9
En eso se había convertido una típica mañana en el patio del palacio de Arabel. Las paredes retumbaban al paso de los carros de la plaga, el viento arrastraba la ceniza de las hogueras que ardían en los alrededores de la ciudad, los guijarros repicaban bajo las voces y los golpes metálicos de los sargentos de instrucción y los reclutas que se sometían al adiestramiento para enfrentarse a la amenaza encarnada en los orcos del norte. Más allá del rastrillo las mujeres pedían gachas para sus hijos hambrientos, los locos anunciaban a voz en cuello el fin del mundo y nubarrones de moscas zumbaban sobre los carros llenos de una comida que se echaba a perder por momentos, antes de que pudiera repartirse. La escena se repetía por todo el norte de Cormyr. Si las ghazneth campaban a sus anchas durante mucho más tiempo, pensó Tanalasta, todo el reino al norte de Carretera Alta quedaría en nada: tierra baldía.
Con cierta dificultad, la princesa se alejó de la puerta y observó su modesto séquito. A excepción de la reina y ella, todos los guardias, los magos y quienes las acompañaban no llevaban más que un macuto de efectos personales. Incluso Filfaeril y Tanalasta habían colocado todas sus pertenencias en un solo carro.
—¿Dispuesto todo el mundo? —Cuando nadie respondió indicando lo contrario, Tanalasta hizo un gesto a Korvarr Rallyhorn—. Proceda.
—A sus órdenes, alteza. —El capitán de Dragones Púrpura, de acerada mirada, inclinó la cabeza tieso como un palo (casi resentido, pensó Tanalasta), y después se puso al frente del grupo. Allí había dos magos guerreros, cada uno de ellos cogido de brazos con cuatro fornidos Dragones Púrpura. En sus manos, los Dragones empuñaban espadas de hierro—. Procedan. Los seguiremos cuando contemos hasta cien.
Los magos pronunciaron la palabra mágica y desaparecieron con un breve estruendo, llevando consigo a los ocho Dragones Púrpura que servían de escolta. Korvarr empezó a contar en voz alta, lentamente y de forma que todos lo oyeran.
—¿Sabes lo que parece esto, verdad, querida? —preguntó la madre de Tanalasta.
—No hay más remedio —replicó Tanalasta—. Todo cuanto debo investigar se encuentra en Suzail.
—La gente creerá que huimos para ponernos a salvo —continuó Filfaeril—. No creo que este gesto inspire mucha confianza.
—Es que no tengo mucha confianza —replicó Tanalasta—. Conocemos a Xanthon, pero ¿y las otras ghazneth? La biblioteca de Arabel no tiene las respuestas que busco. Tengo que recurrir a los archivos reales si queremos frustrar sus planes.
—¿Y cómo crees que nos ayudará averiguar la razón de que estos traidores renieguen de Cormyr? —preguntó Filfaeril.
—Ya sabes cómo. Ya te he explicado lo que le pasó a Xanthon cuando descubrió que me había casado con Rowen. —Tanalasta bajó aún más el tono de su voz. Habían acordado que sería mejor que Azoun anunciara su matrimonio para disfrutar así del apoyo público del rey—. Descubrir las razones por las cuales las demás ghazneth traicionaron el reino será sólo cuestión de estudiar la documentación disponible, y ésa es mi especialidad.
—También eres un símbolo para Cormyr —le recordó Filfaeril—. Si el pueblo cree que huimos, perderá la esperanza.
—Quizá quieras quedarte para evitar que se sientan abandonados, madre —dijo Tanalasta—. Pero yo haré lo que crea mejor para Cormyr.
La cuenta de Korvarr llegó a noventa, y Sarmon el Espectacular dio un paso al frente y les ofreció el brazo. Tanalasta deslizó su mano bajo la manga de la túnica, mientras enarcaba una ceja a su madre en un gesto inquisitivo.
—Te acompaño —suspiró Filfaeril—. Si me quedo, creerán que soy más valiente que tú, lo cual te haría perder prestigio a sus ojos, y ya lo he socavado yo bastante.
—Cien —contó Korvarr.
Sarmon formuló el hechizo, y a Tanalasta se le subió el estómago a la garganta. Se produjo el inevitable intervalo de aturdimiento que seguía a una sensación de caída, durante la cual tan sólo sintió el brazo del mago y un silencio estruendoso en su oído. Se encontraba en otro lugar, de pie en otro patio, intentando pestañear para librarse del aturdimiento propio de la teletransportación y recordar dónde estaba.
El rumor metálico del entrechocar del acero reverberó entre las paredes del patio, y el viento trajo consigo el hedor producido por la batalla: sangre, sudor, cadáveres. Las piedras que tenía bajo los pies transmitían el estampido de los pasos, el caer de cuerpos, mientras ante su mirada confusa pasaban destellos metálicos y siluetas negras en todas direcciones. Sarmon los había teletransportado en plena batalla, y por su vida que la princesa no tenía la menor idea de por qué.
