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—Silencio —ordenó Alusair apenas en un susurro, quizá por decimocuarta vez—. Habrá tiempo de sobras si permanecemos ocultos.

Cogió el escudo bajo el cual se agazapaba, recordando a los nerviosos nobles que esperaban tras ella que mantuvieran en alto sus escudos cubiertos por capas, y avanzó en cuclillas unos pasos más.

No era sencillo intentar encontrar al mismo tiempo un camino seguro y discreto entre la maraña de musgo húmedo, barro y ramas caídas, y observar lo que tenía delante por si había trasgos u otras criaturas propias del bosque, osos lechuza, por ejemplo, que pudieran haberse sentido atraídas por el sangriento olor de la batalla. Habían envuelto los escudos en capas para ocultar el reflejo del sol en las hojas desnudas o en los petos y evitar alertar a los orcos. Se trataba de una operación de castigo sorpresa y, por tanto, no convenía que ningún orco advirtiera su presencia.

Ojalá el dragón permaneciera lejos, cuidando de sus heridas, el tiempo suficiente para permitirle flanquear a los orcos. Cormyr atacaría a los marranos por ambos flancos, y con una pizca de la suerte de Tymora acabarían de una vez por todas con el ejército combinado de trasgos y orcos. El reino podría entonces enfrentarse a las ghazneth y al malvado dragón, y quizá toda aquella locura terminaría de una vez por todas.

Su padre se lo merecía. Merecía unos pocos años de paz, o lo que pudiera entenderse como paz en un reino azotado por la intriga como Cormyr, que contaba con un noble de cada tres dispuesto a servir al rey con daga o veneno, antes de que sus viejos huesos flaquearan y pudiera descansar eternamente en aquella tierra a la que durante tanto tiempo había servido.

Dioses, cómo echaría de menos a Azoun el Grande cuando muriera. No sólo como padre, sino como la presencia tan alerta y tan firme que había demostrado tener, sentado en el trono de hierro, después de que un centenar de nobles traidores (por no hablar de Sembia, Zhentil Keep y Colinas Lejanas) llevaran años planeando su caída, aunque en pocas ocasiones se hubieran atrevido a intentar hacer realidad sus sueños más siniestros.

En ningún lugar del rostro de Toril había otro hombre como él sentado en un trono, nadie capaz de dar un paso al frente para enfrentarse a él, que no dispusiera de hechizos crepitando en las yemas de los dedos o centenares de magos dispuestos a respaldarlo, y a despertar al rayo a una orden suya. Ni una mujer, para el caso. Todos ellos se aferraban a los hechizos o estaban ungidos por los dioses, o regidos por mano dura y cruel con hechizos y espadas. Ninguna tierra, a excepción de Cormyr, podía permitirse el lujo de contar con tanto noble intrigante. Ningún reino tenía un rey lo bastante fuerte como para permitirles comportarse así.

Azoun IV era un héroe entre los soberanos. Un hombre, sí, un hombre al que se enorgullecía de servir.

Pero echaría en falta algo más que todo aquello. Sí, Alusair, la princesa de acero, azote de un millar de bandidos y bestias, la guerrera más dura de aquel ejército formado por hombres duros y mujeres duras, la moza salvaje que se acostaba y luchaba y prescindía de cortesías y etiquetas a voluntad, quería a su padre y le echaría de menos cuando se marchara.

Quería conocer otros aspectos de él. No la inflexible y desaprobadora mirada, ni al león de Cormyr que rugía en cualquiera de las batallas, sino al anciano que la observara con el orgullo reflejado en la mirada, con amor. Quería oírle reír y cruzar palabras ingeniosas con el cortesano; quería verle bailar con su madre y hacer que Filfaeril sonriera con esa sonrisa que sólo reservaba para él, esa sonrisa que iluminaba su rostro. Dioses, Alusair Nacacia sorprendería incluso a toda la corte luciendo un vestido, con las uñas pintadas, perfume y domado el cabello. Y no para ver cómo la miraban boquiabiertos, sino para ver la expresión de su padre…

No advirtió que estaba sonriendo y llorando al mismo tiempo hasta que uno de los hombres que esperaban a su espalda, Kortyl Rowanmantle, que todavía suspiraba por sus huesos, ignorante del hecho de que por lo menos había una mujer en el reino que le gustaba, ya fuera princesa o no, que no perdía el norte por sus encantos arteros en cuanto le ponía la mirada encima, le preguntó si había algún problema.

—Nada de lo que deba preocuparse, Kortyl —murmuró—. No tiene importancia.

—Oh —respondió el noble—. Estupendo. Como ya os he dicho en un par de ocasiones, si hay algo que yo pueda…

—Gracias, Kortyl.

—Después de todo, alteza, mi valía… con la espada… es de sobra conocida en todo nuestro bello reino, y las tierras y castillos que poseo no son moco de pavo, si…

—¿No, verdad? Lo tendré en cuenta, Kortyl —murmuró la princesa de acero—, cuando no me atosigues de esta manera.

—¿Atosigaros, mi señora? ¿Que yo os atosigo? —repuso Kortyl Rowanmantle tras un breve silencio.

—Pues claro —replicó Alusair, que se volvió hacia él esbozando una sonrisa tensa, dulce y fiera. Se acercó hacia él, tan cerca que el noble abrió los labios de forma tentadora para que ella pudiera besarlos, y le dijo en un susurro—: Me estás atosigando tanto que me pones enferma, idiota, ¡con todo ese ruido que has hecho después de que ordenara guardar silencio! Recuérdalo, o la próxima baja de esta guerra será un tal Kortyl Rowanmantle, degollado por mi espada tras desobedecer una orden real en el campo de batalla.

Dos dedos se cerraron suavemente en la tráquea de Kortyl. Tragar saliva se convirtió en una ardua labor, lo cual no pudo ser más desafortunado, dada la urgente necesidad que tenía de hacerlo.

—Pero… pero… sí, por supuesto, alteza —dijo antes de guardar silencio, como si la espada que lo amenazara hubiera vuelto a su vaina. La princesa le puso un dedo en el labio, después movió el pulgar de un lado a otro de su garganta…

… Y sin previa advertencia, le besó.

Kortyl Rowanmantle seguía sonriendo sorprendido cuando algo ocultó de pronto la luz del sol.

Alusair levantó la mirada.

—¡El dragón! —rugió en una voz tan ronca que le pareció ajena—. ¡Dispersaos!

Apenas aquellas palabras habían abandonado su garganta, cuando las copas de dos pandarias explotaron en llamas.

Nalavarauthatoryl el Rojo irrumpió a través de ellos como un zorro ansioso que irrumpe en el corral de las gallinas; cayó en picado sin temor a las ramas o a cualquier otro obstáculo que pudiera encontrar.

El dragón aún sangraba a causa de la herida que tenía en la panza, pero no parecía tan malherido como los cormytas habían supuesto. Extendía sus garras para atraparlos sin piedad, abierta la misma mandíbula de la que partirían las llamas.

Cuando Alusair se arrojó desesperada hacia un lado, lejos del griterío, hubiera podido jurar que el dragón sonreía.

Todo Faerun explotó en llamas a su alrededor.