CAPÍTULO VI
POBRE PETER
La carrera del pobre Peter se presentaba muy bien trazada por sus afectuosos amigos, pero Bonus Bernardus non videt omnia tampoco en este trazado. Iba a graduarse en la Shrewsbury School y más tarde se licenciaría en Cambridge, tras lo cual le esperaba un beneficio eclesiástico, prebenda de su padrino, sir Peter Arley. ¡Pobre Peter! Su suerte en la vida habría de ser muy distinta a la que sus amigos habían planeado y esperado. La señorita Matty me refirió toda la historia y creo que hacerlo le supuso un gran alivio.
Era el preferido de su madre, que adoraba a todos sus hijos aunque tal vez la intimidaban un poco las cualidades superiores de Deborah, favorita de su padre y que, cuando Peter le defraudó, se convirtió en su orgullo. La única distinción que Peter obtuvo en Shrewsbury fue la reputación de ser el mejor camarada que existiera jamás y el campeón de la escuela en el arte de gastar bromas. Su padre sufrió un desengaño, pero se dispuso a remediarlo enérgicamente: puesto que su economía no le permitía ponerle un preceptor, le daría lecciones él mismo; la señorita Matty me detalló la gran cantidad de léxicos y diccionarios que se dispusieron en el despacho de su padre el día en que Peter inició las clases.
—¡Pobre madre! —dijo—. Recuerdo que se quedaba en el vestíbulo, junto a la puerta del despacho, para captar el tono de voz de mi padre. No tenía más que ver su cara para saber de inmediato si todo funcionaba como era debido. Y todo marchó a la perfección durante una buena temporada.
—¿Qué lo estropeó? —pregunté—. El fastidioso latín, como si lo viera.
—No. No fue por culpa del latín. Peter se había ganado el favor de mi padre porque cumplía bien con lo que le mandaba. El problema es que el muchacho creía que podía reírse y burlarse de los habitantes de Cranford, y a estos no les hacía ninguna gracia. Es natural: a nadie le gusta. Siempre les hacía cochinadas, aunque esta no es una expresión nada elegante; espero que no le digas a tu padre que la he empleado; no me gustaría que creyera que no tengo vocabulario, después de vivir tantos años con una mujer como Deborah. Y sobre todo, no la emplees nunca. No sé cómo se me ha escapado; supongo que pensando en el pobre Peter, que siempre la decía. Sin embargo, en muchos aspectos era un chico muy educado. En cierto modo se parecía al capitán Brown, siempre dispuesto a ayudar a un anciano o a un niño. Sin embargo, le gustaba gastar bromas y hacer burlas y se figuraba que las ancianas de Cranford se lo creían todo. En aquella época había muchas mujeres mayores en esta ciudad; ahora somos una mayoría, ya lo sé, pero no somos tan viejas como las que había cuando yo era niña. Me entran ganas de reír cuando pienso en las bromas de Peter. No, no voy a hablar de ellas porque no te escandalizarían como es debido, y de verdad eran escandalosas. Una vez llegó a embaucar a mi padre: vestido de mujer, se paseó por la ciudad anunciando su deseo de ver al párroco de Cranford, «que había publicado aquel admirable sermón ante el juez de la audiencia». Peter contaba que se había asustado mucho al ver que su padre se dejaba engañar y hasta se ofrecía a hacer una copia de todos sus sermones sobre Napoleón Bonaparte exclusivamente para ella (para él, quiero decir… no, para ella, porque Peter en aquel momento era una mujer). Me contó que mientras mi padre hablaba, había sentido un pavor jamás experimentado. Ni por un momento se le había ocurrido que su padre pudiera creerle; y sin embargo, si no le hubiese creído, Peter se hubiera enfrentado a un grave problema. De todas maneras, las consecuencias no fueron satisfactorias en absoluto para Peter, pues mi padre lo tuvo copiando sin respiro los doce sermones de Bonaparte para entregárselos a la mujer, es decir, al propio Peter. Ya me entienden: porque la señora era él. Uno de aquellos días, Peter sintió un deseo inmenso de ir a pescar y exclamó: «¡Que el diablo se la lleve!» (un lenguaje muy grosero, es cierto, pero Peter no siempre era tan comedido como debía). Mi padre se encolerizó tanto con él que yo estaba casi muerta del susto y a la vez apenas podía contener la risa viendo las pequeñas reverencias que hacía Peter disimuladamente cada vez que mi padre hablaba del excelente gusto y profundo discernimiento de la dama.