Una silueta oscura se volvió hacia ella y Tanalasta observó cómo su figura familiar se acercaba impulsada por una par de alas negras. La criatura tenía unos brazos larguiruchos y en las manos, garras de ébano; el torso era esquelético, con pechos de mujer, y el pelo negro y grueso enmarcaba unos ojos como ascuas color escarlata.
—¡Emboscada! —gritó Korvarr Rallyhorn.
El cuerpo enfundado en la armadura del capitán de Dragones Púrpura golpeó a Tanalasta de lado, y la hizo tropezar con Sarmon y Filfaeril. Los tres acabaron en el suelo. De pronto, Tanalasta recordó dónde se suponía que estaba: en el patio interior del palacio de Suzail, aunque Sarmon parecía haber errado con el hechizo y haberlos teletransportado en medio de cualquiera de las numerosas batallas que se libraban en el norte.
Tanalasta oyó un ruido metálico encima de su cabeza cuando las garras de la ghazneth agarraron a Korvarr por la armadura y se la arrancaron de cuajo. Mientras intentaba discernir a qué se debía que el hechizo de teletransportación hubiera salido tan mal, la princesa rodó sobre sí misma para apartarse de los demás. Apartó al mago de su madre y lo empujó hacia Korvarr.
—¡Ayude al capitán! —ordenó.
Aunque la ghazneth arrastraba a Korvarr, cuyo cuerpo rebotaba contra el pavimento de guijarro, el capitán se las apañó para desenvainar la espada de hierro y atacar a la criatura a tajo limpio.
—Y Sarmon… esta vez procure no echar a perder el hechizo —añadió Tanalasta, sin disimular su disgusto por el increíble error cometido por el mago.
Con la ceja enarcada ante el tono de voz de la princesa, Sarmon sacó algo de su túnica que arrojó en dirección al capitán de Dragones Púrpura. Cuando empezó a formular el encantamiento, un zumbido familiar se escuchó a espaldas de Tanalasta. Giró sobre sus talones para ver que un enjambre de avispas y moscardones envolvía los chapiteles de la torre del homenaje del Dragón, situada en el interior del palacio de Suzail.
Cuando Tanalasta logró digerir el hecho de que efectivamente se habían teletransportado al lugar indicado, la figura desgarbada de Xanthon Cormaeril surgió por entre el enjambre y empezó a abrirse paso a través de los guardias reales. Empuñaba una alabarda de tres metros en cada mano, saltaba, giraba sobre sí y esgrimía las armas como si fueran las aspas de un molino. Los Dragones Púrpura se enfrentaron a él con denuedo, y cargaron con el escudo en alto, acuclillados para atacar con sus armas las piernas de la criatura, eso cuando no se arrojaban a fondo con la lanza de punta de hierro, dispuestos a atravesarle el corazón. Sin embargo, la velocidad de la ghazneth no tenía rival. Superó sus ataques una y otra vez, y siguió acercándose a la princesa.
Filfaeril cogió a Tanalasta del brazo y la empujó en dirección opuesta, siguiendo a Alaphondar, Owden y media docena de Dragones Púrpura, en dirección a los barracones de los soldados. Su huida se vio frustrada cuando una ghazneth pequeña y cuadrada de hombros, con una barriga prominente y una barba negra y asquerosa surgió del cielo y les bloqueó el paso. Clavó su mirada carmesí en la figura de la reina Filfaeril y se acercó a ella, utilizando sus fuertes alas para apartar de su camino a los soldados enfundados en la armadura de combate como si no fueran más que un hatajo de niños pequeños.
—Boldovar —Filfaeril pronunció el nombre de la criatura de forma tan inaudible, que Tanalasta apenas pudo oírlo—. ¡No!
—¡Zorra infiel! —siseó Boldovar, sacando su lengua roja a la reina—. Eso me gusta en una mujer.
Filfaeril retrocedió un paso, se dio la vuelta y hubiera echado a correr si Tanalasta no la hubiese cogido con fuerza del brazo. Owden, en cambio, avanzó un paso y se interpuso entre la reina y la ghazneth que la atormentaba. Boldovar esbozó una mueca y extendió sus alas dispuesto a enfrentarse al clérigo. En lugar de levantar la maza de hierro, el maestre de agricultura sacó el amuleto sagrado en forma de flor que llevaba colgado del cuello y lo acercó a la ghazneth.
—En el nombre de la Madre, regresa a la tumba y rinde tu cadáver al buen suelo.
