35
Pudo ser la brusquedad con que se abrió la puerta, o el paso firme y, por tanto, peculiar de Alaphondar, pero el hecho es que Tanalasta supo de inmediato que había sucedido algo terrible. Se apartó de la mesa de mapas y levantó la mano para exigir silencio a los presentes.
—¿Qué sucede?
Alaphondar se detuvo al franquear la puerta, observó los rostros cansados de la concurrencia y abrió la boca sin decir palabra. Tenía los ojos cercados de arrugas, unos ojos cristalinos, y a juzgar por su expresión estaba aturdido, ausente. Tanalasta dejó el puntero sobre el mapa, sin importarle siquiera que pudiera dar al traste con las miniaturas que representaban las compañías que ella y su concilio de guerra habían pasado la última hora situando, y se acercó al sabio.
—Alaphondar, ¿qué ha pasado?
Lo sacudió un poco, y el sabio recuperó el oremus.
—La reina… —Volvió a mirar a su alrededor, esta vez consciente de los rostros que había ante él, antes de volverse hacia la princesa—. La reina ha recibido una comunicación transmitida por el pensamiento. El dragón ha destruido al ejército de la princesa Alusair.
Tanalasta intentó no pensar en lo peor. Lamentaba sinceramente la pérdida de un ejército, pero Alusair se había enfrentado antes a muchas calamidades, y había salido con vida de ellas.
—¿Y la princesa?
—Encontraron su yelmo y escudo sobre una pila de huesos quemados —respondió el sabio, apartando la mirada.
—¿Pero no encontraron el resto de su armadura? —insistió la princesa, que sintió un dolor agudo en el pecho.
Alaphondar hizo un gesto de negación.
—No había forma de distinguir unos restos de otros.
—En tal caso, rezaremos para que haya sucedido lo mejor. —Tanalasta dio la espalda al concilio de guerra, compuso una expresión valerosa, pero también apoyó una mano en la mesa de mapas para aliviar un poco el peso que soportaban sus rodillas temblorosas—. Nuestro recuerdo para los muertos y los heridos, mas Alusair tiene un modo de sobrevivir a ambos.
—Alteza, lamento deciros que aún hay más.
Tanalasta intentó fingir que no era consciente de que sobre ella se posaban todas las miradas. No debió de resultar muy convincente, puesto que Owden Foley se acercó a su lado y la cogió del brazo.
—¿Sí? —Al no querer que los miembros del concilio de guerra la vieran preocupada, apartó al clérigo y se enfrentó de nuevo a Alaphondar—. Adelante.
En esta ocasión, el sabio no pudo contener las lágrimas.
—El ejército de vuestro padre ha sido atacado, y el rey ha caído.
—¿Caído? —Las piernas de Tanalasta flaquearon. Olvidó todas las miradas pendientes de ella, se apoyó en la pared, y apenas logró sentarse en la silla que tenía más cerca antes de que sus rodillas la traicionaran—. ¿Ha muerto?
—No ha muerto —respondió Alaphondar—. Dicen que se ha quemado y que tiene una herida del pecho a la entrepierna.
—¿Pero dispone de sanadores? —preguntó Tanalasta.
—Me temo que los clérigos cayeron durante la batalla. Los señores Tolon y Braerwinter intentaron ponerlo a salvo cuando informaron a la reina. Prometieron enviarnos más noticias en cuanto supieran algo.
—Entonces, ¿prosigue la batalla? —preguntó Korvarr Rallyhorn, que aún no se había recuperado de las heridas sufridas cuando la sed de sangre se apoderó de su entendimiento en el combate contra lady Merendil, combate que le había costado un brazo roto.
—La reina ha ordenado a una tropa de magos guerreros que se disponga a una inmediata teletransportación a la zona —asintió Alaphondar.
—Si me permitís, princesa —pidió Korvarr a Tanalasta—, mi compañía está en estado de revista en este mismo instante, y podríamos partir en cuanto dierais la orden.
Demasiado conmocionada como para responder, Tanalasta se limitó a hacer un gesto de asentimiento concediéndole permiso.
—¿Estáis segura de que es lo más conveniente, princesa? —preguntó lord Longbrooke—. Ya estamos faltos de tropas en el sur.
—Y eso que sólo hemos cazado a dos ghazneth —señaló Hector Dauntinghorn.
