CAPÍTULO XV

UN FELIZ RETORNO

Cuando dejé a la señorita Matty en Cranford, todo estaba perfectamente arreglado para su comodidad, e incluso habíamos logrado que contase con la aprobación de la señora Jamieson para vender té. Ella, el oráculo, tardó varios días en considerar si con ello la señorita Matty perdería el derecho a gozar de los privilegios sociales de Cranford. Sospecho que en la respuesta que dio por fin influyó ligeramente la idea de mortificar a lady Glenmire. Hela aquí: si una mujer casada adopta el rango de su esposo según las estrictas leyes de la precedencia, una mujer soltera conserva la posición social que ocupaba su padre. Así pues, Cranford podía visitar a la señorita Matty; y, permitido o no, tenía la intención de visitar a lady Glenmire.

¡Cuál sería nuestra sorpresa —nuestra consternación— al saber que el señor y la señora regresaban el martes siguiente! ¡La señora Hoggins! ¡Había renunciado a su título y con su bravata cortaba con la aristocracia para convertirse en una Hoggins! ¡Ella, que podía llevar el título de lady Glenmire hasta el día de su muerte! La señora Jamieson estaba complacida, pues se confirmaba lo que ella supo desde un principio: que aquel personaje tenía muy mal gusto. Sólo que «el personaje» tenía un aspecto radiante aquel domingo en la iglesia y ni siquiera nos pareció necesario mantener el velo de la capota bajado por el lado en que estaban sentados el señor y la señora Hoggins como hizo la señora Jamieson, con lo que se perdió la expresión de sonriente triunfo de la cara de él y los consecutivos rubores de ella. No estoy segura de si Martha y Jem tenían el mismo aspecto radiante aquella tarde, cuando también ellos hicieron su primera aparición. La señora Jamieson calmaba la turbulencia de su corazón bajando las persianas de las ventanas, como si se tratase de un funeral, el día que el señor y la señora Hoggins recibían visitas, y no sin cierta dificultad accedió a seguir siendo suscriptora del St. James’s Chronicle a pesar de que estaba indignada porque en él habían insertado el anuncio de su boda. La venta de las pertenencias de la señorita Matty transcurrió a la perfección. Conservó el mobiliario de la salita y de la alcoba; la sala lo ocuparía hasta que Martha encontrase a un huésped que deseara quedárselo. En estas dos habitaciones tuvo que amontonar toda clase de objetos que había comprado (según le aseguró el subastador) un amigo desconocido. Siempre sospeché que la señora Fitz-Adam estaba detrás de aquello, pero debía de tener un cómplice que sabía cuáles eran los objetos que la señorita Matty estimaba particularmente por estar relacionados con los recuerdos de su infancia. El resto de la casa quedaba ciertamente desnuda a excepción de un pequeño dormitorio, los muebles del cual mi padre me permitió comprar por si necesitaba ocuparlo temporalmente en caso de enfermedad de la señorita Matty. Gasté mis pequeños ahorros en la compra de toda clase de dulces y confites que atrajeran a los más pequeños, a quienes la señorita Matty amaba tanto. El té se depositaba en latas de brillante color verde y los confites en grandes tarros de cristal. La noche antes de abrir la tienda, la señorita Matty y yo nos sentimos muy orgullosas al mirar a nuestro alrededor. Martha había restregado el suelo de madera hasta dejarlo totalmente blanco y lo había adornado con un brillante trozo de hule ante el mostrador donde esperarían los clientes. En toda la sala reinaba el reconfortante olor a yeso y cal. Oculto bajo el dintel de la nueva puerta había un pequeño letrero que rezaba: «Matilda Jenkyns. Licencia para vender té», y las cajas de té, cubiertas de inscripciones cabalísticas, estaban listas para verter su contenido en las latas. La señorita Matty, como debiera haber mencionado antes, tenía ciertos escrúpulos de conciencia por vender tal artículo, pues en la ciudad ya estaba establecido el señor Johnson y el té se encontraba entre sus numerosas mercancías. Antes de decidirse a emprender la aventura, corrió hacia su tienda sin que yo lo supiera para comunicarle su proyecto y preguntarle si aquella podría perjudicarle en su negocio. Mi padre calificó su idea de «grandísimo disparate» y se preguntaba «cómo saldrían adelante los tenderos si se consultasen mutuamente sus intereses; aquello acabaría completamente con toda competencia». Tal vez no fuera posible en Drumble, pero en Cranford funcionaba a la perfección: el señor Johnson no sólo disipó amablemente los escrúpulos de la señorita Matty y su temor a perjudicarle en su negocio, sino que además (lo sé de buena tinta) más de una vez le envió sus clientes con el pretexto de que el té que vendía él era de clase corriente, mientras que la señorita Jenkyns tenía más amplio surtido. El té caro es uno de los lujos preferidos entre las esposas de los comerciantes acomodados y de los ricos granjeros, que desprecian el Congou y el Souchong, predominantes en muchas mesas aristocráticas, y sólo quieren tomar Gunpowder y Pekoe.

