14
El eco de un lejano chapoteo reverberó a través del río a espaldas de Vangerdahast, hasta perderse en la nada. El mago se volvió hacia el lugar de donde había procedido el ruido. El agua era tan negra como el aire viciado, y el aire era tan negro como las paredes torcidas, y las paredes tan negras como humo de chimenea, con la salvedad de que estaban cubiertas por una especie de heces negras que parecían mitad musgo, mitad piedra, en lugar de hollín. Círculos de esa sustancia flotaban en el agua a unos centímetros de la barbilla de Vangerdahast, hedían a rancio, a moho, a una suciedad antigua en cuya composición ni siquiera quería pensar, porque estaba en el túnel, un piso por debajo de la ciudad de Grodd.
La caverna seguía sumida en una ominosa quietud, pero en el último recodo a espaldas de Vangerdahast, los círculos de desperdicios se alzaban y caían levemente sobre la superficie. El mago observó la diminuta pata de cuervo que tenía en la palma de la mano y que mantenía por encima del agua, más o menos a la altura de sus ojos, y vio que aún señalaba al frente. La ghazneth se encontraba allí, en algún lugar, pero ¿qué había a sus espaldas?
Imágenes de tiburones albinos y anacondas empezaron a poblar su mente, pero Vangerdahast arrinconó estos temores por ser infundados. Tales criaturas necesitaban una dieta estable, y los trasgos, la única fuente de alimento que había descubierto en las cavernas, habían repoblado la ciudad recientemente. Parecía más probable que un pedazo de desperdicios hubieran caído del cielo y provocado el chapoteo.
Vangerdahast continuó por el pasadizo, obedeciendo las indicaciones de la brújula que había improvisado hasta llegar a un cruce de tres caminos. Si estaba en lo cierto sobre la identidad de la ghazneth, y sinceramente confiaba en equivocarse, aquella cosa era Rowen Cormaeril, el atractivo y joven explorador que desgraciadamente había enamorado a la princesa Tanalasta. El mago los había visto juntos por última vez al pie de los Picos de las Tormentas, cuando la pareja se libró de su abrazo para evitar que los teletransportara de regreso a Arabel. En aquel momento, Vangerdahast no pudo evitar enfurecerse con ellos, pero ahora estaba… en fin, ahora estaba muerto de miedo. Si Rowen se había convertido en una ghazneth, no se atrevía ni siquiera a pensar en qué podía haberse convertido Tanalasta.
Aumentó unos centímetros la profundidad del agua, y el mago echó la cabeza hacia atrás para no hundirse. Sostenía la antorcha en alto, por lo que tenía el brazo cansado, y se preguntó si no sería buena idea lanzar un hechizo de luz al pie del cuervo. Con ambas manos ocupadas, tendría dificultades para defenderse si de verdad había algo que le seguía, y siempre existía la posibilidad real de hundirse en un agujero y que al hacerlo se apagara la llama.
Pero formular un hechizo de luz supondría también alimentar la necesidad de magia de Nalavara, y a aquellas alturas bastantes preocupaciones tenía sobre lo cerca que el dragón estaba de liberarse. Unas horas después de estar a punto de caer en manos de los trasgos en la torre, Vangerdahast había aprovechado la confusión de sus perseguidores para regresar a la plaza y echar un vistazo al dragón. Allí descubrió, horrorizado, al dragón de ciento ochenta y tantos metros de longitud, con los restos de su capa, las varitas, los anillos y otros objetos mágicos desperdigados alrededor de su cabeza, deslustrados y vacíos de la energía mística que los había caracterizado. Aunque seguía apoyado en el suelo por uno de los flancos, arañaban el aire cuatro patas del tamaño de árboles, un ala lo suficientemente grande como para hacer sombra al palacio de Suzail y una cola surcada de pinchos que tenía la mitad de longitud del patio donde se celebraban los desfiles. Aquella visión atemorizó tanto a Vangerdahast, que cuando la inevitable cohorte de trasgos lo encontró estuvo a punto de dejarse capturar antes que lanzar otro hechizo. Tan sólo el hecho de que hubiera decidido buscar a la ghazneth y averiguar lo que le había pasado a Tanalasta le convencieron de que debía huir.
