CAPÍTULO XIV
AMIGOS EN LA POBREZA
Fue un ejemplo para mí, y me imagino que para muchos otros, ver con qué inmediatez empezaba la señorita Matty a restringir sus gastos para adaptarse a las nuevas circunstancias. Cuando bajó a hablar con Martha para darle la noticia, salí furtivamente con la carta para Aga Jenkyns y me fui a la residencia del signor para obtener las señas exactas. Pedí a la signora que se comprometiera a guardar el secreto y lo cierto es que sus hábitos militares tenían un grado de reserva y brevedad que la impulsaban a decir siempre lo menos posible, excepto cuando se encontraba bajo la influencia de una emoción fuerte. Además (y ello daba doble seguridad a mi secreto), el signor estaba tan restablecido que se disponía a viajar y a ejercer otra vez de ilusionista al cabo de pocos días, cuando él, su mujer y la pequeña Phoebe abandonaran Cranford. A él lo encontré revisando un gran cartel negro y rojo en el que se destacaban las habilidades del signor Brunoni y donde sólo faltaba el nombre de la próxima ciudad que las presenciaría. Él y su mujer estaban tan absortos decidiendo en qué lugar causarían más impacto las letras rojas (probablemente se trataba del título), que pasó un buen rato hasta que pude formular mi pregunta en secreto, pues antes tuve que dar varias veces mi parecer, que con la misma sinceridad me cuestionaba inmediatamente, tan pronto como el signor exponía sus dudas y razones en un asunto tan importante. Finalmente conseguí las señas, deletreadas de viva voz, y lo cierto es que eran muy extrañas. De regreso a casa, deposité la carta en el buzón y me quedé un minuto mirando el panel de madera con la hendidura que me separaba de la carta que un momento antes estaba en mi mano. Se alejó de mí como la vida, sin posibilidad de retorno. Se zarandearía en el mar, tal vez salpicada por las olas, sería transportada entre palmeras y perfumada con todas las fragancias tropicales. Aquel pedazo de papel, que hacía tan sólo una hora era algo tan común y familiar, había emprendido su propia carrera hacia tierras extrañas y salvajes más allá del Ganges. No podía perder el tiempo en tales reflexiones y me apresuré a volver a casa antes de que la señorita Matty advirtiera mi ausencia. Martha me abrió la puerta con el rostro hinchado por el llanto. Tan pronto como me vio, se echó a llorar de nuevo; cogiéndome del brazo me hizo entrar y cerró la puerta de un golpe para preguntarme si era cierto lo que había dicho la señorita Matty.
—No la dejaré nunca. ¡Nunca! Puede estar segura. Ya se lo he dicho, y no sé de dónde ha sacado el valor para echarme. Yo, en su lugar, no hubiera tenido arrestos para hacerlo, aunque fuera una calamidad como la Rosy de la señora Fitz-Adam, que se negó a trabajar si no le subía los honorarios cuando llevaba siete años y medio en la casa. Le he dicho que no soy de las que sirven a Mammón; que yo sabía que tenía una buena ama, si ella no sabía que tenía una buena sirvienta.
—Pero Martha… —la interrumpí mientras se secaba los ojos.
—No me diga «Pero Martha…» —me replicó ante mi tono de reprobación.
—Atiende a razones.
—No atenderé a razones —dijo ahora, recuperada ya la voz que le ahogaba el llanto—. La razón siempre es lo que otro tiene que decir, y me parece que lo que yo tengo que decir es una buena razón. Y en todo caso, pienso decirlo y mantenerlo. Tengo un dinero en la caja de ahorros, poseo ropa suficiente y no pienso dejar a la señorita Matty. No, aunque ella me despida veinticuatro veces al día.
Puso los brazos en jarras para dar a entender que me desafiaba. Ciertamente yo no sabía por dónde empezar a sermonearla, pues intuía que la señorita Matty, cada vez más achacosa, necesitaba la ayuda de una mujer tan buena y leal.
—Bien —dije finalmente.
—Le agradezco que haya empezado por «Bien». Si hubiera comenzado con «Pero», como antes, no la habría escuchado. Ahora ya puede continuar.
—Sé que serías una gran pérdida para la señorita Matty, Martha.
—Es lo que yo le he dicho. Una pérdida que lamentaría siempre —interrumpió triunfalmente.
—Sin embargo, le quedará tan poco, dispondrá de una cantidad tan ínfima para vivir, que no veo cómo podría mantenerte, cuando a ella sola ya le resultará difícil. Te lo digo, Martha, porque sé que eres como una amiga para la señorita Matty, aunque ya sabes que tal vez no le guste que se hable de ello.
Al parecer, aquel cuadro era aún mas negro del que le había presentado la señorita Matty, porque Martha se sentó en la primera silla que encontró a mano y se echó a llorar ruidosamente (antes estábamos de pie en la cocina).
