CAPÍTULO II

EL CAPITÁN

Era imposible vivir un mes en Cranford y no conocer las costumbres cotidianas de cada habitante; así pues, mucho antes de finalizar mi visita, estaba bien informada respecto al trío de los Brown. Nada había que descubrir referente a su pobreza, pues desde un principio la habían declarado simple y abiertamente y no hicieron misterio alguno de su necesidad de vivir modestamente. Sólo quedaba por descubrir la infinita bondad del capitán y las distintas maneras en que, inconscientemente, la manifestaba. Algunas pequeñas anécdotas dieron que hablar hasta mucho después de haber ocurrido. Puesto que leíamos poco y estábamos todas satisfechas de nuestras criadas, escaseaban los temas de conversación. Ocurrió un incidente del que se habló mucho: un domingo, el suelo estaba muy resbaladizo y el capitán se ofreció a llevar la cesta de una mujer. Al salir de la iglesia, se la encontró cuando ella volvía de la tahona y reparó en su paso inseguro; con la grave dignidad que caracterizaba sus actos, la aligeró de la carga y la escoltó a lo largo de la calle hasta dejarla en su casa, a salvo el cordero asado con patatas que llevaba. El hecho se consideró una auténtica excentricidad y se esperaba que el lunes por la mañana efectuase una serie de visitas para justificar su acción y disculparse según marcaban los cánones del decoro imperantes en Cranford, pero no hizo tal cosa; se decidió, pues, que estaba avergonzado y evitaba dejarse ver. Compadecidas de él, empezamos a decir: «Al fin y al cabo, el incidente del domingo por la mañana demuestra una gran bondad», y decidimos consolarlo la próxima vez que se presentase ante nosotras. Pero he aquí que compareció sin aparentar el menor signo de vergüenza y hablando en el mismo tono fuerte y sonoro de siempre, la cabeza echada hacia atrás y la peluca garbosa y rizada como de costumbre; nos vimos obligadas a concluir que había olvidado el incidente del domingo.

La señorita Pole y la señorita Jessie Brown habían trabado amistad en virtud de su dedicación a la lana de Shetland y a los nuevos puntos de calceta. Así pues, resultó que visitando a la señorita Pole vi más a los Brown que estando en casa de la señorita Jenkyns, quien nunca pudo perdonar al capitán Brown por lo que ella llamaba sus comentarios despreciativos de la literatura ligera y amena del doctor Johnson. Descubrí que la señorita Brown estaba gravemente enferma de una dolencia prolongada e incurable, a cuyo padecimiento se debía su expresión atormentada que yo había tomado por indicio de mal carácter. Aunque enojada estaba también a veces, cuando la irritación nerviosa ocasionada por su enfermedad le resultaba intolerable. En tales ocasiones, la señorita Jessie la soportaba aún más pacientemente que cuando la enferma, invariablemente, se dirigía a sí misma amargos reproches por lo sucedido. La señorita Brown solía acusarse no sólo de su temperamento impetuoso e irascible, sino también de ser la culpable de que su padre y su hermana se vieran obligados a hacer economías a fin de proporcionarle los pequeños lujos necesarios en su situación. De buen grado se habría sacrificado por ellos para aliviar sus preocupaciones y la innata generosidad de su carácter agriaba aún más su temperamento. La señorita Jessie y su padre sobrellevaban la situación con la mayor placidez y con absoluta ternura. Perdoné a la señorita Jessie sus cantos desafinados y su indumentaria infantil cuando la vi en su casa. Me percaté de que la oscura peluca estilo Brutus y la chaqueta acolchada (a menudo, ¡ay!, demasiado raída) que usaba el capitán Brown eran vestigios de la elegancia militar de su juventud, que ahora llevaba inconscientemente. Era un hombre de infinitos recursos adquiridos en su vida de cuartel. Tal como confesaba, nadie más que él era capaz de lustrarle las botas a su gusto; pero sin duda hacía lo posible por aligerar la carga de las tareas cotidianas de la criada, sabiendo, probablemente, que la enfermedad de su hija era difícil de sobrellevar.

Trató de hacer las paces con la señorita Jenkyns poco después de la memorable disputa que ya he referido y para ello le regaló un badil de madera para la chimenea (fabricado por él mismo), porque la había oído quejarse de que la molestaba el chirrido que producía la paleta de hierro. Ella recibió el regalo con fría gratitud y le dio las gracias formalmente. Cuando se marchó el capitán, me mandó llevarlo al cuarto trastero considerando, probablemente, que el obsequio de un hombre que anteponía el señor Boz al doctor Johnson en sus preferencias no podía chirriar menos que un badil de hierro.

