que nos acercábamos al fin de nuestro viaje miraba por las ventanillas con aire nostálgico. El paisaje ofrecía un aspecto tranquilo y bucólico. Woodley se erguía entre los campos y en el jardín de aire antiguo los rosales rozaban a los groselleros y las livianas esparragueras conformaban un magnífico fondo para clavelinas y alhelíes. No se podía llegar en coche hasta la puerta de la casa, de modo que nos apeamos junto a la pequeña cerca y fuimos caminando por un sendero bordeado de arbustos de boj.

—Mi primo podría haber hecho un camino, ¿no creen? —dijo la señorita Pole, que le temía al dolor de oídos y no se quitaba la gorra por nada.

—Yo lo encuentro precioso —replicó la señorita Matty con un leve tono quejumbroso, casi en un susurro, pues en aquel momento apareció en la puerta el señor Holbrook frotándose las manos con gran fervor hospitalario. Su aspecto era el más parecido al Quijote que haya yo visto nunca, aunque la similitud era sólo externa. A su lado esperaba recatadamente su respetable ama de llaves para darnos la bienvenida. Cuando acompañó a las damas de más edad a la habitación, pregunté si podía dar una vuelta por el jardín; el anciano caballero, sin duda complacido por mi petición, me llevó a dar un paseo por el lugar y me enseñó las veintiséis vacas, que respondían al nombre de las distintas letras del alfabeto. Mientras caminábamos me sorprendió repitiendo unas citas hermosas y apropiadas de poetas, desde Shakespeare y George Herbert hasta nuestros contemporáneos. Recitaba con tal naturalidad que parecía pensar en voz alta y sus palabras maravillosas y certeras eran la mejor expresión de lo que pensaba o sentía. Por cierto que a Byron le llamaba «mi lord Byrron», y pronunciaba el nombre de Goethe estrictamente según la pronunciación inglesa de las letras. En suma, jamás conocí a un hombre, ni antes ni después, que hubiera pasado una parte tan importante de la vida en un paraje apartado y tan poco grandioso como aquel sintiendo un deleite creciente por la belleza y el cambio diario y anual de las estaciones. Cuando regresamos a la casa, la comida ya estaba casi dispuesta en la cocina (supongo que es así como había que llamarla, pues aquello estaba lleno de armarios y aparadores de roble que rodeaban la chimenea y sólo una pequeña alfombra turca se extendía en el centro del suelo de losas). Aquella habitación se habría podido convertir fácilmente en un bonito comedor de roble oscuro con sólo quitar el horno y unos pocos accesorios de cocina que evidentemente no se usaban nunca, ya que la cocina de verdad estaba en otra parte. La estancia en la que se suponía que íbamos a aposentarnos era fea y estaba amueblada fríamente, pero aquella en la que al fin nos sentamos era la que el señor Holbrook denominaba la contaduría, estancia dominada por un gran escritorio junto a la puerta desde el cual entregaba la paga semanal a sus peones. El resto de la hermosa sala —sumida en las sombras danzantes de los árboles, pues daba al patio— estaba repleta de libros. Se amontonaban sobre el suelo, llenaban las paredes y cubrían la mesa. Sin duda se sentía avergonzado y a la vez orgulloso de su extravagancia en este aspecto. Los libros pertenecían a todos los géneros, aunque prevalecían la poesía y los cuentos fantásticos. Era evidente que los elegía de acuerdo con su gusto personal y no porque fueran obras clásicas o de reconocido prestigio.

—Los granjeros no deberíamos tener mucho tiempo para leer —se lamentó—. Sin embargo, confieso que no puedo evitarlo.

—¡Qué habitación tan bonita! —comentó la señorita Matty en voz baja.

—Sí, es un lugar maravilloso —exclamé yo en voz alta casi simultáneamente.

—Está bien si les gusta… —replicó él—; pero ¿quieren sentarse en esas tres magníficas sillas de cuero negro que hay en el rincón? Yo lo prefiero al mejor salón, pero me ha parecido que las señoras considerarían este último mejor dispuesto.

