CAPÍTULO X

PÁNICO

Recuerdo una serie de acontecimientos que se sucedieron a partir de la visita del signor Brunoni a Cranford y que en nuestras mentes relacionábamos con él aunque no creo que tuviera nada que ver con los hechos. De repente empezaron a correr toda clase de rumores por la ciudad. Hubo un par de robos, de robos auténticos bona fide; habían juzgado y procesado a varios hombres y esto nos había llenado de temor a que nos robaran. Recuerdo que durante mucho tiempo en casa de la señorita Matty estuvimos haciendo una ronda por cocinas y sótanos cada noche, ella delante, armada con el atizador, yo detrás, con la escobilla de la chimenea, y Martha llevando la pala y las tenazas, dispuesta a dar la alarma; a veces chocaban accidentalmente y nos asustábamos tanto que corríamos a encerrarnos las tres en la cocina de atrás, en la despensa o lo que tuviéramos más cerca, hasta que se nos iba el miedo, nos recuperábamos y volvíamos a salir con renovado valor. Durante el día los tenderos y los campesinos nos contaban extrañas historias de carros que en lo más oscuro de la noche, tirados por caballos herrados con fieltro y guardados por hombres vestidos de oscuro, circulaban por la ciudad buscando, sin duda, una casa sin vigilancia o una puerta sin cerrar.

La señorita Pole, que se las daba de muy valiente, era la primera en reunir estos mensajes y aderezarlos para que adoptasen su aspecto más terrorífico. Descubrimos, sin embargo, que había pedido al señor Hoggins uno de sus sombreros viejos para colgarlo en la entrada de su casa y nosotras (por lo menos yo) teníamos nuestras dudas de si realmente le haría gracia, como afirmaba, la pequeña aventura de que asaltaran su casa. La señorita Matty no hacía ningún secreto de su notoria cobardía, pero como dueña de la casa cumplía regularmente con la obligación de inspeccionarla; sólo que cada día fue adelantando la hora de la ronda hasta que finalmente llegamos a hacerla a las seis y media; la señorita Matty se acostaba poco después de las siete «para que la noche pasase lo antes posible».

En Cranford, aquellos acontecimientos se sentían doblemente como un estigma, pues durante largo tiempo se había enorgullecido de ser una ciudad tan honrada y virtuosa que llegó a imaginarse demasiado noble y refinada para que le ocurriera algo así. A nosotras, sin embargo, nos reconfortaba la seguridad que nos transmitíamos mutuamente de que el autor de tales robos no podía ser ninguna persona de Cranford, sino uno o varios forasteros que habían traído la desgracia a la ciudad y motivado tantas precauciones como si viviéramos entre pieles rojas o franceses.