Por último dejó caer el delantal y mirándome con seriedad a los ojos preguntó:
—¿Es esta la razón por la que la señorita Matty no ha querido que hiciera budín hoy? Me ha dicho que no le apetecía comer nada dulce, y que usted y ella comerían sólo una chuleta de cordero. A mí no me engaña. No le diga nada, pero voy a hacerle el budín que más le gusta y lo pagaré de mi bolsillo. ¡Usted se encargará de que se lo coma! No será la primera vez que alguien se cura de sus penas al ver un buen plato sobre la mesa.
Me alegró que Martha encauzara su energía en la decisión inmediata y práctica de hacer un budín, porque así evitábamos la discusión de si debía o no dejar el servicio de la señorita Matty. Empezó por atarse un delantal limpio y se dispuso a ir a la tienda a comprar mantequilla, huevos y los demás ingredientes necesarios. No pensaba tocar nada de lo que había en la casa para preparar el budín, pero fue hacia una vieja tetera donde guardaba su dinero y sacó lo necesario para las compras.
Encontré a la señorita Matty callada y triste, pero al poco rato intentó esbozar una sonrisa en mi honor. Decidimos que escribiría a mi padre para pedirle que viniera a asesorarla, y en cuanto terminé la carta comenzamos a hablar de los planes para el futuro. La idea de la señorita Matty era alquilar una habitación, conservar los enseres necesarios para amueblarla y vender todo lo restante, y vivir con lo que le quedara una vez pagado el alquiler. Yo, por mi parte, era más ambiciosa y menos conformista. Pensaba en todas las cosas que una mujer de mediana edad y una educación corriente entre las señoras de hacía cincuenta años podía hacer para ganarse la vida o mejorar su nivel sin descender de categoría social. Finalmente, dejé de lado esta última condición y me limité a pensar qué había en el mundo que pudiera hacer la señorita Matty.
La enseñanza era, naturalmente, la primera cosa que se le ocurría a uno. Si la señorita Matty podía instruir a los niños en alguna materia, se entregaría a aquellos diablillos que tanto deleitaban su espíritu. Pasé revista a sus habilidades. Una vez le oí decir que sabía tocar Ah! vous dirai-je, maman al piano, pero de eso hacía muchísimo tiempo y aquella leve sombra de talento musical se había desvanecido años antes. También en otros tiempos tenía una gran habilidad para trazar el diseño de los bordados en muselina, a fuerza de poner un papel de estaño sobre el dibujo que deseaba calcar y sujetarlo contra el cristal de la ventana mientras marcaba el festón y los calados. No obstante, aquello era lo único que sabía del arte de la ilustración y no creo que la llevara muy lejos. También estaban las distintas ramas de la sólida educación inglesa (los bordados y el estudio de la esfera terrestre) que presumían de enseñar las maestras de la escuela de señoritas a la que todos los comerciantes de Cranford enviaban a sus hijas. A la señorita Matty empezaba a fallarle la vista y dudo que pudiera saber cuántos hilos había en un dibujo de una labor de estambre, o apreciar correctamente los matices que requería el semblante de la reina Adelaida en los bordados en lana realistas que entonces estaban de moda en Cranford. En cuanto al estudio de las esferas, era esta una materia que yo jamás había podido aprender, así que tal vez no pudiera juzgar la capacidad de la señorita Matty en esta rama de la enseñanza; me sorprendía, eso sí, que para ella los trópicos, el ecuador y los círculos místicos semejantes fueran líneas totalmente imaginarias, y que considerase los signos del zodíaco como vestigios de la magia negra.
En cuanto a los trabajos manuales, los que más la estimulaban, y en cuya realización sobresalía, era confeccionar varitas para encender velas (o «bastoncillos», prefería llamarlas, hechas de papeles de colores cortados en forma de plumas) y tejer ligas de primorosos puntos. Una vez me regaló un par especialmente elaborado y se me ocurrió decir que casi tenía la tentación de dejar caer una en la calle para que pudiesen admirarla; aquella pequeña broma (más inocente no podía ser) causó gran impresión en su sentido del decoro y el temor de que algún día me venciera la tentación la alarmó tan sinceramente que llegué a lamentar mi atrevimiento. El obsequio de unas ligas primorosamente tejidas, un ramillete de alegres «bastoncillos» o un juego de cartulinas en que la seda de bordar se ovillaba en forma mística era la prueba bien conocida del reconocimiento de la señorita Matty. La pregunta era si alguien pagaría para que sus hijos aprendieran semejantes trabajos manuales; más aún, si la señorita Matty vendería, por un miserable afán lucrativo, la habilidad y maestría necesarias para confeccionar valiosas bagatelas para aquellos que la querían.