Acaso estuviese mejor dispuesto, pero como todos los lugares elegantes, no era en absoluto bonito, agradable ni acogedor; así pues, mientras almorzábamos, la sirvienta restregó y quitó el polvo a las sillas de la contaduría y allí pasamos el resto del día.

Antes de la carne nos sirvieron un budín y yo creí que el señor Holbrook iba a disculparse por sus costumbres anticuadas, ya que empezó:

—Tal vez les gusten los hábitos modernos.

—¡No, no! ¡En absoluto! —replicó la señorita Matty.

—Tampoco a mí —respondió él—. Mi ama de llaves me los habría impuesto, pero yo le conté que cuando era joven seguíamos estrictamente el precepto de mi padre: «Sin caldo, no hay budín; y sin budín, no hay carne». Así, la comida siempre empezaba con un caldo, al cual seguían las bolas de masa hervidas en el caldo con la carne, y luego la ternera. Si no nos tomábamos el caldo, no nos servían el budín, que nos gustaba muchísimo más; finalmente llegaba la carne y sólo la comían los que habían dado buena cuenta de los otros dos platos. Ahora la gente empieza por las cosas dulces y vuelven el orden de las comidas al revés.

Cuando nos sirvieron los patos con guisantes, las señoras cruzamos una mirada de consternación. El tenedor de mango negro no tenía más que dos dientes. Cierto que el acero brillaba como la plata, pero ¿cómo íbamos a hacerlo? La señorita Matty fue pinchando los guisantes uno a uno con el diente del tenedor, igual que Aminé cuando cogía los granos de arroz antes del festín con el demonio[9]. La señorita Pole suspiraba pensando en los finos y tiernos guisantes de su jardín a la vez que los dejaba intactos a un lado del plato, pues se habrían escurrido entre los dientes del tenedor. Miré a mi anfitrión: las legumbres entraban a paletadas en la boca amplia, ayudadas por el gran cuchillo de punta redonda. ¡Vi, imité y sobreviví! Mis amigas, a despecho del precedente sentado, no lograron armarse del valor suficiente para comportarse con tan poca elegancia y si el señor Holbrook no hubiera disfrutado de tan inmenso apetito, probablemente habría visto que los guisantes volvían a la cocina prácticamente intactos.

Después de comer trajeron una pipa de arcilla y una escupidera; el anfitrión nos invitó a pasar a otra sala, donde más tarde se reuniría con nosotras, por si nos molestaba el humo del tabaco; antes, sin embargo, ofreció la pipa a la señorita Matty y le pidió que llenara la cazoleta de tabaco. En su juventud, aquello era un cumplido para una dama, pero resultaba inapropiado proponer tal honor a la señorita Matty, educada por su hermana en el más absoluto aborrecimiento por toda clase de fumadores. Mas si fue un impacto para su refinamiento, ser elegida también supuso una gratificación para sus sentimientos, por lo cual cogió el fuerte tabaco y rellenó la pipa con delicadeza. Acto seguido, abandonamos la sala.

—Es muy agradable almorzar con un soltero —susurró la señorita Matty, mientras nos instalábamos en la contaduría—. Espero que no sea incorrecto, eso sí. ¡Tantas cosas agradables lo son!

—¡Qué cantidad de libros! —exclamó la señorita Pole paseando la mirada por la habitación—. ¡Y qué polvorientos!

—Es como una de las habitaciones del gran doctor Johnson, si no me equivoco —dijo la señorita Matty—. Qué hombre tan notable debe de ser su primo.

—Sí —asintió la señorita Pole—, es un gran lector, pero me temo que viviendo solo ha adquirido unas costumbres muy toscas.

—Me parece un juicio muy rígido. Yo más bien diría que es un excéntrico. Las personas muy inteligentes siempre lo son —replicó la señorita Matty.