Esta última comparación de nuestro estado nocturno de defensa y fortificación fue pronunciada por la señora Forrester, cuyo padre había servido bajo el general Burgoyne en la guerra americana y cuyo marido había luchado contra los franceses en España. En efecto, se inclinaba por la idea de que en cierto modo los franceses estaban relacionados con los pequeños hurtos, que eran hechos comprobados, y que en cambio los robos en casas y caminos no eran más que rumores. Probablemente en algún momento de su vida la había impresionado vivamente la idea de los espías franceses y, no siendo capaz de erradicarla de su mente, se le aparecía de vez en cuando. Su teoría era la siguiente: los habitantes de Cranford se respetaban demasiado a sí mismos y estaban demasiado agradecidos a la aristocracia que había tenido la amabilidad de vivir cerca de la ciudad para desacreditar su buena crianza con un comportamiento inmoral o deshonesto. Por consiguiente, debíamos suponer que los ladrones eran forasteros; y si eran forasteros, ¿por qué no extranjeros? Y si eran extranjeros, ¿quiénes tenían más probabilidades que los franceses? El signor Brunoni chapurreaba el inglés como los franceses y, aunque llevaba un turbante de turco, la señora Forrester había visto un grabado de madame de Staël con el mismo tocado, y otro de monsieur Denon con un traje parecido al que vestía el mago en su representación, lo cual demostraba que los franceses, al igual que los turcos, llevaban turbantes. No cabía duda de que el signor Brunoni era un espía francés que había venido a descubrir las plazas débiles y sin defensa de Inglaterra, y a la fuerza había de tener cómplices. Por su parte, ella, la señora Forrester, se había formado su propia opinión acerca de la aventura de la señorita Pole en el George Inn: había visto dos hombres donde se consideraba que sólo había uno. Los franceses tenían costumbres y comportamientos que, a Dios gracias, los ingleses desconocían por completo, y ella no había vuelto a sentirse tranquila desde el día que fue a ver al mago, pues aunque el párroco estuviera presente, tenía la sensación de que su espectáculo era algo prohibido. En una palabra, la señora Forrester estaba más agitada que nunca y, siendo hija y viuda de oficiales del ejército, era natural que tuviésemos en cuenta sus opiniones. A ciencia cierta, no sé cuánto había de verdadero y de falso en los rumores que circulaban como un reguero de pólvora, pero entonces me parecía que había muchos motivos para creer que en Mardon (una pequeña ciudad a ocho millas de Cranford) habían practicado orificios en las paredes para entrar en casas y tiendas y se habían llevado los ladrillos aprovechando el silencio de la noche. Tales actos se cometían con tanto sigilo que no se oía ningún ruido, ni dentro ni fuera de la casa. La señorita Matty se desesperaba cuando oía las noticias. «¿Para qué sirven cerraduras y candados, campanillas en las ventanas y rondas nocturnas por la casa?». Todo aquello era propio de un mago. También ella estaba convencida de que el signor Brunoni estaba detrás de todo aquello.

Una tarde, alrededor de las cinco, nos sobresaltó un aldabonazo impaciente en la puerta. La señorita Matty me instó a que fuera corriendo a decir a Martha que de ningún modo abriese la puerta hasta que ella (la señorita Matty) no hubiera inspeccionado desde la ventana, armada con un escabel que dejaría caer sobre la cabeza del visitante si al levantar la mirada para responder a la pregunta de quién llamaba, mostraba el rostro cubierto con un crespón negro. Quienes habían llamado eran, sin embargo, nada menos que la señorita Pole y Betty. La primera subió con una pequeña cesta en la mano dando muestras de gran agitación.

—Guárdeme esto —me pidió cuando me ofrecí a sostenerle la cesta—. Es mi cubertería. Estoy convencida de que planean robar mi casa esta noche. He venido para acogerme a su hospitalidad, señorita Matty. Betty dormirá con su prima en el George. Si me lo permite, yo pasaré la noche sentada aquí. Mi casa está tan alejada de los vecinos que no creo que nadie nos oyera por mucho que gritásemos.

—Pero ¿qué las ha alarmado tanto? —preguntó la señorita Matty—. ¿Han visto a alguien acechando la casa?

—Sí, sí —respondió la señorita Pole—. Dos hombres con muy mal aspecto han pasado tres veces por delante, muy despacio. Y hace menos de media hora se ha presentado una mendiga irlandesa que se empeñaba en que Betty la dejara pasar con la excusa de que sus hijos estaban muertos de hambre y tenía que hablar con la señora. Fíjense: ha dicho «la señora» aunque había un sombrero de hombre colgado en la entrada; habría sido más natural pedir por «el señor». Betty le ha cerrado la puerta en la cara y ha subido corriendo; entonces hemos recogido las cucharas y nos hemos sentado a esperar ante la ventana del salón hasta que hemos visto a Thomas Jones que regresaba de trabajar y le hemos rogado que nos acompañase hasta la ciudad.

