CAPÍTULO XIII
LA QUIEBRA
La misma mañana del martes en que el señor Johnson presentaba sus prendas de moda, la mujer cartero nos trajo dos cartas. Digo la mujer cartero aunque lo correcto sería decir la mujer del cartero; era este un zapatero cojo, un hombre limpio, honesto y muy respetado en la ciudad, pero nunca salía a repartir las cartas excepto en ocasiones especiales como Navidad o Viernes Santo; en estos días, las cartas que debían repartirse a las ocho de la mañana no se entregaban hasta las dos o las tres de la tarde porque todos querían tanto al bueno de Thomas que le brindaban una calurosa bienvenida para celebrar la festividad. Solía decir que «se había dado una panzada de comer porque en tres o cuatro casas a las que tenía que servir había tenido que quedarse a desayunar», y cuando había terminado el último desayuno, llegaba a casa de otro amigo que empezaba a almorzar; pero fuera cual fuera la tentación, Tom se mostraba siempre sobrio, gentil, sonriente y, como solía decir la señorita Jenkyns, era un modelo de paciencia, preciosa cualidad que ella dudaba que existiera en muchas mentes, donde, si no fuera por Thomas, habría yacido latente y desconocida. Y la paciencia, ciertamente, permanecía muy oculta en la mente de la señorita Jenkyns, que siempre esperaba cartas y tamborileaba con los dedos sobre la mesa hasta que la mujer cartero llamaba o pasaba de largo. El día de Navidad y el Viernes Santo repetía ese gesto desde la hora del desayuno hasta la hora de ir a misa, y desde que volvía de la iglesia hasta las dos de la tarde, excepto cuando tenía que remover la lumbre, momento en que invariablemente se le caía el atizador y regañaba a la señorita Matty por ello. Igualmente cierto era, sin embargo, que dispensaba a Thomas un caluroso recibimiento acompañado de una suculenta comida; la señorita Jenkyns, de pie junto a él como un dragón audaz, le preguntaba por sus hijos: qué hacían y a qué escuela iban, y le reprendía si había otro por venir, pero mandaba un chelín para cada criatura y un pastelillo de frutos secos como obsequio para todos los niños, además de media corona para el padre y para la madre. Para la señorita Matty, el correo no tenía ni la mitad de importancia, pero por nada del mundo habría privado a Thomas de la bienvenida y la dádiva, aunque yo veía que tal ceremonia más bien la intimidaba, mientras que la señorita Jenkyns la consideraba una oportunidad gloriosa para dar consejos y beneficiar a sus semejantes. La señorita Matty ocultaba el dinero en la mano, como avergonzada. La señorita Jenkyns le daba cada moneda por separado, a la vez que le decía: «Tome, esto es para usted; esto para Jenny, etc.». La señorita Matty hacía señas a Martha para que saliera de la cocina mientras él comía, y una vez, que yo sepa, hizo la vista gorda cuando uno de los manjares desapareció rápidamente en su pañuelo azul. La señorita Jenkyns casi le regañaba si no dejaba limpio el plato de bolsillo, por colmado que estuviera, y le daba una orden a cada bocado.
He divagado mucho desde que narré la llegada de las dos cartas que nos esperaban sobre la mesa del desayuno aquel martes por la mañana. La mía era de mi padre. La de la señorita Matty era un impreso. La carta de mi padre era la carta típica de un hombre, es decir, monótona y con la única información de que estaba bien, que habían tenido mucha lluvia, que los negocios estaban estancados y que corrían muchos rumores desagradables. También me preguntaba si sabía si la señorita Matty conservaba sus acciones en el Town and County Bank, pues los informes eran bastante desfavorables, aunque no más de lo que él siempre había vaticinado, y hacía muchos años que se lo había profetizado a la señorita Jenkyns, cuando esta invirtió allí su pequeña fortuna; fue el único paso en falso dado por aquella inteligente mujer, según tenía entendido (la única vez que supe que no había seguido su consejo). Sin embargo, si las cosas iban mal, no había ni que pensar en dejar a la señorita Matty mientras pudiera serle de alguna utilidad, etc.