Cuando el señor Holbrook se reunió con ellas, propuso un paseo por los campos, pero las dos ancianas temían la humedad y el polvo y sólo llevaban unas capotas inapropiadas para cubrirse las gorras; así que declinaron la invitación y yo volví a ser su acompañante en el paseo que, según dijo, debía hacer para controlar a sus peones. Daba grandes zancadas, no sé si porque había olvidado por completo mi existencia o porque disfrutaba en silencio de su pipa, aunque la calma no era absoluta. Andaba encorvado, con las manos enlazadas a la espalda. Cada vez que un árbol, una nube o un retazo de pasto de las distantes tierras altas le conmovía, recitaba una poesía para sí con voz grave y sonora y el énfasis exacto que dan la apreciación y el sentimiento verdadero. Llegamos a un cedro centenario que se erguía a un lado de la casa.

«El cedro extiende sus capas de sombra verde oscura».

—Magnífico término: «¡Capas!». ¡Qué hombre tan extraordinario!

No sabía si hablaba conmigo o no, pero expresé un «maravilloso» de aprobación, aunque no sabía nada de ello, porque estaba cansada de que me olvidasen y también de permanecer callada.

Se volvió bruscamente.

—«Maravilloso», muy bien dicho. Cuando leí la reseña de sus poemas en la revista Blackwood, me puse en camino en menos de una hora, anduve siete millas hasta llegar a Misselton (los caballos no estaban disponibles) y encargué el libro[10]. Vamos a ver, ¿de qué color son los brotes del fresno en marzo?

«¿Se estará volviendo loco? —pensé—. ¡Cómo se parece a don Quijote!».

—Insisto, ¿de qué color son? —repitió con vehemencia.

—La verdad es que no lo sé, señor —me hizo responder la mansedumbre de mi ignorancia.

—Sabía que lo ignoraba. Yo tampoco lo sabía, estúpido de mí, hasta que vino este joven y me lo dijo. «Negro como los brotes de fresno en marzo». He vivido toda la vida en el campo, y para mí es una vergüenza aún mayor no saberlo. Negros, señora mía. Son negros como el azabache.

Y prosiguió su camino balanceándose al compás de alguna música que retenía en la memoria. Cuando regresamos, su único interés era leernos los poemas de los que había hablado. La señorita Pole le animó en su propósito porque, según creo, deseaba que yo escuchase su magnífica dicción que tanto nos había elogiado, aunque más tarde dijo que era porque se hallaba en un momento delicado de su labor de ganchillo y necesitaba contar los puntos sin tener que hablar. A la señorita Matty le habría parecido bien cualquier cosa que él hubiera propuesto, aunque se quedó profundamente dormida a los cinco minutos de empezar él la lectura de un largo poema titulado «Locksley Hall» y echó una cómoda siesta hasta el final sin ser observada; cuando el silencio de la voz la despertó, consciente de que se esperaba un comentario suyo y de que la señorita Pole estaba contando, exclamó: «¡Qué libro más bonito!».

—¿Bonito, señora? ¡Es hermoso! Bonito no es nada.

—Sí, claro. Quería decir hermoso —dijo ella agitada por la desaprobación de su calificativo—. Se parece a un magnífico poema del doctor Johnson que mi hermana solía leer; ahora no recuerdo su nombre. ¿Cómo era, querida? —preguntó volviéndose a mí.

—No sé a cuál se refiere, señora. ¿De qué trataba?

—No recuerdo de qué trataba y he olvidado por completo el título, pero lo escribió el doctor Johnson, era muy hermoso y se parecía mucho al que acaba de leer el señor Holbrook.

—No lo recuerdo —dijo él reflexionando—. Pero no conozco bien los poemas del doctor Johnson. Tendré que leerlos.