Así estaban las cosas cuando partí de Cranford para regresar a Drumble. No obstante, seguí manteniendo contacto epistolar con varias amigas que me mantenían au fait de los acontecimientos de mi pequeña y querida ciudad. Una de ellas era la señorita Pole, tan absorta ahora en las labores de ganchillo como antes lo estaba en la calceta, la esencia de cuyas cartas venía a ser más o menos esta: «No olvide el estambre blanco que venden en la casa Flint», de la antigua canción; porque al final de cada noticia venía un nuevo encargo relacionado con la labor de ganchillo que había de llevar a cabo para ella. La señorita Matilda Jenkyns (no le importaba que la llamasen señorita Matty si la señorita Jenkyns no estaba presente) escribía unas cartas cariñosas, amables y llenas de divagaciones en las que de vez en cuando aventuraba una opinión propia, aunque se contenía enseguida; entonces, o bien me rogaba que no divulgara lo que había dicho, pues Deborah opinaba de distinta manera y ella lo sabía, o bien añadía una posdata en la que daba a entender que, después de escribir lo anterior, había hablado de ello con Deborah y estaba plenamente convencida de que… etc. (aquí probablemente seguía una retractación de las opiniones vertidas en la carta). Luego estaba la señorita Jenkyns, o Deborah (tal como le gustaba que la llamase la señorita Matty, pues su padre había dicho una vez que así se pronunciaba el nombre hebreo). Yo pensaba secretamente que tomaba a la severa profetisa hebrea como modelo de su carácter; y, verdaderamente, en ciertos aspectos no dejaba de parecerse a ella, dejando aparte, naturalmente, las costumbres modernas y la distinta indumentaria. La señorita Jenkyns llevaba fular y una gorrita como de jockey, y en conjunto ofrecía el aspecto de una mujer decidida, aunque hubiera despreciado la idea moderna de que las mujeres son iguales a los hombres. ¿Cómo, iguales? Ella sabía que eran superiores. Pero volvamos a las cartas. Su contenido era majestuoso y espléndido, como ella misma. Las he ojeado (¡querida señorita Jenkyns, cuánto la veneraba!) y ofreceré un extracto, en especial porque se refiere a nuestro amigo el capitán Brown:

«La honorable señora Jamieson acaba de marcharse; en el curso de nuestra conversación me ha informado de que ayer recibió la visita de lord Mauleverer, otrora amigo de su venerado esposo. No te resultará fácil conjeturar lo que indujo a su señoría a cruzar el umbral de nuestra pequeña ciudad. Pues bien, era para visitar al capitán Brown, a quien, al parecer, su señoría había conocido en las “guerras de los penachos” y que tuvo el privilegio de evitar la destrucción de la cabeza de su señoría cuando un gran peligro pendía sobre ella a la altura del mal llamado cabo de Buena Esperanza. Ya conoces las carencias de que adolece nuestra amiga, la honorable señora Jamieson, cuando se trata del sentido de la curiosidad sin malicia, y por consiguiente no te sorprenderá si te digo que fue incapaz de desvelarme la naturaleza exacta del peligro en cuestión. Yo estaba ansiosa, lo confieso, por averiguar cómo el capitán Brown, con su miserable pensión, podría recibir a un huésped tan distinguido; descubrí que su señoría se había retirado a descansar, y esperemos que a sumergirse en un sueño reparador, en el Angel Hotel, pero que participó de las comidas “brownonianas” durante los dos días que honró Cranford con su augusta presencia. La señora Johnson, la esposa de nuestro gentil carnicero, me comunica que la señorita Jessie compró una pierna de cordero; pero, aparte de esto, no me han llegado noticias de ningún otro preparativo destinado a un recibimiento adecuado para tan distinguido visitante. Tal vez le han obsequiado con “el festín de la razón y el torrente del alma”; y nosotras, sabedoras del escaso deleite que el capitán Brown siente por “las puras fuentes del inglés incorrupto”, acaso debamos congratularnos de que las conversaciones mantenidas con un miembro elegante y cultivado de la aristocracia británica le hayan brindado la oportunidad de refinar su gusto. Aunque, ¿quién está totalmente libre de algún defecto mundano?».