Volvamos a la señorita Matty. Resultaba muy grato ver que su generosidad y su ingenuo sentido de la justicia despertaban las mismas cualidades en otras personas. Jamás pensaba que alguien podía engañarla, porque a ella la afligiría hacerlo a los demás. Una vez oí cómo ponía fin a las intenciones del hombre que le traía el carbón diciéndole suavemente: «Estoy segura de que sentiría mucho traerme menos peso». Si aquel día la medida era corta, no creo que volviera a repetirse. La gente hubiera tenido tanta vergüenza de aprovecharse de su buena fe como si se tratase de un niño. Decía mi padre: «Tal simplicidad estará muy bien en Cranford, pero es imposible en otra parte del mundo». Y digo yo que el mundo debía de estar muy mal, porque a pesar de que mi padre sospechaba de cuantos trataban con él y de las precauciones que tomaba, el año pasado le estafaron más de mil libras.

Me quedé el tiempo suficiente para que la señorita Matty se adaptara a su nuevo estilo de vida y para empaquetar la biblioteca, que había adquirido el párroco. Este había escrito una carta muy amable a la señorita Matty en la que decía «cuánto le alegraría poder adquirir a cualquier precio una biblioteca tan bien seleccionada como sabía que había de ser la del difunto señor Jenkyns». Cuando ella aceptó, con una mezcla de tristeza y de alegría porque los libros volverían a ocupar las estanterías de la rectoría, el párroco respondió que no estaba seguro de poder alojarlos todos por motivos de espacio y que tal vez la señorita Matty tendría la bondad de permitirle dejar algunos volúmenes en su casa. La señorita Matty, no obstante, dijo que ya tenía en su haber la Biblia y el Diccionario Johnson, y que por otra parte no contaba con tener mucho tiempo para leer; por todo lo cual yo conservé unos cuantos en consideración a la generosidad del párroco.

El dinero que él pagó y el obtenido de la venta se destinó en parte a la compra del té y en parte fue invertido en previsión de tiempos peores, es decir, vejez o enfermedad. Se trataba de una suma modesta, es verdad, que dio lugar a evasivas y mentiras inocentes (acciones que yo repruebo, en teoría, y que preferiría no poner en práctica), pues éramos conscientes de que la señorita Matty habría dudado de cuál era su deber si sabía que contaba con una pequeña reserva de fondos cuando el banco había dejado tantas deudas impagadas. Asimismo, siempre le habíamos ocultado que sus amigas contribuían a pagar su renta. A mí me habría gustado contárselo, pero aquel misterio confería cierto interés a un acto de generosidad al que las damas se resistían a renunciar. En un principio, Martha tuvo que eludir numerosas preguntas llenas de perplejidad acerca de sus medios de vida para mantener una casa como aquella, pero poco a poco el prudente desasosiego de la señorita Matty se acomodó a la situación existente.