Al subir al calesín, ya de vuelta, oí decir al señor Holbrook que pronto visitaría a las damas para saber si habían llegado bien a sus casas; tales palabras provocaron en la señorita Matty un evidente sentimiento momentáneo de halago y complacencia; pero cuando la vieja casa quedó oculta entre los árboles, sus sentimientos hacia el propietario de la misma fueron gradualmente absorbidos por la duda angustiada de si Martha habría faltado a su palabra y habría aprovechado la ausencia de su ama para traer a un «pretendiente». Cuando la criada salió a ayudarnos tenía un aspecto compuesto de buena y formal; siempre se mostraba muy atenta con la señorita Matty y aquella noche empleó una frase desafortunada:

—¡Ay, señora, señora! ¡Pensar que está fuera de casa a estas horas y con un chal tan fino! ¡Si es casi una muselina! A su edad, señora, debería tener más cuidado.

—¡A mi edad! —exclamó airada la señorita Matty; ella, que solía ser tan amable—. ¡A mi edad! ¿Cuántos años crees que tengo, para hablar de mi edad?

—Verá, yo diría que no le faltan muchos para los sesenta, pero a veces la gente aparenta más años de los que tiene. De todas maneras, no lo he dicho con mala intención.

—Tienes que saber, Martha, que aún no he cumplido los cincuenta y dos —replicó la señorita Matty con grave énfasis. Probablemente aquel día el recuerdo de su juventud se le había aparecido con suma nitidez y le molestaba descubrir que la época dorada pertenecía a un pasado tan lejano.

Jamás me habló de su antigua relación con el señor Holbrook. Acaso encontró tan escasa simpatía por su primer amor que lo encerró con llave en su corazón; sólo mediante cierta vigilancia, que apenas pude evitar tras las confidencias de la señorita Pole, comprendí hasta qué punto había sido leal su corazón en el dolor y el silencio.

Me dio buenas razones para ponerse a diario su mejor gorra y sentarse junto a la ventana, a pesar del reuma, para observar la calle sin ser vista.

Finalmente vino. Sentado con las palmas sobre las rodillas, que mantenía separadas, la cabeza inclinada y silbando, escuchaba las respuestas que le dábamos acerca de nuestro feliz regreso. De pronto se levantó de un salto.

—Bien, señoras, ¿desean algún encargo de París? Voy a ir dentro de una o dos semanas.

—¡A París! —exclamamos a dúo.

—Sí, señoras. Jamás he estado y siempre he deseado ir allí; y se me ocurre que si no voy pronto, tal vez no lo haga nunca. De modo que partiré en cuanto esté recogido el heno y antes de la cosecha.

Quedamos tan atónitas que no pudimos pensar en ningún encargo. Cuando estaba a punto de abandonar la sala, se dio la vuelta profiriendo su exclamación favorita:

—¡Que Dios me perdone! A punto he estado de olvidar la mitad de mi misión. Aquí están los poemas que tanto admiró la otra tarde en mi casa. —Extrajo un paquete del bolsillo de la casaca—. Adiós, señorita —dijo—. Adiós, Matty, cuídese.

Y se marchó. No obstante, le había dado un libro y la había llamado Matty, igual que treinta años atrás.

—Desearía que no se fuese a París —dijo la señorita Matilda con ansiedad—. No creo que las ranas le sienten bien; antes debía tener mucho cuidado con la comida, cosa extraña en un joven de aspecto tan robusto.

Partí poco después, no sin antes ordenar a Martha que cuidase de su ama y que me mandara avisar enseguida si creía que la señorita Matilda no estaba bien, en cuyo caso iría gustosamente a pasar unos días con mi antigua amiga sin hacerla partícipe de la información proporcionada por Martha.

En consecuencia, periódicamente me llegaban un par de líneas de Martha. En noviembre me envió una nota diciendo que su ama estaba «muy decaída y sin apetito alguno». La noticia me causó tal ansiedad que empaqueté mis cosas y partí, aunque Martha no reclamaba mi presencia explícitamente.

Se me dispensó una calurosa bienvenida a pesar del leve trastorno causado por mi inesperada visita, pues apenas la había anunciado un día antes. La señorita Matilda parecía muy enferma y me dispuse a consolarla y mimarla.