En el mismo correo recibí carta de la señorita Pole y la señorita Matty. Una noticia como la visita de lord Mauleverer no podían desperdiciarla las cultivadoras del género epistolar de Cranford y le sacaron el máximo partido. La señorita Matty se disculpó humildemente por escribirme al mismo tiempo que su hermana, que era mucho más capaz de relatar el honor dispensado a Cranford; su descripción, sin embargo, a pesar de algún pequeño problema con la ortografía, fue la que mejor me transmitió la conmoción causada por la visita de su señoría; a excepción del personal del Angel, de los Brown, de la señora Jamieson y de un mozuelo al que su señoría dirigió un juramento por haberle lanzado un aro sucio contra sus aristocráticas piernas, no pude saber de nadie a quien su señoría hubiera dirigido la palabra.

Mi siguiente visita a Cranford tuvo lugar en verano. Desde la última vez que había estado allí, no se había dado nacimiento, muerte o casamiento alguno. Todo el mundo vivía en la misma casa y llevaba poco más o menos la misma ropa, bien cuidada y pasada de moda. El gran acontecimiento era que la señorita Jenkyns había adquirido una alfombra nueva para su salón. ¡Qué frenética actividad desarrollamos la señorita Matty y yo persiguiendo los rayos de sol que por la tarde caían directamente sobre la alfombra a través de la ventana sin postigos! Extendíamos papel de periódico en todos los lugares a donde aquellos llegaban y nos sentábamos con el libro o la labor en la mano, pero ¡ay! un cuarto de hora más tarde el sol se había desplazado y abrasaba sin piedad un nuevo retazo; y nosotras volvíamos a ponernos de rodillas para cambiar los periódicos de lugar. También estuvimos muy ocupadas la mañana anterior a la reunión que ofreció la señorita Jenkyns, pues, siguiendo sus directrices, recortamos y cosimos papeles de periódico con el fin de formar caminitos que llevaran a la silla de las visitas para que los zapatos no pudieran mancillar o profanar la pureza de la alfombra. ¿También en Londres hacen ustedes senderos de papel para que anden por ellos las visitas?

El capitán Brown y la señorita Jenkyns seguían manteniendo relaciones poco cordiales. La disputa literaria, de cuyo inicio fui testigo, estaba «en carne viva» y el más ligero roce les provocaba una mueca de dolor. Era aquella la única discrepancia de opinión que ambos habían tenido, pero era suficiente. La señorita Jenkyns no podía abstenerse de hablar con el capitán Brown y este, aunque no replicaba, tamborileaba con los dedos, acción que la ofendía por considerarla un menosprecio al doctor Johnson. El capitán hacía ostentación de sus preferencias por el señor Boz y caminaba por la calle tan absorto en su lectura que una vez a punto estuvo de embestir a la señorita Jenkyns; aunque sus excusas fueron espontáneas y sinceras, y a despecho de que, en realidad, la única consecuencia fue la del mutuo sobresalto, ella me confesó que habría preferido que la derribara al suelo, a condición de que hubiera ido leyendo un estilo más elevado de literatura. ¡Pobre capitán, tan valiente! Parecía más viejo y desgastado, y sus ropas cada vez más raídas, pero tan jovial y animoso como siempre, excepto cuando le preguntaban por la salud de su hija.

—Sufre mucho, y ha de padecer más aún; hacemos todo lo posible para aliviar su dolor. Que se cumpla la voluntad de Dios.

Al decir estas últimas palabras se quitaba el sombrero. Supe por la señorita Matty que efectivamente habían hecho cuanto estaba en sus manos. Mandaron llamar a un médico muy renombrado en los alrededores y todas sus prescripciones se siguieron al pie de la letra sin reparar en gastos. La señorita Matty aseguraba que se privaban de muchas cosas para que la enferma se sintiera mejor, aunque nunca hablaban de ello. Y en cuanto a la señorita Jessie: «¡Es un auténtico ángel!», exclamaba la pobre señorita Matty, totalmente arrobada. «Hay que ver cómo sobrelleva la cólera de la señorita Brown. ¡Y qué expresión tan hermosa y radiante después de haber pasado la noche en vela, soportando reprimendas la mitad del tiempo! Y sin embargo, aparece tan pulcra y dispuesta para recibir al capitán a la hora del desayuno como si hubiera dormido la noche entera en la cama de la reina. Querida, nunca más podrías volver a reírte de sus bucles relamidos ni de sus lazos rosas si la vieras como yo la he visto». No tuve más remedio que arrepentirme sinceramente y saludar a la señorita Jessie con redoblado respeto la próxima vez que la encontré. Se la veía pálida y demacrada; al hablar de su hermana le temblaban los labios como si estuviera muy débil, pero se reanimó y retuvo las lágrimas que le hacían brillar los hermosos ojos al exclamar:

—¡Qué amabilidad tan extraordinaria la de las gentes de Cranford! No creo que nadie prepare la comida mejor de lo que es habitual, pero la mejor parte nos la traen en un cuenco para mi hermana y la gente necesitada deja ante nuestra puerta las verduras más tiernas para ella; hablan poco y su tono es brusco, como si se avergonzasen de ello, pero puede estar segura de que sus atenciones me conmueven profundamente.

Le asomaron de nuevo las lágrimas a los ojos y esta vez se desbordaron, pero tras un par de minutos empezó a reñirse a sí misma y finalmente se marchó animosa, la misma señorita Jessie de siempre.

—Pero ¿por qué ese lord Mauleverer no hace algo por el hombre que le salvó la vida? —inquirí yo.

—Verá, a no ser que tenga alguna razón para ello, el capitán Brown jamás menciona su pobreza. Y se ha dedicado a pasear en compañía de su señoría con el aspecto alegre y feliz de un príncipe. Además, nunca llamaron la atención excusándose por no poder invitarlo a cenar, y puesto que la señorita Brown se encontraba mejor aquel día y todos estaban radiantes, me atrevería a decir que su señoría no adivinó cuánta preocupación se escondía en aquella casa. Durante el invierno les mandó piezas de caza en varias ocasiones, pero ahora se ha ido al extranjero.

A menudo he tenido ocasión de observar el uso que hacían en Cranford de fragmentos y cosas insignificantes; con los pétalos de rosa recogidos antes de caer se hacía un popurrí destinado a alguien que no tenía jardín; los pequeños manojos de espliego iban destinados a ser esparcidos en los cajones de alguien que vivía en la ciudad o para quemar en la habitación de algún enfermo. Las cosas que muchos despreciarían y las acciones que aparentemente no valía la pena realizar, en Cranford se les prestaba atención. La señorita Jenkyns llenó una manzana de clavos de olor para que al calentarla despidiese un aroma agradable en la habitación de la señorita Brown; y al introducir cada clavo pronunciaba una frase johnsoniana. Ciertamente era incapaz de pensar en los Brown sin mencionar a Johnson; y puesto que en aquellos momentos raras veces estaban ausentes de sus pensamientos, escuché un sinfín de máximas vibrantes y pomposas.

El capitán Brown se presentó un día para agradecer a la señorita Jenkyns los detalles que tenía con su hija, de los que hasta entonces yo no había tenido noticia. En poco tiempo había envejecido; ahora, su sonora voz de bajo era trémula, los ojos apagados y las arrugas del rostro más pronunciadas. Ya no hablaba jovialmente —se sentía incapaz— del estado de su hija, y pronunció pocas palabras, en un tono de resignación varonil y piadosa. Dos veces se lamentó: «Sólo Dios sabe lo que Jessie ha significado para nosotros», y después de la segunda se levantó apresuradamente, nos dio la mano a todas en silencio y abandonó la habitación.

Aquella tarde vimos pequeños grupos en la calle que escuchaban aterrados lo que se les relataba. La señorita Jenkyns barruntó un buen rato cuál podía ser el motivo hasta que finalmente se rebajó a mandar a Jenny a informarse.

Jenny regresó con la cara lívida de espanto. «¡Señorita, señorita! ¡Ay, señorita Jenkyns! ¡Al capitán Brown lo ha matado ese horrible ferrocarril!», gritó estallando en llanto. Ella, como tantas otras, había experimentado la bondad del infortunado capitán.

—¿Cómo? ¿Dónde? ¿Dónde? ¡Santo Dios! Jenny, deja de llorar y dinos algo.

La señorita Matty se lanzó precipitadamente a la calle y cogió por el cuello al hombre que contaba la noticia.

—Entre, venga a ver inmediatamente a mi hermana, la hija del párroco. ¡Por Dios, buen hombre, dígame que no es cierto! —gritaba mientras hacía entrar al atemorizado carretero en el salón, donde este, tras alisarse el cabello, permaneció de pie con las botas mojadas sobre la alfombra nueva y nadie se dio cuenta.