Otro chapoteo sonó en la caverna a espaldas de Vangerdahast, más alto y más indistinto que el último. Al ruido siguió un susurro agudo, y por un momento el mago fue incapaz de distinguir lo que estaba oyendo. No podían ser los trasgos, no con un agua tan profunda que mojaba los pelos de su barba. Prestó atención y oyó una especie de batacazo rítmico, débil, momento en que su incredulidad se convirtió en consternación. Le habían seguido, cosa que pudo constatar con su propio olfato. Aunque se había acostumbrado al hedor acre de la antorcha, el humo que despedía era tan denso y rancio que debía ser como beicon para el olfato de los trasgos.
Una vez más, Vangerdahast reparó fugazmente en la pata del cuervo que sostenía en la palma de la mano, y acto seguido apagó la antorcha restregándola contra la pared. Las llamas arrancaron una capa de cieno negro, y casi al instante el borde ardió lentamente, despidiendo penachos de un humo que olía a horrores en dirección al techo. Rió entre dientes al pensar en qué efecto causaría en el olfato trasgo aquel hedor, y se adentró en la oscuridad.
Al cabo de unos minutos, los trasgos parecieron caer en la cuenta de lo que sucedía y se oyeron sus cuchicheos por todo el túnel. Aunque Vangerdahast había doblado un recodo, se volvió para echar un vistazo al trecho de pasadizo que había recorrido y vio un anillo de fuego de llamas temblorosas. Los trasgos aparecieron ante sus ojos, remando a horcajadas de unos troncos, en grupos de dos o tres por tronco y con las patas hundidas en el agua de tal forma que pudieran servirse de ellas a modo de remo. Al acercarse a la pared ardiente, hundieron la cabeza entre los hombros, intentando proteger sus ojos (capaces de ver en la oscuridad) de las llamas.
El primer tronco chocó contra la pared y con el impacto los ocupantes cayeron al agua. Obviamente, los trasgos no podían nadar, al menos enfundados en los petos de bronce que lucían. El segundo tronco mantuvo el rumbo, así que Vangerdahast se volvió para perderse en la oscuridad, momento en que soltó un grito al ver un par de ojos perla que brillaban colgados del techo.
Su grito despertó una cacofonía de órdenes guturales y chapoteos de los trasgos, pero Vangerdahast no tuvo tiempo de reaccionar antes de que una mano lo cogiera de la barba y lo levantara a pulso hasta un saliente rocoso.
—Me estoy cansando de salvarte, viejo fisgón —dijo la misma voz ronca que ya había oído antes. Una mano se cerró en torno a su muñeca, y arrancó la pata hechizada del cuervo de la palma de su mano—. Si yo fuera tú, no volvería a confiar en mi buena voluntad.
Vangerdahast tenía el corazón en un puño, ya que sólo un puñado de individuos sabían cómo lo había apodado Tanalasta, y Rowen Cormaeril era uno de ellos.
—No te muevas de aquí, viejo estúpido. —Rowen abandonó el saliente y se deslizó en el agua tan silenciosamente como un búho cuando alza el vuelo.
—¡Espera, Rowen! —Vangerdahast se apoyó tumbado boca abajo y tanteó en busca del borde del saliente.
Se alzaron las voces asustadas de los trasgos; después, un viento tremendo rugió a través del pasadizo, agitando las aguas: chapotearon de tal forma, que el mago estuvo a punto de caer de cabeza. Vangerdahast apretó la cara contra el barro, en el que hundió las manos extendidas para llegar a rastras hasta el borde.
Cuando el viento amainó, Vangerdahast aprovechó para sentarse, y frotó sus dedos sobre la superficie lisa de la piedra para impregnarla mágicamente de una luz continua. Hubiera preferido imbuirse de la habilidad para ver en la oscuridad, pero ese hechizo en particular requería de un ágata o una pizca de zanahoria seca para activarlo, y había perdido la mayoría de sus componentes para hechizos cuando Rowen lo salvó al cogerle de la capa en la torre de los trasgos.
Un hondo fulgor encendió la roca, inundando el pasadizo de luz mágica e iluminando a la ghazneth que se encontraba en el recodo. Aunque el viento soplaba por encima de su cabeza y el agua golpeaba contra él constantemente, Rowen, imperturbable, se mantenía erguido sin apenas esfuerzo, mientras su larga melena colgaba inmóvil.
