CAPÍTULO XVI
PAZ EN CRANFORD
No sorprendió a nadie que el señor Peter llegara a ser tan querido en Cranford. Las señoras rivalizaban entre sí sobre cuál le admiraba más y no es de extrañar, pues sus vidas tranquilas se vieron agitadas hasta lo indecible con su venida de la India, en especial cuando el recién llegado les contaba aventuras más maravillosas que la de Simbad el marino. Como decía la señorita Pole, eran tan buenas como los cuentos de Las mil y una noches. Yo, por mi parte, que me había pasado la vida entre Drumble y Cranford, opinaba que las historias del señor Peter, aunque asombrosas, podían ser verídicas; pero cuando observé que si una noche nos tragábamos una anécdota de magnitud tolerable, la siguiente venía con una dosis considerablemente aumentada, comencé a ponerlo en tela de juicio, especialmente cuando me di cuenta que los relatos de la vida india eran más insulsos si su hermana se hallaba presente; no porque ella supiese más que nosotras, sino tal vez menos. Observé también que cuando el párroco venía de visita, el señor Peter hablaba de distinta manera acerca de los países en que había vivido, y no creo que las damas de Cranford le considerasen tan maravilloso viajero si sólo lo oyesen hablar en aquel tono tan apacible. Le preferían, sin duda, por ser lo que llamaban «tan oriental».
Un día, en una selecta reunión ofrecida en su honor por la señorita Pole (de la cual, puesto que la señora Jamieson la honraba con su presencia e incluso se había ofrecido a enviar al señor Mulliner para que ayudase a servir, fueron necesariamente excluidos el señor y la señora Hoggins y también la señora Fitz-Adam), aquel día, como iba diciendo, el señor Peter dijo que estaba cansado de sentarse erguido y apoyándose contra el respaldo duro de aquellas sillas incómodas y preguntó si podía tomarse la libertad de sentarse en el suelo con las piernas cruzadas. La señorita Pole se apresuró a dar su consentimiento y él adoptó su nueva postura con la mayor solemnidad. No obstante, cuando la señorita Pole me preguntó en un audible susurro «si no me recordaba al Padre de los Fieles», no pude por menos que pensar en el pobre Simon Jones, el sastre cojo, y mientras la señora Jamieson comentaba pausadamente la elegancia y la conveniencia de semejante postura, me vino a la memoria cómo nos habíamos abandonado a su influencia en el momento de condenar al señor Hoggins por su vulgaridad, sólo porque cruzaba las piernas cuando estaba sentado, bien erguido, en una silla. Las maneras del señor Peter a la hora de comer también resultaban un tanto extrañas para las damas como la señorita Pole, la señorita Matty y la señora Jamieson, en especial cuando me acordaba de los guisantes intactos y el tenedor de dos puntas de aquella cena en casa del malogrado señor Holbrook.
La mención del nombre de este caballero me trae a la memoria una conversación entre el señor Peter y la señorita Matty una tarde del verano siguiente a su regreso a Cranford. El día había sido muy caluroso y la señorita Matty estaba sofocada por la temperatura, mientras que aquel tiempo deleitaba a su hermano. Recuerdo que fue incapaz de dedicarse a la que últimamente era su ocupación favorita, cuidar a la criatura de Martha, que pasaba tanto tiempo en sus brazos como en los de su madre mientras su escaso peso fuera soportable para la fragilidad de la señorita Matty. El día al que me refiero, esta parecía más débil y lánguida que de costumbre y no se reanimó hasta que el sol se puso y le instalaron el sofá junto a la ventana abierta, a través de la cual, aunque daba a la calle principal de Cranford, entraban ráfagas de aroma fragante de los campos de heno vecinos, transportado por la suave brisa que agitaba el pesado aire del crepúsculo estival y luego amainaba. El silencio de la atmósfera sofocante se perdía entre las voces apagadas que procedían de puertas y ventanas abiertas. Incluso los niños permanecían en la calle, a pesar de la avanzada hora (entre las diez y las once), divirtiéndose con sus juegos, actividad para la que habían carecido de fuerzas durante el día. Para la señorita Matty era un motivo de satisfacción ver que se encendían pocas velas, incluso en aquellas casas que aparentaban más señales de vida. El señor Peter, la señorita Matty y yo habíamos permanecido en silencio un buen rato, cada uno sumido en su propio ensueño, cuando el señor Peter lo interrumpió.
