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El mundo desapareció, y el estómago de Tanalasta se empeñó en subírsele al pecho. Un súbito escalofrío recorrió todo su cuerpo, y sintió como si un precipicio sin fin se abriera a sus pies. Se mareó y le flaquearon las piernas, incapaz de oír nada que no fueran los latidos de su corazón. Le daba vueltas la cabeza, y un millar de preocupaciones pasaron por su mente a la velocidad del rayo; entonces se encontró en algún otro lugar. Estaba de pie en los parapetos del muro de un castillo y tosía a causa de un sabor acre que tenía en la boca, mientras tenía todo su empeño en recordar en cuál de los Nueve Infiernos estaba.

—¡Intruso teletransportado! —gritó alguien con voz áspera—. ¡En nuestra esquina!

Tanalasta echó un vistazo por encima de su hombro y distinguió la esquina de una torre. Por las aspilleras asomaron las puntas de flecha de cuatro ballestas.

—¡Fuego a discreción! —gritó la voz ronca.

Cuando las armas produjeron un sonido metálico, Tanalasta se arrojó de cabeza desde la pared de la muralla. Las flechas silbaron al pasar y chocaron contra la piedra que había a su alrededor, antes de rebotar y caer sobre el patio cubierto de humo. Siguió su recorrido con la mirada y encontró el enclave lleno de calderos de aceite hirviendo, barriles llenos de flechas y cubas de fuego anegadas por el agua. En otro extremo del anexo vio una imponente puerta de roble, que retumbaba bajo el golpeteo regular de un ariete. Una procesión incesante de mujeres y niños corría escaleras arriba o escaleras abajo, llevando cubos de saetas de ballesta y potes de aceite hirviendo que entregaban a los guerreros apostados ante la pared frontal. Aunque un puñado de hombres tan sólo lucía los jubones de cuero propios de honestos leñadores, la mayoría iba tocada con el camisote de cota de malla y bacinete de acero propio de los Dragones Púrpura cormytas.

Al ver a los soldados del rey, Tanalasta se recuperó de la conmoción, consecuencia de la teletransportación, y recordó que se encontraba en la ciudadela cormyta de Montaña Goblin. Hubiera preferido entrar por la puerta principal, pero al parecer había una tribu de orcos aporreando el rastrillo con un ariete de punta de hierro.

—¡Cargad saetas! —ordenó a su espalda la voz ronca del sargento de la torre.

—¡Espere! —Tanalasta sacó el anillo de sello de su bolsillo y lo volvió hacia quienes la atacaban, sosteniendo en alto la amatista de dragón—. ¡En nombre de los Obarskyr, alto el fuego!

—¡Por la espada negra! —susurró el sargento de la torre, después de una pausa—. Es una mujer, ¡y con la capa de un mago guerrero!

—Así es. —Tanalasta se arriesgó a levantar la cabeza y vio a un Dragón Púrpura cejijunto asomando por una aspillera—. Y esa mujer es la princesa de la corona, Tanalasta Obarskyr.

—No os parecéis a los retratos que he visto de vos, princesa —repuso el sargento mientras entrecerraba los ojos. Al parecer dio una orden a alguien que había dentro de la torre, y una ballesta asomó por la aspillera contigua—. No os importará que nos acerquemos para echar un vistazo de cerca.

—Pues claro que no —replicó Tanalasta—. Traed cuerda, y que sea larga.

—Cada cosa a su tiempo —dijo el sargento—. Mientras tanto, no os mováis. No querréis que Magri, aquí presente, dispare contra la princesa real, ¿verdad?

Tanalasta hizo un gesto de asentimiento y permaneció inmóvil, por mucho que eso le royera las entrañas. El sargento tenía motivos para mostrarse cauto, aunque lo cierto es que la princesa tenía a una docena de compañeros apresurándose por el valle en dirección a la ciudadela. Si no tendían cuerdas para cuando llegara la maltrecha banda, los orcos los descubrirían y acorralarían contra la pared trasera.