Abandoné a la señorita Matty con el espíritu tranquilo. Las ventas de té, durante los dos primeros días, superaron las expectativas más optimistas. Se diría que toda la región se había quedado sin té al mismo tiempo. La única variación que habría deseado en su manera de llevar el negocio era que no rogase tan encarecidamente a algunos parroquianos que no comprasen té verde, alegando que era un veneno lento que destruía los nervios y causaba todo género de dolencias. La obstinación en comprarlo de que hacían gala algunos parroquianos, a pesar de sus advertencias, la consternaba hasta tal punto que pensé que acabaría por renunciar a su venta y perder la mitad de la clientela. Yo me devanaba los sesos buscando casos de longevidad enteramente atribuibles al consumo continuado de té verde, pero el argumento definitivo que zanjó la cuestión fue una afortunada referencia mía a las velas de sebo y al aceite de ballena que los esquimales no sólo paladean sino que digieren. Después de esto, reconoció que «alimento para unos, veneno para otros» y desde aquel día se limitó a alguna amonestación circunstancial cuando opinaba que el comprador era demasiado joven e inocente para estar al corriente de los efectos dañinos que el té verde producía en ciertas constituciones, y a un suspiro habitual cuando se trataba de un parroquiano con edad suficiente para decidir con más sensatez.

Me desplazaba desde Drumble una vez al trimestre por lo menos para arreglar las cuentas y poner al día las cartas comerciales necesarias. Y hablando de cartas, empezó a avergonzarme el recuerdo de aquella que le había enviado a Aga Jenkyns, y me alegraba de no haberlo comentado con nadie. Mi única esperanza era que se hubiese perdido. Jamás obtuve respuesta ni indicio de ninguna clase.

Aproximadamente un año después de poner la tienda la señorita Matty, recibí uno de los jeroglíficos de Martha rogándome que acudiera a Cranford cuanto antes. Temiendo que la señorita Matty estuviese enferma, partí aquella misma tarde y Martha se llevó una buena sorpresa cuando vino a abrirme la puerta. Entramos en la cocina como de costumbre para celebrar nuestra conferencia privada y Martha me contó que iba a dar a luz muy pronto, en una o dos semanas. Puesto que dudaba que la señorita Matty estuviera enterada, quería que le comunicase yo la noticia y me dijo llorando histéricamente: «Verá, señorita, tengo miedo de que no lo apruebe y no sé quién va a cuidar de ella como se merece mientras yo deba guardar cama».

Consolé a Martha asegurándole que permanecería en la casa hasta que pudiera levantarse otra vez, aunque hubiera deseado saber el motivo de su repentina llamada para traer la ropa necesaria. Al ver a Martha tan desconsolada y frágil, no obstante, tan distinta a como era siempre, hablé lo menos posible de mí y dediqué el máximo empeño en consolarla de todos los infortunios habidos y por haber que acudían en tropel a su imaginación.

A continuación, salí a hurtadillas de la casa e hice mi aparición en la tienda como si fuera una parroquiana, con la intención de cogerla por sorpresa y hacerme una idea del aspecto que tenía en su nueva posición. Era un día caluroso de mayo y sólo estaba cerrada la portezuela. La señorita Matty estaba sentada detrás del mostrador tejiendo un par de ligas sumamente elaboradas; por lo menos así me lo parecía a mí, aunque la complicación del punto no debía de pesarle pues cantaba en voz baja mientras las agujas iban y venían con celeridad. He dicho que cantaba, aunque supongo que un músico no usaría tal palabra para aquel susurro desafinado aunque dulce de su voz grave y cascada. Por la letra, más que por el tono fallido, adiviné que aquello que musitaba para sí era el Old Hundredth[36]; pero la tonada, suave y monótona, hablaba de su contento y me produjo una sensación placentera mientras esperaba de pie en la calle, junto a la puerta, en armonía con la templada mañana de mayo. Entré. Al principio no acertó a ver quién era y se levantó dispuesta a atenderme, pero al momento el gatito, siempre al acecho, se abalanzó sobre la labor que había dejado caer en su sincera alegría al reconocerme. Tras una breve conversación, comprobé que Martha tenía razón y que la señorita Matty desconocía por completo el acontecimiento que se avecinaba en su casa. Consideré más acertado dejar que las cosas siguieran su curso, con la seguridad de que cuando me presentase ante ella con la criatura en brazos, obtendría el perdón para Martha, que se aterraba innecesariamente pensando que la señorita Matty se lo negaría con el argumento de que el recién nacido requeriría unas atenciones de su madre que para la señorita Matty supondrían una traición desleal.

