CAPÍTULO XII
COMPROMISO DE BODA
¿Sería o no sería el «pobre Peter» de Cranford aquel Aga Jenkyns de Chunderabaddad? Como alguien dijo, esa era la cuestión. En mi casa, cuando alguien no tenía nada más que hacer, me acusaban de falta de discreción. La indiscreción era mi defecto pesadilla. Todo el mundo tiene un defecto u otro de ese tipo, una especie de característica permanente, una pièce de résistance[28] para que se ensañen los amigos; y por lo general, vuelven una y otra vez sobre el mismo. Estaba cansada de que me llamasen indiscreta e imprudente y decidí, por una vez, erigirme en modelo de prudencia y sensatez. No insinuaría siquiera mis sospechas respecto al Aga. Recogería pruebas, las llevaría a casa y se las expondría a mi padre, puesto que era amigo de familia de las dos señoritas Jenkyns.
Durante la búsqueda de los hechos recordé a menudo la descripción que había hecho mi padre de un comité de damas que una vez tuvo que presidir. Decía que no podía dejar de pensar en un pasaje de Dickens que describía un coro en el que cada integrante entonaba la melodía que conocía mejor y la cantaba a su antojo. De la misma manera, en aquel comité de beneficencia cada dama elegía el tema que ocupaba sus pensamientos y lo exponía a su propia satisfacción, aunque de poco servía para que prosperase el asunto que había originado la reunión. El comportamiento de aquel comité, sin embargo, no era nada comparado con el de las damas de Cranford ante mi intento de obtener una información clara y definitiva acerca del pobre Peter: estatura, aspecto y cuándo y dónde lo habían visto por última vez o habían tenido noticias de él. Recuerdo, por ejemplo, cuando pregunté a la señorita Pole (y mi pregunta me pareció muy oportuna, pues la formulé cuando ambas nos encontrábamos de visita en casa de la señora Forrester y las dos habían conocido a Peter, por lo que se me ocurrió que el recuerdo de una refrescaría la memoria de la otra). Pregunté a la señorita Pole qué era lo último que había oído de él y ella refirió la absurda noticia que ya he mencionado antes de que lo habían elegido Gran Lama del Tíbet. Aquella fue la señal para que cada señora diera rienda suelta a sus propias ideas. La señora Forrester empezó a hablar del velado profeta de Lalla Rookh, al que creo confundió con el Gran Lama, aunque Peter no era tan feo, sino casi diría apuesto, de no ser por las pecas. Le agradecí que se centrase en el tema de Peter, pero al poco se puso a hablar de Rowland’s Kalydor[29] y en general de los beneficios de los cosméticos y los aceites capilares; siguió una perorata tan fluida que me volví a escuchar a la señorita Pole, quien a partir de las llamas, las bestias de carga, había ido a parar a los bonos de estado peruanos y al mercado de valores, expresando su mala opinión sobre los bancos privados en general y en particular de aquel donde estaba invertido el dinero de la señorita Matty. En vano insistí con la pregunta: «¿Cuándo fue? ¿En qué año oyeron que el señorito Peter era el Gran Lama?». Las dos se pusieron a argumentar si las llamas eran o no animales carnívoros, terreno que no dominaban, pues la señora Forrester (más serena tras el acaloramiento de la discusión) reconoció que siempre confundía «carnívoros» y «graminívoros», así como «horizontal» y «perpendicular»; luego se excusó largamente diciendo que en sus tiempos las palabras de cuatro sílabas sólo se utilizaban para enseñar ortografía.
Lo único que saqué en claro de aquella conversación fue que en efecto se decía que Peter estaba en la India, «o en los alrededores», y que aquella escueta noticia de su paradero había llegado a Cranford el mismo año que la señorita Pole se compró el vestido de muselina de la India, inservible desde hacía ya mucho tiempo (nosotras lo habíamos lavado y remendado, y finalmente lo habíamos convertido, en su deterioro y declive, en un visillo para una ventana que pudiéramos ver al pasar). Fue el mismo año que Wombwell llegó a Cranford, puesto que la señorita Matty quería ver un elefante para imaginar mejor a Peter cabalgando sobre uno; y también había visto una boa constrictor, que era más de lo que deseaba para hacerse una idea del paraje en que se encontraba Peter. Y fue también el año que la señorita Jenkyns aprendió de memoria una poesía que recitaba en todas las reuniones de Cranford y que hablaba de cómo Peter «contemplaba la humanidad desde la China al Perú», lo cual todo el mundo juzgaba muy importante y bastante apropiado, pues si uno se toma la molestia de hacer girar un globo terráqueo hacia la izquierda en vez de hacia la derecha, comprobará que la India está situada entre la China y el Perú.