Se abrió la puerta de la torre, de la que salieron tres Dragones Púrpura con armadura de combate. Dos de los soldados rodearon a Tanalasta, a quien amenazaron con sendas alabardas, mientras el sargento de barbilla pronunciada cogía de su mano el anillo de sello.

Observó atentamente la amatista dragón y su montura de oro blanco, y después profirió una maldición en nombre de Tempus.

—¿Cómo diantre habéis conseguido este anillo?

—Mi padre me lo regaló cuando cumplí catorce años. —Tanalasta estiró el cuello hacia atrás para mirar a los ojos al soldado—. Según reza en la obra de Lord Bhereu, Manual de estándares y procedimientos, cuarta parte, segundo párrafo, creo que el procedimiento adecuado obliga al centinela a interesarse por el santo y seña real.

El sargento empalideció: sabido era en todo el reino el profundo conocimiento que tenía Tanalasta de cualquier cosa que apareciera impresa en un libro.

—¿Me… me diréis el santo y seña, si sois tan amable? —preguntó el soldado, con el respeto debido a la realeza.

—Dragón adamascado —respondió Tanalasta, arrancando el anillo de sello de manos del centinela.

El soldado, más pálido si cabe, se agachó para coger a Tanalasta del brazo.

—¡Disculpadme, alteza! —La puso en pie sin esperar a que le diera permiso, y al caer en la cuenta de lo que hacía, su rostro se arreboló—. Vuestra cara… esto, yo, bueno, no os había reconocido. Os ruego que me perdonéis.

Tanalasta hizo una mueca al pensar en el aspecto que debía tener. Llevaba casi dos meses viajando en condiciones penosas, y aquellas últimas horas habían sido, con mucho, las más difíciles.

—No se preocupe, sargento, no me ofende —respondió Tanalasta—. Debo de tener un aspecto horrible.

Los dos últimos kilómetros había avanzado lentamente junto a sus compañeros con la cara pegada al barro para evitar que le picaran las avispas.

—Ahora procúreme esas cuerdas y algunos hombres fuertes que tiren de ellas. Mi compañía se encuentra en un estado muy penoso, y una ghazneth está pisándonos los talones.

Al mencionar la ghazneth, el rostro del soldado de los Dragones Púrpura pasó del tono pálido a uno blanco como la cal. Gritó una serie de órdenes a sus subordinados, y tres de sus hombres se apresuraron a obedecer los deseos de la princesa.

Los orcos continuaron golpeando el rastrillo, y una de las barras de hierro cedió finalmente produciendo un estruendo metálico. El sonido fue respondido por un conjunto sorprendente de chirridos y crujidos por parte de los magos guerreros situados en una modesta torre de la entrada. El tempo del golpeteo se hizo más laxo.

Tanalasta se asomó por encima de las almenas y echó un vistazo a través de una aspillera a un valle que había tras el castillo. Ante ella se extendía una amplia cañada rodeada de árboles, con un río caudaloso, ancho y serpenteante, y escarpadas paredes de granito. La princesa necesitó unos cuantos latidos de corazón para localizar la línea de figuras que sorteaban los árboles en dirección a la ciudadela. No alcanzó a ver más que a dos o tres hombres al mismo tiempo; algunos cojeaban y otros hacían un esfuerzo por cargar con los compañeros heridos, y al verlo sintió el corazón en un puño. Por más que lo intentó, sólo pudo contar diez hombres, cuando tenía que haber quince.

El ruido producido por los soldados que se acercaban reverberó en el baluarte, y Tanalasta se volvió para ver a un forzudo oficial de unos cuarenta inviernos que se dirigía a su posición con una docena de soldados de los Dragones Púrpura. Cuatro de los guerreros cargaban con una caja de hierro. Los demás iban armados con ballestas y espadas de hierro. Un par de nerviosos magos guerreros acompañaba al grupo, uno en cada extremo de la caja de hierro.