Finalmente no se supo nada más de los trasgos, y el viento se debilitó hasta convertirse en una simple corriente. Rowen volvió una vez la mirada, y después se alejó por el pasadizo sin que el agua acusara sus movimientos.
—¡No, Rowen Cormaeril! —Vangerdahast descolgó las piernas por el borde del saliente y se arrojó al agua, a través de la cual recorrió el pasadizo siguiendo a la ghazneth—. ¡Vuelve, cobarde! ¡Ten el coraje de enfrentarte a mí!
Para sorpresa de Vangerdahast, dobló el recodo y se encontró cara a cara con Rowen Cormaeril. Con el ceño grave, los pómulos prominentes y la barbilla ganchuda, las facciones del explorador aún le conferían cierto atractivo. Cierto que se le veía más delgado y huesudo de como lo recordaba Vangerdahast; en conjunto, su aspecto era más fuerte, más dominante.
—¿Acaso tengo aspecto de ser un explorador del rey? —Fue como si la mano de Rowen se volviera invisible. Vangerdahast descubrió que la ghazneth lo había cogido de la muñeca—. Ya pasó el tiempo en que aceptaba tus órdenes.
—Nadie te ha librado de… —Vangerdahast tuvo que tragar saliva para combatir la sequedad de su garganta—. Nadie te ha librado de tu juramento de lealtad. Soy el mago de la corte del rey Azoun, oficial superior de todos los soldados que sirven a sus órdenes. Harás lo que yo te ordene… a menos que sea cierto que toda la sangre de los Cormaeril está infestada de traición.
Los ojos de Rowen se volvieron blancos de la ira. Apretó la mano, y los dedos de Vangerdahast se abrieron por voluntad propia. La ghazneth le observó fijamente durante largo rato, quizá mientras decidía si apretaba aún más, pero entonces arrancó la piedra brillante de manos de Vangerdahast y empezó a absorber su magia.
—Teniendo en cuenta tu reputación de ser el hombre más astuto de Cormyr, te comportas como un estúpido —dijo Rowen—. A estas alturas, creía que ya sabías cuáles eran las consecuencias de recurrir a la magia.
Vangerdahast volvió a respirar tranquilo.
—Así es, pero me lo has puesto muy difícil. Era la única forma de encontrarte.
—Pues ahora ya me has encontrado. —Rowen absorbió el último vestigio de luz de la roca de Vangerdahast, y después la arrojó al agua—. Ruego que te hayas cansado de burlarte de mí. No vuelvas a mostrarte tan atrevido.
Vangerdahast hizo caso omiso de la amenaza implícita en las palabras de la ghazneth, y extendió la mano para cogerlo del brazo. Sintió la carne dura y fría al tacto, viscosa como la de una anguila.
—No he venido para burlarme de ti —dijo el mago—. Para matarte, quizá… o para pedirte ayuda. Depende.
—¿Depende de qué? —preguntó Rowen.
—De lo que haya sido de Tanalasta —dijo Vangerdahast.
La rabia desapareció de la mirada de Rowen. Volvió la cabeza, y la caverna quedó sumida en una profunda oscuridad.
Al pensar que su presa se le había escurrido de las manos, Vangerdahast echó a correr hacia delante y se dio de bruces con la espalda de la ghazneth.
—La dejé en compañía de Alusair —dijo Rowen—. Me separé de la compañía para buscarte; ellos se dirigían hacia Montaña Goblin. Ésa fue la última vez que supe de ella en persona.
—¿En persona? —repitió Vangerdahast.
Rowen cogió al mago por un hombro y lo guió por el pasadizo, hasta que llegaron a una suave pendiente que ascendía hasta el borde donde se habían refugiado hacía un instante.
—Creo que fue al día siguiente de la batalla en el pantano del Mar Lejano —prosiguió Rowen—. Los miembros de tu compañía yacían flotando en el agua, y los orcos seguía saqueando los cadáveres. Descubrí una nota en el catalejo de Alaphondar, en la que conminaba a quienquiera que la leyera a informar al rey de que habían despertado los azotes que profetizó Alaundo. Cogí la nota y estaba a punto de echar a andar rumbo a Montaña Goblin, cuando tu caballo, Cadimus, abandonó su escondrijo en unos sauces que crecían al borde del pantano.