—Disculpe, señora, pero es verdad. Yo mismo lo he visto —explicó, y se estremeció al recordarlo—. El capitán iba leyendo un nuevo libro, muy absorto, mientras esperaba la llegada del tren; había allí una niñita que, ansiosa por ver a su madre, se zafó de su hermana y se dirigió tambaleándose hacia la vía. De súbito él alzó la vista al oír el tren que se acercaba y vio a la niña; se lanzó a la vía y la cogió, resbaló y el tren que se le vino encima. ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Ay, señora, es verdad! Han venido a comunicárselo a sus hijas. La niña se ha salvado, sólo tiene un golpetazo en el hombro de cuando él la ha lanzado contra su madre. ¡Pobre capitán, estaría muy contento de saberlo! ¿No le parece, señora? ¡Que Dios le bendiga!

El tosco carretero frunció la cara varonil y se dio la vuelta para ocultar el llanto. Miré a la señorita Jenkyns: estaba descompuesta, como a punto de desmayarse, y me indicó por señas que abriera la ventana.

—Matilda, tráeme el sombrero. Debo ir a ver a esas muchachas. Que Dios me perdone si alguna vez he hablado con desdén al capitán.

La señorita Jenkyns se atavió para salir no sin antes decir a la señorita Matilda que diera un vaso de vino a aquel hombre. Durante su ausencia, la señorita Matty y yo nos acurrucamos junto al fuego y hablamos en voz baja y entrecortada. Todo el tiempo estuvimos llorando en silencio.

La señorita regresó con aspecto adusto y no nos atrevimos a hacerle demasiadas preguntas. Nos contó que la señorita Jessie se había desmayado y que a ella y a la señorita Pole les había costado hacerla volver en sí, pero que cuando recuperó el conocimiento, les rogó que fuesen a hacer compañía a su hermana.

—El señor Hoggins dice que no va a durar muchos días y debemos ahorrarle ese golpe —dijo la señorita Jessie, estremeciéndose ante sentimientos a los que no se atrevía a dar rienda suelta.

—¿Cómo va a hacerlo, querida? —preguntó la señorita Jenkyns—. No podrá evitar que vea sus lágrimas.

—Dios me ayudará. No me vendré abajo. Estaba dormida cuando ha llegado la noticia, y tal vez ahora siga durmiendo. Se entristecería demasiado, no sólo por la muerte de mi padre, sino también pensando en lo que será de mí. Siempre se ha portado muy bien conmigo.

Miró gravemente a las dos mujeres con aquellos ojos tan dulces y sinceros; más tarde, la señorita Pole comentó a la señorita Jenkyns que apenas había podido contenerse sabiendo, como sabía, el trato que la señorita Brown dispensaba a su hermana.

No obstante, se cumplieron al pie de la letra los deseos de la señorita Jessie. Le dirían a la señorita Brown que a su padre lo habían mandado llamar para hacer un breve viaje por asuntos de la compañía del ferrocarril. Lo habían arreglado de alguna manera, aunque la señorita Jenkyns no supo decir exactamente cómo. La señorita Pole se iba a quedar con la señorita Jessie. La señora Jamieson mandó a alguien a preguntar. Eso fue todo lo que supimos aquella noche. Fue una noche muy triste. Al día siguiente, el periódico local que recibía la señorita Jenkyns publicó un artículo detallado del fatal accidente. Tenía la vista muy débil, dijo, y me pidió que se lo leyera. Cuando llegué a «el gallardo caballero estaba totalmente absorto en la lectura de un número de Pickwick que acababa de recibir», la señorita Jenkyns negó con la cabeza en un gesto largo y solemne y finalmente suspiró: «¡Pobre hombre, qué encaprichado estaba!».

Iban a transportar el cuerpo desde la estación hasta la parroquia, donde se efectuaría el entierro. La señorita Jessie había decidido acompañarlo hasta la sepultura y nadie consiguió disuadirla. El dominio que tenía sobre sus propias emociones casi la convertía en un ser obstinado y no cedió ante las súplicas de la señorita Pole ni los consejos de la señorita Jenkyns. Finalmente esta se rindió y, tras un silencio que temí fuera el presagio de un profundo resentimiento contra la señorita Jessie, anunció que la acompañaría al funeral.