Podríamos habernos mostrado triunfantes sobre la señorita Pole, que se declaraba tan valiente antes de que la invadiera el miedo, pero nos alegraba demasiado ver que participaba de las debilidades humanas para burlarnos de ella; le cedí gustosamente mi habitación para aquella noche y la señorita Matty compartió su cama conmigo. Antes de retirarse, sin embargo, las dos damas sacaron de lo más recóndito de su memoria unas historias de robos y crímenes tan siniestras que yo temblaba como una hoja. La señorita Pole estaba ansiosa por demostrar que había presenciado aquellos terribles sucesos y poder justificar así su repentino pánico, y la señorita Matty no quería que la superasen y remataba cada historia con otra más terrible aún, hasta el punto que recordé, cosa extraña, una vieja historia que había leído en alguna parte, de un ruiseñor y un músico que rivalizaron entre sí para ver quién producía una música más admirable hasta que la pobre Filomela cayó muerta.

Una de las historias que me tuvo obsesionada mucho tiempo después fue la de una muchacha a quien dejaron a cargo de una mansión en Cumberland en un día especial de feria en que los otros sirvientes habían ido a divertirse. La familia se encontraba en Londres; vino un buhonero que le pidió si podía dejar un fardo grande y pesado en la cocina, diciendo que pasaría a recogerlo por la noche; la muchacha (hija de un guardabosque), buscando alguna distracción, dio con una escopeta que estaba colgada en el vestíbulo y la descolgó para inspeccionar la cinceladura; el arma se disparó, la bala salió por la puerta abierta de la cocina y fue a dar en el fardo, del que brotó un hilillo oscuro de sangre. (¡Cómo disfrutaba la señorita Pole con esta parte de la historia, demorándose devotamente en cada palabra!). Se dio más prisa relatando la valentía de la muchacha, y sólo me queda una vaga idea de que la muchacha desafió a los ladrones con unas tenacillas de rizar el pelo que calentó al rojo vivo y luego enfrió sumergiéndolas en grasa.

Nos retiramos a dormir con atemorizada curiosidad por lo que sabríamos al día siguiente y, por mi parte, con el vehemente deseo de que la noche transcurriera de una vez: temía que los ladrones hubieran observado desde la oscuridad que la señorita Pole se llevaba la cubertería y que tuviesen doble motivo para entrar en nuestra casa.

Pero no oímos nada extraño hasta que lady Glenmire vino a vernos al día siguiente. Los utensilios de la chimenea de la cocina estaban exactamente en la misma posición en que Martha y yo los habíamos colocado, cuidadosamente apilados contra la puerta trasera, como un juego de palillos, listos para caer con gran estruendo sólo con que un gato rozara los tableros exteriores. Yo me preguntaba qué habríamos hecho si tal alarma nos despertase y había propuesto a la señorita Matty que nos cubriéramos el rostro con la ropa de cama para que los ladrones no pensasen que podíamos identificarlos; pero la señorita Matty, temblando como una hoja, desdeñó la idea diciendo que era nuestro deber con la sociedad prenderlos y que haría lo posible por agarrarlos y mantenerlos encerrados bajo llave en el desván hasta la mañana.

Cuando se presentó lady Glenmire, casi nos sentimos celosas de ella. Efectivamente, habían asaltado la casa de la señora Jamieson; por lo menos había pisadas de hombre en los macizos de flores situados debajo de las ventanas de la cocina, «donde no tenía por qué haber ningún hombre», y Carlo se había pasado la noche ladrando como si hubiera extraños en el exterior. Lady Glenmire había despertado a la señora Jamieson y habían tocado la campanilla que comunicaba con el cuarto del señor Mulliner, en el tercer piso; cuando el gorro de dormir de este se asomó por el hueco de la escalera en respuesta a la llamada, le informaron de los motivos de su alarma, en vista de lo cual se retiró a su alcoba, cerró la puerta con llave (por miedo a la corriente de aire, según dijo a la mañana siguiente) y tras abrir la ventana gritó valientemente a los supuestos ladrones que, si querían vérselas con él, estaba dispuesto para la contienda. Lástima que, según observó lady Glenmire, era un triste consuelo, pues para enfrentarse con él los ladrones debían pasar por la alcoba de la señora Jamieson y la suya propia, y tenían que estar en fuerte disposición de luchar si se perdían la oportunidad de robar en los pisos inferiores, sin vigilancia alguna, para subir al desván y forzar una puerta para enfrentarse con el campeón de la casa. Lady Glenmire, después de esperar en el salón con el oído atento durante un buen rato, propuso a la señora Jamieson que volvieran a la cama, pero esta dijo que no se quedaría tranquila si no se quedaba vigilando; así pues, se arrebujó cómodamente en el sofá, donde la encontró profundamente dormida la criada al entrar en la sala a las seis de la mañana. Lady Glenmire, por el contrario, se fue a la cama y estuvo despierta toda la noche.

