37
Observar a la ghazneth a través del nuevo catalejo de Alaphondar no era tarea fácil, sobre todo teniendo en cuenta que volaba en círculos y que continuamente desaparecía tras el techo de palacio para luego reaparecer. Vangerdahast tenía el cuello destrozado y le dolían los brazos de sostener el pesado tubo de bronce. También tenía la vista cansada, por no hablar de las chiribitas, y es que en más de una ocasión había barrido la lente el sol del mediodía. Pese a todo, el instrumento funcionaba a las mil maravillas, y pudo distinguir las alas correosas y negras, dos brazos delgados y dos piernas curvas. Aquella criatura era, definitivamente, una ghazneth.
Vangerdahast bajó el catalejo y se lo devolvió a Alaphondar.
—Funciona mucho mejor que el anterior. Al menos esta vez he podido ver lo que pretendía ver.
—No tan claramente como con uno de tus hechizos —sonrió complacido el sabio, ante lo inesperado del cumplido—, pero tiene su utilidad.
—¿Pudo usted distinguir qué ghazneth era? —preguntó Tanalasta.
—Alaphondar no ha mejorado el invento… hasta ese punto —respondió Vangerdahast, haciendo un gesto de negación.
—Los clérigos han dejado de intentar sanar a Azoun —dijo Filfaeril, que habló desde el umbral de la puerta que daba al balcón. Era la primera vez desde hacía décadas que la veía menos radiante. Tenía los ojos hinchados, rojos, el rostro pálido y, a juzgar por su expresión, parecía enloquecida de la preocupación—. Dicen que los hechizos no surten efecto, y que la magia tan sólo merma sus fuerzas ante el dragón y atrae a las ghazneth.
Vangerdahast se acercó a la puerta y cogió a Filfaeril del brazo.
—Me llegaré allí —prometió.
Vio que Tanalasta cruzaba una mirada inquieta con Owden.
—No me cabe ninguna duda —dijo la princesa—, pero debemos decidir cómo hacerlo. Cuando abandone palacio, ese cetro atraerá a la ghazneth sobre usted como atrae un cadáver al buitre. —Inclinó la cabeza en dirección al salón, donde descansaba el cetro de los Señores, custodiado por un atento guardia de palacio—. Incluso una escolta compuesta por dos compañías al completo no garantizaría que llegara a su lugar de destino.
—Existen modos más seguros de viajar… además de más rápidos —replicó Vangerdahast.
—No, si se refiere a la teletransportación —objetó Tanalasta—. No, teniendo tan cerca a Nalavara.
—Engulle en pleno vuelo a quienes se teletransportan, con la misma facilidad que los halcones cazan a los gorriones —explicó Owden—. El reino ha perdido ya demasiados hombres como para arriesgarse.
—Según he oído, el último fue esta mañana —intervino Alaphondar, que estaba sentado en la esquina, de espaldas a la balaustrada y con el catalejo en el ojo—. Nadie ha vuelto a saber nada de Korvarr y su compañía desde que partieron.
Vangerdahast sorprendió la mirada culpable que pasó como una exhalación por el rostro de Tanalasta, y se percató de que la princesa empezaba a dudar de todas sus decisiones. Apretó de nuevo el brazo de la reina, y se acercó al balcón, junto a la princesa.
—Cuando todo esto haya acabado, no olvidaremos felicitar a Korvarr por su sacrificio —dijo Vangerdahast—. Sin duda, fue la distracción que orquestó lo que permitió a los señores Tolon y Braerwinter poner a salvo al rey.
—¿Qué ha hecho usted con nuestro mago de la corte? —sonrió Tanalasta al tiempo que cogía su mano—. El Vangey que yo recuerdo no era tan amable. —Miró por encima del hombro de Vangerdahast, con toda la atención puesta en la lejana silueta de la ghazneth—: Alaphondar, ¿alguna idea de quién pueda ser?
—No creo que sea Boldovar —respondió el sabio—. Tiene un cuerpo demasiado larguirucho, por no mencionar la melena de pelo negro que ondea a su espalda.