Bajé para tener una conversación a solas con Martha.

—¿Desde cuándo está la señora en este estado? —le pregunté junto a los fogones.

—Más de quince días, diría yo. Sí, fue un martes. Cayó en este estado de decaimiento tras la visita de la señorita Pole. Creí que estaba fatigada y que se sentiría mejor si dormía bien aquella noche, mas no fue así. Desde entonces no ha hecho más que empeorar. Por eso consideré mi deber escribirle, señora.

—Hiciste muy bien, Martha. Es un consuelo pensar que cuenta con una sirvienta tan fiel. ¿Te encuentras cómoda en esta casa?

—Pues… la señora es muy amable, hay mucha comida y bebida y no hay tanto trabajo que no se pueda hacer sin dificultad, pero… —Martha titubeó.

—Pero… ¿qué, Martha?

—La señora es muy estricta al no dejarme tener pretendientes; en la ciudad hay muchos jóvenes y más de uno se ha ofrecido a acompañarme; puede que nunca más vuelva a vivir en un lugar así y tengo la sensación de que me estoy perdiendo una oportunidad. Cualquiera de las muchachas que conozco habrían engañado a la señora, pero le di mi palabra y la cumplo. Aunque esta casa es ideal para que la señora no se enterase si viniera alguno, con una cocina tan grande y tantos rincones oscuros que podría esconder a cualquiera. El domingo por la noche los conté; confieso que me puse a llorar porque había tenido que dar con la puerta en las narices a Jem Hearn, un joven formal ideal para cualquier muchacha; pero le había dado mi palabra a la señora.

Martha estaba a punto de echarse a llorar otra vez y mal podía yo consolarla, pues sabía, por propia experiencia, el horror que las dos hermanas Jenkyns sentían por los «pretendientes»; y en el estado de nervios en que se encontraba la señorita Matty, no era probable que disminuyeran su aprensión.

Al día siguiente fui a ver a la señorita Pole y mi visita la cogió por sorpresa, pues llevaba dos días sin ver a la señorita Matilda.

—Voy a acompañarla a casa. Le prometí mantenerla informada de cómo estaba Thomas Holbrook; y lamento decir que su ama de llaves me ha mandado aviso de que no le queda mucho tiempo de vida. ¡Pobre Thomas! El viaje a París ha podido con él. El ama de llaves dice que apenas ha vuelto a sus campos desde su regreso; que se sienta en su contaduría con las manos sobre las rodillas, sin leer ni hacer nada, y sólo habla de que París es una ciudad maravillosa. Tendrá que responder París de la muerte de mi primo Thomas, porque otro hombre tan bueno como él jamás ha existido.

—¿Sabe la señorita Matilda que está enfermo? —pregunté, y caí en la cuenta del motivo de su indisposición.

—Por supuesto, querida. ¿No se lo ha dicho? Se lo comuniqué en cuanto tuve la primera noticia; de eso hará quince días, tal vez un poco más. ¡Qué extraño que no se lo haya comentado!

A mí no me parece raro, pensé. Pero no dije nada. Casi me sentía culpable por haber espiado con demasiada curiosidad en su corazón sensible y no tenía la menor intención de pregonar unos secretos que la señorita Matty creía ocultos para el resto del mundo. Acompañé a la señorita Pole al saloncito de la señorita Matilda y las dejé a solas. No me sorprendió que Martha se acercara a la puerta de mi dormitorio para comunicarme que comería sola, pues la señorita padecía una de sus terribles jaquecas. Bajó a la hora del té, aunque se notaba que le costaba un esfuerzo considerable; como queriendo compensar un sentimiento de rencor hacia su difunta hermana, la señorita Jenkyns, que la había perturbado toda la tarde y que ahora la hacía sentirse arrepentida, empezó a decirme cuán buena e inteligente era Deborah en su juventud, cómo solía decidir qué vestidos llevar a las fiestas (ideas vagas y fantasmagóricas de austeras reuniones, tan lejanas ya, cuando la señorita Matty y la señorita Pole eran jóvenes); que Deborah y su madre habían iniciado la sociedad benéfica en favor de los pobres y enseñaban a las muchachas nociones de cocina y costura; que en una ocasión Deborah había bailado con un lord; que solía visitar la inmensa casa solariega de sir Peter Arley, que albergaba treinta sirvientes, y había tratado de reformar el tranquilo establecimiento de la rectoría siguiendo el modelo de aquella; que había cuidado de la señorita Matty durante una larguísima enfermedad, de la que yo nunca había oído hablar pero que ahora situé mentalmente en la época inmediatamente posterior a su negativa ante la petición de mano del señor Holbrook. Así, hablando plácida y dulcemente de los viejos tiempos, transcurrió aquella larga noche de noviembre.

