28
—Me estoy cansando de tanto correr —gruñó el rey de Cormyr cuando volvieron a oír aquellos aullidos con los que estaban tan familiarizados. Corrieron colina abajo. Alusair hizo una señal a los arqueros que tenía más cerca para que asentaran los pies y abrieran fuego.
Aquella vez se trataba de los trasgos, que descendían por la colina como un torrente, agitando en el aire las espadas, sedientos de sangre. De sangre humana.
—¿Ha llegado el momento de plantarse y luchar? —preguntó Alusair, que se volvió en la silla para mirar a su padre de una manera que parecía pedir una respuesta positiva.
—Tú lo harías —respondió Azoun, que espoleó su montura—, qué duda cabe, porque sólo piensas en ti misma. Pero si ordeno hacer alto y defender la posición, no haría sino arriesgar todas nuestras vidas, la corona y la estabilidad del reino. Con todos esos nobles resoplando ante el trono como potros salvajes a punto de saltar sobre una yegua, y todos nuestros granjeros y gentes humildes entre este lado y el mar, si caemos, ¿quién impedirá que estos monstruos saqueen todo Cormyr?
—Dioses, ¡con tantas preocupaciones, me pregunto cómo se las apaña tu caballo para soportar tanto peso! —replicó Alusair—. Tienes razón. Pretendía arriesgar mi pellejo y el de los hombres que cabalgan bajo mis órdenes. Los cachorros de esos mismos nobles a los que desprecias por traidores, ¿recuerdas? Qué perdida para el reino si ellos caen.
Azoun se inclinó en la silla hasta que sus rostros estuvieron a un palmo de distancia.
—Si pierdo a mi Alusair —masculló—, perderé la poca esperanza que alberga mi corazón por el futuro de Cormyr, además del mejor general del reino. Y sí, te comparo con Ilnbright, Taroaster y conmigo mismo. Eres el mejor de nosotros, y es más, es a ti a quien se vuelven el pueblo y los Dragones Púrpura con amor y lealtad.
Alusair empalideció.
—¡A ti también te aman, padre!
—Es un amor diferente —asintió Azoun—. Yo soy el presente, con todos los problemas, las disputas y las molestias que ya conoces. Tú eres el futuro que asoma por el horizonte. A ti te seguirían hasta la muerte con el corazón henchido de esperanza. Por mí caerían con pesar, en cumplimiento del deber.
Alusair inclinó la cabeza sobre la silla durante un instante, y después levantó la mirada y observó a su padre de hito en hito.
—Jamás pensé que oiría a un hombre hablar con tanta honestidad —dijo en un hilo de voz—. Me siento más honrada de lo que pueda expresar con palabras por el hecho de que ese hombre sea mi padre, y que se muestre tan honesto conmigo. —Entonces sus ojos captaron un movimiento al sur, miró en esa dirección, cambió la expresión de su rostro, y añadió—: Un jinete… un mensajero.
Levantó la mano para hacer otra señal, pero el comandante de infantería Glammerhand había despachado ya a dos kadrathen de Dragones Púrpura que atravesaron las filas de arqueros para acabar con los últimos trasgos y hacer sonar el cuerno que traería de vuelta a los arqueros para reemprender la marcha.
El enviado no era ni un joven soldado ni un mago guerrero arropado por su propia importancia, sino uno de los mensajeros más veteranos del palacio del rey. Era un hombre delgado, Bayruce de nombre, conocido tanto por el rey como por la princesa.
—De parte de la reina Filfaeril, saludos y buenas nuevas —dijo, tras detener el caballo agotado y hacer la reverencia de rigor—. La princesa de la corona se impone en la corte, y nuestros leales nobles aportan muchas espadas que se dirigen al norte para reunirse con vos y luchar a vuestro lado. Tal es mi mensaje.
Azoun inclinó la cabeza para agradecer formalmente el esfuerzo.
—Así que, Bayruce, si no fuéramos más que dos carreteros en una taberna, disfrutando de nuestras respectivas jarras, y te preguntara: «Por favor, ¿cuántos de nuestros nobles son lo suficientemente leales como para aportar espadas para nuestra guerra?», qué me responderías.