—Sólo dos ghazneth, pero los diez mil de Sembia aún nos superan en cuanto a hombres —intervino Melot Silversword—. No podemos olvidar que las suyas son tropas frescas…
Tanalasta apenas oyó el intercambio. Estaba aturdida. Los éxitos cosechados contra las ghazneth la habían cegado respecto a lo incierta que seguía siendo la victoria. El dragón y sus orcos controlaban todo desde Dhedluk norte. Si se desbandaba el ejército real, y Tanalasta no era tan estúpida como para creer que tardaría mucho teniendo en cuenta que Alusair había desaparecido y su padre había caído, el resto de Cormyr no tardaría en convertirse en un recuerdo.
Al pensar en ello se sintió más aturdida que asustada. Se sentía vacía por dentro, quizá porque la angustia de perder a una hermana, a un padre y un reino de golpe era sencillamente más de lo que podía soportar. La sensación era similar a la añoranza que sentía por Rowen, un dolor frío y profundo que nunca desaparecía, que estaba siempre allí, dispuesto a arrastrarla al pozo sin fondo de la desesperación. Era una sensación ante la cual no podía rendirse, ni siquiera por un instante. Demasiado dependía de ella, y no pensaba sólo en Cormyr. No tardaría mucho en dar a luz, y quería que su hijo naciera en su reino.
Cuando Tanalasta volvió a ser consciente de cuanto la rodeaba, se encontró acompañada por una cohorte de rostros descorazonados. Melot Silversword y Barrimore Longbrooke estaban juntos, parecían aterrorizados y susurraban algo acerca de Sembia. Incluso a Ildamoar Hardcastle y Roland Emmarask estaban pálidos y parecían superados por las circunstancias. Todos los presentes en la habitación daban la guerra por perdida, y no andarían muy errados si Tanalasta no hacía algo para que recuperaran el ánimo.
La princesa pensó en un principio en la posibilidad de marchar al norte para asumir el mando del ejército real «hasta que su padre se recuperara», pero, por suerte, la idea pasó por su mente como una exhalación. Aunque tuviera tanta mano para la estrategia como su hermana Alusair (y sabía que ése no era el caso) e incluso su presencia moviera más a la inspiración que la del rey Azoun (y sabía que no era así), una mujer en su estado apenas podría inspirar confianza en el ejército real, y mucho menos liderar una carga en la batalla para plantar cara a Nalavarauthatoryl y sus orcos.
Pero sí sabía quién podía hacerlo.
Tanalasta se cogió con fuerza a los brazos de la silla.
—Lord Longbrooke, estoy segura de que tanto usted como lord Silversword no estarán discutiendo la posibilidad de solicitar la ayuda de tropas sembianas. —Cuando ambos hicieron un gesto de negación, la princesa se levantó—. Bien. Dudo mucho que Vangerdahast lo aprobara.
—¿Vangerdahast? —preguntó Roland Emmarask, boquiabierto—. Entonces, ¿sabéis dónde está?
—Más aún, creo que el maestre de agricultura Foley ha diseñado un plan para liberarlo. —Tanalasta se volvió hacia el clérigo—. ¿No es así, Owden?
Owden esbozó una sonrisa e inclinó la cabeza, claro signo de su enojo.
—¿Cuándo sugiere la princesa que lo haga? Si dispongo de la noche para completar mis estudios, podría estar listo para el amanecer.
—Pensaba en algo más inmediato. —Tanalasta se quitó el símbolo sagrado de Rowen que llevaba colgado del cuello, y se lo tendió al clérigo—. Quizás ahora mismo.
Owden era demasiado sutil y leal como para permitir que nadie excepto Tanalasta comprendiera el enfado que reflejaba su mirada. Al principio había propuesto la posibilidad de abrir un portal que diera a la prisión de Vangerdahast, dado el supuesto de que podría determinar la ruta por sus propios medios, de modo que la princesa no se arriesgara a sufrir los efectos de tan impredecible hechizo. No obstante, cuando fue evidente que Owden no poseía una conexión emocional lo bastante fuerte como para encontrar a Vangerdahast a través del símbolo sagrado de Rowen, Tanalasta empezó a presionarlo para que contara con ella. Hasta el momento, el clérigo se había negado en redondo, so pretexto de que lo más probable es que terminara ella atrapada en la misma dimensión que Vangerdahast, y no al revés. Hasta ahora, Tanalasta había cedido.
Al ver que Owden no parecía dispuesto a cumplir sus órdenes, Tanalasta se volvió al centinela que custodiaba la entrada.
—Traiga al comandante Steelhand.
—Eso no será necesario —dijo Owden. Hizo un gesto a Tanalasta para que volviera a sentarse—. La princesa tiene razón. Ha llegado el momento de abrir la puerta y ver qué sale de ella.