Al día siguiente, la señorita Pole nos comunicó el fallecimiento del señor Holbrook. La señorita Matty escuchó la noticia en silencio; por lo que habían dicho el día antes, era el desenlace que cabía esperar. La señorita Pole esperaba alguna muestra de pesar y nos invitaba insistentemente a expresar nuestro dolor.

—Qué triste que se haya ido, ¿no les parece? Cuando pienso en aquel agradable día de junio en que lo visitamos… ¡Tenía tan buen aspecto! Podría haber vivido doce años más de no haber ido a París, ciudad perversa donde siempre acontecen revoluciones.

Hizo una pausa para que diéramos rienda suelta a nuestros sentimientos. Vi que la señorita Matty no podía hablar y temblaba nerviosamente, de modo que expresé lo que sentía; la visita fue larga y tengo la certeza de que todo el tiempo la señorita Pole estuvo pensando que la señorita Matty encajaba la noticia con mucha calma; finalmente nuestra visitante se despidió.

La señorita Matty hizo un esfuerzo extraordinario para ocultar sus sentimientos incluso conmigo, pues nunca más volvió a aludir al señor Holbrook; no obstante, el libro que él le había regalado descansaba en la mesilla de noche junto a la Biblia. Creyó que no la oía cuando encargó a la modistilla de Cranford que le confeccionara unas gorras parecidas a las que llevaba la honorable señora Jamieson, y que no me daba cuenta de su respuesta:

—¡Pero si esa dama lleva gorras de viuda!

—Quería decir de un estilo semejante. No de viuda, naturalmente, pero parecidas a los que lleva ella.

El esfuerzo por ocultar sus sentimientos fue el principio del temblor de manos y cabeza que desde entonces observé en la señorita Matty.

La noche de aquel mismo día que supimos de la muerte del señor Holbrook, la señorita Matilda se mostró callada y pensativa. Tras las plegarias, llamó a Martha. Ante su presencia se quedó unos instantes indecisa.

—Escucha, Martha —dijo finalmente—. Tú eres joven…

Luego hizo una pausa tan larga que Martha, para recordarle que había dejado la frase a medias, respondió por cortesía:

—Con su permiso, señora. Cumplí veintidós el pasado tres de octubre.

—Tal vez algún día conozcas a un joven que te guste y al que tú también agrades. Te prohibí que te visitara ningún pretendiente, pero si te encuentras con algún joven agradable y me lo dices, y yo lo encuentro respetable, no tengo inconveniente en que lo recibas una vez a la semana. Dios me libre —dijo en voz baja— de hacer sufrir a un corazón joven.

Hablaba como si quisiera prever cualquier lejana eventualidad y casi se sobresaltó cuando Martha respondió con ansiosa prontitud:

—Ya que lo dice, señora, me gustaría presentarle a Jem Hearn; es carpintero y gana entre tres y seis peniques diarios, y mide seis pies sin zapatos. Con su permiso, señora, si mañana pregunta por él, todos le dirán que es un modelo de formalidad. Tendrá mucho gusto en venir mañana por la noche, estoy segura.

Aunque asustada, la señorita Matty cedió ante el destino y el amor.