Me quedaban por considerar la lectura, la escritura y la aritmética; cada mañana, al leer el capítulo de la Biblia, siempre carraspeaba antes de las palabras largas. Dudaba que pudiera llegar al final de un capítulo genealógico sin haber tosido una buena cantidad de veces. En cuanto a la escritura, tenía una letra bonita y delicada, pero ¡qué ortografía! Parecía que considerase que cuanto más enrevesado y más dificultoso de escribir, mayor era el cumplido que tributaba a su corresponsal, y las palabras que deletreaba correctamente en las cartas que me dirigía a mí se convertían en perfectos enigmas cuando escribía a mi padre.
No. No había nada que pudiese enseñar a la joven generación de Cranford, a menos que sus discípulos fueran diligentes en aprender, y hábiles para imitar, su paciencia, su humildad y su ternura, su callada resignación ante lo que no podía hacer. Estuve reflexionando hasta que Martha anunció la comida con la cara sofocada e hinchada por el llanto.
La señorita Matty tenía ciertas peculiaridades que Martha consideraba poco merecedoras de atención, pues se le antojaban fantasías infantiles de las que una dama de cincuenta y ocho años debía intentar corregirse. Aquel día, sin embargo, cuidaba de todos los detalles con la máxima dedicación. El pan estaba cortado según el modelo imaginario de perfección que existía en la mente de la señorita Matty, porque era como lo prefería su madre; la cortina estaba corrida para ocultar el muro de ladrillo del establo vecino, aunque no del todo, dejando el espacio justo para ver las tiernas hojas del álamo que se entregaba a la belleza primaveral. El tono en que se dirigía Martha a la señorita Matty era el que una buena criada de hablar áspero guardaba para dedicárselo a los niños y que yo nunca había oído destinado a una persona adulta.
Me había olvidado de hablar a la señorita Matty del budín y temí que no le hiciera justicia, pues era evidente que no tenía apetito; de modo que aproveché el momento que Martha se llevaba la carne para contarle el secreto. Los ojos se le llenaron de lágrimas y no pudo hablar, ni para expresar alegría ni sorpresa, cuando Martha regresó llevándolo en alto, la más maravillosa representación de un león couchant[34] que se hubiera moldeado jamás. El rostro de Martha resplandecía de triunfo cuando lo depositó sobre la mesa frente a la señorita Matty con un exultante «¡Aquí tiene!». La señorita Matty quería darle las gracias pero no podía; se limitó a cogerle la mano y estrecharla calurosamente. Martha se echó a llorar y yo a duras penas podía mantener la debida compostura. La criada salió de la estancia como una exhalación y la señorita Matty tuvo que carraspear un par de veces antes de poder hablar. Finalmente dijo: «Me gustaría conservar este budín bajo una campana de cristal». La idea del león couchant, con sus ojos de grosella, ocupando el lugar de honor en la repisa de la chimenea, me hizo gracia y me provocó un ataque de risa histérica que asombró a la señorita Matty.
—Te aseguro, querida, que he visto cosas más feas bajo una campana de cristal —puntualizó.
Yo también, y más de una vez. De modo que recobré la debida compostura (ahora apenas podía contener las lágrimas) y atacamos el budín, que estaba realmente delicioso. Sólo que cada bocado casi se nos atragantaba, tan conmovidas estábamos.
Teníamos demasiadas cosas en que pensar para poder hablar aquella tarde, que transcurrió apaciblemente. Cuando trajeron la tetera, sin embargo, se me ocurrió una idea. ¿Y si la señorita Matty vendiera té? Podría ser una agente de la Compañía de Té de las Indias Orientales, que existía entonces. No encontraba ninguna objeción a ese plan, mientras que las ventajas eran muchas (suponiendo que la señorita Matty accediera a rebajarse a tal comercialización). El té no era grasiento ni pegajoso (particularidades que la señorita Matty no soportaba). No se requería ningún escaparate. Es cierto que era obligatorio poner un cartel, pequeño y elegante, que demostrase que poseía la licencia, pero tal vez podía colgarse donde nadie lo viera. El té no era un artículo pesado que castigara las escasas fuerzas de la señorita Matty. La única objeción a mi plan era que requería la operación de compra y venta.
Mientras contestaba, ausente, a las preguntas de la señorita Matty (casi tan ausente como yo), oímos un ruido de pasos en la escalera y un cuchicheo detrás de la puerta, que se abrió y cerró de repente como accionada por una mano invisible. Inmediatamente después entró Martha arrastrando a un joven muy alto, ruborizado por la timidez, cuyo único alivio era alisarse el cabello sin cesar.
—Perdone, señora. Este es Jem Hearn —dijo Martha a modo de presentación; y tan falta de aliento estaba que supongo que había forcejeado con su prometido para vencer su resistencia a ser presentado en el distinguido escenario que era el salón de la señorita Matilda Jenkyns—. Disculpe, señora. Quiere casarse conmigo de improviso. Y con su permiso, señora, queremos tomar un huésped, una persona tranquila que nos ayude a llegar a fin de mes; alquilaríamos una casa adecuada y, ¡oh! querida señorita Matty, si me permite el atrevimiento, ¿tendría algún reparo en venir a vivir con nosotros? Jem lo desea tanto como yo. —Se dirigió a Jem—: ¿Y tú qué, zoquete? ¿Por qué no me apoyas? Él también lo desea, ¿verdad, Jem? Sólo que está aturdido por encontrarse en presencia de personas importantes.