El oficial se detuvo ante Tanalasta e hizo una reverencia.

—Si me permitís presentarme, alteza —dijo—. Soy Filmore, capitán de Dragones del fortín de Montaña Goblin. —Se volvió hacia el mago más veterano—. Y éste es Sarmon el Espectacular, maestro de los magos guerreros que el rey Azoun envió para que se reuniera con vos.

Sarmon dio un paso adelante y se inclinó ante ella. Aunque a juzgar por su rostro curtido parecía más mayor que el capitán, su pelo y su barba poblada y larga retenían el negro azabache de un joven de veinte inviernos.

—A vuestros pies, alteza. Llevamos unos días esperándoos. —Extendió una mano para estrechar la suya y añadió—: El rey me ha ordenado que os teletransporte a Arabel en cuanto lleguéis.

—Cuando mis amigos estén a salvo. —Tanalasta ignoró la mano que le tendía el mago y señaló el valle, donde sus compañeros se esforzaban por subir la pendiente cubierta de árboles que se extendía al pie de la ciudadela. A unos cientos de pasos de los árboles, una nube de insectos cruzaba el caudal del río en pos de los hombres—. Alaphondar Emmarask y el maestre de agricultura Foley siguen allí, y la ghazneth les pisa los talones, como pueden ver.

Sarmon y Filmore se asomaron por la muralla, y acto seguido enarcaron sendas cejas en un claro gesto de preocupación. El mago se volvió a Tanalasta.

—Princesa, la ciudadela ya corre bastante peligro con esos orcos. —Extendió la mano para cogerla del brazo—. Mi ayudante se encargará de la seguridad del muy instruido sabio de la corte y de vuestro amigo de Huthduth, pero no me atrevo a permitiros que arriesguéis la vida…

Tanalasta se apartó antes de que pudiera tocarla.

—No está usted arriesgando nada, y ni se le ocurra teletransportarme sin contar antes con mi permiso. Ya me ha dicho cuáles eran las órdenes del rey, pero hay cosas que él ignora.

—Por supuesto, alteza —asintió Sarmon, cuya mirada delató su sorpresa ante el tono autoritario de la princesa.

Los guardias de la torre volvieron con cuatro cuerdas largas. Tanalasta ordenó al sargento que asegurara las líneas a las almenas y descolgara los extremos por la muralla; después señaló a cuatro Dragones Púrpura de Filmore, los que le parecieron más fuertes, para que ayudaran a los guardias de la torre a izar a sus compañeros. El capitán reservó el resto de la compañía para rechazar a la ghazneth cuando franqueara la muralla.

La puerta emitió un sonoro estrépito, seguido por una algarabía ahogada de exclamaciones guturales de entusiasmo. Los magos de la torre de entrada descargaron una tempestad de relámpagos y explosiones aún más intensas que antes, y de nuevo cayó el tempo con que arremetía el ariete. Tanalasta se preguntó si sus amigos estarían más seguros en el interior de la ciudadela. Una brecha vertical de gran tamaño surcaba la superficie de la puerta, e incluso los magos guerreros de Sarmon parecían incapaces de rechazar el ataque.

Se alzó un murmullo ansioso junto a Tanalasta. Se volvió para ver que la nube de insectos giraba en espiral colina arriba en pos de sus compañeros, que finalmente atravesaban el terreno despejado próximo a la muralla trasera. Tan sólo eran diez, y a tres de ellos tenían que llevarlos casi en volandas. Al menos Owden y Alaphondar parecían encontrarse bien.

Mientras Tanalasta los observaba, uno de los hombres se detuvo y cayó de rodillas en el lindero del bosque. Dejó al hombre que llevaba en el suelo, se quitó su capa oscura y la deslizó sobre los hombros del compañero. Otro se detuvo a su lado. Depositó a un segundo hombre en brazos del primero y señaló hacia la esquina desde donde miraba Tanalasta. El hombre de la capa hizo un gesto de asentimiento, y después él y su compañero desaparecieron sin dejar ni rastro.