—¿Sabes, mi pequeña Matty, que cuando abandoné Inglaterra habría jurado que ibas derecha al matrimonio? Si alguien me hubiera dicho que vivirías y morirías soltera, me habría reído en sus barbas.
La señorita Matty no hizo comentario alguno y en vano traté de encontrar un tema para desviar la conversación, pero estaba alelada y, antes de que pudiera decir nada, él prosiguió:
—Era Holbrook, aquel buen muchacho tan varonil que vivía en Woodley, quien yo creía que se llevaría a mi pequeña Matty. Ahora tal vez no lo crea, Mary, pero en otros tiempos mi hermana fue una joven muy bonita; por lo menos, eso opinaba yo, y creo que también el pobre Holbrook. ¿Cómo se le ocurriría morirse antes de que yo viniese a agradecerle su benevolencia con aquel mozalbete inútil que era yo entonces? Eso fue lo que me indujo a pensar que le interesabas; en todas nuestras expediciones de pesca era Matty, Matty, el eterno tema de conversación. ¡Pobre Deborah! ¡Qué sermón me echó cuando le invité a almorzar un día que ella había visto el carruaje de los Arley en la ciudad y pensó que milady podía venir a visitarnos! De eso hace muchos años, más de la mitad de una vida, aunque parece que fue ayer. No conozco a ningún otro hombre que me hubiera gustado tanto como cuñado. Debiste de jugar mal tus cartas, mi pequeña Matty. En cierto modo, necesitabas que tu hermano te hiciera de correveidile, ¿no es así, pequeña? —dijo extendiendo la mano para coger la de ella, que descansaba sobre el sofá—. Pero ¿qué ocurre? Estás temblando y tiritando, con esta condenada ventana abierta. ¡Ciérrela inmediatamente, Mary!
Así lo hice, y a continuación me incliné para besar a la señorita Matty y ver si era cierto que estaba helada. Me cogió la mano y la apretó con fuerza, inconscientemente, creo, pues tras un par de minutos estaba hablando con su voz de siempre y nos tranquilizaba con su sonrisa, aunque se sometió con paciencia a las prescripciones que le impusimos de abrigarse al calor de la cama y de tomar un vaso de carraspada suave. Yo me iba de Cranford al día siguiente y antes de partir pude comprobar que los efectos de la ventana abierta habían desaparecido. Durante las últimas semanas de mi estancia había supervisado la mayor parte de los cambios necesarios en la casa. La tienda volvía a ser el salón y las habitaciones que resonaban de tan vacías estaban amuebladas de nuevo hasta las mismas buhardillas.
Se había pensado en establecer a Martha y Jem en otra casa, pero la señorita Matty no quiso siquiera oír hablar de ello. Debo decir que jamás la había visto tan excitada como cuando la señorita Pole dio por sentado que aquella era la solución más deseable. Mientras Martha quisiera permanecer con la señorita Matty, esta estaría profundamente agradecida por tenerla a su lado; sí, y también a Jem, que era un hombre muy agradable para tener en la casa, pues no le veía más que al final de la semana. Respecto a los niños que pudieran venir, si todos iban a ser tan encantadores como Matilda, su ahijada, no le importaba el número, si a Martha tampoco. Además, la próxima niña se llamaría Deborah —punto en el que la señorita Matty había cedido a regañadientes ante la terca decisión de Martha de que a la primera le pusieran Matilda—. Así pues, la señorita Pole tuvo que bajar la cabeza, e incluso la voz, cuando me dijo que, puesto que el matrimonio Hearn iba a seguir viviendo en la misma casa que la señorita Matty, habíamos hecho santamente al coger a la sobrina de Martha como ayudante.
Dejé a la señorita Matty y al señor Peter bien instalados y satisfechos; el único motivo de pesar para el bondadoso corazón de una y la naturaleza cordial y sociable del otro era la desdichada enemistad entre la señora Jamieson y los plebeyos Hoggins y sus seguidores. Un día profeticé en broma que aquella situación se prolongaría hasta que la señora Jamieson o el señor Mulliner enfermasen, en cuyo caso estarían entusiasmados de ser amigos del señor Hoggins; a la señorita Matty, sin embargo, no le pareció bien que me tomase a la ligera algo tan serio como la enfermedad y antes de que finalizase el año todo se había solucionado de la manera más satisfactoria.