A Boldovar se le encendió la mirada. Empezó a proferir maldiciones y chascar los dientes con tal fuerza que un hilillo de sangre resbaló de su boca, pero se apartó del símbolo sagrado e intentó rodearlo, y no en dirección a Filfaeril, sino a Tanalasta. Owden cortó el paso a la ghazneth y dio de nuevo un paso al frente estirando más del amuleto para acercarlo a un brazo de distancia de la ghazneth.
—¡Tenga cuidado, Owden!
Tanalasta cogió al clérigo por la capucha de la túnica, y miró en dirección a la primera ghazneth. La criatura estaba hundida hasta las rodillas en una maraña de cuerpos pertenecientes a los Dragones Púrpura, y también intentaba acercarse a ella. Se lo impedían un trío de guerreros cuyas armaduras y alabardas de hierro se habían vuelto de pronto herrumbrosas, y una cadena corta de magia dorada que la tenía cogida a la altura de los tobillos. En el extremo opuesto de la cadena vio a un débil mago que guardaba cierto parecido con Sarmon el Espectacular. Tenía un brazo hundido a la altura del hombro en los guijarros, y gritaba de dolor mientras la ghazneth se esforzaba por liberarse.
No vio ni rastro de Korvarr, a menos que se tratara del colibrí verde que volaba raudo para hundir su afilado pico en los ojos escarlata de la ghazneth. El pájaro parecía hacer más daño que todos los demás atacantes. Cada vez que la picaba, la ghazneth soltaba un alarido y recurría a sus poderes para curarse el ojo herido, antes de agitar las manos en el aire para borrar del cielo a la diminuta criatura. Por muy rápido que fuera el monstruo, el colibrí lo era aún más. La esquivaba, hacía un quiebro en el aire y allí estaba de nuevo remontando el vuelo.
Las avispas y las moscas llegaron formando un enjambre, dispuestas a picar a diestro y siniestro. Tanalasta volvió la mirada y vio a Xanthon a menos de cinco pasos de distancia, acabando con los dos últimos guardias. Detrás de él, los soldados de la guarnición de palacio irrumpían en el patio procedentes de todas direcciones, pero la princesa era plenamente consciente de la velocidad de la ghazneth como para tener esperanzas de que pudieran llegar a tiempo para salvarla. Incluso Boldovar, que había tenido prisionera a Filfaeril durante casi diez días, y que debido a su locura aún la consideraba su reina, volaba en círculos sobre Tanalasta, olvidándose de Filfaeril. Llegó a la conclusión de que había llegado el momento de hundir la mano en el bolsillo de huida y confiar en la suerte.
Pero en lugar de hacerlo, Tanalasta se volvió para enfrentarse a Xanthon. Le asustaba el hecho de tenerlo tan cerca y tan fuerte como siempre, quizás incluso más. Sus alas eran lo bastante largas como para que las puntas asomaran por encima de sus hombros. De haberse demostrado que su teoría para derrotar a las ghazneth era correcta, no sería más que el miserable traidor que había huido de Sarmon en Montaña Goblin, pero la princesa no estaba por la labor de renunciar a su idea tan fácilmente. Si su teoría no se confirmaba, al menos sabría el porqué.
Xanthon inmovilizó la espada de hierro de uno de los soldados con la punta de la alabarda y dio una voltereta en el aire para arrancar el arma de las manos del guerrero. Tanalasta levantó la barbilla en un gesto arrogante, y se acercó lentamente a la refriega arrastrando a su madre con ella, e ignorando a las avispas y las moscas que parecían dispuestas a magullarle el rostro.
—¿Y ahora qué, primo? —inquirió Tanalasta—. ¿Acaso el hecho de sentar a un Cormaeril en el trono no te parece suficiente recompensa?
Xanthon no llegó a tirar de la alabarda, y el Dragón Púrpura logró liberar su espada.
—¡No me hables de tronos, furcia! No creo que estés más comprometida con Rowen de lo que lo estuviste con Aunadar.
—¿De veras? —exclamó Filfaeril. Se separó de su hija y se llevó la mano al pecho—. Por las sagradas trenzas de la Señora, ¡qué buena noticia! No sabía cómo iba a explicárselo al rey. ¡Imagina! Un Cormaeril de consorte real. ¿Qué dirían los Silversword?
—¿Te lo ha dicho? —preguntó Xanthon, cuya mirada lanzó un destello carmesí. Se distrajo tanto, que a duras penas pudo evitar los ataques de los soldados—. Entonces, ¿es cierto?
—¡Espero que no! —Filfaeril dio un paso hacia la ghazneth—. Si lo es, acaba conmigo ahora mismo y evítame tamaña vergüenza.
La sombra que cubría el rostro de Xanthon pareció evaporarse, y en sus ojos observó Tanalasta la misma expresión humana que creyó ver la primera vez que se enfrentó a él en Montaña Goblin. Cogió de nuevo a su madre por el brazo y la empujó hacia atrás. Empezaba a temer que la reacción de la reina no fuera un simple truco para distraerlo.