Yo estaba en lo cierto. Supongo que se trata de una virtud hereditaria, pues mi padre se jacta de equivocarse raramente. Una semana después de mi llegada fui a despertar a la señorita Matty por la mañana con un pequeño fardo de franela en los brazos. Cuando le mostré el contenido, se atemorizó; me pidió que le alcanzara las gafas que descansaban encima del tocador y lo miró con curiosidad, con un tierno asombro ante la diminuta perfección de sus miembros. Durante todo el día no pudo desterrar de su pensamiento la sorpresa recibida, pero andaba de puntillas y estaba muy callada. Finalmente subió con sigilo a ver a Martha y ambas lloraron de alegría. La señorita Matty se enzarzó en un discurso de felicitación a Jem del que no sabía cómo salir y la salvó del apuro la llamada de la campanilla de la tienda, que también supuso un alivio para el tímido, satisfecho y honrado Jem, quien me estrechó la mano con tal vigor cuando lo felicité, que aún ahora me parece tener la mano dolorida.

Mientras Martha guardaba cama, llevé una vida muy ajetreada. Cuidaba de la señorita Matty y le preparaba la comida; le llevaba las cuentas, examinaba el contenido de latas y tarros y ocasionalmente también la ayudaba en la tienda; me proporcionaba no poca diversión, y a veces cierta inquietud, observar su comportamiento. Cuando un niño entraba a comprar una onza de almendras garrapiñadas (y cuatro de las grandes de las que vendía la señorita Matty ya las pesaban), siempre añadía una más «para hacer el peso», como decía ella, aunque el platillo de la balanza se decantaba generosamente; al increparla por ello, me respondía: «Pobrecitos, ¡les gustan tanto!». Era inútil decirle que la quinta almendra pesaba un cuarto de onza y que cada venta representaba una pérdida para su bolsillo. Me acordé del té verde y disparé una flecha con una pluma de su propio plumaje: le dije que las almendras garrapiñadas eran perniciosas y que su abuso podía hacer enfermar a los niños. Tal argumento produjo cierto efecto, pues a partir de entonces en vez de ponerles una quinta almendra, les decía que extendieran las manitas y les echaba pastillas de menta o de jengibre, como preventivo de los peligros derivados de la venta anterior. El negocio de las pastillas de goma, según este principio, no prometía ser muy provechoso, pero tuve una alegría al saber que durante el año anterior había ganado más de veinte libras con la venta del té, y además, ahora que se había acostumbrado, no le desagradaba el empleo, pues le proporcionaba un trato cordial con mucha gente de los alrededores. Si era generosa con el peso, ellos a su vez traían pequeños obsequios domésticos a la «hija del antiguo párroco»: un queso cremoso, unos huevos recién puestos, un poco de fruta madura o un ramo de flores. A veces el mostrador estaba repleto de tales obsequios, decía. Cranford, en general, seguía como de costumbre. La enemistad entre las familias Jamieson y Hoggins seguía al rojo vivo, si de enemistad se podía hablar cuando sólo preocupaba a una de las partes. El señor y la señora Hoggins eran felices juntos y, como la mayoría de la gente que es feliz, tendían a mostrarse muy sociables. La señora Hoggins deseaba sinceramente recuperar las buenas relaciones con la señora Jamieson porque no olvidaba su pasada amistad. La señora Jamieson consideraba que la felicidad del matrimonio era un insulto a la familia Glenmire, a la que tenía aún el honor de pertenecer, y rechazaba obstinadamente todo acercamiento. El señor Mulliner, fiel miembro del clan, defendía con ardor el bando de su ama y cuando se topaba con alguno de los esposos Hoggins cruzaba la calle y simulaba estar absorto en la contemplación de la vida en general y su propio camino en particular. La señorita Pole se divertía pensando cómo se las arreglarían si la señora Jamieson, el señor Mulliner o alguna otra persona de la casa cayesen enfermos; difícilmente tendría la desfachatez de llamar al señor Hoggins si se había portado tan mal con él. La señorita Pole deseaba cada día con más impaciencia que una indisposición o un accidente sobreviniese a la señora Jamieson o a sus empleados para que Cranford viera su reacción ante una circunstancia tan desconcertante.