»Cuando Cadimus coronó la cima de la colina, las ghazneth advirtieron su presencia y abandonaron el torreón. Lo único que se me ocurrió fue montar el caballo y perderme en los bosques antes de que cayeran sobre nosotros. Me persiguieron durante el resto del día. Una incluso llegó a tenderme una emboscada cuando cruzaba un claro, y me arañó el hombro con sus talones antes de adentrarme de nuevo en el bosque. Aquella noche las distraje al activar el broche de mi capa y atarlo a un tronco que flotaba corriente abajo. Me escondí y no me encontraba a más de un día de camino de Montaña Goblin cuando la oí.
—¿A Tanalasta?
Se produjo una pausa en la que Vangerdahast pudo imaginar a la ghazneth asintiendo.
—Gritaba y me rogaba que la matara —continuó Rowen—, y… y no pude soportarlo. Sabía que el mensaje de Alaphondar era más importante que la vida de Tanalasta, pero estaba enamorado y fui tras ella.
»Las ghazneth se volvieron hacia el norte y empezaron a jugar conmigo, arrastrándola por encima de las copas de los árboles por donde yo pasaba, aterrizando al otro lado de un prado y obligándola a que pidiera la muerte a gritos hasta que recurrí al bolsillo de huida para ir a su lado, para entonces cogerla de nuevo y alzar el vuelo antes de que pudiera recuperarme del aturdimiento que sigue a la teletransportación. A aquellas alturas, sabía perfectamente que no querían matarme. Me empujaban hacia el norte, a una trampa, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Estaba demasiado agotado como para pensar con claridad, y también aterrorizado por el hecho de que la hicieran sufrir. Si me hubiera dado la vuelta, me habrían matado sin contemplaciones.
—Sin duda —dijo Vangerdahast en un tono no exento de simpatía—. Pero ¿y Tanalasta?
—Yo… no lo sé —respondió Rowen—. Antes de que pudiera darme cuenta, habíamos cruzado al norte de los Picos de las Tormentas. La última vez que la vi, el rey Boldovar la tenía suspendida sobre un barranco, y él… le hacía cosas impensables. Enloquecí y recurrí al bolsillo de huida para alcanzar el borde del cañón. Pero cuando me recuperé, no la vi por ninguna parte: sólo estaba mi primo Xanthon, riendo y cogiéndome de la garganta sobre el precipicio, amenazando con arrojarme detrás de Tanalasta.
Aunque ya estaban a oscuras, Vangerdahast cerró los ojos y susurró:
—Muy bien.
—¿Muy bien? —repitió Rowen, menos sorprendido de lo que sería de recibo—. Entonces, ¿era un señuelo?
—Nuestro propio truco vuelto contra nosotros —confirmó Vangerdahast—. Boldovar puede crear ilusiones. Nos hizo lo mismo en la batalla del pantano del Mar Lejano, y casi le costó la vida a Alaphondar.
—Me temo que a mí me ha costado mucho más —continuó Rowen—. Desenvainé la daga de hierro y logré hundirla en el estómago de Xanthon, y me las apañé para no caer por el precipicio cuando él trastabilló sobre el abismo. Boldovar echó a volar hacia mí, monté en Cadimus y me adentré a galope tendido en una arboleda que tenía los ejemplares de árboles más grandes que haya podido ver jamás.
»Las ghazneth no entraron, pero siguieron en el borde del bosque lanzándome los improperios y las maldiciones más viles que pueda imaginar. No entendía por qué no me seguían, hasta que miré a mi alrededor y vi los signos élficos. Eran similares a los que encontramos grabados en aquellos árboles nudosos de los que salieron Boldovar y los demás, pero estos árboles en concreto no estaban retorcidos ni… enfermos. Eran maravillosos, rebosaban salud, y cuando acaricié con la yema del dedo los caracteres, las canciones me hicieron llorar. Incluso las ghazneth guardaron silencio hasta que hubieron terminado.
—¿Una arboleda llena de Árboles del Cuerpo? —preguntó Vangerdahast, boquiabierto.
Un Árbol del Cuerpo era una especie de monumento funerario creado por los elfos antiguos que habían habitado Cormyr antes de la llegada del hombre. Según Tanalasta, y la princesa era conocida por sus profundos conocimientos en esta materia, cuando moría un elfo muy apreciado, sus compañeros a menudo grababan su epitafio en el tronco de un arbolito y enterraban el cadáver bajo sus raíces. Vangerdahast no comprendía todas las sutilezas de tales conmemoraciones, pero nunca había oído que existieran siquiera dos árboles majestuosos en un solo lugar, y mucho menos toda una arboleda.