—¿De quién es tu carta, querida? La mía es una invitación muy cortés, firmada por «Edwin Wilson», rogándome que asista a una reunión muy importante de accionistas del Town and County Bank que tendrá lugar el martes veintiuno en Drumble. Debo decir que han sido muy amables por recordármelo.
No me gustó aquello de «una reunión muy importante», pues aunque no tenía un gran conocimiento de los negocios, temía que se confirmase lo dicho por mi padre. Sin embargo, pensé que las noticias volaban y por consiguiente decidí no dar ninguna señal de alarma y me limité a informarla de que mi padre estaba bien y que le mandaba afectuosos saludos. Ella seguía dando vueltas a la carta con admiración. Finalmente dijo:
—Recuerdo que a Deborah le mandaron una igual, pero entonces no me sorprendió porque todo el mundo sabía que ella era muy lúcida. Temo que yo no voy a ser tan útil. La verdad es que si hablan de cuentas, me quedaré a medias porque siempre he sido incapaz de hacer una suma mentalmente. Deborah estuvo encantada de ir, lo sé; incluso se mandó hacer un sombrero nuevo para la ocasión; pero cuando llegó el día, tenía un mal resfriado, de modo que le mandaron un informe muy amable de lo que habían tratado. Elegían un nuevo director, me parece. ¿Crees que me llaman para elegir a un nuevo director? En este caso, puedes estar segura de que me decidiré por tu padre.
—Mi padre no tiene acciones en el banco —puntualicé.
—¡Es verdad! Ahora lo recuerdo. Creo que se oponía a que Deborah comprara algunas, pero ella era una auténtica mujer de negocios y siempre decidía por sí misma. Y ya ves, durante todos estos años han pagado a ocho por centavo.
Para mí era un tema muy incómodo porque no lo conocía más que a medias; intenté cambiar de conversación y le pregunté qué hora le parecía la mejor para ir a ver los modelos.
—Verás, querida —dijo—. La etiqueta manda ir después de las doce, pero entonces todo Cranford estará allí y no está bien que a una la vea todo el mundo demasiado interesada en vestidos, adornos y gorras. En tales ocasiones, es poco elegante demostrar una gran curiosidad. Deborah tenía una gracia especial para aparentar que la última moda no le resultaba nada nuevo, costumbre que había adquirido de lady Arley, que estaba al día de todas las novedades que aparecían en Londres. Me parece mejor que hagamos una escapada esta mañana, después del desayuno. Tengo que comprar media libra de té, de modo que podemos aprovechar para echar un vistazo a nuestras anchas y decidir cómo tengo que encargar mi nuevo vestido de seda. Luego, después de las doce, podemos volver tranquilas, sin tener que preocuparnos de nada más que de mirar.
Comenzamos a hablar del nuevo vestido de seda de la señorita Matty y me di cuenta de que era la primera vez en su vida que debía tomar por sí sola una decisión importante; la señorita Jenkyns tenía un carácter más enérgico, aunque su gusto fuera distinto: es sorprendente cómo esas personas arrastran a las demás por la simple fuerza de voluntad. La señorita Matty saboreaba con deleite la próxima visión de las piezas de tela satinada como si los cinco soberanos[33] que había apartado para comprar el vestido le permitieran adquirir todas las sedas de la tienda; al recordar que yo misma había perdido dos horas en una tienda de juguetes tratando de decidir en qué objeto maravilloso gastaría mis tres peniques de plata, me alegré mucho de que fuéramos temprano para que la señorita Matty pudiera recrearse en las delicias de la indecisión.
Si encontraba un verdemar adecuado, verdemar sería el vestido; si no, ella se decantaba por un color maíz y yo por un gris plateado; en el camino y hasta llegar a la tienda discutimos el número de piezas que harían falta. Teníamos que comprar el té, elegir la tela y luego trepar por una escalera de caracol de hierro que conducía hasta lo que en otros tiempos era el desván, aunque ahora servía de sala de exposición de los nuevos modelos.