Un ruido agudo sonó entre la princesa y Sarmon, y un instante después aparecieron dos hombres que hedían a sangre. La pareja cubierta con la armadura cayó al suelo, donde yació gruñendo sobre la piedra; tenían el rostro tan entumecido y cubierto de pústulas que Tanalasta tan sólo pudo reconocer al de la capa, e incluso así tan sólo lo hizo gracias al sol sagrado que colgaba alrededor de su cuello.

—¡Owden!

Tanalasta se agachó junto a su amigo. Ya nada podía hacerse por el hombre que el maestre de agricultura llevaba en brazos, con la garganta abierta y el peto abollado por las garras de la ghazneth. Owden apenas estaba en mejor estado: tenía una herida del tamaño de un puño en el costado izquierdo, y dos costillas que asomaban por el agujero. Uno de sus hombros estaba enroscado alrededor de la pierna del muerto, de tal forma que podía alcanzar el bolsillo de huida, situado en la capa del mago guerrero. Tanalasta liberó su brazo, y después ordenó a un soldado de los Dragones que se hiciera cargo del cadáver.

—Owden, ¿me oyes? —tuteó.

La única respuesta del clérigo fue un gruñido ahogado.

—Teletransporte ahora mismo a este hombre a Arabel —ordenó Tanalasta al ayudante de Sarmon—. Su vida es muy valiosa, y no me extrañaría que la reina tuviera que ordenar a la mano suprema de Tymora que lo resucitara. —Al ver que el mago titubeaba, añadió—: Creo que debería apresurarse. Éste fue el último hombre que vio con vida a Vangerdahast.

—¿Con vida? —preguntó Sarmon—. ¿A qué os referís?

—Me parece que a estas alturas ya debería saberlo —respondió Tanalasta—. El mago desapareció después de la derrota del pantano del Mar Lejano.

Sarmon observó fijamente a Tanalasta, como si la princesa pretendiera socavar la reputación de Vangerdahast.

—El mensaje de su majestad no incluía ninguna información que hiciera pensar que Vangerdahast pudiera estar muerto. La reina sólo dijo que había desaparecido mientras perseguía a uno de los traidores Cormaeril.

Tanalasta tuvo la sensación de que el corazón se le subía a la garganta, pero se contuvo y evitó replicarle a voz en cuello.

—No todos los Cormaeril son traidores —dijo con voz mesurada. El mago no pretendía ofenderla, porque nada podía saber de su reciente matrimonio con Rowen Cormaeril. La ceremonia se había celebrado en las lejanas Tierras de Piedra, y hasta el momento tan sólo había mencionado a quienes la acompañaban—. Pero cuando Vangerdahast desapareció, estaba persiguiendo a Xanthon Cormaeril. Ahora Xanthon es quien nos persigue.

Sarmon torció el gesto al percatarse de lo que aquello implicaba tanto para Vangerdahast como para la propia ciudadela.

—Lleve de inmediato al buen maestre a palacio —ordenó el mago guerrero a su ayudante.

El mago asintió ante la orden de su superior, y después cogió a Owden en brazos y masculló una única palabra mística. La pareja desapareció en el aire con el mismo ruido que hace un tapón al descorchar una botella, dejando a sus pies un charco de sangre, en el mismo lugar donde había estado el maestre de agricultura. Tanalasta contempló la sangre largo rato, hasta que Sarmon se acercó a su lado y asomó la cabeza por la muralla. Demasiado cansados para correr incluso en circunstancias tan desesperadas, el resto de compañeros ascendía por la pendiente que daba a la caída rocosa sobre la que se asentaba la ciudadela. A su espalda, el enjambre de insectos empezaba a asomar por los bosques y zumbar en pos de tan maltrecha compañía.

—Si Xanthon os persigue, ¿debo entender que también él es una ghazneth? —preguntó Sarmon—. Creía que las ghazneth eran espíritus resucitados de antiguos traidores a Cormyr.