Owden balanceó por la cadena el símbolo sagrado delante de los ojos de Tanalasta, lentamente, de un lado a otro.
—Concentraos. Imaginad el rostro de Vangerdahast.
Tanalasta siguió con la mirada el amuleto de plata, e imaginó a Vangerdahast tal y como lo había visto por última vez, extrañamente joven y flaco, con una frondosa barba negra y una corona de hierro ceñida sobre su desmañada mata de pelo. La imagen se fundió con el símbolo y empezó a moverse también de un lado a otro; después perdió de vista a los hombres y la sala de mapas, hasta que sólo quedó el rostro del mago de la corte que oscilaba lentamente ante sus ojos.
Tuvo la sensación de caer por un largo y oscuro túnel. De pronto la oscuridad envolvió el amuleto. El rostro de Vangerdahast también desapareció, reemplazado por el rostro espectral que tuvo ocasión de ver cuando intentó por primera vez ponerse en contacto con su marido. El extraño arrugaba el entrecejo con fuerza, era siniestro, de ojos blancos como perlas, hoyuelo en la barbilla y una mandíbula fuerte. Esta vez, Tanalasta no llamó su atención, y los ojos perla la observaron un instante, febriles de alegría y pena y un innombrable deseo un millar de veces más intenso incluso que la añoranza que sentía por Rowen.
El ambiente se tiñó de gris a causa de la lluvia, y el rostro desapareció. Al cabo de un instante, Vangerdahast apareció ante ella, ceñudo y tan impaciente como de costumbre.
«Ya era hora».
—Lo tengo —dijo Tanalasta a Owden. A Vangerdahast le dijo—: «¿Tienes el cetro, viejo fisgón?».
Confuso, Vangerdahast arrugó el entrecejo, pero hizo un gesto de asentimiento y levantó la amatista del pomo para que lo viera.
«Así es».
«Bien», dijo Tanalasta—. Todo listo, Owden.
El maestre de agricultura pronunció una cadena interminable de sílabas místicas. Fue como si la distancia entre Tanalasta y Vangerdahast menguara. El mago abrió unos ojos como platos. Profirió un grito asustado y fue como si se precipitara sobre la princesa, moviendo ambos brazos como las aspas de un molino y dando patadas al aire. Tanalasta creyó ver el trono de hierro a su espalda y también unos cuantos trasgos, los rayos de una tormenta y una figura oscura que se apartaba a toda prisa del portal.
Entonces Vangerdahast apareció sobre ella, abrazándola con fuerza, como a una madre, riendo, llorando y gritando, todo a un tiempo; frío y cálido a la vez, olía como si no se hubiera lavado desde hacía meses.
La besó en los labios, después se apartó de ella y se agachó para besarle el vientre hinchado, después colocó la punta del cetro dorado, del cetro de los Señores, junto a su silla y se inclinó de nuevo para besarla otra vez en los labios.
Tanalasta lo empujó para apartarlo de sí.
—¡Vangerdahast!
El mago la obsequió con una sonrisa de oreja a oreja.
—¡No me digáis que no os alegráis de verme!
—Sí que me alegro. —Tanalasta se limpió el rostro, menos para librarse de la humedad con que la había empapado la barba mojada del mago, que para refrescar sus fosas nasales con el perfume de sus muñecas—. Pero tenemos cosas que…
A Tanalasta la interrumpió el tañido de una campana de alarma, y la sala de mapas estalló en un tumulto de voces y pasos apresurados. Vangerdahast giró lentamente sobre sus talones, observando con asombro a los que se apresuraban a reunir a sus compañías.
—¿Corren a la batalla?
—Podría decirse que así es, viejo amigo —respondió Owden, que dio una palmada afectuosa en el hombro al mago—. O podría usted decir que se apresuran a complacer a Tanalasta, por temor a lo que podría hacer con ellos de no actuar así.
—¿Y eso? —Vangerdahast enarcó una ceja observando a la princesa—. Me interesaría saber cómo lo habéis conseguido.
—Y yo también tengo algunas preguntas que hacerle —dijo Tanalasta—. Pero tendrán que esperar. Se acerca una ghazneth.
Vangerdahast no enarcó una, sino ambas cejas, después miró a su alrededor como para confirmar que se encontraba donde se encontraba.
—¿Se acerca aquí? ¿Al palacio real?
—Eso parece —Tanalasta se levantó con esfuerzo de su silla y se dirigió a la puerta—. Recemos para que no sea el rey Boldovar.