—Será Suzara. —El tono de su voz hizo patente el alivio que sentía la princesa ante aquella noticia—. ¿Cree usted que tenemos alguna posibilidad de atraerla de algún modo para capturarla aquí?
—Parece mostrarse muy cauta —opinó el sabio—, pero debe de estar desesperada, porque de lo contrario no creo que se atreviera a sobrevolar el palacio.
—En tal caso, también nosotros fingiremos desesperación y le ofreceremos algo que resulte tentador —dijo Tanalasta. Se apartó de Vangerdahast y se dirigió a los guardias que formaban en el salón—: Enviad un mensajero. Que se prepare de inmediato la caballería de la reina para una dura jornada a caballo, y que ensillen también el caballo cobarde del mago de la corte para que los acompañe.
—¿Cadimus? —preguntó, boquiabierto, Vangerdahast. Al menos recibía una buena noticia—. ¿Está aquí? ¿Y cómo?
—Es una larga historia —respondió Tanalasta—. Pero si yo fuera usted, no me apartaría de ese caballo. Tiene un talento natural para la supervivencia.
Mientras Tanalasta explicaba su plan e impartía las órdenes necesarias, Vangerdahast no pudo evitar sentirse orgulloso. La princesa se había convertido en un auténtico líder, igual que su padre y su hermana, aunque con un matiz más duro que Azoun y una sensibilidad para la fragilidad humana de la que Alusair carecía. Incluso Filfaeril, asustada y loca de inquietud como estaba por la pérdida de Alusair y las terribles heridas sufridas por Azoun, pareció sentirse mejor después de ver la seguridad con que Tanalasta impartía las órdenes. Algún día, la princesa de la corona sería una magnífica reina; sin embargo, el mago prefería dejar pasar un tiempo, y también que tuviera algo más que las ruinas de Cormyr sobre las que reinar.
Cuando Tanalasta terminó de impartir órdenes, Vangerdahast asintió pensativo.
—Buen plan, princesa, sólo tengo una sugerencia que haceros.
—Puede usted sugerir cualquier cosa, Vangerdahast —dijo Tanalasta—, pero recuerde que a estas alturas he destruido ya a cuatro de esas criaturas.
—Cómo podría olvidarlo, princesa —dijo sonriente. Tanalasta le había hecho el relato completo de la destrucción de cada una de las ghazneth, incluyendo la del despreciable Luthax, que masculló maldiciones y amenazas incluso estando encerrado en la jaula de hierro cuando lo absolvió de su traición. Vangerdahast tocó su corona de hierro, corona de la que ni siquiera Owden había podido librarle mediante sus plegarias—. Lo único que pido es que me dejéis manejar a mí el hierro. De hierro sé lo mío, y ya que vuestro plan contempla impresionar a Suzara con los lujos de palacio, sería conveniente no destrozar el lugar antes de que ella lo vea.
Tanalasta hizo un gesto de asentimiento, después ordenó a los Dragones Púrpura que se colocaran tras la puerta por si acaso algo salía mal, y pidió a Alaphondar que escoltara a su madre a un lugar seguro. Vangerdahast se sorprendió al ver que Filfaeril no protestaba. Mucho habían cambiado las cosas durante los últimos ocho meses… mucho.
En cuanto la reina se retiró, la princesa condujo a Vangerdahast a una esquina donde nadie pudiera oírlos, mientras los soldados hacían los preparativos.
—Mientras esperamos, hay algo que quiero preguntarle.
Vangerdahast tuvo de pronto la sensación de tener el estómago lleno a rebosar de mariposas. Sabía lo que quería preguntarle, y la promesa hecha a Rowen le impedía dar una respuesta honesta. Por lo general, no le hubiera molestado la perspectiva de mentir, pero la Tanalasta con la que hablaba no era la misma persona que la que había conocido. No sería tan fácil confundirla.
El mago se cogió las manos tras la espalda.
—Por supuesto, alteza —dijo—, preguntadme cuanto gustéis.
—Cuando me puse en contacto con usted —dijo ella tras titubear—, lo que pretendía era hablar con Rowen.