—No es eso —interrumpió Jem—. Es que me has pillado por sorpresa. Yo no pensaba casarme tan pronto. Y una noticia así deja atónito a cualquier hombre. No es que esté en contra, señora —dirigiéndose a la señorita Matty—, ¡pero es que Martha es tan impetuosa cuando se le mete una idea en la cabeza! ¡Y casarse, señora! El matrimonio atrapa al hombre, como se diría. Aunque estoy seguro de que no me pesará una vez esté todo hecho.
—Con su permiso, señora —dijo Martha tirándole de la manga y dándole un codazo, pues intentaba interrumpirlo mientras hablaba—. No le haga caso, ya se avendrá; anoche mismo me atosigaba de mala manera y todo porque le dije que no veía que pudiera ser hasta dentro de unos años y ahora resulta que se hace atrás ante la dicha repentina; pero debe saber que Jem está tan contento como yo con la idea de tener un huésped. —Otro codazo.
—Naturalmente, si la señorita Matty quiere alojarse con nosotros… porque si no, no tengo ninguna intención de que me estorbe ninguna persona extraña en la casa —dijo Jem con una falta de tacto que irritó visiblemente a Martha, quien intentaba presentar la idea del huésped como el gran logro que deseaba obtener y que la señorita Matty les allanaría notablemente el camino y les haría un favor si aceptaba vivir con ellos.
La señorita Matty estaba aturdida con el comportamiento de la pareja; la repentina decisión de los dos, o más bien de Martha, a favor del matrimonio la desconcertaba y se interponía entre ella y la debida consideración del plan que Martha había ideado. La señorita Matty tomó la palabra:
—El matrimonio es un acto muy solemne, Martha.
—Eso mismo digo, señora —asintió Jem—. Y no es que ponga ningún reparo a Martha.
—Nunca me has dado un respiro preguntando cuándo fijaría la fecha de la boda —dijo Martha con la cara encendida y a punto de llorar por la humillación—, y ahora me avergüenzas delante de la señorita y de todos.
—No, no, Martha, no te enfades. Pero el hombre quiere que le den un respiro —dijo Jem, tratando en vano de cogerle la mano. Luego, al ver que ella estaba más disgustada de lo que imaginaba, pareció que intentaba recuperar sus facultades y, haciendo gala de una sincera dignidad que diez minutos antes habría creído imposible en él, se volvió a la señorita Matty y dijo—: Supongo, señora, que sabe que me siento obligado a respetar a todos lo que se han portado bien con Martha. Siempre he pensado que algún día sería mi esposa. Muchas veces me ha dicho que usted era la señora más amable del mundo; y aunque la pura verdad es que en general no me gustaría que ningún huésped estorbase en mi casa, si usted nos hace el honor de vivir con nosotros, señora, estoy seguro de que Martha hará lo imposible para que se sienta cómoda; y yo me quitaría del paso lo más posible, que es, supongo, lo mejor que puede hacer un patán como yo.
La señorita Matty se quitaba sin cesar las gafas, las limpiaba y se las volvía a poner, y sólo fue capaz de articular estas palabras: «No precipitéis vuestra boda por mí, os lo ruego. El matrimonio es un acto muy solemne».
—La señorita Matilda considerará tu plan, Martha —dije yo, impresionada por las ventajas que ofrecía y deseosa de no perder la oportunidad de considerarlo—. Y puedes estar segura de que ni ella ni yo jamás olvidaremos vuestra gentileza; ni tampoco la tuya, Jem.
—Claro, señora. Puede estar segura de que he hablado con sinceridad, aunque me he puesto un poco nervioso al ver que me apremiaban para casarme y tal vez no me he expresado como es debido. Estoy de acuerdo con la idea, sólo que tiene que darme un poco de tiempo para que me acostumbre. Vamos, Martha, muchacha, ¿se puede saber por qué lloras y me das manotazos cada vez que me acerco?
Estas últimas palabras, dichas sotto voce, tuvieron como efecto que Martha saliera dando brincos de la habitación seguida por su prometido, que la tranquilizaba. La señorita Matty se sentó y echándose a llorar con gran sentimiento explicó que la idea de Martha de casarse tan pronto la había impresionado y que nunca se perdonaría haber dado prisa a la pobre criatura. Creo que, de los dos, quien más compasión me inspiraba era Jem, pero tanto la señorita Matty como yo apreciábamos sinceramente la generosidad de la honrada pareja; sin embargo se habló poco de este tema y bastante de los riesgos y peligros del matrimonio.