—¿Y la señorita Jenkyns? ¿Tenía conocimiento de estas bromas? —pregunté.
—Por supuesto que no. Deborah se habría escandalizado. No, sólo lo sabía yo. Habría deseado conocer siempre lo que Peter se llevaba entre manos, pero no siempre me hacía partícipe de ello. Decía que las ancianas del lugar necesitaban tener algo de qué hablar, pero no creo que fuera cierto. Recibían el St. James Chronicle tres veces por semana, igual que ahora, y no puede decirse que nos falten temas de conversación. Recuerdo el parloteo que se organizaba cuando se reunían unas cuantas mujeres, aunque bien mirado es probable que los estudiantes hablen más aún que las señoras. Al final ocurrió algo muy triste.
La señorita Matty se levantó, se dirigió a la puerta de entrada y la abrió; no había nadie. Llamó a Martha con la campanilla y, cuando esta acudió, su ama le pidió que fuera a buscar huevos a una granja que se encontraba en el otro extremo del pueblo.
—Voy a cerrar con llave cuando te hayas ido, Martha. No te da miedo ir sola, ¿verdad?
—En absoluto, señora. Jem Hearn se sentirá muy halagado de acompañarme.
La señorita Matty se irguió y tan pronto como nos quedamos solas expresó su deseo de que Martha observase mayor reserva y recato.
—Voy a apagar la vela. Podemos hablar perfectamente al resplandor de la lumbre. Bien, prosigamos. Deborah pasaba quince días fuera de casa. Recuerdo perfectamente que hacía un día sereno y apacible, y que las lilas estaban en flor, así que deduzco que era primavera. Mi padre había ido a visitar a unos feligreses enfermos. Parece como si lo viera ahora: salió de casa con peluca, sombrero de teja y bastón. Ignoro qué demonio poseía a nuestro pobre Peter, pues tenía el carácter más dulce y sin embargo parecía que disfrutaba molestando continuamente a Deborah. Le irritaba que ella jamás se riese de sus bromas y le considerase poco caballeroso y carente de voluntad para perfeccionar su espíritu.
»Pues bien, parece que fue al cuarto de su hermana y se atavió con un vestido viejo, un chal y una gorra: exactamente las prendas que ella solía ponerse en Cranford y que todos conocían bien; convirtió una almohada en la figura de un recién nacido con largos faldones blancos. Seguro que la puerta está bien cerrada, ¿verdad? No quisiera que nadie me oyera. Según justificó más tarde, sólo pretendía que en la ciudad tuvieran algo de qué hablar; no se le ocurrió que podía perjudicar a Deborah. Salió de la casa y empezó a pasear arriba y abajo por el camino de los avellanos del jardín, medio oculto y medio visible a través de la verja. Mecía la almohada como si fuera un niño y le decía las ridiculeces que suele dirigirles la gente. Y entonces, ¡Virgen santa!, mi padre enfiló la calle con paso majestuoso, como era su costumbre, y vio una pequeña multitud vestida de negro (había por lo menos veinte personas) atisbando a través de los barrotes de la verja. En un principio, suponiendo que contemplaban el nuevo rododendro en flor del que se sentía tan orgulloso, aflojó el paso para darles tiempo a admirarlo a la vez que pensaba si de aquella situación podría derivar un sermón considerando la posible relación