—Así es, al menos en la mayoría de casos —respondió Tanalasta—. Fue Xanthon quien los desenterró. Al parecer, también descubrió la forma de convertirse en una.

La nube de insectos empezó a oscurecer a los hombres que hostigaba. Rompieron a trotar cansinos y empezaron a darse manotazos y proferir maldiciones. El que estaba envuelto en una capa se cubrió con la capucha y miró hacia la ciudadela. Tanalasta creyó distinguir una mata de pelo blanco y la piel pálida de su mano, que el interesado en cuestión llevó al broche de la garganta.

El rostro arrugado de Alaphondar Emmarask apareció en la mente de Tanalasta. Con la mirada perdida y las mejillas hundidas, el anciano parecía un loco. Fruncía el ceño con denuedo, y una voz ronca resonó en el interior de su cabeza.

«¡Tanalasta! Eres demasiado lista para seguir aquí. ¡Vete a Arabel en este mismo instante! Llevas en tu vientre el futuro de Cormyr».

Tanalasta se enojó ante el tono autoritario que utilizara el sabio, ante el hecho de que la tuteara, pero entonces se dio cuenta de que el muy instruido sabio de la corte tenía toda la razón del mundo. Aunque apenas hacía un mes que estaba embarazada, llevaba un bebé en las entrañas. El reino estaba al borde de la guerra, y el rey Azoun IV cargaba a cuestas con unos cuantos inviernos, que pasaban de los sesenta, de modo que lo peor que podía hacer la princesa de la corona era arriesgar su vida o la de su bebé. En tiempos tan precarios, su muerte podía significar el final de la dinastía Obarskyr, y quizá también la del propio reino.

«Esperaré en el interior de la muralla», replicó Tanalasta, que habló con Alaphondar mediante el pensamiento. «¡No tardes mucho!».

En cuanto hubo terminado, la imagen del sabio desapareció de su mente. Éste no tuvo ocasión de discutirlo con ella. El hecho de cerrar el broche de la capa permitía a quien lo hiciera un único intercambio de pensamientos al día, e incluso entonces el mensaje tenía, por fuerza, que ser breve.

Tanalasta se apartó de la muralla.

—Filmore y sus hombres parecen tener la situación controlada. Le esperaré en el interior de la muralla.

—Por supuesto, princesa. —Sarmon enarcó una ceja—. No tiene sentido que os arriesguéis más. —Un amago de sonrisa desdeñosa asomó a la comisura de sus labios, y señaló al patio, a la puerta de la torre situada enfrente—. Ese lugar ofrece un escondite seguro.

—No pienso esconderme, Sarmon —dijo Tanalasta—. Pero me mantendré al margen.

—Por supuesto, alteza. —La expresión del mago se volvió inescrutable—. Que no os ofendan mis palabras.

Aunque herida por aquellas excusas carentes de sinceridad, Tanalasta se mordió la lengua y descendió por la mohosa escalinata de piedra. Por mucho que aquel comentario pudiera haberla importunado, era verdad. No importaba la razón, se ponía a resguardo mientras Alaphondar y los demás compañeros corrían peligro, y eso hizo que se sintiera cobarde.

Tanalasta salió de la torre. El aire estaba impregnado de un tufo acre en el que se mezclaba el olor cobrizo de la sangre. Varias docenas de Dragones Púrpura heridos gemían tendidos en filas dispuestas a lo largo de la muralla, atendidos por dos clérigos de expresión inflexible y una docena de mujeres que apenas se tenían en pie de las náuseas. Al parecer, había corrido la noticia de la presencia de Tanalasta en la ciudadela, puesto que los soldados la saludaron al pasar y las mujeres se inclinaron ante ella. Uno de los clérigos incluso le ofreció un hechizo de curación para su rostro. Se deshizo del persistente hombrecillo, diciéndole educada pero firmemente que tenía mejores cosas a las que dedicar sus oraciones.