Supongo que tantas preguntas mías y la consiguiente curiosidad despertada en la mente de mis amigas nos volvían ciegas y sordas a lo que ocurría a nuestro alrededor. Me parecía que el sol salía y brillaba y que la lluvia caía sobre Cranford igual que siempre y no observaba ningún signo del tiempo que se pudiera considerar como el pronóstico de un acontecimiento extraordinario; y si no me equivoco, no sólo la señorita Matty y la señora Forrester, sino también la señorita Pole —a quien todas considerábamos una especie de profetisa por su don de predecir las cosas antes de que ocurrieran, aunque no le gustaba molestar a sus amigas con sus predicciones—, incluso la señorita Pole, pues, llegó sin resuello por la sorpresa que le había producido la noticia que nos venía a comunicar. Debo, sin embargo, contenerme. El recuerdo de lo sucedido, incluso en la distancia del tiempo transcurrido, me ha privado del aliento y de la gramática, y si no reprimo mis emociones, me despojará también de la ortografía.
Estábamos sentadas la señorita Matty y yo, como de costumbre; ella, en su sillón de chintz azul, de espaldas a la luz y la labor de punto en la mano, y yo leyendo el St. James’s Chronicle. Unos minutos más tarde iríamos a darnos los retoques en la ropa, como solíamos hacer siempre antes de la hora de visita (las doce) en Cranford. Recuerdo perfectamente la escena y la fecha. Habíamos estado hablando del rápido restablecimiento del signor desde la llegada del buen tiempo, alabando los conocimientos del señor Hoggins y lamentando su falta de refinamiento y de buenos modales (parece una curiosa coincidencia que habláramos de esto, pero así fue), cuando llamaron a la puerta —los tres golpes distintivos de una visita— y salimos corriendo (es un decir, porque la señorita Matty no podía andar deprisa por culpa de un ataque de reúma) hacia nuestros cuartos para cambiarnos gorras y cuellos. La señorita Pole, sin embargo, que en aquel momento subía la escalera, nos detuvo gritando:
—¡No se vayan! ¡No puedo esperar! Ya sé que no son las doce aún, pero tengo que hablar con ustedes. No me importa cómo vayan vestidas.
Hicimos lo posible por aparentar que no habíamos hecho aquel movimiento apresurado que ella había oído, pues, como es natural, no queríamos que supusiera que llevábamos ropa vieja que convenía acabar de gastar en el «santuario de la casa», tal como una vez la señorita Jenkyns había bautizado la sala posterior mientras envasaba las conservas. Así pues, redoblamos la cortesía de nuestros modales y nos mostramos extraordinariamente amables durante los dos minutos que la señorita Pole dedicó a recuperar el aliento y a despertar nuestra curiosidad al máximo levantando las manos en señal de asombro y bajándolas en silencio, como si lo que tenía que decir fuera demasiado insólito para expresarlo con palabras y sólo pudiera transmitirlo gesticulando.
—No lo va a creer, señorita Matty. No lo va a creer. Lady Glenmire se casa, se va a casar, quiero decir. Lady Glenmire, el señor Hoggins… ¡el señor Hoggins se va a casar con lady Glenmire!
—¿Que se casan? —preguntamos—. ¡Qué disparate!
—Exactamente —respondió la señorita Pole con la determinación que la caracterizaba—. Yo he dicho lo mismo: «¿Que se casan?», y luego he añadido: «¡Qué ridículo va a hacer milady!». Podía haber exclamado: «¡Qué disparate!», pero me he contenido porque estaba en una tienda cuando he oído la noticia. No sé dónde ha ido a parar la delicadeza femenina. A usted y a mí, señorita Matty, nos habría avergonzado saber que se comentaba nuestra boda en la tienda de comestibles y que podían oírlo los dependientes.
—Un momento —intervino la señorita Matty, suspirando como quien se recupera de un golpe—. Tal vez no sea cierto. Acaso estemos cometiendo una injusticia.
—No —dijo la señorita Pole—. Me he tomado la molestia de cerciorarme. Me he ido derecha a casa de la señora Fitz-Adam para pedirle prestado un libro de cocina que sabía que tenía, y una vez allí le he dado la enhorabuena à propos[30] de lo difícil que debe de resultarle a un caballero el gobierno de una casa. La señora Fitz-Adam ha torcido el gesto y me ha dado la razón, aunque no sabía cómo y dónde podía haberme enterado. Ha dicho que finalmente su hermano y lady Glenmire habían llegado a un acuerdo. ¡«Un acuerdo»! ¡Qué palabra tan vulgar! Aunque bien mirado, milady deberá renunciar a muchos refinamientos. Tengo motivos para creer que el señor Hoggins cena pan y queso con cerveza cada noche.