A la mañana siguiente muy temprano la señorita Pole me envió una nota cerrada tan misteriosamente y con tantos sellos para asegurar el secreto que tuve que rasgar el papel para abrirla. Cuando por fin llegué a la nota, tuve que esforzarme en comprender el significado, tan enrevesada e impenetrable era. Saqué en limpio, no obstante, que a las once tenía que ir a casa de la señorita Pole; el número once estaba escrito en letras y en números, y dos veces hacía constar A.M.[35], como si hubiera la posibilidad de que fuera a las once de la noche, considerando que en Cranford todo el mundo estaba acostado y durmiendo a las diez. No llevaba firma, sólo las iniciales de la señorita Pole invertidas, P. E., pero puesto que Martha me entregó la nota diciendo «con un cariñoso saludo de la señorita Pole», no hacía falta ser un genio para adivinar quién la mandaba; y si el nombre de la autora tenía que mantenerse en secreto, fue una suerte que estuviese sola cuando Martha me la entregó.
Acudí a la cita tal como se me pedía. Lizzy, la sirvienta, me abrió la puerta vestida de domingo como si aquel día laborable prometiera un acontecimiento especial. El salón del primer piso estaba arreglado de acuerdo con la misma idea. La mesa estaba cubierta con el mejor tapete verde de jugar a las cartas y unos artículos de escritorio encima. Sobre el pequeño aparador había una bandeja con una botella de vino de vellorita recién decantado y unos bizcochos de soletilla. La señorita Pole también iba ataviada de modo solemne, como para recibir visitas, aunque no eran más que las once. Estaba también la señora Forrester, muy triste, llorando silenciosamente, y mi entrada no hizo más que renovar el llanto. Antes de acabar de saludarnos con porte de lúgubre misterio, se oyó de nuevo el picaporte y apareció la señora Fitz-Adam, colorada por la caminata y la excitación. Al parecer, ella era la última de las visitas esperadas, porque la señorita Pole dio repetidas muestras de que se iniciaba la sesión atizando el fuego, abriendo y cerrando la ventana, tosiendo y sonándose la nariz. A continuación nos dispuso a todas alrededor de la mesa, cuidando de que yo ocupase un asiento frente a ella, y finalmente me preguntó si era cierta la triste noticia, como mucho se temía, de que la señorita Matty había perdido toda su fortuna.
Como es de suponer, mi respuesta no podía ser más que una. Nunca había visto una aflicción tan sincera como la reflejada en aquellas tres mujeres que tenía ante mí.
—¡Cuánto me gustaría que la señora Jamieson estuviera presente! —exclamó la señora Forrester por fin; la señora Fitz-Adam no secundaba el deseo, a juzgar por la cara que puso.
—Aun sin la presencia de la señora Jamieson —dijo la señorita Pole con un tono de mérito ofendido en la voz—, las damas de Cranford, reunidas en el salón de mi casa, podemos tomar una decisión. Supongo que ninguna de nosotras puede considerarse rica, si bien todas poseemos un digno pasar suficiente para unos gustos elegantes y refinados, que en ningún caso podrían llegar a ser vulgarmente ostentosos. —Aquí observé que la señorita Pole consultaba una tarjetita que llevaba oculta en la mano, donde supuse que había apuntado algunas notas—. Señorita Smith —prosiguió dirigiéndose a mí (familiarmente conocida como «Mary» en el círculo de señoras allí presentes, pero aquella era una ocasión solemne)—, según creí mi deber, ayer por la tarde hablé en privado con estas damas acerca de la desgracia acaecida a nuestra amiga y todas y cada una de nosotras estamos de acuerdo en que, puesto que andamos económicamente sobradas, no sólo es nuestro deber, sino también una satisfacción, una auténtica satisfacción, Mary —se le quebró la voz y tuvo que limpiarse las gafas antes de proseguir—, donar cuanto esté en nuestra mano para ayudar a la señorita Matilda Jenkyns. Sólo que en consideración a los sentimientos de delicada independencia que existen en el espíritu de toda mujer distinguida —estoy segura que volvió a mirar la tarjeta—, deseamos contribuir con nuestros óbolos de manera oculta y secreta a fin de no herir los sentimientos a los que me he referido. El propósito de que le hayamos pedido que se reuniera con nosotras esta mañana es que, considerando que es la hija, mejor dicho, que su padre es su asesor de confianza en los asuntos pecuniarios, hemos pensado que, tras consultarle, podría idear algún procedimiento para que nuestra contribución pareciera una deuda legal que la señorita Matilda Jenkyns había de recibir de… quién sabe. Acaso su padre, conociendo sus inversiones, podría determinar de quién.
La señorita Pole finalizó la perorata y miró a su alrededor en busca de aprobación y conformidad.
—Señoras, he expresado su voluntad, ¿no es así? Y mientras la señorita Smith considera cuál ha de ser su réplica, permítanme que les ofrezca un pequeño refrigerio.