Cuando Tanalasta llegó al lugar asignado y se volvió hacia el baluarte, los hombres de Filmore tiraban de cuatro de sus compañeros por las aspilleras. Exhaustos, ensangrentados, gruñendo, aquellos hombres apenas se encontraban en mejores condiciones que Owden. Incluso desde el pie de la muralla, alcanzó a ver su armadura hecha harapos colgando de su pecho, y las túnicas empapadas en sangre. Cuando quienes los habían rescatado deshicieron los nudos de las cuerdas atadas al pecho, Tanalasta se sintió vacía y culpable por dentro. Aquellos hombres habían arriesgado sus vidas para que ella pudiera huir.

Una nube de insectos superó las almenas. Los Dragones Púrpura de Filmore echaron pestes y se abofetearon el rostro, y varios de ellos se inclinaron sobre las aspilleras para abrir fuego con las ballestas precipicio abajo. A las saetas respondió una risotada, y después una nube de insectos oscureció el cielo. Los hombres aullaron, arrojaron las armas al suelo y se retiraron como pudieron de la muralla.

Sarmon fue el primero en recuperar el ánimo. El mago levantó las manos y formuló en voz alta un hechizo implorando un viento fuerte que sopló a lo largo del patio y arrastró la nube de insectos hasta el bosque. En cuanto el enjambre desapareció, los soldados procedieron a recargar las armas, quienes tiraban de las cuerdas volvieron a descolgarlas por la muralla y Filmore gruñó nuevas órdenes.

Ante la entrada del castillo la cabeza del ariete orco empezó a asomar a través del boquete que habían practicado en el duro roble. Una compañía de Dragones revestidos de púrpura descendió de las almenas, dispuestos sus soldados a formar ante la brecha.

Quienes tiraban de las cuerdas introdujeron a otro de los compañeros de Tanalasta a través de una de las aspilleras. Uno de ellos lanzó un grito cuando cedió la cuerda que lo sostenía. Media docena de Dragones se asomaron por las aspilleras para abrir fuego muralla abajo. Remolinos de avispas engulleron sus cabezas, picándolos en los ojos y los oídos e impidiendo que dispararan las armas. Trastabillaron hacia atrás para apartarse de la muralla y, mientras gritaban aquejados de un dolor intenso, hicieron lo imposible por abofetearse el rostro.

Un segundo chillido hizo eco en las murallas, y acto seguido se partió otra cuerda. Tanalasta tenía el corazón en un puño. Aunque la voz de Alaphondar no estaba entre las que había oído gritar, no pudo evitar temer la posibilidad de que ya estuviera muerto. Tan sólo había una cuerda tendida por encima de la muralla, y quienes tiraban hacia arriba de ella no cumplían con su deber. Su única esperanza residía en el hecho de que el anciano sabio no la necesitaba, ya que si le había enviado el mensaje telepático era porque llevaba puesta una de las capas mágicas, de modo que lo único que tenía que hacer era teletransportarse al interior del castillo.

Filmore se asomó para dar una orden a voz en cuello. Su cabeza desapareció engullida por el enjambre negro, después profirió un grito y desapareció al saltar por la muralla. Sus hombres corrieron de un lado a otro, asomándose con cuidado por las aspilleras para atacar con las espadas de hierro. La nube de insectos se volvió tan densa que Tanalasta apenas podía ver lo que sucedía.

Finalmente, el ariete de los orcos partió la puerta en dos con un estruendo de mil demonios. Un coro ensordecedor de gritos guturales reverberó en toda la ciudadela, y después retiraron el ariete. El orco ancho de espaldas que atravesó la brecha fue recibido por los virotes de las ballestas. Murió de pie en el boquete.

En la parte trasera de la ciudadela, Sarmon profirió un grito repentino y trastabilló al retirarse de la muralla. Una figura desgarbada de gran tamaño ganó la almena junto a él. Estaba desnuda y famélica, tenía una barba rala y una nube de insectos volaba alrededor de su cuerpo. Tanalasta no necesitó más para reconocer a Xanthon Cormaeril, la más joven de las ghazneth, primo de su esposo Rowen. Llevaba días siguiendo su rastro, y lo había visto las veces suficientes como para reconocerlo a simple vista.