—No es apropiado que vaya sola. Si lo permitiera, iría en contra del decoro y la humanidad.

A la señorita Jessie no pareció gustarle demasiado la decisión, pero su terquedad, si alguna tenía, se había agotado en su determinación de asistir al sepelio. La pobre muchacha ansiaba, sin duda, llorar en solitario sobre la tumba de su querido padre, para quien ella lo había sido todo, y desahogarse aunque sólo fuera durante media hora sin que la interrumpieran las muestras de compasión ni la observaran las amistades. Mas no era posible. Aquella tarde, la señorita Jenkyns encargó una yarda de crespón negro y se aplicó con dedicación a ribetear la gorrita de seda negra que ya he descrito. Una vez terminada la tarea, se la puso y nos miró en busca de aprobación (despreciaba la admiración). Yo estaba profundamente afligida, mas por una de esas caprichosas ideas que involuntariamente nos vienen a la cabeza en momentos de intenso dolor, tan pronto como vi la gorra la asocié con un yelmo; y con aquella gorra híbrida, mitad yelmo, mitad gorra de jockey, la señorita Jenkyns asistió al entierro del capitán Brown y, según tengo entendido, dio ánimos a la señorita Jessie con una inestimable firmeza cariñosa e indulgente que permitió a esta derramar un llanto emocionado antes de marcharse. La señorita Pole, la señorita Matty y yo nos habíamos quedado atendiendo a la señorita Brown: tarea difícil fue aliviar sus incesantes lamentos quejumbrosos. Pero si nosotras estábamos tan agotadas y abatidas, ¡cuánto más lo habría estado la señorita Jessie! Y sin embargo, esta regresó casi tranquila, como si hubiera recobrado nuevas fuerzas. Tras quitarse la ropa de luto, entró con aspecto pálido y dulce y nos dio las gracias con un cálido y largo apretón de manos. Tuvo incluso fuerzas para sonreír —una sonrisa breve, dulce y fría—, como queriendo reafirmar su capacidad de resistencia; pero al verla así se nos llenaron los ojos de lágrimas, más aún que si la hubiéramos visto llorar sin reservas.

Se decidió que la señorita Pole la acompañaría durante la noche de vela y que la señorita Matty y yo volveríamos por la mañana para relevarlas; de este modo daríamos a la señorita Jessie la oportunidad de descansar unas horas. Cuando llegó la mañana, sin embargo, la señorita Jenkyns se presentó a la hora del desayuno, ataviada con su gorra-yelmo, y ordenó a la señorita Matty que se quedara en casa, pues tenía la intención de acudir ella a atender a la enferma. Era evidente que se encontraba en un estado de gran exaltación de la amistad, que demostró tomando el desayuno de pie y regañando por toda la casa.

Ningún cuidado, ninguna mujer enérgica y decidida podían ayudar ahora a la señorita Brown. Al entrar en la habitación, un sentimiento de impotencia solemne y sobrecogedor, más fuerte que todas nosotras, nos hizo estremecer. La señorita Brown agonizaba. Apenas reconocimos su voz, despojada del tono resentido con el que siempre la habíamos asociado. Más tarde, la señorita Jessie me dijo que aquella voz, y también su cara, eran exactamente las mismas que cuando la muerte de su madre la había convertido en la joven e inquieta cabeza de una familia, de la que ahora la señorita Jessie era la única superviviente.

Era consciente de la presencia de su hermana, aunque no lo era, creo, de la nuestra. Permanecimos un rato tras la cortina. La señorita Jessie se arrodilló y acercó el rostro al de su hermana para recoger sus últimos terribles susurros.

—¡Jessie! ¡Jessie! ¡Qué egoísta he sido! Que Dios me perdone por haber permitido que te sacrificaras por mí de esa manera. Te he querido mucho, y sin embargo sólo he pensado en mí misma. Que Dios me perdone.

—Calla, no hables, querida —sollozó la señorita Jessie.

—¡Y mi padre, mi queridísimo padre! No, no me quejaré ahora, si Dios me da fuerzas para ser paciente. Jessie, quiero que le digas a mi padre cómo ansiaba y anhelaba verlo al final, y que le ruegues que me perdone. Él no sabe hasta qué punto lo he amado. ¡Si por lo menos pudiera decírselo ahora, antes de morir! ¡Qué vida tan triste la suya, y qué poco he hecho para alegrarlo!

A la señorita Jessie se le iluminó el semblante.