Cuando la señorita Pole oyó la historia, movió la cabeza satisfecha, pues estaba convencida de que algo iba a ocurrir aquella noche en Cranford; y así fue. No cabía duda de que en un principio se habían propuesto entrar en su casa, pero viendo que ella y Betty estaban en guardia y se llevaban los cubiertos, habían cambiado de táctica y se habían dirigido a la casa de la señora Jamieson, y Dios sabe lo que hubiera ocurrido si Carlo, que era un buen perro, no hubiera ladrado.

¡Pobre Carlo! Pocos días le quedaban para ladrar. Sus días de ladridos estaban muy próximos. Fuera porque la banda que infestaba el vecindario tenía miedo de él, o porque querían vengarse por la manera en que los había ahuyentado aquella noche, el caso es que lo envenenaron; o tal vez ocurrió lo que opinaron los más incultos: que había muerto de una apoplejía causada por la alimentación excesiva y la falta de ejercicio. Como quiera que fuese, lo cierto es que dos días después de aquella noche repleta de acontecimientos encontraron muerto a Carlo, con las patitas delanteras rígidas en actitud de echar a correr, como si tal inusitado esfuerzo lo pudiera librar de su seguro perseguidor: la muerte.

Todas sentimos pena por Carlo, el viejo y familiar amigo que nos había querido morder durante tantos años; y su misteriosa muerte nos inquietaba. ¿Estaría el signor Brunoni detrás de todo aquello? Según parece, había matado a un canario con sólo dar la orden; su voluntad parecía poseer una fuerza mortal. ¡Quién sabe qué cosas terribles podía llegar a tramar para que recayeran sobre la ciudad!

Por la noche solíamos intercambiar estas fantasías entre cuchicheos, pero por la mañana la luz del día nos devolvía el valor y una semana más tarde nos habíamos recuperado de la impresión causada por la muerte de Carlo; todas excepto la señora Jamieson. Ella, pobrecita, la acusaba más que ninguna otra cosa desde la muerte de su esposo. En realidad, decía la señorita Pole, puesto que el honorable señor Jamieson empinaba bastante el codo y le ocasionaba muchos disgustos, era posible que la muerte de Carlo le hubiera causado aún una mayor aflicción. Los comentarios de la señorita Pole siempre estaban teñidos de cinismo, aunque una cosa era clara y cierta: la señora Jamieson necesitaba un cambio de aires. El señor Mulliner insistía mucho en este aspecto, meneando la cabeza siempre que le preguntábamos por su dueña y hablando de su falta de apetito y de las terribles noches que pasaba; y no le faltaba razón, pues el estado natural de salud de su ama se caracterizaba por dos cosas: su facilidad para comer y para dormir. Si había perdido el apetito y el sueño, era indiscutible que le fallaban el ánimo y la salud. A lady Glenmire (que sin duda sentía un gran afecto por Cranford) no le gustó la idea de que la señora Jamieson fuese a Cheltenham, y más de una vez insinuó con bastante claridad que era una maniobra del señor Mulliner, que se había alarmado demasiado con motivo del asalto a la casa y desde entonces había dicho más de una vez que tenía a su cargo una gran responsabilidad por tener que defender a tantas mujeres. Como quiera que fuera, la señora se fue a Cheltenham escoltada por el señor Mulliner y lady Glenmire se quedó en posesión de la casa con el manifiesto encargo de vigilar que las sirvientas no cogieran pretendientes. Era el suyo un papel de ogro de muy buen ver, y tan pronto como se dispuso su permanencia en Cranford, halló que la visita de la señora Jamieson a Cheltenham era lo mejor que le podía ocurrir en el mundo. Había dejado su casa de Edimburgo y en el presente no tenía ningún hogar, de modo que el encargo de cuidar de la cómoda vivienda de su cuñada le resultaba muy conveniente y aceptable.