El mensajero no se molestó en ocultar su sonrisa.
—Majestad, no sabría deciros. —Su sonrisa desapareció antes de añadir—: Si no os enfrentarais a dragones ni a esas cosas negras que vuelan y se alimentan de magia, los hombres que vi al cabalgar serían más que suficientes… pero claro, el hecho es que os enfrentáis a esos enemigos, y esos trasgos no hubieran llegado a Arabel sin su ayuda, ¿o sí?
—No —admitieron padre e hija, al tiempo que inclinaban la cabeza. El rey siguió hablando—: Señor mensajero, que descanse su caballo. Haremos un alto aquí, mientras la princesa Alusair lleva a cabo un ataque, que planeó anoche, contra quienes nos siguen de cerca.
La princesa de acero volvió la cabeza, boquiabierta por la sorpresa.
—Hazlo —se limitó a decir el rey, guiñando un ojo cuando sus miradas se cruzaron.
Alusair le dio una palmada en el hombro a modo de saludo y espoleó su montura.
—Que los jinetes de Redhorn traigan el mejor vino, Bayruce —gritó la princesa mientras se alejaba—. Y procura tomar lo tuyo antes de que se te adelante el rey, ¡eso si quieres beber!
—Este rocío de dragón es muy bueno —admitió Azoun mientras se secaba los labios—. ¿Cómo habré criado a semejante hija?
—¿Queréis que os responda, inocente, «De la forma habitual», majestad? —preguntó Bayruce mirando el cielo.
Azoun rió a gusto y volvió la cabeza hacia la batalla. Alusair había optado por la elección que él hubiera elegido en su lugar. Dos columnas de hombres extendidas como las patas de un cangrejo, tras las colinas, lanzas al frente y arqueros detrás que dispararían cuando la vanguardia se viera obligada a emprender la retirada. Alusair se había colocado con los hombres más grandullones y fuertes en el centro, para enfrentarse a la compañía principal de trasgos, mientras las dos patas, las columnas, cerrarían por sendos flancos por sorpresa.
Tras un breve combate, los cuernos tocarían a retreta y volverían a retirarse hacia el sur, probablemente a la Laguna de las Estrellas, donde volverían a plantear una defensa. Giogi perdería la cosecha y la uva de un año, y el buen vino que pudiera producir.
Los trasgos remontaron la colina y rugieron excitados de furia cuando vieron al enemigo dispuesto a combatirlos. Emprendieron la carga antes de que ninguno de ellos mirara a los flancos. Sí, los trasgos disfrutaban luchando.
—¡Glath! —chillaban—. ¡Glaaath!
—¡Sangre! —eso significaba, en lengua común. El rey esbozó una leve sonrisa. Que fuera su propia sangre. Los trasgos chocaron con la línea donde luchaba su hija con un estruendo que le hizo torcer el gesto, y el mensajero y él observaron atentos que la carga empujaba a los Dragones Púrpura hacia retaguardia, sin que pudieran hacer nada por remediarlo. En aquel momento, los aceros no podían estar más ocupados.
El pelo de Alusair ondeaba sobre sus hombros.
—Dioses del cielo, muchacha, ¡es que no les importa lo bella que eres! —rugió Azoun, que se irguió sobre los estribos—. ¡Ponte de una condenada vez el yelmo!
Alusair no volvió la cabeza, pero ambos creyeron ver que levantaba la larga espada en su dirección, en un gesto más bien rudo. Los arqueros estaban tumbados boca abajo tras la refriega, disparando flechas a quemarropa a cualquier trasgo que se pusiera a tiro. A tan corta distancia, las saetas atravesaban sin problemas a los trasgos, que de la inercia se elevaban en el aire cayendo sobre sus compañeros.