—¡Se casan! —repitió una vez más la señorita Matty—. Bien, nunca se me habría ocurrido. Dos personas que conocemos van a contraer matrimonio. ¡Eso se acerca!
—Se acerca tanto que al oírlo me ha dejado de latir el corazón y podía haber contado hasta doce —dijo la señorita Pole.
—Quién sabe a quién le tocará el turno después. En Cranford, la pobre lady Glenmire debía considerarse segura —se lamentó la señorita Matty con un leve tono compasivo.
—¡Bah! —exclamó la señorita Pole moviendo la cabeza—. ¿No recuerdan a «Tibbie Fowler», de la canción del pobre capitán Brown?
Dejadla en lo alto del Tintock Tap
y el viento llevará a un hombre hasta ella.
—Pero fue porque «Tibbie Fowler» era rica, creo yo.
—Había una atracción en torno a lady Glenmire que a mí, personalmente, me habría avergonzado.
Expuse mi asombro.
—¿Cómo es posible que se haya encaprichado del señor Hoggins? En cambio, no me sorprende que este se haya enamorado de ella.
—¡Quién sabe! El señor Hoggins es rico y atractivo —replicó la señorita Matty—. Tiene buen carácter y un corazón muy generoso.
—Ella se casa para establecerse, no hay duda. Supongo que eso incluye el consultorio —dijo la señorita Pole, acompañando la broma con una risita seca.
Igual que muchos que consideran haber pronunciado un discurso grave y sarcástico, cuando en realidad era ingenioso, en ella empezó a ceder su acritud desde el momento que hizo la alusión a la consulta. Nos pusimos a conjeturar cómo recibiría la señora Jamieson la noticia. ¡Tenía un pretendiente la persona que había dejado al cargo de su casa para que mantuviera alejados a los galanteadores de sus criadas! Y aquel pretendiente era un hombre a quien la señora Jamieson había proscrito por vulgar e inaceptable en la buena sociedad de Cranford, no sólo por su apellido, sino también por su voz, su aspecto, sus botas que apestaban a establo y él mismo que olía a medicinas. ¿Habría ido a casa de la señora Jamieson para visitar a lady Glenmire? Si así era, ni el cloruro de cal bastaría para purificar la casa en opinión de su dueña. ¿O acaso su relación se había limitado a los encuentros casuales en el cuarto del pobre mago enfermo, con quien, a pesar de nuestra interpretación de la mésalliance[31], no podíamos negar que ambos habían sido extraordinariamente bondadosos? Y ahora resultaba que una sirvienta de la señora Jamieson había estado enferma y el señor Hoggins la había visitado durante varias semanas. El lobo se había metido en el redil, después de todo, y ahora se llevaba a la pastora. ¿Qué diría la señora Jamieson? Contemplábamos la oscuridad del futuro como un niño que sigue con la mirada el cohete que se eleva hacia el cielo nublado, y espera ilusionado el petardeo, la explosión, la lluvia brillante de chispas y luz. Después devolvimos la mirada a la tierra y al momento presente para interrogarnos mutuamente (puesto que todas éramos igualmente ignorantes y carecíamos de los mínimos datos para extraer alguna conclusión): ¿Cuándo tendría lugar AQUELLO? ¿Dónde? ¿Cuánto ganaba el señor Hoggins por año? ¿Renunciaría ella a su título? ¿Cómo se las arreglarían Martha y las otras sirvientas de Cranford, tan correctas, para anunciar un matrimonio como el formado por lady Glenmire y el señor Hoggins? ¿Recibirían visitas? ¿Nos lo permitiría la señora Jamieson? ¿O acaso deberíamos escoger entre la honorable señora Jamieson y la degradada lady Glenmire? Todas preferíamos a esta última porque era inteligente, bondadosa, sociable y afectuosa; y la señora Jamieson aburrida, apática, pedante y pesada. No obstante, durante tanto tiempo habíamos reconocido el dominio de esta que pensar siquiera en desobedecer la prohibición nos parecía una deslealtad.
La señora Forrester nos sorprendió con nuestras gorras zurcidas y los cuellos remendados, circunstancia que olvidamos por completo debido a nuestra ansia por comprobar cómo encajaba la noticia; cedimos a la señorita Pole el honor de anunciársela, aunque de haber estado dispuestas a abusar de una situación injusta podíamos habernos adelantado nosotras, pues nada más entrar la señora Forrester en la habitación le acometió un ataque de tos inoportuno que duró cinco minutos. Jamás olvidaré la expresión implorante de sus ojos que nos miraban por encima del pañuelo. Si hubieran podido hablar, no se hubieran expresado con tanta claridad: «No permitan que la naturaleza me arrebate este tesoro que es mío, aunque de momento no pueda hacer uso de él». Y no lo hicimos.