—¿Estás seguro de que eran Árboles del Cuerpo? —preguntó.
—Después tuve ocasión de asegurarme —dijo Rowen—. Había centenares de ellos, y las ghazneth me obligaron a quedarme allí entre ellos, durante casi diez días, nada menos. Me observaban noche y día, y allí estaban cuando intentaba huir. Una noche, decidí que había llegado el momento de morir o huir, y cabalgaba fuera de la arboleda cuando el espectro de un noble y bello señor elfo surgió de la tierra ante mí. Llevaba una corona de tres puntas con una sola piedra púrpura, y en su mano una vara dorada con el cuerpo retorcido, como si fuera una cuerda. Me habló con duras palabras: «Por espacio de diez días has descuidado tu deber ocultándote aquí, humano, y por nueve días te hemos acogido, pero que sepas que de marcharte tu muerte no arreglará nada. Para enmendar tu traición, un sacrificio mayor tendrás que hacer, un sacrificio mayor que la muerte».
»No tuve que preguntarle a qué traición se refería, puesto que llevaba la carta de Alaphondar en el pecho, y sabía en qué había fallado. Había dejado que mi amor por Tanalasta me impidiera cumplir con mi deber, y sabía que Cormyr pagaría cara mi desobediencia. No pude hacer sino inclinar la cabeza y decir: “Mi señor, estoy dispuesto a redimirme. Tan sólo me gustaría saber cómo”.
»El elfo me advirtió que el precio sería terrible, y yo repetí que pagaría a gusto. El elfo sonrió y tomó las riendas de Cadimus de mi mano. Susurró unas palabras al oído del caballo, y éste se volvió, resopló y me acarició la mejilla con su hocico; después, se alejó hacia un extremo de la arboleda.
»El elfo volvió a hablar: “Que sepas, humano —me dijo—, que soy Iliphar, rey de los Cetros, y que esta arboleda es mi tumba, lugar donde un millar de tesoros yacen ocultos desde hace más de lo que podría contar. Sígueme para que pueda entregarte el más preciado de todos, el cetro de los Señores”.
»El rey Iliphar me llevó al centro de la arboleda, donde vi un roble antiguo que tendría la misma altura que el torreón de un castillo. El espectro me señaló la base del árbol y dijo: “Toma mi cetro y entrégaselo a tu rey. Dile que cuando se esgrime con compasión, tiene el poder de combatir cualquier mal que sea de origen élfico, aunque sólo después de haber enderezado todas las injusticias que hayan desatado ese mal. Al entregar el cetro a un humano, enderezo el primero. Dependerá de quien éste esgrima, el enderezar el otro”.
»Y ésas fueron las palabras del rey Iliphar —dijo Rowen—. Se alejó caminando y volvió a desaparecer en su árbol. Desenvainé la daga y con su ayuda empecé a excavar donde me había señalado. En cuanto la punta del arma se hundió en el suelo, las ghazneth chirriaron triunfales y se dispusieron a atacarme. Pensé por un instante que habían vuelto a engañarme y que su intención era la de empujarme a anular la protección mágica de la arboleda (ahora estoy convencido de que ésa fue la razón de que me llevaran al norte), pero si así era, les salió al revés. Un ejército de espectros élficos surgió de las raíces de los árboles para enfrentarse a las ghazneth, y los árboles entrelazaron sus ramas para dar forma a un muro de protección. Las ghazneth arremetieron contra las ramas con fuego y plaga, mientras los fantasmas lo defendían con el acero. Yo puse los cinco sentidos en el pedazo de tierra que tenía que excavar, y no tardé en abrirme paso hasta lo más hondo de las raíces.
»Pero ni siquiera los elfos fueron capaces de aguantar el terreno eternamente, y me pareció que cuanto más excavaba más se debilitaban. Para cuando finalmente logré dar con la cámara secreta que contenía el tesoro de Iliphar, las imponentes ramas del árbol situado a mi espalda se partieron con un crujido ante el embate de las ghazneth. Me puse el anillo de comandante y activé el hechizo de luz, y proferí un grito al ver el tesoro enterrado bajo el árbol. Había montones y montones de objetos cuya magia brillaba esplendorosa; un tesoro cuyas gemas hubieran aturdido al propio Thauglor.