Los dos dependientes de la tienda del señor Johnson lucían un inmejorable aspecto y su mejor corbata, y saltaban por encima del mostrador con una agilidad sorprendente. Querían llevarnos arriba de inmediato, pero preferimos seguir el principio de que primero es la obligación y luego la devoción y nos quedamos a comprar el té. Ahí la señorita Matty estaba tan distraída que se delató. Si alguna vez había tomado té verde, se sentía en la obligación de permanecer despierta la mitad de la noche siguiente (sé que lo ha tomado muchas veces sin saberlo y no ha sufrido tales efectos) y por consiguiente en su casa el té verde estaba prohibido; pero aquel día ella misma pidió el condenable artículo, sin duda porque estaba pensando en el color de la seda. No obstante, rectificó el error a tiempo y pudieron desplegar las telas sin más obstáculos. A aquella hora, la tienda ya estaba repleta, pues era día de mercado en Cranford y muchos ganaderos y labradores de las cercanías entraban alisándose el cabello y dirigiendo tímidas miradas oblicuas a su alrededor, ansiosos de volver a casa con alguna muestra de aquella insólita elegancia para sus esposas e hijas, aunque se sentían desplazados entre los atildados dependientes y los vistosos chales y estampados de verano. Sin embargo, un hombre de aspecto honrado se abrió paso hasta el mostrador y se atrevió a pedir que le mostraran algunos chales. Mientras los demás campesinos seguían confinados en la sección de comestibles, a nuestro vecino le embargaba un deseo demasiado evidente de complacer a su amada, esposa o hija para dejarse vencer por la timidez. Se me ocurrió pensar cuál de los dos, él o la señorita Matty, entretendría más tiempo a los vendedores. Para el hombre, cada chal que le mostraban le parecía más hermoso que el anterior, y la señorita Matty sonreía y suspiraba ante cada nueva pieza que le sacaban; un color daba realce a otro, y el conjunto, como ella misma dijo, haría palidecer incluso el arco iris.
—Temo que, sea cual sea el que elija, desearé haber comprado otro —dijo vacilando—. ¡Qué carmesí tan hermoso! Debe de ser muy cálido en invierno. Claro que ahora viene la primavera. ¡Quién pudiera tener un vestido para cada estación! —exclamó bajando la voz como se hacía siempre en Cranford cuando alguien expresaba el deseo de tener algo que no estaba a su alcance—. Sin embargo, sería una molestia tener que cuidar de tantos vestidos, si los tuviese —prosiguió en un tono más fuerte y jovial—. Creo que me quedaré sólo con uno. Pero ¿cuál debo elegir, querida?
Ahora dudaba ante una tela lila con lunares amarillos mientras yo entresacaba otra de un discreto color verde salvia que pasaba desapercibida ante otros colores más brillantes, pero que, sin embargo, era una seda excelente en su modesta clase. Nuestro vecino atrajo nuestra atención. Había elegido un chal que valía unos treinta chelines y su cara resplandecía de gozo al pensar la agradable sorpresa que proporcionaría a una Molly o a una Jenny de su casa. Tras sacar un portamonedas de piel del bolsillo de los pantalones, había extendido un pagaré por valor de cinco soberanos en pago del chal y otros paquetes que acababan de traer del mostrador de los comestibles. Fue en ese momento que atrajo nuestra atención. El dependiente examinaba el pagaré con aire confuso y titubeante.
—¡El Town and County Bank! No estoy seguro, señor, pero creo que esta misma mañana hemos recibido un aviso en contra de los pagarés emitidos por este banco. Voy a consultarlo con el señor Johnson, aunque me temo que deberé rogarle que me pague en efectivo o con un pagaré de otro banco.
Jamás había visto el semblante de un hombre adquirir tan repentinamente un aire de perplejidad y consternación. Casi daba lástima ver un cambio tan súbito.
—¡Maldita sea! —exclamó dando con el puño en el mostrador como queriendo probar cuál era más duro—. Este muchacho habla como si los pagarés y el oro no hubiera más que recogerlos del suelo.
Interesada por aquel hombre, la señorita Matty había olvidado el vestido de seda. Me pareció que no había captado el nombre del banco y en mi nerviosa cobardía deseaba ardientemente que no se enterase. Comencé a alabar la tela lila con lunares amarillos que yo misma había condenado con firmeza un minuto antes, mas no me valió de nada.
—¿Qué banco era? Quiero decir, ¿de qué banco es su pagaré?