—Ya me lo parecía.
La princesa se llevó la mano al amuleto de plata que colgaba alrededor de su cuello.
—Utilizamos el símbolo sagrado de Rowen a modo de foco.
—Pues qué raro que dierais conmigo —dijo el mago enarcando una ceja.
—¿Sí, verdad? Y las dos veces antes de verle a usted, apareció primero un rostro oscuro, un rostro que parecía el de Rowen, pero con los ojos blancos.
—¿Y qué fue lo que dijo Owden al respecto de ese rostro? —preguntó Vangerdahast con cara de preocupación.
—Que no sabía a qué podía obedecer —respondió Tanalasta—. Y mucho menos por qué razón el amuleto de Rowen me había llevado hasta usted.
—¿Y por eso me lo preguntáis? —sacudió la cabeza Vangerdahast—. Las almas conciernen a Owden, no a mí.
—Por supuesto —suspiró Tanalasta—, pero me preguntaba si cabía la posibilidad de que no hubiera estado usted solo todo este tiempo.
—No podía estarlo, alteza. —Vangerdahast tocó la corona que ceñía—. Había un montón de trasgos Grodd. Me coronaron rey, si os acordáis.
—No me refiero a los trasgos.
—Entonces supongo que no sé de qué me estáis hablando. —Vangerdahast se encogió de hombros, y añadió—: Puedo aseguraros que allí yo era el único hombre. Mis… bueno, mis súbditos me hubieran avisado si llegan a descubrir a más personas.
—Si Rowen estaba allí, se me ocurre pensar que quizá no tenía el aspecto de un hombre. —Tanalasta miró hacia la esquina, y después añadió bajando el tono de voz—: Antes de destruir a Xanthon, me dijo algo terrible.
—Eso no me sorprende en absoluto. Confío en que le hicierais sufrir por ello.
—Nada de lo que pudiera haber hecho habría sido bastante. Me aseguró que Rowen había traicionado a Cormyr.
—¿Rowen? —Vangerdahast intentó parecer sorprendido.
Tanalasta levantó una mano.
—Dijo que Rowen era una de ellas.
—¿Cómo? ¿Una ghazneth? —Vangerdahast sacudió la cabeza con burlona decepción—. Princesa, me sorprendéis. Creía que a estas alturas habríais comprendido cómo se alimenta el mal de la duda.
—Lo sé —dijo ella—, pero ahí está ese rostro que vi. Se parecía tanto a Rowen, que…
—Porque eso es lo que queríais ver —interrumpió Vangerdahast. Cogió a la princesa de los hombros y la volvió para que le mirara—. Rowen jamás traicionaría ni a Cormyr ni a vos. Lo sé, aunque vos lo dudéis.
—Gracias, Vangerdahast. —Se secó las lágrimas, y añadió—: Tiene usted razón. Lo sé.
—Bien. —Vangerdahast suspiró para sí, pero no fue un suspiro de alivio. La princesa había cedido con demasiada facilidad, quizá porque en realidad temía saber la verdad. Cogió su mano y se dirigió al centro de la sala—. Vamos a cuidarnos de nuestra ghazneth.
Tanalasta rodeó los hombros de Vangerdahast con su brazo.
—Por supuesto. Vangerdahast, ¿por qué no me ha preguntado quién es el padre de mi hijo?
—¿No lo he hecho?
—No parece usted sentir curiosidad alguna.
—Doy por sentado que se trata de Rowen —dijo él en tono reprobatorio—. Sería mucho pedir que os hubierais casado con un pretendiente apropiado.
—¿Ah, sí? ¿Y quién ha dicho que me haya casado?
Vangerdahast maldijo entre dientes. Aquella muchacha era demasiado lista, y estaba a punto de hundirse en el lodo hasta las rodillas.
—Mejor será que lo estéis —dijo—. Lo último que necesita Cormyr en estos momentos es una guerra de sucesión.
Se detuvo al llegar al centro de la sala, y tomó el cetro de los Señores de manos de un inquieto guardia a quien señaló el balcón.