Una prometedora mañana de octubre recibí dos cartas procedentes de Cranford. La señorita Pole y la señorita Matty me escribían para rogarme que fuera a Cranford para encontrarme con los Gordon, que habían regresado a Inglaterra sanos y salvos con sus dos hijos ya bastante crecidos.
Jessie Brown conservaba su carácter amable, aunque hubiese cambiado de nombre y de estado civil, y escribió notificando que ella y el comandante Gordon pensaban estar en Cranford el día catorce y que esperaba y rogaba que transmitieran sus saludos a la señora Jamieson (nombrada en primer lugar, como correspondía a su honorable condición), la señorita Pole y la señorita Matty (¿cómo iba a olvidar su bondad para con su padre y hermana?), la señora Forrester, el señor Hoggins (aquí aludía de nuevo al buen trato que había dispensado a los fallecidos antaño), a su nueva esposa, a quien la señora Gordon anhelaba conocer y que era, además, una antigua conocida de su marido en Escocia. Resumiendo, los nombraba a todos, desde el párroco (destinado a Cranford en el periodo transcurrido entre el fallecimiento del capitán Brown y la boda de la señorita Jessie, ahora vinculado a este último acontecimiento) hasta la señorita Betty Barker. Todos estaban invitados a la comida. Todos excepto la señora Fitz-Adam, que se había instalado en Cranford después de la época de la señorita Jessie Brown, y a quien vi un tanto abatida por culpa de la omisión. La gente se sorprendía de que la señorita Betty Barker formara parte de la honorable lista, pero, como apuntó la señorita Pole, no había que olvidar el desdén por las reglas sociales de la vida que el capitán había inculcado a sus hijas, y en su honor nos tragamos el orgullo. Sin duda la señora Jamieson tomó como un cumplido que pusieran a la señorita Betty (su antigua criada) al mismo nivel que «los Hoggins».
Cuando llegué a Cranford, no habían trascendido aún las intenciones de la señora Jamieson. ¿Acudiría o no, la honorable señora? El señor Peter declaró que era su deber y que, por consiguiente, iría; la señorita Pole sacudió la cabeza con desaliento. El señor Peter era, sin embargo, un hombre de recursos. En primer lugar, convenció a la señorita Matty para que escribiera a la señora Gordon para poner en su conocimiento la existencia de la señora Fitz-Adam y a la vez rogarle que incluyera en su amable invitación a una persona tan buena, cordial y generosa. Llegó una respuesta a vuelta de correo en forma de pulcra invitación para la señora Fitz-Adam y una petición a la señorita Matty de que ella misma la entregara personalmente y explicase la anterior omisión. La señora Fitz-Adam se emocionó mucho y no cesaba de dar las gracias a la señorita Matty. El señor Peter había dicho: «Dejadme a la señora Jamieson», y así lo hicimos, sobre todo porque no sabíamos qué hacer para alterar su decisión, si es que había tomado alguna.
Ni yo ni la señorita Matty sabíamos cómo estaban las cosas hasta que, el día antes de la llegada de la señora Gordon, la señorita Pole me preguntó si a mi parecer había alguna idea de matrimonio entre el señor Peter y la señora Jamieson, pues esta finalmente iba a asistir al almuerzo en el George. Había mandado al señor Mulliner a pedir que pusieran un taburete junto al asiento situado en el rincón más caliente de la habitación, pues pensaba asistir y sabía que las sillas eran muy altas. La señorita Pole había cazado al vuelo la noticia que le dio pie a formular toda clase de conjeturas y a lamentarse más aún. «Si Peter se casaba, ¿qué sería de la pobre señorita Matty? ¡Y nada menos que con la señora Jamieson!». La señorita Pole parecía pensar que en Cranford había otras damas con más méritos para merecer tal elección, y supongo que tenía a alguna soltera en mente, pues no cesaba de repetir: «Qué falta de delicadeza en una viuda, pensar semejante cosa».
Cuando regresé a casa de la señorita Matty, empecé a pensar que tal vez el señor Peter pensara en la señora Jamieson como esposa y la idea me disgustaba tanto como a la señorita Pole. El señor Peter llevaba en la mano la prueba de imprenta de un inmenso cartel que rezaba: «El signor Brunoni, mago del reino de Delhi, del rajá de Oude y del gran lama del Tíbet, etc., etc., iba a ofrecer una única representación en Cranford» la noche siguiente; y la señorita Matty, exultante de alegría, me enseñó una carta de los Gordon prometiendo asistir a tan gozoso acontecimiento que, según decía la señorita Matty, era enteramente obra de Peter. Había escrito al signor para invitarle, y él correría con todos los gastos. Se mandarían entradas gratuitas a tanta gente como cupiera en la sala. En una palabra, la señorita Matty estaba encantada con el plan y decía que al día siguiente Cranford le recordaría el Preston Guild, donde había acudido en su juventud. Un almuerzo en el George, con el querido matrimonio Gordon, y por la noche el sxzignor en la sala de actos. Yo sólo veía, sin embargo, las palabras fatídicas:
«Bajo el patrocinio de la HONORABLE SEÑORA JAMIESON».