—¿Te reconfortaría pensar que lo sabe? Si te consuela, querida mía, saber que sus penas y sus preocupaciones… —le tembló la voz, pero recobró enseguida la presencia de ánimo—. Mary, se ha ido antes que tú donde reposan los fatigados. Ahora ya sabe que lo amabas.

El rostro de la señorita Brown adoptó un gesto extraño que no era de tristeza. Permaneció unos instantes en silencio y luego, aunque no pudimos oírla, adivinamos las palabras que formaban sus labios:

—Padre, madre, Harry, Archy…

Luego, como si una nueva idea proyectase una vaga sombra sobre su mente apagada, exclamó:

—¡Te vas a quedar sola, Jessie!

Me figuro que era lo que la señorita Jessie pensaba durante los momentos de silencio, porque al oír estas palabras, las lágrimas le corrieron por las mejillas como un torrente y no fue capaz de responder. Finalmente entrelazó las manos con firmeza, las levantó y dijo (si bien no se dirigía a nosotras):

—Aunque me quitare la vida, en Él confiaré.

A los pocos instantes, la señorita Brown se quedó inmóvil y callada. Nunca más volvería a quejarse ni a sufrir.

Después del segundo entierro, la señorita Jenkyns trató de convencer a la señorita Jessie para que fuera a vivir con ella y no tuviera que volver a su casa desolada; aunque en realidad, según nos hizo saber la señorita Jessie, ahora no tendría otro remedio que irse pues no tenía medios para conservarla. Recibía poco más de veinte libras anuales, más los intereses que le diera el dinero de la venta de los muebles, pero eso no le bastaría para vivir. Comenzamos a hablar de sus aptitudes para ganarse el sustento.

—Tengo buenas manos para la costura —dijo—, y me gusta cuidar a los enfermos. También me veo capaz de gobernar una casa, si alguien me da una oportunidad como ama de llaves; y puedo trabajar como dependienta en una tienda, si al principio tienen un poco de paciencia conmigo.

La señorita Jenkyns manifestó en un tono irritado que no debía hacer tal cosa; una hora más tarde trajo a la señorita Jessie un tazón de arrurruz mientras murmuraba para sí que algunas personas no eran conscientes de la categoría que confería ser hija de un capitán; permaneció a su lado como un dragón hasta que engulló la última cucharada y luego desapareció. La señorita Jessie empezó a hablarme de otros planes que se le habían ocurrido y sin darnos cuenta iniciamos una conversación acerca de los días pasados para siempre; tan interesante me resultaba, que ni siquiera me di cuenta de cómo transcurría el tiempo. Ambas nos sobresaltamos cuando regresó la señorita Jenkyns y nos sorprendió llorando. Temí que se disgustara, pues a menudo le había oído decir que el llanto dificultaba la digestión y yo sabía que deseaba que la señorita Jessie se restableciera; sin embargo, empezó a dar vueltas nerviosamente a nuestro alrededor, con un aspecto extraño, y sin decir ni una palabra. Finalmente habló.

—¡Qué sobresalto! No, en realidad no me he sobresaltado. No me haga caso, querida Jessie. Me ha sorprendido, eso sí. He recibido una visita, alguien a quien conoció usted en otro tiempo.

La señorita Jessie se puso lívida, luego se sonrojó vivamente y miró con ansia a la señorita Jenkyns.

—Un caballero, querida, que desea saber si quiere recibirle.

—¿Es…? No, no lo es —balbuceó la señorita Jessie sin terminar la frase.

—Esta es su tarjeta —dijo la señorita tendiéndosela; mientras la señorita Jessie inclinaba la cabeza para leerla, la señorita Jenkyns inició una serie de guiños y muecas, a la vez que con los labios formaba una larga frase de la que, como es natural, no comprendí una palabra.

—¿Puede subir? —preguntó finalmente la señorita Jenkyns.

—Sí, claro. Por supuesto —respondió la señorita Jessie, como queriendo decir: «Esta es su casa y puede dejar entrar a los visitantes que le plazcan». Cogió la labor de punto de la señorita Matty y se entregó a ella con ardor, aunque me di cuenta de que temblaba de pies a cabeza.