Martha empezaba a corretear otra vez por la casa y yo me había fijado un plazo, no muy distante, para dar por terminada mi visita; una tarde estaba sentada en la entrada de la tienda con la señorita Matty (recuerdo que hacía más frío que tres semanas antes, en mayo; habíamos encendido la lumbre y teníamos la puerta cerrada) y vimos a un caballero que pasaba despacio por delante de la ventana y se detenía frente a la puerta como queriendo encontrar el letrero que habíamos ocultado a propósito. Se puso las gafas y lo buscó durante largos instantes hasta que finalmente lo encontró y entró en la tienda. De súbito se me hizo la luz: ¡era Aga en persona! Tenía que ser él por la hechura de la ropa, propia de un remoto país extranjero, y la piel de tonalidad morena, teñida y reteñida por el sol. Su tez producía un curioso contraste con la cabellera abundante y blanca como la nieve; los ojos, oscuros y penetrantes, se contraían de una manera extraña y formaban en las mejillas innumerables arrugas cuando miraba los objetos con semblante grave. Tal fue su reacción frente a la señorita Matty en el momento de entrar. Su mirada se detuvo brevemente en mi persona pero después se posó en la señorita Matty con aquella extraña expresión escrutadora que ya he descrito. Al principio, ella estaba un poco agitada y nerviosa, aunque no más de lo que solía cuando entraba un hombre en la tienda. Creyó que él le tendería un billete, o por lo menos un soberano, para que le diera cambio, operación que le desagradaba profundamente. El cliente, sin embargo, se quedó de pie frente a ella sin preguntar nada, mirándola fijamente y tamborileando con los dedos sobre el mostrador, exactamente el mismo gesto que solía hacer la señorita Jenkyns. La señorita Matty estaba a punto de preguntarle qué deseaba (según me contó más tarde), cuando el hombre se volvió bruscamente hacia mí.

—¿Se llama usted Mary Smith?

—Sí —respondí.

Se disolvieron todas mis dudas respecto a su identidad y mi única incertidumbre era qué diría o haría él a continuación y cómo encajaría la señorita Matty la feliz emoción de lo que iba a revelarle aquel hombre. Era evidente que este no sabía cómo presentarse, pues miró a su alrededor en busca de algo que comprar, como queriendo ganar tiempo, y como quiera que su mirada se posó en las almendras garrapiñadas, se le ocurrió pedir una libra «de esas cosas». Dudo que la señorita Matty tuviera aquella cantidad en toda la tienda, y, además de la inusitada magnitud del pedido, la angustiaba pensar en la indigestión causada por engullir una cantidad tan exagerada. Levantó la mirada dispuesta a protestar. La suave relajación de la cara del hombre la conmovió vivamente y dijo: «Cielo santo, ¿es posible que sea usted Peter?», temblando de pies a cabeza. En un instante rodeó el mostrador y la cogió entre sus brazos, sollozando el llanto sin lágrimas propio de la vejez. Le traje un vaso de vino porque el cambio de color de su cara me había alarmado, y también al señor Peter, que repetía sin cesar: «He sido demasiado brusco, Matty. ¡Pobrecita mía!».