—Joven, dentro de un puñado de instantes atravesaré esa puerta como una estrella fugaz. Usted y dos hombres de su elección harán bien en cerrarla y asegurarla con una barra… y rápido, puesto que nuestras vidas dependerán de ello.
—Vangerdahast —dijo Tanalasta, nerviosa—, si nuestros planes entrañan riesgos…
—¿Riesgos? No entrañan riesgo alguno si este muchacho cumple con lo dicho, y lo hace rápido. —Vangerdahast hizo un gesto al soldado para que se apartara, y acto seguido se acercó a las puertas del balcón—. El mago de la corte ha vuelto.
Seguido de cerca por Tanalasta, Vangerdahast se acercó a la entrada del balcón. Sacó una pizca de polvillo de hierro de la bolsa donde guardaba los ingredientes para los hechizos y la esparció en el marco de la puerta, al tiempo que murmuraba uno de esos encantamientos a los que había llegado a coger cariño, pues aliviaba el peso de la corona que llevaba. Su cabeza estalló de dolor como siempre que creaba hierro, pero estaba preparado para soportarlo y se las apañó exhalando un simple gruñido. Una oscuridad grisácea se extendió por las puertas, seguida por una larga serie de crujidos y estallidos en el vacío que reverberaron en la sala cuando la madera y el cristal se convirtieron en grueso y pesado hierro.
Repicó la campana de la ghazneth, inundando el patio de un hondo toque de difuntos.
—Su magia parece haber llamado la atención de nuestra visitante —señaló Tanalasta.
—¿No es Boldovar quien viene?
—En ese caso, sonaría otra campana —respondió la princesa—, y a mí me vería usted más pálida.
—Bien pues, pongamos manos a la obra y acabemos de una vez.
Vangerdahast salió al balcón y vio que Suzara caía sobre el palacio a una distancia de doscientos metros. Se encontraba lo bastante cerca como para distinguir lo que estaba sucediendo, pero lo bastante alto también como para convertirse en difícil objetivo para las flechas de punta de hierro que disparaban los arqueros. El mago alcanzó a distinguir el destello rojizo de sus ojos, clavados en él, y por primera vez se preguntó si no habría exagerado después de tanto alardear de lo fácil que sería subyugarla. A tan baja altura, caería sobre él nada más echar a volar.
—¿Ocurre algo? —preguntó Tanalasta.
Vangerdahast volvió la mirada y no sólo vio a la princesa pendiente de él, sino también a Owden y a los guardias. Si cambiaba ahora de planes, la confianza que habían depositado en él seguiría el camino tomado por Korvarr y sus hombres.
—Planeaba mi ruta. —Hizo un gesto para que Tanalasta no se acercara tanto a las puertas del balcón—. Princesa, a vuestro escondrijo.
—Ten cuidado, viejo fisgón.
—No tardaré. —Vangerdahast sacó una pluma de cuervo de la bolsita de ingredientes—. Más me vale.
Al iniciar el hechizo de vuelo, la ghazneth cayó sobre un ala y empezó a volar más bajo. Vangerdahast frotó sus brazos con la pluma y terminó el encantamiento apresuradamente; después tomó el cetro de los Señores con ambas manos y echó a volar. Incluso al dirigirse hacia Lago Azoun sintió cómo la corona de hierro absorbía la magia del hechizo, robándole una velocidad y un tiempo de vuelo preciosos. Hubiera sido aconsejable advertir a la princesa acerca de este problema en particular, pero también era posible que hubiera hecho lo correcto al callar. Probablemente Tanalasta habría insistido en hacer las cosas a su manera.
La ghazneth empezó a hacer un estruendo terrible, y Vangerdahast supo que Suzara iba a por él. Cayó bajo la cresta de una cortina exterior, y viró en dirección a Etharr Hall. Un golpe agudo y seco sonó tras él cuando quien lo perseguía se estampó contra la pared y cayó al suelo. El golpeteo errático de las saetas resonó a lo largo y ancho del patio, y Vangerdahast volvió la mirada para ver una nube de virotes que descendían sobre la ghazneth procedentes de las almenas.
