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—¿Herido, majestad? —preguntaron varios guerreros al unísono, cargando en su dirección espada en alto.

—No, a menos que mis hombres se nieguen a seguirme —respondió Azoun, esbozando una sonrisa carente de humor—. Hija, ¿has elegido?

—Éstos que están a mi lado —respondió Alusair, que extendió sus manos para señalar a dos capitanes, uno de infantería y otro de lanzas, respectivamente, a un mago guerrero y a una docena, más o menos, de nobles aceros y Dragones Púrpura, además de los nobles Braerwinter y Tolon.

—¿Es nuestra la jornada? —preguntó el rey de Cormyr, señalando al ejército congregado alrededor de ambos.

Alusair dirigió a su padre una mirada que muchos hubieran considerado «sucia».

Azoun sonrió abiertamente antes de volver la cabeza en dirección a la ghazneth que, en otros tiempos, fue maestro de magos guerreros, pero que en aquel instante se alejaba surcando los cielos.

—En tal caso, vayámonos —dijo tranquilamente.

—Si vais en busca de las alas negras que han escapado, llevadme con vos —dijo uno de los capitanes de infantería.

—No, mi leal guerrero —respondió el rey—. Sólo necesito unos pocos para esta empresa. La ghazneth no ha huido… hemos dejado que se vaya para que nos conduzca a su guarida.

—Pero… si la hemos perdido de vista.

—El mago de la corte me obsequió con un truco mágico —explicó el rey, elevando el tono de su voz para que todos pudieran oírle—. Se trata de un polvillo con el que impregné todo lo que tocaba la ghazneth. Puedo seguir su pista durante unos días, lo cual no creo que sea necesario. Espere usted aquí a nuestro regreso, pero no titubee si fuera necesario desplazar el ejército. ¡Nosotros nos vamos!

El destacamento, formando alrededor del monarca como un escudo humano, se puso en marcha. Azoun parecía seguro de la dirección que había seguido la ghazneth, y los condujo sin pausa ni descanso por la colina hasta un lugar repleto de montañas rocosas.

—¿Crees que encontraremos orcos por el camino? —gruñó un Dragón Púrpura a su compañero.

—Sin duda —replicó el veterano guerrero, sopesando la espada—. De hecho, cuento con ello.

—¿Por qué será, que una parte importante del combate consiste en caminar a marchas forzadas por terreno escabroso, persiguiendo algo que queda más allá del alcance de nuestros aceros, y posiblemente más allá de nuestra capacidad de lucha? —preguntó el capitán de lanzas Raddlesar sin dirigirse a nadie en particular.

—Eso mismo que dice usted no sólo se aplica al combate —respondió el mago guerrero que caminaba a su lado—, sino también a la vida.

Algunas figuras furtivas que podían ser orcos se ocultaron tras las rocas o se alejaron del rey cuando éste condujo a su destacamento de combate colina tras colina hasta una zona donde la tierra estaba alfombrada de hondonadas y de rocas situadas al pie de árboles raquíticos. Probablemente tan sólo habían logrado alejarse unos kilómetros del cuerpo de ejército principal, como podían encontrarse a reinos enteros de distancia, en una tierra que, a excepción de algún cráneo de oveja, tenía todo el aspecto de no haber sido hollada jamás por el hombre.

Un grito agudo surgió de la cordillera que se recortaba ante su mirada mientras se esforzaban por coronar una cuesta angosta.

—Un centinela —advirtió Alusair—. Será mejor que nos preparemos para lo que nos pueda esperar ahí delante. Mantened la cabeza gacha, y cuidado con las flechas.

Lo que podía suceder sucedió cuando alcanzaron la cordillera. Una línea de orcos impasibles de prominente joroba, enfundados en armaduras negras y armados con hachas y espadas, parecían dispuestos a enfrentarse a ellos en combate.

—Adelante, pero retiraos en cuanto haga sonar el cuerno —ordenó Alusair. Los hombres se volvieron hacia el rey en busca de consejo. Éste se limitó a hacer un gesto de asentimiento señalando a la princesa de acero, y todos inclinaron la cerviz ante ella al tiempo que desenvainaban la espada.

La refriega fue tan breve como brutal, y los hombres del rey formaron juntos, de manera que dos o tres de ellos pudieran enfrentarse al mismo tiempo con un solo orco. Como tanto el rey como su hija corrían peligro, no hubo lugar para la «piedad». Dos Dragones Púrpura cayeron antes de que Alusair hiciera sonar el cuerno y los jadeantes cormytas se retiraran, dejando atrás al doble de orcos retorcidos o inmóviles a merced de las moscas.

—¿Habéis visto…? —preguntó jadeante uno de los capitanes.

—No —respondió la princesa de acero—, pero estoy alerta. Mirad allí. —Una docena de orcos aparecieron en la colina para unirse a los supervivientes—. Si son muchos, desearán que avancemos. No veo mensajeros corriendo para pedir refuerzos.

—A por ellos —asintió el rey—. Estoy cansado de vagar por estas colinas esperando ser atacado por un enemigo que no parece descansar ni cobijarse en ninguna parte. Ha llegado el momento (aunque quizás haya pasado ya) de dar el todo por el todo.

Los suyos hicieron un gesto de asentimiento cuando la princesa de acero levantó la mano y miró a su alrededor.

—¿Preparados? —preguntó.

Al cabo de uno o dos latidos de corazón, bajó la mano con fuerza.

—¡Adelante!

Los orcos parecieron esparcirse como el humo ante la arremetida de aquel viento cormyta. Los cormytas rompieron su línea y al llegar a la cordillera vieron que desde allí se dominaba un valle pequeño, una cuenca, en cuya superficie descubrieron un castillo de cieno similar a lo que muchos de los presentes habían visto en anteriores ocasiones.

—¡Dioses! —juró uno de ellos—. ¿Cómo se las ingenian estas cosas para construir en nuestras propias tierras sin que nos enteremos?

—¡Una fortaleza! —gruñó otro, que no las tenía todas consigo—. ¡Los marranos tienen un jodido castillo!

Pudieron ver un número considerable de orcos en las laderas del valle y en las murallas de la torre sucia, gris allí donde no estaba tiznada de un color marrón brillante, similar al estiércol. Surgía desigual de un foso, apuntalada con restos de rocas a su alrededor. Era posible que acabaran de construirla o que fuera más vieja que el rey.

—¿Hay alguien aquí que haya viajado antes por estas colinas? —preguntó el rey con aire ausente.

Un incómodo silencio respondió a su pregunta.

—¿Y qué importa eso? —preguntó su hija—. Ya sabemos todo lo que nos interesa saber.

Como si sus palabras hubieran servido de señal, la ghazneth en la que se había convertido Luthax, el mago guerrero, sobrevoló en círculos la torre fangosa, saliendo de una de las muchas ventanas en arco que tachonaban su estructura para dirigirse a otra, en cuyo interior se perdió. Fue casi como una mofa.

—No me gustan nada estas fortalezas de fango —se limitó a decir el rey—, pero veníamos buscando una guarida, y al parecer la hemos encontrado. ¡Que vuestras espadas entonen una canción por Cormyr!

—¡Por Cormyr! —gritaron en respuesta.

El destacamento descendió a la carrera por la colina, acompañado por un estruendo de aceros, y al llegar al valle se desató la carnicería.