El asombro de la señora Forrester fue parecido al nuestro, y aún mayor su sentimiento de agravio, pues debía velar por su «hermandad» y captaba con más claridad el desdoro que tal conducta supondría para la aristocracia. Cuando ella y la señorita Pole se marcharon, nos esforzamos al máximo en recuperar la calma, pero la señorita Matty estaba profundamente trastornada por la noticia. Recapitulando el pasado, vio que habían transcurrido más de quince años desde el anuncio de matrimonio de algún conocido suyo, con la excepción de la señorita Jessie Brown; y según nos dijo, este la afectó mucho porque le produjo la sensación de que era incapaz de pensar en lo que sucedería a continuación.
No puedo decir si son imaginaciones mías o un hecho real, pero he notado que inmediatamente después del anuncio de un compromiso de boda, las solteras del mismo círculo social empiezan a revolotear con inusitada alegría y renovado vestuario, como diciendo en tácita inconsciencia: «Nosotras también somos solteras». Durante los quince días que siguieron a aquella visita, la señorita Matty y la señorita Pole cavilaron y hablaron más de sombreros, vestidos, gorras y chales que en todos los años que yo las conocía. Claro que también podía deberse al tiempo primaveral con que nos obsequió aquel caluroso y agradable mes de marzo, pues los tejidos de merino y las pieles de castor, y los paños de lana de todo tipo, resultaban inadecuados para recibir los rayos de aquel sol radiante. Lady Glenmire no había conquistado el corazón del señor Hoggins por su ropa, ya que acudía a sus misiones caritativas más raída que nunca, aunque en las imágenes fugaces que obtuve de ella en la iglesia o en otros lugares daba la impresión de que rehuía el encuentro con sus amigas y su semblante mostraba cierto rubor de juventud; los labios se veían más rojos, llenos y temblorosos que en su posición comprimida de antes y los ojos se demoraban en todas las cosas con un brillo prolongado, como si aprendiera a amar todo lo relacionado con Cranford. El señor Hoggins tenía un aspecto más corpulento y radiante, y por el pasillo de la iglesia resonaban las pisadas de sus botas de montar nuevas, signo audible y visible a la vez, indicio de su propósito de cambiar de estado; pues corría la leyenda de que el par de botas que había llevado hasta ahora era el mismo con que inició sus visitas en Cranford veinticinco años antes, sólo que habían sido remendadas por arriba y por abajo, por delante y por detrás, por los tacones y la suela, con piel negra y con piel marrón; tantas veces que no podían contarse.
Ninguna de las señoras de Cranford decidió aprobar la boda dando la enhorabuena a una de las dos partes. Preferíamos ignorar la situación hasta el regreso de nuestra soberana dama, la señora Jamieson. Antes de que ella nos diera la señal de partida, creíamos mejor considerar el compromiso de la misma manera que las piernas de la reina de España[32]: los hechos eran evidentes, pero cuanto menos se hablase de ellos, mejor. Cuando aquella restricción a nuestras lenguas (comprenderán que si no hablábamos de ello con las partes implicadas, ¿cómo íbamos a obtener respuestas a las preguntas que tanto ansiábamos hacer?) empezaba a parecernos fastidiosa y la idea que teníamos de la dignidad del silencio palidecía ante nuestra curiosidad, nuestros pensamientos tomaron otro rumbo gracias a que el tendero principal de Cranford, cuyas mercancías abarcaban desde comestibles y quesos hasta sombreros para caballero, anunció, tal como la situación requería, que había llegado la moda de primavera y la presentaría el martes siguiente en sus salones de High Street. Era lo que esperaba la señorita Matty para comprarse un vestido nuevo de seda. Yo me había comprometido, es cierto, a pedir muestras a Drumble, pero ella rechazó mi oferta dando a entender amablemente que no había olvidado su decepción por el turbante verdemar. Me alegré de estar presente en esa ocasión para contrarrestar la irresistible fascinación de una seda amarilla o escarlata.
Debo hacer un par de precisiones acerca de mi persona. Con anterioridad he referido la antigua amistad de mi padre con la familia Jenkyns; incluso diría que tal vez los unía algún lejano parentesco. Mi padre había accedido gustosamente a que pasase el invierno en Cranford en consideración a una carta que le había escrito la señorita Matty en momentos de pánico; sospecho que en ella exageró mis cualidades y mi valentía como defensora de la casa. Sin embargo, ahora que los días eran más largos y alegres, empezaba a insistir en la necesidad de mi regreso, momento que yo iba retrasando con la vana esperanza de que, si obtenía alguna información clara, tal vez podría hacer coincidir la historia de Aga Jenkyns que me había narrado la signora con la aparición y desaparición del «pobre Peter» que había entresacado de la conversación de la señorita Pole y la señora Forrester.