La señorita Pole tendía a considerarse una heroína por el paso enérgico que había adoptado para huir de los dos hombres y la mujer, a quienes llamaba «la banda asesina». Describía su aspecto con vivos colores y reparé en que cada vez que hacía referencia al suceso añadía un nuevo rasgo de villanía a su apariencia. Uno era alto: fue creciendo hasta alcanzar una estatura gigantesca antes de que dejásemos de ocuparnos de él; naturalmente tenía el pelo negro, y las greñas le fueron creciendo hasta cubrirle la frente y las espaldas. El otro era bajo y grueso, y la última vez que oímos hablar de él le había crecido una joroba en la espalda; tenía un pelo rojo que llegó a alcanzar un tono zanahoria y estaba casi segura de que tenía un ligero defecto en la mirada; era totalmente bizco. En cuanto a la mujer, tenía la mirada feroz y el aspecto hombruno, una auténtica varona; probablemente era un hombre vestido de mujer; posteriormente nos dijo que lucía perilla, tenía la voz masculina y caminaba a zancadas. Mientras que la señorita Pole se deleitaba contando los sucesos de aquella tarde a quien se lo preguntara, otros no se sentían tan orgullosos de sus aventuras en el mundo del latrocinio. Al señor Hoggins, el médico, le habían asaltado, en la misma puerta de su casa, dos rufianes que, amparados en la oscuridad del portal, le acallaron con tal eficacia que consiguieron robarle en el breve intervalo transcurrido desde que tocó la campanilla hasta que respondió la criada. La señorita Pole estaba convencida de que se descubriría que el robo había sido perpetrado por «sus hombres» y el mismo día que se enteró de la noticia fue a revisarse las muelas para interrogar al señor Hoggins. Después de la visita vino a vernos, de modo que nos enteramos de lo que había oído directamente de la fuente cuando aún estábamos agitadas y aturdidas por el primer anuncio de la noticia, pues el robo había ocurrido la noche anterior.

—¡Pues bien! —exclamó la señorita Pole, sentándose con la resolución de la persona que ha llegado a una conclusión sobre la naturaleza de la vida y del mundo (y esa gente nunca pisa con suavidad ni se sienta sin dejarse caer)—. Ya ve, señorita Matty, los hombres siempre serán hombres. Cualquier hijo de vecino desea que le consideren Sansón y Salomón al mismo tiempo: demasiado fuerte para ser vencido o derrotado, demasiado sabio para ser engañado. Si se fija bien, verá que siempre han predicho los acontecimientos aunque nunca advierten de ellos antes de que ocurran. Mi padre era un hombre, de modo que conozco bien el género masculino.

Habló hasta perder el resuello; con mucho gusto habríamos llenado las pausas necesarias a modo de coro, pero no sabíamos exactamente qué decir, ni qué hombre había inspirado tal diatriba contra su sexo; así pues, nos limitamos a acompañarla con un solemne movimiento de cabeza y murmurando débilmente: «No hay quien los entienda, es cierto».

—Sólo pensar —continuó— que he corrido el riesgo de que me arrancara la única muela que me queda (porque desgraciadamente una está a merced del médico dentista; y yo por lo menos siempre hablo cortésmente con ellos hasta que consigo librar la boca de sus garras); a fin de cuentas, el señor Hoggins es demasiado hombre para reconocer que anoche le robaron.

—¡No es posible! —exclamó el coro.