entre los rododendros y los lirios del campo. ¡Pobre padre mío! Cuando estuvo más cerca se sorprendió de que aún no lo hubieran visto, pero las cabezas seguían apiñadas espiando sin descanso. Mi padre se entremezcló con ellos con la intención, según explicó más tarde, de invitarlos a pasar con él al jardín para admirar el hermoso producto de la vegetación, cuando (¡Cielo santo!, tiemblo sólo de pensarlo) él también miró por la reja y vio… no sé lo que creyó ver, pero el viejo Clare me dijo que estaba tan furioso que su rostro adquirió el color de la ceniza y los ojos echaban chispas bajo las negras cejas fruncidas; en un tono amenazador, mandó que todos siguieran donde estaban, que nadie se fuera, que no dieran ni un paso, y como un rayo se plantó en la entrada del jardín, bajó por el camino de los avellanos, asió al pobre Peter, le arrancó la ropa (gorra, chal, vestido, todo) y arrojó la almohada a la gente por encima de la verja; entonces, tan intensa era su cólera, que delante de todo el mundo blandió el bastón y apaleó a Peter. Dios mío, aquella travesura juvenil en aquel día soleado, cuando todo parecía ir sobre ruedas, destrozó el corazón de mi madre y cambió a mi padre para el resto de su vida. Nunca más fue el mismo. El viejo Clare dijo que Peter, tan pálido como mi padre, aguantó la paliza inmóvil como una estatua, ¡y mi padre golpeaba de firme! Cuando finalmente este se detuvo para tomar aliento, Peter con la voz ronca y aún inmóvil, preguntó «¿Tiene bastante, señor?». Ignoro lo que dijo mi padre, ni siquiera si respondió, pero el viejo Clare dijo que Peter se había vuelto hacia donde estaba la gente de la verja y tras hacer una profunda reverencia, solemne y ceremoniosa como la de un caballero, se dirigió lentamente hacia la casa. Yo estaba en la despensa ayudando a mi madre a hacer vino de vellorita. Desde entonces no puedo resistir ese vino ni el aroma de sus flores: me ponen enferma y me siento desfallecer, como aquel día cuando entró Peter, altivo como un hombre; ciertamente, más parecía un hombre que un muchacho. «Madre —dijo—, he venido a desearle que Dios la bendiga para siempre». Vi que le temblaban los labios al hablar y creo que no se atrevió a decir nada más afectuoso por el propósito que llevaba en el corazón. Ella, con una mirada temerosa y desconcertada, le preguntó qué iba a hacer. El muchacho no sonrió ni habló, pero la abrazó y la besó como si no acertara a irse y antes de que le volviera a hablar ya se había ausentado. Hablamos las dos de lo ocurrido sin alcanzar a comprenderlo y finalmente me mandó en busca de mi padre para preguntarle qué había sucedido. Lo encontré paseando arriba y abajo de la habitación con expresión de profundo disgusto. «Di a tu madre que he apaleado a Peter porque se lo tenía bien merecido».
»No me atreví a hacer más preguntas. Cuando le referí el comentario a mi madre, se sentó y perdió el conocimiento durante un minuto. Recuerdo que unos días más tarde vi las pobres flores marchitas de vellorita caídas sobre el montón de hojas, donde iban a descomponerse y morir. No se hizo vino de vellorita en la rectoría aquel año, y de hecho nunca más.