La señorita hizo sonar la campanilla y al acudir la sirvienta a su llamada, le indicó que hiciera subir al mayor Gordon; acto seguido apareció un hombre alto, bien parecido, de mirada franca, de cuarenta años o más. Estrechó la mano de la señorita Jessie pero no pudo verle los ojos porque los mantenía fijos en el suelo. La señorita Jenkyns me pidió que la acompañara a la despensa a envasar las conservas y aunque la señorita Jessie me tiró del vestido e incluso me dirigió una mirada suplicante, no me atreví a negarme a acompañar a la señorita Jenkyns. En vez de envasar conservas en la despensa, no obstante, nos fuimos a hablar al comedor, y allí me contó lo que el mayor Gordon le había referido: que había servido en el mismo regimiento que el capitán Brown y que había conocido a la señorita Jessie, entonces una muchacha radiante de dieciocho años y un dulce aspecto; de aquel encuentro había nacido el amor por ella, aunque habían transcurrido varios años sin que se lo declarase; al entrar en posesión de una gran hacienda en Escocia gracias a la herencia de un tío suyo, le había propuesto matrimonio y había sido rechazado, aunque con tal agitación y evidente pesar que tuvo la certeza de que no le resultaba indiferente; y que había descubierto que el obstáculo era la enfermedad que ya entonces amenazaba sin remedio a su hermana. Ella le había mencionado que los médicos profetizaban un intenso sufrimiento y nadie más que ella podía cuidar de la pobre Mary y animar y consolar a su padre mientras durase la enfermedad. Mantuvieron largas discusiones y al negarse ella a darle palabra de matrimonio para cuando todo concluyera, él montó en cólera, rompió las relaciones y partió al extranjero con la certeza de que era una mujer insensible a quien más le valdría olvidar. Había estado viajando por Oriente y de regreso a casa, cuando se encontraba en Roma, había leído en el Galignani la noticia del fallecimiento del capitán Brown.

En aquel preciso instante, la señorita Matty, que había estado ausente toda la mañana y acababa de regresar, irrumpió con cara de consternación y visiblemente escandalizada.

—¡Válgame Dios! —exclamó—. Deborah, en la sala hay un caballero sentado con el brazo alrededor de la cintura de la señorita Jessie.

Los ojos de la señorita Matty reflejaban su espanto.

La señorita Jenkyns la puso en su sitio al instante.

—Es el lugar más adecuado del mundo para que ponga el brazo. Ve a ocuparte de tus cosas, Matilda.

Esto, dicho por su hermana, que siempre había sido un dechado de decoro femenino, fue un duro golpe para la infeliz señorita Matty, que abandonó el comedor doblemente escandalizada.

La última vez que vi a la pobre señorita Jenkyns fue muchos años después de este episodio. La señora Gordon mantuvo una relación cálida y afectuosa con todos los habitantes de Cranford. La señorita Jenkyns, la señorita Matty y la señorita Pole habían ido a visitarla y de regreso habían contado maravillas de la casa, del marido, de los vestidos y de su aspecto, pues la felicidad le había devuelto en parte su aspecto radiante de antaño; tenía uno o dos años menos de lo que habíamos creído. Seguía poseyendo unos ojos encantadores y los hoyuelos, ahora que era la señora Gordon, no parecían tan fuera de lugar. Como decía, la última vez que vi a la señorita Jenkyns era ya una anciana débil que había perdido en parte su carácter decidido. La pequeña Flora Gordon estaba pasando unos días con las dos hermanas y, cuando entré, leía en voz alta para la señorita Jenkyns, que yacía en el sofá débil y muy cambiada. Al verme, Flora dejó a un lado el Rambler.

—¡Ah! —exclamó la señorita Jenkyns—, me encuentra cambiada, ¿verdad? Ya no tengo la vista como antes. Sin las lecturas de Flora, no sé cómo pasaría el tiempo. ¿Ha leído alguna vez el Rambler? Es magnífico. ¡Magnífico! Y lo mejor para que Flora mejore su lectura. [Lo cual no pongo en duda, siempre que hubiera sido capaz de leer la mitad de las palabras sin tener que deletrearlas y comprendiera el significado de una tercera parte.]

—Es mejor que aquel viejo libro tan extraño con un título ridículo que le costó la vida al pobre capitán Brown; aquel libro del señor Boz, ya sabe: Old Poz. Cuando era niña (aunque de esto hace ya mucho tiempo) hice el papel de Lucy en Old Poz.

Siguió divagando un buen rato, el suficiente para que Flora lograse deletrear un buen fragmento de Canción de Navidad[7], que la señorita Matty había dejado encima de la mesa.