—A mí me lo van a decir —exclamó la señorita Pole furiosa de que por un momento nos sintiéramos engañadas—. Creo que le robaron, tal como me dijo Betty, y tiene vergüenza de admitirlo; la verdad es que fue muy necio por su parte dejar que le asaltaran en la misma puerta de su casa. Supongo que teme que esto le desmerezca ante los ojos de la sociedad de Cranford y por eso desea ocultarlo. Sin embargo, no tenía por qué tratar de engañarme diciendo que seguramente había oído el relato exagerado de un hurto insignificante ocurrido la semana anterior, cuando, según parece, se le llevaron un pescuezo de añojo del arca del patio; tuvo la impertinencia de decir que probablemente había sido obra del gato. Si pudiera llegar al fondo del asunto, estoy segura de que fue aquel irlandés disfrazado de mujer que vino a espiar a mi casa con el cuento de los niños muertos de hambre.

Después de condenar debidamente la poca sinceridad demostrada por el señor Hoggins, y de denostar a los hombres en general tomándole a él como representante y arquetipo, pasamos al tema que nos ocupaba antes de la aparición de la señorita Pole; es decir, hasta qué punto, considerando la actual situación de desorden que sufría la región, nos podíamos aventurar a aceptar una invitación que la señorita Matty acababa de recibir de la señora Forrester para que acudiéramos, como cada aniversario de su boda, a tomar el té con ella a las cinco y después a jugar una tranquila partida de cartas. La señora Forrester puntualizaba que nos invitaba con cierta prevención, pues temía que los caminos eran muy inseguros, pero sugería que una de nosotras tal vez no tendría inconveniente en utilizar la litera y las otras, si andaban con brío, seguramente podrían seguir el paso vivo de los porteadores y llegar así sanas y salvas a Over Place, un arrabal de la ciudad. (Aunque no, esta es una expresión demasiado pomposa: un pequeño núcleo de casas separado de Cranford por unas doscientas yardas de camino oscuro y solitario). Sin duda, una invitación similar estaba aguardando en casa de la señorita Pole, de modo que su visita fue una feliz coincidencia porque nos permitía tomar una decisión juntas. Todas hubiéramos preferido rechazar la invitación, pero comprendimos que sería una descortesía con la señora Forrester, pues la dejaríamos sola con los recuerdos de una vida no muy feliz ni venturosa. La señorita Matty y la señorita Pole habían asistido a tal celebración durante muchos años y prefirieron galantemente revestirse de valor y atravesar Darkness Lane antes que pecar de deslealtad con su amiga. Cuando llegó el día señalado, la señorita Matty (se decidió que ocupase ella la litera, pues estaba resfriada), antes de que la embutieran dentro como un muñeco de resorte en una caja de sorpresa, imploró a los porteadores que, pasara lo que pasara, no echasen a correr dejándola allí encerrada para que la asesinaran; y aun después de escuchar su promesa, vi que contraía la cara con la firme determinación de una mártir y a través del cristal me dirigió un melancólico y siniestro gesto con la cabeza. Llegamos, no obstante, sanas y salvas, aunque sin aliento, porque atravesamos Darkness Lane a toda carrera y me temo que la pobre señorita sufrió un terrible traqueteo.

La señora Forrester había hecho unos preparativos extraordinarios, como premio a nuestro esfuerzo por ir a visitarla a pesar de los grandes peligros. Se pusieron en juego las habituales formas de cortés ignorancia acerca de qué nos servirían las sirvientas. La buena armonía y la partida de preference parecían ser la orden del día, pero no sé cómo se inició una interesante conversación relacionada, naturalmente, con los ladrones que infestaban el vecindario de Cranford.