Yo no tenía grandes réplicas que hacer. Mi corazón rebosaba de gratitud por sus nobles sentimientos más que de preocupación por expresarla en palabras, de modo que me limité a musitar que «comunicaría a mi padre lo que había dicho la señorita Pole y que si algo podía arreglarse a favor de la señorita Matty…». Aquí me abandonó la entereza por completo y tuvieron que reconfortarme con un vasito de vino de vellorita hasta que pude contener las lágrimas que había reprimido durante los dos o tres últimos días. Lo peor fue que todas las señoras empezaron a llorar al unísono, incluso la señorita Pole, quien mil veces había afirmado que revelar las emociones delante de otros era un signo de debilidad y falta de control, y cuando recobró la presencia de ánimo se le notaba cierto enfado impaciente contra mí por haber desatado la situación; creo que también estaba irritada porque no le había dado la réplica a su discurso. Si yo hubiera sabido de antemano lo que ella iba a decir y hubiera tenido en la mano una tarjeta donde estuvieran anotadas todas las emociones probables que podían despertarse en mi corazón, habría tratado de complacerla. No siendo así, le tocó hablar a la señora Forrester una vez hubimos recuperado la compostura.
—Entre amigas no me importa confesar que… no, no soy pobre exactamente, pero no creo que me pueda considerar rica. Ojalá lo fuera, para ayudar a la pobre señorita Matty. Ahora, si me lo permiten, escribiré en un papel lacrado la cantidad que puedo aportar. Quisiera que fuese más, señorita Mary. Se lo aseguro.
Entonces comprendí la provisión de papel, plumas y tinta. Cada una de las señoras escribió la suma que podía aportar anualmente, firmó el papel y lo lacró misteriosamente. Si su propuesta era aceptada, mi padre sería el encargado de abrir los papeles con el compromiso de mantener el secreto. De lo contrario, cada uno sería devuelto a su autora.
Cuando finalizó la ceremonia, me levanté para marcharme, pero cada una de ellas dio muestras de querer hablar conmigo en privado. La señorita Pole me retuvo en la sala para explicarme por qué, en ausencia de la señora Jamieson, había tomado las riendas de aquel «movimiento», como le placía llamarlo, y también para informarme de que había oído de buena tinta que la señora Jamieson regresaba a casa muy disgustada con su cuñada, quien debería regresar aquella misma tarde, según creía, a Edimburgo. Como es natural, aquella noticia no podía comunicarla en presencia de la señora Fitz-Adam, sobre todo porque la señorita Pole se decantaba por creer que el compromiso de boda de lady Glenmire con el señor Hoggins no podría resistir la indignación de la señora Jamieson. Mi entrevista con la señorita Pole concluyó tras algunas preguntas respecto a la salud de la señorita Matty.
Al bajar la escalera me topé con la señora Forrester que me esperaba a la entrada del comedor; me hizo entrar y, tras cerrar la puerta, hizo varios intentos de iniciar un tema de conversación al parecer tan inaccesible que comencé a perder las esperanzas de que llegásemos a un claro entendimiento. Finalmente, la pobre mujer, temblando como si revelase un crimen horrendo, me dijo que tenía muy pocos recursos para mantenerse; su confesión se debía al temor de que pensásemos que la exigua contribución que había anotado en el papel guardaba proporción con el afecto y la consideración que sentía por la señorita Matty. Sin embargo, la suma a la que tan gustosamente había renunciado era en realidad más de la veinteava parte de lo que tenía para vivir, pagar la casa y una criadita, tal como correspondía a una descendiente de los Tyrrell. Cuando la renta no llegaba a las cien libras, ceder una veinteava parte obligaba a hacer grandes economías y a renunciar a muchas cosas, pequeñas e insignificantes para las cuentas de los demás, pero con distinto valor considerando la situación que me había referido. Desearía tanto ser rica, repetía sin cesar, no pensando en ella, sino con el vivo y vehemente deseo de proporcionar a la señorita Matty las mayores comodidades.
Pasó bastante tiempo hasta que la pude consolar lo suficiente para dejarla; pero al salir de la casa me abordó la señora Fitz-Adam, que también quería hacerme una confidencia, aunque de naturaleza casi opuesta. No le había gustado poner todo lo que podía permitirse y estaba dispuesta a donar. Me dijo que nunca más creía poder mirar a la cara a la señorita Matty si se atrevía a darle la cantidad que habría deseado.