»Mi madre fue a ver a mi padre enseguida. Recuerdo que pensé en la reina Esther y el rey Asuero porque mi madre era muy bonita y tenía un aspecto delicado y mi padre parecía tan terrible como él. Poco después salieron los dos; mi madre me contó lo ocurrido y también que iba a subir al cuarto de Peter siguiendo el deseo de mi padre (aunque no se lo diría a Peter) para hablar con él de lo sucedido. Sin embargo, Peter no estaba. Buscamos por toda la casa pero Peter había desaparecido. Incluso mi padre, que en un principio se mostró reacio a participar en la búsqueda, se aprestó a ayudar. La rectoría era una casa muy vieja con escaleras para subir a una habitación y escaleras para bajar a otra. Al principio mi madre llamaba al muchacho con voz queda y suave para tranquilizarlo. «¡Peter! ¡Peter, querido! Soy yo». Al poco rato, sin embargo, a medida que los sirvientes regresaban de donde mi padre los había mandado, cada uno en una dirección distinta para encontrar a Peter, y descubríamos que no estaba en el jardín, ni en el pajar ni en ninguna parte, mi madre empezó a llamarlo en un tono más fuerte y desgarrado: «¡Peter! ¡Peter, hijo! ¿Dónde estás?», pues había comprendido que aquel beso prolongado era una despedida. Transcurrió la tarde y mi madre seguía buscando sin descanso en todos los lugares posibles aunque ya hubiera estado veinte veces, sin que por eso dejara de volver a mirar. Mi padre permanecía sentado con la cabeza entre las manos, en silencio excepto cuando llegaban los mensajeros sin ninguna nueva; entonces levantaba la cara, vigorosa y triste, y volvía a mandarlos a otro lugar. Mi madre seguía pasando de una habitación a otra, entrando y saliendo de la casa, moviéndose en silencio, sin detenerse un momento. Ni ella ni mi padre se atrevían a salir de la casa, punto de encuentro de todos los mensajeros. Finalmente, ya casi de noche, mi padre se levantó, cogió del brazo a mi madre, que salía con paso triste y desesperado por una puerta y se apresuraba a entrar por la otra. El contacto de la mano de su esposo la sobresaltó, pues salvo de Peter, se había olvidado del mundo entero. «¡Molly! —exclamó él—. No sabía que iba a ocurrir esto».
»La miraba buscando consuelo en su rostro, aquel pobre rostro pálido y desencajado; ni ella ni mi padre se atrevían a reconocer, y mucho menos a obrar en consecuencia, el terror que había en sus corazones de que Peter se hubiera quitado la vida. Mi padre no encontró una mirada consciente en los ojos febriles y sombríos de su esposa y añoró la compasión que siempre le había brindado incondicionalmente; y fuerte como era, ante la muda desesperación de su mujer empezaron a fluirle las lágrimas por la cara. Al verlo ella, sin embargo, el semblante se le inundó de un noble pesar y le dijo: «No llores, mi querido John. Ven conmigo. Lo encontraremos, ya lo verás», tan alegremente como si supiera dónde estaba su hijo. Cogió la manaza de mi padre con su mano pequeña y suave y se lo llevó lloroso a recorrer el mismo camino rutinario e incesante de una habitación a otra, por la casa y el jardín.
»¡No sabes cuánto eché de menos la presencia de Deborah! Apenas tenía tiempo para llorar, pues todo dependía de mí. Le escribí pidiéndole que regresara. Envié un mensaje secreto a casa del señor Holbrook. ¡Pobre señor Holbrook! Ya sabes a quién me refiero. Es decir, no le envié un mensaje, sino una persona de confianza para saber si Peter se hallaba en su casa. En una época el señor Holbrook visitaba la rectoría de vez en cuando (ya sabes que era primo de la señorita Pole). Sentía un gran afecto por Peter y le había enseñado a pescar. Era muy amable con todo el mundo y se me ocurrió que tal vez Peter hubiera ido allí. Sin embargo, el señor Holbrook no estaba en casa y a Peter no lo había visto nadie. Era de noche pero las puertas estaban abiertas de par en par y mis padres seguían buscando; hacía más de una hora que caminaban juntos y no creo que hubieran cruzado una sola palabra. Estaba encendiendo la lumbre del salón y una de las criadas preparaba el té para que tuvieran algo para comer y beber, y también para calentarse, cuando el viejo Clare me preguntó si podía hablar conmigo. «He perdido las redes del embalse, señorita Matty. ¿Dragamos las lagunas esta noche o esperamos hasta mañana?».