Habiendo afrontado los peligros de Darkness Lane, lo que nos permitió un pequeño acopio de reputación de ser personas valientes y deseosas también, claro está, de probar que éramos superiores a los hombres (videlicet[27] al señor Hoggins) en lo tocante a la franqueza, comenzamos a relatar nuestros miedos particulares y las precauciones especiales que tomaba cada una de nosotras. Yo confesé que mi mayor aprensión eran los ojos: ojos mirándome, observándome, brillando desde cualquier superficie de madera oscura y plana; y que si me atreviese a ponerme ante el espejo cuando me dominaba el pánico, sin duda le daría la vuelta por miedo a ver unos ojos detrás de mí observándome desde la oscuridad. Me di cuenta de que la señorita Matty ardía en deseos de hacer una confesión y finalmente se atrevió. Reconoció que desde pequeña, al subirse a la cama, temía que alguien escondido debajo le agarrase la pierna que aún apoyaba sobre el suelo. Cuando era más joven y ágil, prosiguió, solía saltar desde cierta distancia de modo que las dos piernas llegasen a la cama al mismo tiempo y sin peligro; sin embargo dejó de hacerlo porque molestaba a Deborah, que se jactaba de subir a la cama graciosamente. Ahora que habían vuelto los antiguos terrores, sin embargo, sobre todo desde que la casa de la señorita Pole había sido asaltada (habíamos acabado por creer que efectivamente el asalto había tenido lugar), y resultaba muy desagradable la idea de mirar debajo de la cama por si encontraba a un hombre escondido con un rostro grande y fiero mirándola fijamente, se le había ocurrido la idea (tal vez yo había notado que había encargado a Martha que le comprara una pelota de penique, como aquellas con que juegan los niños) de hacer rodar la pelota por debajo de la cama cada noche: si esta salía por el otro lado, magnífico; de lo contrario, se cuidaba mucho de dejar la mano sobre la cuerda de la campanilla y pensaba llamar a John y a Harry, como si hubiesen de acudir unos sirvientes a su llamada. Todas aplaudimos la ingeniosa idea y la señorita Matty, silenciosa y llena de satisfacción, volvió a arrellanarse en su silla y miró a la señora Forrester como pidiéndole que narrase su debilidad particular. La señora Forrester miró de reojo a la señorita Pole y trató de cambiar de tema diciéndonos que había traído a un muchacho de una de las casas vecinas tras prometer a sus padres un quintal de carbón por Navidad y la cena diaria del joven a cambio de que durmiera en la casa. El primer día le había instruido en sus posibles deberes y, viendo que era juicioso, le había dado la espada del comandante (el comandante era su difunto esposo) con el ruego de que cada noche la depositara con cuidado debajo de la almohada, con el filo hacia la pared. Era un muchacho muy listo, estaba segura, pues al ver el tricornio del comandante comentó que, si él pudiera ponérselo, estaba seguro de que algún día asustaría a dos ingleses o a cuatro franceses. Sin embargo, ella le hizo comprender que ponerse sombreros o cualquier otra cosa era una pérdida de tiempo, pero que si oía un ruido, tenía que correr hacia allí con la espada desenvainada. Al insinuar yo que con consejos tan sanguinarios e indiscriminados podía ocurrir un accidente, y que podía precipitarse sobre Jenny cuando se levantara a limpiar y atravesarla antes de advertir que no era un francés, la señora Forrester respondió que no lo consideraba probable, ya que el muchacho tenía un sueño muy profundo y generalmente había que sacudirlo o echarle agua fría para despertarlo por la mañana. A veces creía que tal modorra se debía a las sustanciosas cenas que el infeliz se zampaba, ya que en su casa estaba medio muerto de hambre y ella había ordenado a Jenny que le procurase un buen ágape cada noche.

La señora Forrester seguía sin confesar su temor particular y la apremiamos para que nos dijera qué la asustaba más que ninguna otra cosa. Hizo una pausa, atizó el fuego, despabiló las velas y después dijo con un sonoro susurro:

—Los aparecidos.