—¡La señorita Matty! —continuó—. Aquella que yo consideraba una jovencita tan elegante cuando yo no era más que una muchacha del campo que iba a llevar huevos, mantequilla y otros productos al mercado. Pues mi padre, aunque acomodado, me obligaba a ello, como antes había hecho mi madre, y yo tenía que venir a Cranford cada sábado y vigilar ventas, precios y todas las cosas. Un día, lo recuerdo bien, encontré a la señorita Matty en el camino de Combehurst; ella iba caminando por el sendero, que como recordará queda un buen trozo por encima de la calzada, y un caballero cabalgaba a su lado y le iba hablando; ella, sin levantar los ojos, miraba unas prímulas que había cogido y las iba destrozando. Creo que lloraba. Después de pasar, sin embargo, dio media vuelta y corrió a mi encuentro para interesarse, ¡tan amable!, por mi pobre madre, que yacía en su lecho de muerte. Cuando me eché a llorar, me cogió la mano para consolarme. El caballero la seguía esperando, y estoy segura de que su pobre corazón estaba rebosante. En aquel momento consideré un gran honor que fuera tan amable conmigo la hija del párroco que visitaba en Arley Hall. La quise desde entonces, aunque acaso no tuviera derecho a hacerlo. Si encuentra una manera de que pueda darle un poco más de dinero sin que nadie lo sepa, le estaré muy agradecida. Y mi hermano tendrá mucho gusto en asistirla como médico sin cobrarle ni medicinas ni sangrías, nada. Estoy convencida de que tanto él como su señoría (¡poco podía imaginar aquellos días de los que hablaba ahora mismo que llegaría a convertirme en la cuñada de «su señoría»!) harían cualquier cosa por ella. Todos lo haríamos.
Le dije que estaba segura de ello y le prometí toda clase de cosas, ansiosa como estaba de llegar a casa de la señorita Matty, que debía de estar intranquila por mí pues llevaba ausente dos horas que no sabría cómo justificar. Sin embargo, apenas se había dado cuenta del tiempo transcurrido, ocupada como estaba en los innumerables preparativos que requería el gran paso de dejar la casa. Sin duda para ella era un alivio iniciar el camino de la reducción de gastos, pues, tal como decía, si se paraba a pensar, le venía a la memoria el recuerdo de aquel pobre hombre con el pagaré de cinco libras y se sentía muy poco honrada. Claro que si para ella resultaba tan desagradable, ¿qué no iba a ocurrirles a los directores del banco al pensar en la miseria que había causado la quiebra? Casi me enfadé con ella por repartir su compasión entre aquellos directores (a quienes suponía abrumados por el remordimiento de haber gestionado mal los negocios ajenos) y los que sufrían la misma situación que ella. Ciertamente, parecía considerar la pobreza una carga más ligera que el remordimiento; pero yo ponía secretamente en duda que los directores fueran de su misma opinión.
Los viejos tesoros se sacaron de su escondrijo para tasarlos; por fortuna, su valor resultó ser poco, pues de lo contrario no sé cómo la señorita Matty se habría decidido a desprenderse de objetos tales como el anillo de casada de su madre, el extraño y tosco broche con el que su padre había estropeado el volante de la camisa, etcétera. No obstante, nos dedicamos a clasificarlos según su estimación monetaria y lo dejamos todo listo para cuando llegara mi padre a la mañana siguiente.
No voy a cansarlos con los detalles de todos los asuntos que tratamos; y la razón principal para no contarlos es que no comprendí lo que hacíamos y ahora no puedo recordarlo. La señorita Matty y yo permanecíamos sentadas aprobando cuentas, esquemas, informes y documentos de los que no creo que ninguna de las dos entendiera una palabra. Mi padre era un hombre lúcido y decidido, además de un experto negociante, y cuando hacíamos la más simple de las preguntas o dábamos muestras de la mínima falta de entendimiento, nos increpaba bruscamente: «¿Qué? ¿Qué? ¡Si está claro como el agua! ¿Cuál es la objeción?». Y puesto que no habíamos comprendido nada de lo que proponía, nos resultaba muy difícil perfilar nuestras objeciones; es más, ni siquiera estábamos convencidas de tener ninguna. De modo que la señorita Matty entró muy pronto en un estado de conformidad nerviosa y decía «Sí» y «Naturalmente» a cada pausa, viniera o no a cuento; pero cuando me sumé al recitado del «Decididamente» que la señorita Matty había pronunciado en un tembloroso tono dubitativo, mi padre se volvió hacia mí y me espetó: «¿Qué había que decidir?». Y puedo afirmar que aún hoy no lo sé, aunque para hacerle justicia, debo decir que había venido de Drumble para ayudar a la señorita Matty en un momento en que no podía perder el tiempo porque sus propios negocios pasaban por una situación delicada.