»Recuerdo que me quedé mirándolo fijamente para adivinar el significado de sus palabras, y cuando lo conseguí, solté una carcajada. ¡Qué espanto aquel nuevo pensamiento! Nuestro querido Peter, tan vivaz, ahora frío, rígido y muerto. Aún ahora recuerdo el sonido de mi carcajada.
»Al día siguiente, Deborah había regresado antes de que yo recobrase el conocimiento. Ella no habría sido tan débil para abandonarse como yo; pero mis alaridos (mi espantosa risa había terminado en llanto) habían hecho reaccionar a mi querida madre, que se había recuperado tan pronto como uno de sus hijos la necesitó. Ella y Deborah estaban sentadas junto a la cama y por su mirada adiviné que no había noticias de Peter, ni siquiera aquellas tan horribles y espantosas que me habían aterrado en el aletargado estado entre sueño y vigilia.
»El infructuoso resultado de la búsqueda había proporcionado cierto consuelo a mi madre, a quien, estoy segura, la idea de que Peter pudiera estar ahorcado en cualquier rincón de la mansión familiar la había empujado al interminable recorrido de la víspera. Sus ojos de mirada suave nunca más volvieron a ser los mismos; desde aquel día eran inquietos, ansiosos, ávidos de encontrar lo imposible. ¡Qué época tan terrible! Cayó como un rayo en aquel apacible día soleado en que las lilas estaban en flor.
—¿Dónde estaba el señorito Peter? —pregunté.
—Había partido a Liverpool, donde había guerra, y en la desembocadura del Mersey había buques reales anclados; allí recibieron alborozados la oferta de un joven tan gallardo como él (cinco pies y nueve pulgadas medía). El capitán escribió a mi padre y Peter escribió a mi madre. Aguarda: estas cartas deben de estar por aquí.
Encendimos la vela y encontramos la carta del capitán y también la de Peter. Apareció además otra, un poco simple e implorante, que la señora Jenkyns había enviado a Peter a la casa de un antiguo compañero de colegio donde pensó que podía haber acudido. La habían devuelto sin abrir y así había quedado desde entonces, colocada inadvertidamente entre las otras cartas de la misma época. Decía así:
«Queridísimo Peter:
»No pensaste que pudiéramos estar tan apenados, estoy segura, pues de haberlo hecho no te habrías marchado nunca. Eres demasiado bueno. Tu padre pasa el tiempo sentado y suspirando hasta que me duele el corazón de oírlo. Ni siquiera levanta la cabeza, tal es su pesar. Sin embargo, él sólo hizo lo que consideró justo. Tal vez fue demasiado severo y quizá yo no fui lo bastante afectuosa, pero Dios sabe cuánto te queremos, mi hijo idolatrado. Dor[15] está muy apenada por tu partida. Vuelve si quieres hacernos felices. Te queremos mucho. Yo sé que volverás».
Pero Peter no regresó. Aquel día de primavera había de ser la última vez que viera el rostro de su madre. La autora de la carta —de esta última—, la única persona que había visto su contenido, había fallecido hacía mucho tiempo; y yo, una extraña que cuando ocurrió aquello aún no había nacido, fui quien la abrió.
La carta del capitán requería que padre y madre acudieran de inmediato a Liverpool si deseaban ver a su hijo; por una de aquellas desafortunadas casualidades de la vida, quedó retenida en algún lugar quién sabe por qué.
—Era época de carreras —prosiguió la señorita Matty—, y todos los caballos de posta que había en Cranford estaban allí; mis padres, no obstante, emprendieron el viaje en nuestra propia calesa, pero llegaron demasiado tarde. ¡Qué desgracia! ¡El barco ya había zarpado! Y ahora lee la carta que escribió Peter a mi madre.