Así pues, ella era la elegida para presidir el espectáculo del señor Peter. ¿Acaso iba a desplazar a la señorita Matty del corazón de su hermano y devolverla a su vida solitaria? No esperaba el día siguiente con ilusión y cualquier inocente expectativa de la señorita Matty no hacía más que acrecentar mi malestar.
Así pues, enojada e irritada, y exagerando cualquier incidente menor que pudiera aumentar mi enfado, seguí hasta que nos congregamos todos en el gran salón del George. El comandante y la señora Gordon, así como la hermosa Flora y el señor Ludovic, tenían el aspecto más magnífico, radiante y cordial que pudiera existir, pero yo apenas me fijaba en ellos pues no apartaba la mirada del señor Peter, y me fijé que la señorita Pole estaba igualmente ocupada. Jamás había visto a la señora Jamieson tan viva y animada y su rostro expresaba el mayor interés en lo que decía el señor Peter. Me acerqué para escuchar y cuál no sería mi alivio al oír que las suyas no eran palabras de amor, sino que, a juzgar por su semblante grave, estaba enfrascado en sus viejos trucos. Le hablaba de sus viajes por la India y describía la imponente altitud de las montañas del Himalaya: con cada descripción aumentaba su tamaño, y cada una excedía en absurdidad a la anterior, pero la señora Jamieson se divertía de verdad, llena de buena fe. Supongo que necesitaba estímulos fuertes que la ayudasen a salir de la apatía. El señor Peter puso la guinda a su relato diciendo que, como era natural, a semejante altitud no había ninguno de los animales que existían en los parajes más bajos; la caza era totalmente diferente. Una vez que había disparado contra un animal volador, al caer este comprobó con espanto que había abierto fuego contra un querubín. En aquel momento, el señor Peter captó mi mirada y me hizo un guiño tan divertido que estuve segura de que no abrigaba ningún deseo de casarse con la señora Jamieson. Ella estaba paralizada de terror.
—¡Señor Peter! ¿Mató a un querubín de un tiro? ¡Me temo que esto es un sacrilegio!
El señor Peter recuperó la compostura al instante y aparentó estar sorprendido por la idea, que, como dijo con bastante sinceridad, era la primera vez que se le ocurría. La señora Jamieson debió de recordar que el hombre había vivido largo tiempo entre salvajes, los cuales eran siempre paganos y algunos, temía, manifiestos disidentes[38]. Entonces, viendo que se acercaba la señorita Matty, el señor Peter cambió bruscamente de conversación y tras unos instantes se volvió hacia mí para decirme: «No se sorprenda, querida Mary, por mis historias fantasiosas. Considero a la señora Jamieson una pieza fácil, y además tengo la intención de propiciarme su voluntad, y el primer paso es mantenerla bien despierta. La he engatusado para que viniera pidiéndole permiso para emplear su nombre como patrocinadora de la sesión de esta noche de ese pobre ilusionista, y no quiero darle tiempo para que despliegue su rencor contra los Hoggins, que ahora mismo hacen su aparición. Deseo que todos sean amigos porque tales desavenencias abruman mucho a Matty. Volveré a la carga enseguida, así que no debe asustarse. Esta misma noche pienso hacer mi entrada en la sala de actos con la señora Jamieson a un lado y milady, la señora Hoggins, al otro. Vaya si lo conseguiré».
Quién sabe cómo, pero lo hizo. Y logró que se enfrascaran en una misma conversación. El comandante y la señora Gordon colaboraron en la buena obra con su perfecta ignorancia de cualquier posible frialdad existente entre los habitantes de Cranford.
Desde aquel día reinó en la sociedad de Cranford la antigua cordialidad, lo cual agradezco por el amor que siente mi querida señorita Matty por la paz y la bondad. Todos apreciamos a la señorita Matty, y creo que de algún modo todos somos mejores cuando ella está cerca.