Vieron que Alusair daba un paso al frente para enfrentarse a un trasgo que sacaba una cabeza a los demás, y que temblaba y trastabillaba al entrechocar el acero. Las chispas cayeron como un torrente sobre ella cuando la princesa de acero retrocedió y sus espadas volvieron a encontrarse. Se echó hacia atrás y hundió su bota en el estómago del trasgo, mientras sus espadas seguían trabadas. La criatura cayó de cabeza y murió atravesada por las dagas de una docena de entusiastas arqueros.
—Bien, ahora —dijo Bayruce, admirado—. Bien, ahora…
Alusair asentó ambos pies y se llevó la mano al cinturón. Un instante después hizo sonar el cuerno, y los cormytas retrocedieron. Aparecieron las columnas de soldados que formaban las patas de cangrejo, y se encargaron de despachar a los últimos trasgos desde la retaguardia, y sus aceros cantaron la mortífera canción.
—Bien hecho —alabó Azoun con visible satisfacción—. No podemos permitirnos perder ni un solo hombre más, de modo que los está cuidando como si fuera su niñera. ¡Ha nacido para liderar ejércitos!
Cruzó la mirada con el mensajero, y ambos extendieron la mano para hacerse con más rocío de dragón. El pellejo estaba casi vacío.
—Hay más orcos de los que podrías contar dos o tres colinas más allá, pero la mayoría son trasgos —dijo Alusair, satisfecha, cuando llegó montada a caballo. Estaba empapada de la cabeza a los pies en sangre de los trasgos.
Azoun se inclinó en la silla para abrazarla.
—¿Acaso has olvidado para qué sirven los yelmos, joven dama? —gruñó.
—Ah —rió su hija, mientras sus ojos brillaban de satisfacción—, ¡cómo disfruto luchando a tu lado, padre!
—¿Seguro que no prefieres a dos docenas de ardientes jóvenes nobles? —preguntó su padre, zumbón.
—En fin, sus esfuerzos por impresionarme me proporcionan un entretenimiento mucho más intencionado del que obtengo de ti —respondió la princesa de acero—, pero por mucho que se esfuercen, a veces tanto entretenimiento aburre.
Azoun rió, pero después oyó algo. Miró hacia el sur, y mudó la expresión de su rostro.
—Más mensajeros —informó Bayruce—. Llevan los caballos a punto de reventar.
—¿Problemas, padre? —preguntó Alusair, llevándose la mano a la espada.
—No lo sé —respondió Azoun, encogiéndose de hombros—, pero sí sé que éste no sería un buen momento para enfrentarse a nobles traidores.
—¿Serían tan idiotas de acuchillarnos por la espalda, teniendo en cuenta que el dragón lidera a los trasgos y a los orcos, que están dispuestos a llegar hasta las mismas puertas de la capital? —preguntó la princesa, enarcando una ceja.
—Aburrido entretenimiento, aburrido —replicó Azoun.
Los mensajeros llevaron buenas noticias. Los nobles habían reunido un contingente de fuerzas bien pertrechadas, que esperaban la llegada del rey cerca de Jesters Green, al mando del maestre de guerra Haliver Ilnbright, veterano Dragón Púrpura que contaba con el respeto de muchos nobles que habían luchado a su lado a lo largo de los años.
—Les plantaremos cara en Puente de Calantar —decidió Azoun, volviéndose en la silla—, después, cuando sea necesario, nos replegaremos a las granjas situadas en la colina.
Todos guardaron silencio y torcieron el gesto cuando la silueta oscura del gigantesco dragón rojo remontó el vuelo, recortado contra la luz del sol, y voló a sus anchas de un lado a otro sobre las tierras de Cormyr.
Después de unos cuantos latidos de corazón, pudieron ver las diminutas siluetas de seis ghazneth que hicieron lo propio para reunirse con él. Alusair no pudo reprimir un temblor, y Azoun extendió la mano para coger la suya con fuerza.
—Lo siento —murmuró.
—No lo sientas —respondió ella. El rey apretó la mano, cálida y tranquilizadora—. Siete azotes —murmuró la princesa—. ¿Quién será y dónde está el séptimo?
—A mí no me mires —refunfuñó su padre—. Aquí sólo soy el rey.
Y de pronto, Alusair rompió a reír como hacía tiempo que no reía.