La misiva irradiaba amor, pesar, orgullo por su nuevo oficio, y también un profundo sentido de su desgracia a los ojos de la gente de Cranford, pero concluía con una apasionada súplica de que fuera a verlo antes de que partiera de Mersey: «Madre, es posible que entremos en batalla; espero que así sea y podamos darles una buena paliza a los franceses. Pero antes he de volver a verla».
—Y ella llegó demasiado tarde —se lamentó la señorita Matty—. ¡Demasiado tarde!
Permanecimos reflexionando en silencio el profundo significado de aquellas palabras tan tristes. Finalmente rogué a la señorita Matty que me detallara cómo lo había sobrellevado su madre.
—Era la resignación personificada —dijo—. Jamás había sido una persona fuerte y lo sucedido la debilitó mucho. Mi padre se sentaba a contemplarla, mucho más triste aún que ella. Daba la impresión de que si ella estaba cerca, era incapaz de mirar otra cosa. ¡Se le veía tan humilde, tan afectuoso! A veces se ponía a hablar como antes (dando órdenes, por así decirlo), y al cabo de un par de minutos se nos acercaba y poniéndonos la mano sobre el hombro nos preguntaba con voz queda si sus palabras nos habían ofendido. No me sorprendía que hablara así a Deborah, pues era una muchacha muy inteligente, pero me resultaba insufrible que se dirigiera a mí en aquel tono. Pero, ¿sabes?, él se dio cuenta de algo que nosotras no veíamos: que lo ocurrido estaba matando a mi madre. Sí, matándola. (Apaga la vela, querida; hablo mejor en la penumbra). Ella era una mujer frágil y poco preparada para resistir el sobresalto y la impresión que había recibido. Sonreía a mi padre y le daba fuerzas no con palabras, sino con la mirada y el tono de voz, que siempre eran alegres cuando él estaba presente. Le decía que creía que Peter tenía muchas posibilidades de llegar a almirante muy pronto, porque era valiente y despierto; que lo imaginaba en su uniforme de marino, con aquella especie de sombreros que llevaban los almirantes; que lo consideraba más apto para ser marinero que clérigo; y todo para hacer creer a mi padre que en cierto modo se alegraba de lo ocurrido aquella mañana y de los azotes que como sabíamos todos conservaba siempre en la memoria. Pero ¡si hubieras visto qué llanto tan amargo cuando se quedaba sola! Y al final se había debilitado tanto que ya no podía contener las lágrimas cuando Deborah o yo estábamos presentes, y nos daba continuos mensajes para Peter (su buque había ido al Mediterráneo, o a otra zona de por ahí, y después lo habían destinado a la India, y hasta allí no había ruta segura por tierra entonces); no obstante, repetía que nadie sabía dónde le aguardaba la muerte y que no debíamos pensar que la suya estaba próxima. No lo pensábamos, pero lo sabíamos, viéndola cómo se iba consumiendo.
»Es una necedad por mi parte, lo sé, cuando tengo tantas probabilidades de volver a verla muy pronto.
»Y pensar que el día siguiente de su muerte (pues apenas sobrevivió un año a la partida de Peter), el mismo día después llegó un paquete de la India que le enviaba su pobre hijo. Era un chal indio grande, delicado y blanco, con una estrecha cenefa alrededor; exactamente lo que le habría gustado a mi madre.
»Creímos que aquello levantaría el ánimo a mi padre, que había permanecido toda la noche junto a ella con su mano entre las suyas. Así pues, Deborah se lo llevó, y también la carta de Peter dirigida a su madre. Al principio no se dio cuenta y nosotras iniciamos una conversación superficial acerca del chal, desplegándolo y admirándolo. Luego se levantó de repente y dijo: «La enterraremos con el chal. Peter tendrá este consuelo y a ella le habría gustado».
»Tal vez no fuera razonable, pero ¿qué podíamos hacer o decir? Hay que complacer a quien padece. Se levantó para acariciarlo: «Exactamente el chal que ella deseaba para contraer matrimonio y su madre no le quiso dar. Yo no lo supe hasta un tiempo después, de lo contrario se lo habría regalado; pero ahora lo tendrá».