—Del Town and County Bank.
—Permítame que lo vea —dijo tranquilamente al dependiente a la vez que se lo quitaba con delicadeza de la mano cuando este regresó para devolverlo al granjero.
El señor Johnson lo lamentaba mucho, pero según la información recibida, los pagarés emitidos por aquel banco eran como papel mojado.
—No lo comprendo —me susurró la señorita Matty—. Este es nuestro banco, ¿no es cierto? El Town and County Bank.
—Así es —respondí—. Esta seda lila combinaría muy bien con las cintas de su gorra nueva, ¿no le parece? —proseguí desplegando la tela para que le diera bien la luz y deseando que el hombre se diera prisa en marcharse. Y enseguida se me ocurrió algo que no había pensado: ¿hasta qué punto era lógico y sensato permitir que la señorita Matty hiciera una compra tan costosa si la situación del banco era tan delicada como hacía suponer el rechazo del pagaré?
La señorita Matty, no obstante, se revistió de una actitud digna muy peculiar suya, que raramente adoptaba aunque le sentaba muy bien, y apoyando dulcemente su mano sobre la mía, dijo:
—Olvídate de las sedas durante unos minutos, querida. No lo comprendo, señor —increpó al dependiente que había atendido al granjero—. ¿Se trata de un pagaré falsificado?
—No, no, señora. Es completamente legal. Verá, señora: es de un banco privado que según los informes está a punto de quebrar. El señor Johnson se limita a cumplir con su deber, señora, y estoy seguro de que el señor Dobson lo comprende.
El señor Dobson no podía responder con una sonrisa a la inclinación de cabeza que le dirigían. Estaba absorto, dando vueltas al pagaré entre los dedos y mirando con tristeza el paquete que contenía el chal que acababa de elegir.
—Es un golpe muy duro para un hombre pobre como yo —dijo—, que se gana cada cuarto de penique con el sudor de su frente. Pero no hay remedio. Coja su chal, señor. Lizzle seguirá llevando su capa quién sabe cuánto tiempo más. Los higos para los pequeños me los llevaré. Se los había prometido; pero el tabaco y las demás cosas…
—Le doy cinco soberanos por el pagaré, buen hombre —intervino la señorita Matty—. Creo que hay un grave error. Soy una de las accionistas y estoy segura de que me habrían avisado si las cosas no fueran bien.
El dependiente susurró unas palabras a la señorita Matty por encima del mostrador. Ella le miró con cara de duda.
—Tal vez sea así —respondió—. No pretendo entender de negocios. Sólo sé que si el banco va a quebrar y la gente honrada va a perder su dinero porque tienen nuestros pagarés… No sé explicarme —dijo al darse cuenta de que había iniciado una larga perorata ante una audiencia de cuatro personas—. Sólo sé que quiero cambiar mis libras de oro por este pagaré, si tiene la amabilidad. —Y dirigiéndose al granjero—: Ahora podrá llevarle el chal a su mujer. Todo se reduce a pasar unos días sin mi vestido nuevo —prosiguió dirigiéndose a mí—. Después, todo se aclarará. No me cabe la menor duda.
—¿Y si se aclara para mal? —inquirí.
—En ese caso, se reducirá a un simple acto de honradez por mi parte, como accionista que soy, de haber dado el dinero a este buen hombre. Lo tengo muy claro en la mente; no sé expresarme tan bien como otras personas, ya lo ve, pero se trata de que me entregue su pagaré, si es tan amable, señor Dobson, y que siga haciendo sus compras con estas monedas.
El hombre la contempló con callada gratitud, demasiado torpe para expresarse con palabras; se contuvo un par de minutos, titubeando con el pagaré en la mano.
—Me resisto a que otra persona pierda por mí, si va a haber tal pérdida; pero cinco libras es mucho dinero para un padre de familia y, según dice, hay diez probabilidades contra una de que en un par de días este pagaré vuelva a ser tan bueno como antes.
—No espere usted eso, amigo —dijo el vendedor.