Cuando la señorita Matty se ausentó de la sala para organizar el almuerzo (debatiéndose tristemente entre su deseo de honrar a mi padre con una comida delicada y exquisita y el convencimiento, ahora que se había quedado sin dinero, de que no podía permitirse tal lujo) referí a mi padre la reunión de las señoras de Cranford que había tenido lugar el día anterior en casa de la señorita Pole. Mientras hablaba, no paró de restregarse los ojos, y cuando le conté que la noche antes Martha había propuesto tomar a la señorita Matty como inquilina, se apartó de mí para dirigirse a la ventana, donde empezó a tamborilear con los dedos sobre la repisa. Luego se volvió bruscamente y me dijo: «Ya ves, Mary, que llevando una vida buena e inocente se obtienen amigos en todas partes. ¡Maldita sea! Si fuera clérigo, extraería un buen sermón de esto, pero como no lo soy, me siento incapaz de formular una frase, aunque estoy seguro de que comprendes lo que quiero decir. Después del almuerzo, tú y yo iremos a dar un paseo y hablaremos un poco más de estos planes».
Se sirvió el almuerzo: una sabrosa chuleta de cordero recién hecha y una porción del león frío cortado en lonchas y frito. De este último no quedó ni una migaja, para gran satisfacción de Martha. A continuación, mi padre dijo sin rodeos a la señorita Matty que deseaba hablar a solas conmigo y que saldríamos a dar un paseo por los antiguos parajes, tras el cual yo le comunicaría el plan que juzgábamos más aconsejable. Antes de salir, la señorita Matty me llamó y me dijo: «Recuerda, querida, que yo soy la única que queda. Quiero decir que nadie va a sentirse herido por lo que yo haga. Estoy dispuesta a hacer cualquier cosa, mientras sea honrada y correcta; y no creo que cuando Deborah se entere, allí donde esté, la preocupe mucho que no me comporte como una aristócrata; porque ella lo sabe todo, querida. Sólo necesito saber qué puedo hacer para compensar a esta pobre gente en la medida de lo posible».
Le di un beso afectuoso y corrí en pos de mi padre. He aquí el resultado de nuestra conversación: si todas las partes estaban de acuerdo, Martha y Jem se casarían con la menor demora posible y vivirían en la actual residencia de la señorita Matty; la cantidad con la que las damas de Cranford habían acordado contribuir anualmente sería suficiente para pagar la mayor parte del alquiler, y Martha decidiría libremente cuál era la cantidad que la señorita Matty debía pagar por el alojamiento y algunas pequeñas necesidades complementarias. En cuanto a las ventas, en un principio mi padre se mostraba receloso: los muebles de la rectoría, aunque habían sido usados con delicadeza y tratados con respeto, darían tan poco que sería como una gota de agua en el mar de las deudas del Town and County Bank. Pero cuando le expuse que la tierna conciencia de la señorita Matty se tranquilizaría al saber que había hecho cuanto estaba en su mano, accedió por fin, y más cuando le narré la anécdota de las cinco libras, que por cierto me valió una buena regañina por haberlo permitido. Luego hice referencia a mi idea de que podría engrosar su pequeña renta vendiendo té, y con gran sorpresa (pues puede decirse que casi había abandonado el plan), mi padre se aferró a ella con la energía del comerciante. Creo que calculaba cuánto le reportarían las gallinas antes de que se incubaran los huevos, pues de inmediato calculó que el beneficio de las ventas que la señorita Matty podía efectuar en Cranford ascendía a más de veinte libras al año. El pequeño comedor se convertiría en tienda, aunque sin ningún rasgo degradante. La mesa sería el mostrador; una de las ventanas permanecería igual y la otra se convertiría en una puerta de vidrio. Sin duda, mi brillante sugerencia me valió un ascenso en su estima. Sólo me quedaba esperar que la nuestra no decayera a los ojos de la señorita Matty. Sin embargo, ella estuvo conforme y escuchó con paciencia nuestros arreglos. Sabía, dijo, que hacíamos por ella cuanto podíamos y sólo esperaba, sólo estipulaba, poder pagar hasta el último cuarto de penique que pudiera considerarse que debía por respeto a su padre, que tan venerado había sido en Cranford. Mi padre y yo acordamos hablar lo menos posible del banco, incluso no volver a mencionarlo jamás si era posible. Algunos planes la dejaron sin duda un tanto perpleja, pero por la mañana había visto los desaires que yo recibía por mi poca comprensión y no se aventuró a hacer muchas preguntas; lo aceptó todo con la esperanza de que nadie tuviera que anticipar su boda por su culpa. Cuando llegamos al capítulo de la venta de té, noté que se sorprendía, no porque significase una pérdida de distinción, sino porque desconfiaba de su capacidad de acción al iniciar un nuevo estilo de vida y humildemente hubiera preferido sufrir más privaciones antes que el ejercicio de una actividad para la que temía no tener aptitudes. No obstante, al ver que mi padre insistía en la idea, suspiró y dijo que lo intentaría, y que si no lo hacía bien, naturalmente lo dejaría. Un aspecto positivo era que no creía que los hombres comprasen té, y era a ellos a quienes temía. Entre ellos hacían gala de unos modales tan toscos y ruidosos, ¡y hacían las cuentas y calculaban el cambio tan aprisa! Ahora bien, si podía sólo vender confites a los niños, estaba segura de que podría complacerlos.