»Mi madre estaba preciosa después de muerta. Siempre había sido bonita, pero ahora estaba hermosa, cérea, joven; más joven que Deborah, que permanecía a su lado entre estremecimientos y temblores. La envolvimos con los sedosos pliegues del chal; ella sonreía, como complacida. Vino gente (todo Cranford) suplicando verla, porque la apreciaban de verdad y era comprensible; las campesinas venían con ramilletes de flores y la mujer del viejo Clare trajo unas violetas blancas y nos pidió que se las pusiéramos sobre el pecho.
»El día del entierro de mi madre, Deborah me dijo que, aunque tuviera cien propuestas de matrimonio, no se casaría nunca para no dejar a mi padre solo. No era probable que tuviera tantas; de hecho jamás tuve conocimiento de ninguna, pero eso no restaba mérito a su propósito. Para mi padre fue la mejor hija que haya existido. Cuando le falló la vista, le leía un libro tras otro, escribía, copiaba y estaba siempre a su servicio para los deberes parroquiales. Le ayudaba mucho más que su pobre esposa y una vez incluso escribió una carta al obispo en su nombre. Sin embargo, él echaba mucho de menos a mi madre; toda la parroquia se daba cuenta. No es que estuviera menos activo; yo creo que lo era mucho más, y también más paciente para asistir a los demás. Yo hacía cuanto podía con el fin de dejar a Deborah más libre para estar con él. Era consciente de que no valía para mucho y que lo mejor que podía hacer en el mundo era realizar mis tareas en silencio y dejar libres a los demás. Mi padre, no obstante, era otro.
—¿Regresó el señorito Peter?
—Sí, una vez. Vino vestido de teniente; no consiguió llegar a almirante. ¡Se hicieron tan amigos los dos! Mi padre lo llevó a todas las casas de la parroquia para mostrarlo con orgullo. Nunca salía de casa sin apoyarse en el brazo de Peter. Deborah sonreía (creo que no volvió a reír tras la muerte de mi madre) y decía que había quedado arrinconada, pero no era así, porque mi padre siempre la requería para escribir cartas, leer o arreglar algún asunto.
—¿Y después? —pregunté tras una pausa.
—Peter regresó al mar. Poco más tarde mi padre murió bendiciéndonos a las dos y agradeciendo a Deborah todo lo que había hecho por él; no hace falta decir que nuestra situación cambió; tuvimos que dejar la rectoría, con tres criadas y un criado, y conformarnos con esta pequeña casa y una sola sirvienta para todo; pero como solía decir Deborah, siempre hemos vivido dignamente, aunque las circunstancias nos hayan obligado a hacerlo modestamente. ¡Pobre Deborah!
—¿Y el señorito Peter? —pregunté.
—Hubo una gran guerra en la India (no recuerdo cómo la llamaban) y desde entonces no hemos sabido más de él. Temo que haya muerto y me inquieta pensar que jamás hemos llevado luto por él. A veces, a solas conmigo misma, cuando la casa está en silencio, me parece oír sus pasos que se acercan por la calle y empieza a latirme con fuerza el corazón; pero las pisadas se alejan y Peter nunca vuelve.
»¿Ha regresado Martha? No, ya voy yo, querida. Estoy acostumbrada a andar a oscuras. Y un poco de aire fresco me sentará bien; ha empezado a dolerme un poco la cabeza.
Salió a tientas y yo encendí la vela para dar un aire más alegre a la estancia cuando volviera.
—¿Era Martha? —pregunté.
—Sí. Y estoy un poco disgustada porque al abrir la puerta he oído un ruido extraño.
—¿Dónde? —pregunté al ver que se le salían los ojos de las órbitas.
—En la calle. Al otro lado de la puerta. Era como si estuvieran…
—¿Hablando? —intervine, viendo que titubeaba.
—¡No! Besándose.