—Ya es suficiente, madre. —Tanalasta había descubierto todo lo que quería saber… quizá más de lo que pretendía. Dio un codazo a Alaphondar para que se encargara de Owden, que aún seguía enzarzado con Boldovar, y después dio la espalda a Xanthon y metió la mano en el bolsillo de huida de la capa—. Ya lo discutiremos en mis aposentos.
Un portal oscuro se materializó ante Tanalasta, que lo atravesó de un paso sin soltar a su madre. Experimentó esa desconcertante sensación de caer en un pozo infinito, y acto seguido se encontró en los familiares confines de su propia habitación, no muy segura de por qué se sentía tan desorientada o de por qué cogía las manos de la reina. Alaphondar llegó con Owden Foley del brazo, y entonces reparó Tanalasta en el estruendo del combate que tenía lugar en el patio, cuando de pronto lo recordó todo.
—¡Guardias! ¡Alarma! —gritó al abrir la puerta de la antesala.
—¡Y traed el hierro! —añadió la reina—. Tenemos a las ghazneth.
Tanalasta no pudo evitar sonreír cuando oyó los gritos de asombro que se repitieron a lo largo del salón. Aunque llevaba un año fuera de casa, le satisfacía comprobar que había cosas que nunca cambiaban. Durante algunos latidos de corazón estuvo escuchando los gritos de asombro de los guardias, que repetían sus órdenes de estancia en estancia.
—Espero que tu berrinche haya redundado en beneficio de Xanthon —dijo al volverse a su madre.
—Por supuesto, querida —respondió la reina a su hija con una sonrisa quizá demasiado dulce—. Ya sabes que no podría alegrarme más por ti.
Sin esperar la respuesta, la reina cruzó el dormitorio y echó un vistazo al patio sin correr las cortinas. Tanalasta la siguió y se puso a su lado. En el patio, Boldovar y la otra ghazneth alada (probablemente Suzara Obarskyr o Ryndala Merendil, ya que éstas eran las únicas ghazneth hembra), no eran sino motas negras recortadas en la distancia. Como aún carecía de unas alas que lo sustentaran en vuelo, Xanthon Cormaeril trepaba por la muralla como una araña enorme, completamente recuperada su monstruosa forma.
Tanalasta sacudió la cabeza en un gesto de frustración, y se volvió hacia su madre.
—Ahora soy yo quien debe disculparse. Según parece, estaba equivocada.
—¿Tú… equivocada? —Filfaeril soltó la cortina y miró a su hija con expresión dubitativa—. ¿Y por qué será que me cuesta creerlo?
—Porque no lo estaba —Alaphondar se interpuso entre ambas y corrió con cuidado la cortina para observar el patio—. Si Tanalasta se hubiera equivocado, dudo que las ghazneth dispusieran esta trampa para ella.
—¿Una trampa? —preguntó Owden. Cruzó una mirada cargada de significado con el sabio de la corte, y después hizo lo propio con Tanalasta—. ¿No supondréis que les preocupa alguna otra cosa?
—No veo el qué —se apresuró a decir Tanalasta. Aunque había pasado el tiempo suficiente para que la princesa tuviera la seguridad de que estaba encinta, aún no se lo había contado a su madre, debido en parte a su irritante empeño de proteger a la criatura guardando silencio sobre su embarazo—. Pero aún es pronto para felicitarnos. Ésta es la segunda vez que logramos debilitar a Xanthon, pero lo cierto es que ha logrado recuperarse, y en muy poco tiempo, por cierto. No creo que mi teoría sirva para destruir a las ghazneth.
—Aún no, pero es un principio —insistió Alaphondar—. De lo contrario, ¿por qué las ghazneth están tan preocupadas?
—Creo que una pregunta aún más interesante —respondió Filfaeril, que había enarcado la ceja ante las palabras del sabio— consistiría en averiguar qué es lo que las preocupa.
Owden y Alaphondar fruncieron el entrecejo, pero Tanalasta, más acostumbrada a la capacidad de su madre por la intriga, se mostró más rápida a la hora de comprender el significado.
—¿Y cómo se las habrán apañado para conocer nuestra llegada?
—¡Por la eterna pluma de Oghma! —exclamó Alaphondar, haciendo un gesto de incredulidad.
Sólo Owden, poco familiarizado con el lenguaje de la corte, no comprendió de qué hablaban.
—No puedo creer que sean tan listas. Deducir que vendríamos a Suzail es una cosa, pero saber cuándo…
Tanalasta apoyó la mano en el muslo del maestre de agricultura para que guardara silencio.
—No lo han deducido por sí mismos, Owden. Cuentan con la ayuda de un espía.