—Entonces, razón de más para que lo acepte —respondió la señorita Matty con aplomo. Alargó las monedas al hombre, que lentamente le entregó el pagaré a cambio—. Gracias. Esperaré uno o dos días a comprar una de estas sedas; quizá para entonces tenga usted más donde elegir. ¿Me acompañas arriba, querida?
Examinamos minuciosamente los modelos con el mismo interés curioso que si hubiéramos comprado la tela a la cual aplicarlos. No me pareció que el pequeño incidente ocurrido en la tienda hubiera disminuido en absoluto la curiosidad de la señorita Matty por la forma de las mangas o la caída de las faldas. Nos felicitamos una o dos veces por la oportunidad de poder ver los chales y sombreros a nuestras anchas y sin compañía, pero todo el tiempo no estuve muy segura de que nuestra visita fuese tan solitaria, pues vislumbré una figura que se ocultaba tras los mantos y las capas, y con un hábil movimiento me encontré frente a frente con la señorita Pole, vestida también de mañana (cuya principal característica era no llevar los dientes y se cubría con un velo para ocultar la deficiencia), que venía con el mismo objeto que nosotras. Sin embargo, se marchó enseguida porque, según dijo, le dolía la cabeza y no se sentía con ánimos de mantener una conversación.
Cuando bajamos a la tienda, nos esperaba el señor Johnson, tan cortés; le habían informado del cambio del pagaré por el oro y con muy buena disposición y gran amabilidad, aunque con cierta falta de tacto, deseaba expresar sus condolencias a la señorita Matty y recalcarle el verdadero estado de la situación. Sólo me cabía esperar que hubiera oído rumores exagerados, pues afirmaba que las acciones ya no valían nada y que el banco no pagaría ni un chelín por libra. Me alegró comprobar que la señorita Matty parecía aún un poco incrédula, mas no podía asegurar hasta qué punto su actitud era real o fingida, por el dominio del que en Cranford solían hacer gala las damas de la categoría de la señorita Matty, que habrían considerado comprometida su dignidad por la más ligera expresión de sorpresa, desaliento u otro sentimiento similar ante alguien de condición social inferior o en un establecimiento público. No obstante, regresamos a casa en silencio. Me avergüenza confesar que creo que me molestó y contrarió la conducta de la señorita Matty al quedarse el pagaré con tanta decisión. Me había hecho a la idea de que se iba a hacer un vestido de seda nuevo, que, por desgracia, necesitaba. Por lo general, era tan indecisa que cualquiera podía hacerla cambiar de opinión; en este caso, me pareció que no valía la pena intentarlo, pero estaba preocupada por el resultado.
Después de las doce, ambas reconocimos que nuestra curiosidad por los modelos ya estaba saciada y que cierta fatiga física (que en realidad era decaimiento del espíritu) nos indisponía a salir de nuevo. Seguimos sin hablar del pagaré. De repente algo se apoderó de mí y pregunté a la señorita Matty si pensaba que era su deber ofrecer soberanos de oro a cambio de todos los pagarés del Town and County Bank con que se topase. Sentí deseos de morderme la lengua en el mismo momento de formular la pregunta.
Me miró con tristeza, como si hubiera introducido un nuevo elemento de perplejidad en su ya fatigada mente; permaneció un par de minutos en silencio y luego ella, mi querida señorita Matty, dijo sin la menor sombra de reproche en la voz:
—Nunca me he sentido lo que la gente llama un espíritu fuerte y a menudo es para mí una tarea ardua decidir lo que debo hacer cuando me enfrento a una nueva situación. Estoy muy contenta de que… estoy muy contenta de haber visto cuál era mi deber esta mañana, ante aquel pobre hombre; pero es un esfuerzo muy grande seguir pensando y dándole vueltas a lo que debería hacer si se presentara la misma situación otra vez. Creo que prefiero esperar a que esto ocurra y no dudo que entonces responderé, siempre que la inquietud no me lleve a precipitarme. Yo no soy como Deborah, lo sabes muy bien. Si ella viviera, hubiera vigilado para que no llegaran al estado en el que se encuentran ahora.