Sugerí que subiera a echarse en el sofá de la salita. Contemplaba con añoranza a su hermano y le apretaba la mano con energía aunque estaba a punto de desmayarse, pero cuando él le prometió que no la abandonaría, accedió a que la acompañara arriba.

Me pareció que lo mejor era ir corriendo a poner la tetera al fuego para preparar un té temprano y ocuparme de la tienda para que los dos hermanos, una vez solos, intercambiasen las mil cosas que tendrían que decirse. También tuve que comunicar la noticia a Martha, que se deshizo en lágrimas hasta el punto de casi contagiarme. Finalmente se recuperó para preguntarme si estaba segura de que era el hermano de la señorita Matty, pues había mencionado que tenía el cabello blanco y ella siempre había oído que era un joven muy apuesto. Algo semejante le ocurrió a la señorita Matty cuando a la hora del té se instaló en su sillón frente al señor Jenkyns para contemplarle a sus anchas. Absorta como estaba mirándole, apenas podía beber; y comer, menos aún.

—Supongo que el clima cálido envejece más rápidamente a las personas —dijo prácticamente para sí misma—. Cuando te fuiste de Cranford, no tenías ni una sola cana.

—¿Y cuántos años hace de esto? —replicó el señor Peter sonriendo.

—Es cierto, sí. Supongo que nos estamos haciendo viejos, sí, pero ¡no creía que lo fuéramos tanto! El pelo gris te sienta muy bien, Peter —continuó, temiendo haberlo ofendido al manifestar la impresión que le causaba su aspecto.

—Creo que yo también he olvidado las fechas, Matty. ¿Te figuras lo que te he traído? Tengo un vestido de muselina y un collar de perlas guardados para ti en un rincón del baúl que he dejado en Portsmouth.

Sonrió divertido por lo inadecuados que resultaban los regalos con el aspecto de su hermana, quien de momento no pareció afectada por semejante incongruencia sino por la elegancia de los obsequios. Noté que por un instante se entusiasmaba imaginándose tan engalanada; instintivamente se llevó la mano a la delicada garganta que (según me había dicho la señorita Pole) fue uno de sus encantos juveniles; pero la mano rozó los pliegues de suave muselina en la que siempre se envolvía hasta la barbilla y al recordarle el contacto lo impropio de un collar de perlas a su edad, dijo:

—Me temo que soy demasiado vieja, pero agradezco tu amabilidad. Es exactamente lo que habría deseado hace años, cuando era joven.

—Esa fue mi intención, querida Matty. Recordaba tus gustos, tan semejantes a los de mi querida madre.

Al mencionar aquel nombre, los dos hermanos se estrecharon la mano con más emoción aún, y aunque guardaban silencio me pareció que mi presencia los inhibía de decirse muchas cosas y subí a arreglar mi habitación para que Peter la ocupase aquella noche, mientras yo pensaba ocupar la mitad de la cama de la señorita Matty. Ante mi gesto, sin embargo, él se levantó.

—Debo ir a reservar una habitación en el George. Mi maletín está ahí.

—¡No! —exclamó la señorita Matty con gran disgusto—. No vayas, Peter, por favor. Mary, díselo. No debes ir.