Aunque fueron muchas las saetas que la alcanzaron, Suzara extendió sus alas y se arrojó en zigzag tras Vangerdahast. Al volar, sus heridas empezaron a cerrarse. Los virotes cayeron de su cuerpo sobre el empedrado del suelo, y sólo un puñado de saetas más ocuparon su lugar. Vangerdahast sobrevoló el tejado de Etharr Hall, después cayó a ras de suelo, trazando círculos alrededor del edificio, de regreso hacia el salón de palacio.
La ghazneth cubrió velozmente el tejado de Etharr Hall en dirección opuesta, pero vio a Vangerdahast y cayó sobre un ala para dar la vuelta. El mago rezó para tener la suficiente velocidad como para superarla al menos durante los siguientes cincuenta pasos: el espacio que lo separaba del balcón del que había partido en un principio. Las cuerdas de los arcos entonaron su particular canción en las ventanas dispuestas a lo largo del patio. Franjas oscuras de flechas hendieron el aire, dispuestas a interceptar a la ghazneth que acortaba distancias con él.
Finalmente, la balaustrada surgió ante Vangerdahast. Se posó en ella gritando aterrorizado (era, por supuesto, un truco más para distraer a la ghazneth) y atravesó corriendo las puertas abiertas y toda la sala, hasta que oyó el ensordecedor golpe metálico a su espalda.
Su hechizo de vuelo expiró instantes después, a una docena de pasos en el pasillo que daba a la sala. Aunque sólo volaba a un cuarto de la velocidad máxima, dura fue la caída, y además cayó de cabeza sobre el suelo. Una pareja de Dragones Púrpura lo sujetaron evitando que también cayera rodando escaleras abajo.
—Señor mago, ¿se encuentra bien?
—¿Y a usted qué le parece? —Vangerdahast dejó que los guardias lo pusieran en pie, después se los quitó de encima y volvió cojeando al salón.
Cuando llegó, las maltrechas puertas del balcón ya estaban de nuevo abiertas. La ghazneth estaba rodeada por un puñado de Dragones Púrpura, que la atacaban con denuedo mientras Tanalasta se arrodillaba a su lado, en un esfuerzo por ponerle una brillante gargantilla de diamantes sobre el cráneo roto.
—Suzara Obarskyr, esposa de Ondeth el Fundador y madre de Faerlthann el Primer Rey, como legítima Obarskyr y heredera del trono dragón te concedo aquello que más deseas, la razón por la que abandonaste a tu esposo e hijo… te doy el lujo y la riqueza del palacio de Suzail.
Vangerdahast llegó a tiempo de ver cómo el velo de oscuridad abandonaba las facciones de Suzara, dejando a su paso la expresión de una mujer morena que no era muy diferente de la propia Tanalasta. Los ojos de la mujer quedaron en blanco, y empezó a gruñir y gemir espasmódicamente, como sucede a menudo a quienes sufren heridas en la cabeza.
Tanalasta tocó con su mano la frente temblorosa de Suzara.
—Y como descendiente directa de tu misma estirpe y heredera de la corona, perdono tu traición y te absuelvo, Suzara Obarskyr, de todos los crímenes que has cometido contra Cormyr.
Cuando la princesa apartó la mano, Suzara simplemente siguió echando espumarajos por la boca. Tanalasta arrugó el entrecejo y miró a Owden, que hizo lo propio y sacudió la cabeza como si no pudiera creerlo. Vangerdahast se arrodilló junto a Tanalasta y apretó su mano de nuevo sobre el cráneo roto de Suzara.
—Y en nombre de Cormyr y de la familia real que lo ha regido en estos trece siglos, de sus gentes leales y fuertes, te agradecemos… —dijo el mago de la corona—. Te agradecemos los sacrificios que hiciste, y ansiamos honrar tu recuerdo, igual que honramos el de Ondeth.
—Y así será —concluyó Tanalasta—. Yo, Tanalasta, princesa de la corona y descendiente tuya, ruego por que así sea.
Suzara abrió de nuevo los ojos, después quedó inmóvil y en silencio, y finalmente se entregó en manos del descanso eterno.