Ninguna de las dos teníamos apetito para almorzar, pero tratamos de charlar con jovialidad de cosas triviales. Al regresar a la sala, la señorita Matty abrió su escritorio y se puso a revisar sus libros de cuentas. Me sentía tan culpable por mi comentario de la mañana que no tuve la osadía de suponer que podía ayudarla; más valía dejarla sola, con las cejas arqueadas, la mirada resiguiendo la pluma y abajo de la página pautada. Al poco rato cerró el libro, echó la llave al escritorio, cogió una silla y vino a sentarse a mi lado, junto a la lumbre, donde yo seguía apesadumbrada. Puse mi mano entre las suyas y la estrechó sin pronunciar ni una palabra. Finalmente, con voz de forzada serenidad, dijo: «Si ese banco quiebra, perderé ciento cuarenta y nueve libras, trece chelines y cuatro peniques por año; sólo me quedarán trece libras anuales». Le apreté la mano con fuerza. No sabía qué decirle. Al instante, noté que sus dedos se movían convulsivamente en mi mano (estaba demasiado oscuro para verle el rostro) y supe que iba a hablar de nuevo. Oí que sollozaba al decir: «No sé si está mal, si es una maldad, pero ¡me alegro tanto de que Deborah se haya ahorrado este trance! Por nada del mundo habría soportado venir a menos; tenía un espíritu demasiado noble y elevado».
Aquello fue todo lo que dijo acerca de su hermana, quien había insistido en invertir su modesto capital en aquel banco funesto. Aquella noche encendimos la vela más tarde de lo acostumbrado y hasta que la presencia de la luz no nos forzó a hablar, permanecimos sentadas juntas, tristes y silenciosas. Después del té, sin embargo, cogimos la labor con forzada jovialidad (que pronto se hizo real, en la medida de lo posible), y nos pusimos a hablar de aquella inagotable maravilla que suponía la boda de lady Glenmire. A punto estuvo la señorita Matty de aceptarla como positiva.
—No niego que los hombres son una molestia en casa. No juzgo por propia experiencia, pues mi padre era la limpieza personificada y antes de entrar se limpiaba los zapatos con tanto esmero como una mujer; pero los hombres tienen un determinado conocimiento de cómo hay que proceder ante las dificultades y resulta muy agradable tener a alguien que te tienda la mano. Ahora lady Glenmire, en vez de andar deambulando con la inseguridad de dónde instalarse, tendrá un hogar y estará rodeada de gente amable y cariñosa, como la buena de la señorita Pole y el señor Forrester. Y el señor Hoggins es, a fin de cuentas, un hombre muy agradable; y en cuanto a sus modales, aunque no sean muy refinados, he conocido a gente de buen corazón y claro entendimiento que no respondían a lo que la gente entiende por persona distinguida, pero eran formales y cariñosos.
Cayó en un dulce ensueño protagonizado por el señor Holbrook. No la interrumpí, ocupada como estaba en madurar un plan que me rondaba por la cabeza desde hacía varios días y que se precipitaba ahora por la amenaza de quiebra del banco. Aquella noche, después de acostarse la señorita Matty, volví a encender la vela alevosamente y me senté en la sala para redactar una carta a Aga Jenkyns; una carta que le conmovería si era Peter y que le parecería una simple enunciación de hechos escuetos si se trataba de un desconocido. Cuando en el reloj de la iglesia dieron las dos, aún no la había concluido.
A la mañana siguiente llegó la noticia, oficial y oficiosa, de que el Town and County Bank había dejado de hacer efectivos los pagos. La señorita Matty estaba arruinada.
Trató de hablarme con serenidad, pero al referir que no tendría más que unos cinco chelines a la semana para vivir, no pudo contener unas lágrimas.
—No lloro por mí, querida —dijo al tiempo que las enjugaba—. Creo que me duele la absurda idea de cuánto se afligiría mi madre si pudiera verlo. Ella que siempre se preocupó por nosotros más que por ella misma. Sin embargo, mucha gente pobre tiene menos aún que yo; no soy derrochadora y, a Dios gracias, en cuanto pague el pescuezo de añojo, el sueldo de Martha y el alquiler de la casa, no quedará nada a deber. ¡Pobre Martha! Creo que sentirá mucho tener que dejarme.
La señorita Matty me sonrió entre las lágrimas y de buen grado me hubiera permitido ver sólo la sonrisa, y no el llanto.