Al verla tan agitada, prometimos acceder a sus deseos. Peter volvió a sentarse y le dio la mano, que para mayor seguridad ella retuvo entre las suyas, y yo abandoné la sala para cumplir mi cometido. Hasta bien avanzada la noche, ya de madrugada, estuvimos hablando la señorita Matty y yo. Tenía mucho que contarme de la vida y aventuras de su hermano que este le había narrado al quedarse solos. Para ella, todo estaba muy claro, pero yo nunca comprendí por completo su historia. Cuando en los días posteriores se disipó el temor respetuoso que me inspiraba el señor Peter y me atreví a preguntárselo, se rio de mi curiosidad y me narró unas historias que parecían tan propias del barón Munchausen, que tuve la seguridad de que se burlaba de mí. Según la versión de la señorita Matty, participó como voluntario en el asedio de Rangún, le hicieron prisionero los birmanos y consiguió el beneficio de su libertad gracias a que supo practicar una sangría al jefe de la pequeña tribu cuando estaba gravemente enfermo. Al ser liberado tras largos años de cautiverio, halló las cartas que le habían devuelto de Inglaterra con la terrible palabra «Defunción» marcada sobre ellas; creyendo que era el último de la estirpe, se instaló como plantador de añil con el propósito de pasar el resto de su vida en el país a cuyos habitantes y modo de vida se había acostumbrado. Cuando recibió mi carta, con la singular vehemencia que le caracterizaba en su vejez tanto como en su juventud vendió las tierras y todas sus posesiones al primer comprador y regresó a casa con su pobre y anciana hermana, que cuando lo contemplaba era más feliz y rica que una princesa. Hablamos hasta que me quedé dormida, aunque más tarde me despertó el ligero ruido de la puerta, por el que se disculpó mientras se deslizaba en la cama; según parece, cuando yo no pude confirmar la creencia de que su hermano, desaparecido tan largo tiempo, estaba allí realmente, comenzó a temer que no hubiera sido más que uno de sus sueños, que Peter no hubiera estado sentado a su lado aquella bendita tarde, sino que yaciera cadáver, muy lejos, bajo una ola salvaje o un extraño árbol de Oriente. Tan profunda fue su inquietud que tuvo que levantarse y comprobar por sí misma que él se encontraba allí al escuchar a través de la puerta su respiración regular y uniforme —no quiero llamarla ronquido, pero yo misma la oí a través de dos puertas cerradas— y al poco rato la señorita Matty, ya tranquila, se quedó dormida.

No creo que el señor Peter regresase de la India tan rico como un Nabob[37]; él se consideraba incluso pobre, pero ni a él ni a la señorita Matty los preocupaba mucho. En cualquier caso, tenía lo suficiente para vivir «con mucha elegancia» en Cranford; él y la señorita Matty también. Un par de días después de su llegada se cerró la tienda y una multitud de chiquillos con la mirada puesta en las ventanas de la sala de la señorita Matty aguardó la lluvia de confites y pastillas de goma que de vez en cuando les caía sobre la cara junto con una recomendación de aquella (medio escondida tras las cortinas): «No os enferméis, niños míos», pero un brazo robusto tiraba de ella hacia dentro e invariablemente seguía una lluvia más torrencial aún. Una parte del té se envió como obsequio a las damas de Cranford, y otra fue distribuida entre los ancianos que recordaban al señor Peter en los días de su revoltosa juventud. El vestido de muselina india se reservó para Flora Gordon (la hija de la señorita Jessie Brown). Los Gordon habían pasado los últimos años en el continente, pero se esperaba su próximo retorno y la señorita Matty, en su orgullo fraternal, saboreaba la emoción de presentarles al señor Peter. El collar de perlas desapareció, y durante aquel periodo, en casa de la señorita Pole y la señora Forrester hicieron su aparición una gran cantidad de útiles y hermosos regalos, a la vez que los salones de las señoras Jamieson y Fitz-Adam se llenaban de ornamentos indios exóticos y delicados. Tampoco a mí me olvidó. Entre otras cosas, recibí las obras del doctor Johnson en la mejor y más bellamente encuadernada edición que pudiera existir, y mi muy querida señorita Matty me suplicó, con lágrimas en los ojos, que lo considerase un obsequio de su hermana y de ella misma. En una palabra, nadie fue olvidado. Es más, todo el mundo, por insignificante que fuese, que en algún momento se hubiera portado con amabilidad con la señorita Matty, era objeto del cordial saludo del señor Peter.