»Un rumor procedente del exterior reverberó en las paredes del túnel cuando todos los árboles empezaron a cantar al unísono. Entré apresuradamente en la cámara y empecé a registrar los montones de tesoro. Había varitas, varas de todos los tamaños y formas. Cualquiera hubiera podido responder al cetro de los Señores, y me sentí perdido, incapaz de distinguir la que yo buscaba.
»Entonces un ruido desapacible surgió del túnel que había excavado. Se me ocurrió que podría hundir el techo sobre quien me estuviera persiguiendo, cogí una espada de plata y me dirigí a la entrada: entonces lo vi, apoyado entre dos raíces del árbol, con una sencilla corona de oro colgando de la empuñadura.
—¿El cetro de los Señores? —preguntó Vangerdahast.
En la oscuridad, los ojos perla de Rowen giraron alrededor de sus órbitas.
—Era un cetro dorado cuya forma recuerda a las raíces de un roble, y cuyas ramas surgen en ángulos desiguales; tiene un pomo de amatista que recuerda la forma de una bellota. Era el tesoro más precioso de la cámara, imposible confundir su poder.
»Arranqué el cetro de entre las raíces y me situé a un lado del túnel mientras me las apañaba para librar el cetro de la corona que colgaba de él. Los ojos carmesíes de una ghazneth aparecieron en la entrada del túnel, momento en que arremetí contra el monstruo con el hombro por delante.
»Pero al agachar la cabeza, me llegó una maldición infernal del túnel y se extendió por toda la cámara en forma de humo negro. Primero el suelo tembló bajo mis pies; después cedió y me precipité en este horrible abismo. Al igual que tú, he sido incapaz de salir de aquí.
—¿Y el cetro? —A Vangerdahast le latía con tal fuerza el corazón en el pecho que apenas podía oír su propia voz—. ¡Dime que no lo has perdido!
—Por supuesto que no. —Las yemas de sus dedos crepitaron envueltas en diminutas descargas de energía, y el saliente se iluminó con una luz argéntea. Se llevó la mano a la espalda y sacó una corona de tres puntas con una amatista de color claro engarzada en el centro—. Tampoco he perdido la corona.
Vangerdahast se la arrancó de la mano. Pesaba como el plomo: toda la magia espléndida que había poseído en tiempos había desaparecido por completo.
—¡Tú no…!
—Me temo que sí, pero fue antes de darme cuenta de en qué me estaba convirtiendo —dijo Rowen—. Por otro lado, resultó ser una lección muy provechosa. El cetro de los Señores sigue cargado de magia, oculto en un lugar donde los trasgos de Nalavara nunca podrán encontrarlo, un lugar donde no supone una tentación constante para mí.
—Menos mal. —Vangerdahast hizo girar la corona entre sus dedos, lamentando en silencio el hecho de que una magia tan antigua hubiera desaparecido. Hubiera aprendido mucho de haber tenido la oportunidad de estudiarla, casi tanto como había aprendido al escuchar la historia de cómo la había recuperado. Dio una palmada cariñosa en la rodilla de Rowen, pero enseguida se arrepintió de hacerlo al ver que la ghazneth se estremecía de asco—. Lo has hecho muy bien, Rowen. Aprovecharemos lo poco que tenemos para procurar el bien de Cormyr.
—¿Cómo? —La ghazneth movió los dedos crepitantes de energía alrededor de la caverna, en un gesto de desesperación—. ¿Cómo vamos a hacerlo?
—Nalavara se ha tomado muchas molestias para engañarte, con tal que irrumpieras en la arboleda mágica de Iliphar y anularas la magia que la protegía —sonrió Vangerdahast—. No lo habría hecho a menos que le preocupara el cetro, un arma que has mantenido lejos de su alcance.
—¿Vamos a matarlo? —preguntó Rowen, que a juzgar por su expresión parecía mucho más animado.
—Nosotros no —respondió el mago. Estaba pensando en el antiguo secreto que él y los demás magos de la corte habían ayudado al rey a guardar durante tantos siglos—. Azoun lo hará. El cetro no servirá de nada si no lo empuña un rey.