Miró a la señorita Pole como diciendo que ya estaba dicho y que lo sostenía. Aquella mirada era en sí misma un reto. La señorita Pole lo atribuyó a la indigestión, ilusiones fantasmales, ficciones ópticas y muchas más cosas en las que eran expertos los doctores Ferrier y Hibbert. La señorita Matty sentía cierta inclinación por las apariciones, como ya he mencionado antes, y lo poco que comentó fue para ponerse de parte de la señora Forrester, la cual, animada por su comprensión, afirmó que los espectros formaban parte de su religión; que ella, viuda de un comandante del ejército, sabía con certeza qué cosas había que temer y cuáles no; en una palabra, nunca vi a la señora Forrester tan vehemente, ni antes ni después, pues solía ser una anciana amable, bondadosa y paciente en la mayoría de las cosas. Todo el ponche caliente de vino de saúco que hay en el mundo no podría haber borrado aquella noche el recuerdo de las diferencias entre la señorita Pole y su anfitriona. Es cierto que cuando trajeron el ponche se suscitó un nuevo rebrote en la discusión porque Jenny, la criadita que se tambaleaba bajo la bandeja, dio testimonio de haber presenciado un espectro con sus propios ojos, unas noches antes, en Darkness Lane, el mismo camino que debíamos recorrer para regresar a casa.

A pesar del desagradable sobrecogimiento que me causó tal afirmación, no pudo por menos que divertirme la situación de Jenny, que parecía realmente un testigo, interrogada una y otra vez por dos abogados nada escrupulosos acerca de asuntos importantes. Llegué a la conclusión de que Jenny había visto realmente algo que una indigestión no podía provocar. Una mujer vestida completamente de blanco, sin cabeza, era todo lo que declaraba y ratificaba, animada por el convencimiento de la secreta simpatía que despertaba en su ama y bajo la mirada desdeñosa que le dirigía la señorita Pole. Y no sólo ella, sino muchas otras personas, habían visto a la mujer sin cabeza que se sentaba al borde del camino retorciéndose las manos con profundo pesar. La señora Forrester nos miraba de vez en cuando con aspecto triunfante, pero ella no tenía que atravesar Darkness Lane para ir a arrebujarse bajo las mantas de su cama.

Mientras nos poníamos las prendas para volver a casa guardamos un discreto silencio respecto a la mujer sin cabeza, pues quién sabe si podían estar cerca la cabeza y las orejas de la aparecida y qué relación espiritual podían tener con el infortunado cuerpo de Darkness Lane; y por consiguiente, incluso la señorita Pole consideró que era mejor no hablar a la ligera de aquellos temas por miedo a ofender o a irritar a aquel angustiado tronco. Por lo menos, así me pareció, porque en vez de la animada charla que solía acompañar a tales preparativos, nos pusimos las capas tan tristes como plañideras en un funeral. La señorita Matty corrió las cortinillas de las ventanas de la litera para evitar visiones desagradables y los hombres (tal vez porque veían próximo el final de la jornada o porque iban cuesta abajo) arrancaron a un paso tan vivo y animado que la señorita Pole y yo apenas podíamos mantenernos a su lado. A esta sólo le quedaba aliento suficiente para implorar «¡No me deje! ¡No me deje!», a la vez que se asía a mi brazo con tanta fuerza que no hubiera podido abandonarla, con aparición o sin ella. ¡Qué alivio cuando los hombres, fatigados por la carga y por el paso ligero, se detuvieron en el cruce de Headingley Causeway y Darkness Lane! La señorita Pole me soltó y se asió del brazo de uno de los hombres.

—¿No podrían llevar a la señorita Matty desviándose por Headingley Causeway? El pavimento de Darkness Lane produce demasiado traqueteo y la señora no está muy fuerte.

Desde el interior de la litera llegó una voz ahogada.

—Sigan, por el amor de Dios. ¿Qué pasa? ¿Ocurre algo? Les daré seis peniques de propina si se dan más prisa. Por favor, no se detengan aquí.

—Y yo les daré un chelín —dijo la señorita Pole, con temblorosa dignidad—, si van por Headingley Causeway.

Los dos hombres accedieron con un gruñido, levantaron la litera y prosiguieron por la carretera, que ciertamente respondía al amable deseo de la señorita Pole de salvar los huesos de la señorita Matty, pues estaba cubierta de una gruesa capa de barro blando que habría sido agradable incluso en caso de una caída; agradable hasta el momento de levantarse, eso sí, pues podría haber alguna dificultad en salir del trance.