Xanthon se agazapó y salió disparado, ayudándose de una mano y luego de otra para agarrar por la garganta a un par de Dragones Púrpura. Se oyeron dos escalofriantes crujidos, y acto seguido las cabezas de los soldados cayeron de sus manos, aunque el asesino permitió que sus cadáveres dieran un postrer paso antes de caer y retorcerse espasmódicamente.

Sarmon señaló al intruso y empezó a recitar un complejo encantamiento. La ghazneth se volvió hacia la almena para controlar al mago y extendió un par de alas rudimentarias que llevaba plegadas sobre los hombros. Estos apéndices eran delgados y membranosos, rectangulares, con los bordes dentados y un color gris ceniza que les confería la apariencia de las alas de una polilla. En cuanto Xanthon aterrizó sobre la muralla, se volvió hacia el mago, procurando mantener las alas entre él y el enemigo. La nube de insectos se movió con él; tenía un aspecto vagamente fantasmagórico. La voz de Sarmon tembló y subió una octava, pero continuó recitando el hechizo al mismo ritmo.

Un trío de valientes Dragones Púrpura se dispuso a defenderlo, y sus espadas de hierro trazaron arcos a la espalda de la ghazneth desde tres ángulos diferentes. Xanthon soltó una patada que hundió el peto de acero de uno de ellos, y después, con la velocidad del rayo, descargó otra en la cabeza del segundo, que rodó hacia atrás por el baluarte. Detuvo el tercer ataque con un simple bloqueo de muñeca que partió el brazo del pobre desgraciado, al que envió rodando por las almenas.

Finalmente Sarmon guardó silencio, y un rayo grisáceo atravesó la nube de insectos alcanzando a Xanthon en mitad del ala. La ghazneth trastabilló hacia el mago y cayó sobre una rodilla, sacudiendo la cabeza mientras el ala desprendía un intenso brillo plateado. Sarmon se quedó boquiabierto y de su garganta surgió un gemido de asombro. Tanalasta había reconocido el hechizo: era un rayo desintegrador, uno de los más poderosos con que contaba el arsenal de los magos guerreros cormytas, un hechizo que no había hecho más que aturdir momentáneamente a la ghazneth.

El sargento de la torre rugió algunas órdenes. Media docena de Dragones Púrpura cargaron contra la ghazneth y la rodearon; sus aceros cayeron sobre ella para sacar partido de la confusión. Xanthon profirió un gruñido ronco y la emprendió con los soldados con uñas y garras. Arrancó la pierna del primer soldado a la altura de la rodilla, después observó el miembro, que había ido a parar detrás del soldado, y se agachó para cogerlo. Otros dos Dragones profirieron un grito y cayeron cuando los golpeó con tan espantoso garrote. Xanthon se levantó, hundió sus garras en la garganta del cuarto y empujó con el hombro al quinto, que cayó por la muralla.

Sarmon levantó la mano y masculló una única sílaba mágica, momento en que un meteoro del tamaño de un puño alcanzó la sien de la ghazneth. Xanthon dio una voltereta muralla abajo, salpicándolo todo de sangre y astillas de hueso. Una docena de pasos después, al llegar al borde, logró finalmente recuperarse y cayó en el patio, mientras la inefable nube de insectos se reunía a su alrededor.

Al ver que la ghazneth yacía inmóvil, Sarmon conminó a los Dragones supervivientes a que se asomaran por la muralla.

—¿Queréis que nos mate a todos? ¡Encerradla en la jaula!

El sargento de la torre recurrió a la ayuda de otros dos soldados y empujó la jaula por el baluarte que formaba pendiente, hasta el cuerpo inmóvil de la ghazneth, y acto seguido se descolgó por el borde tras la jaula. Sarmon se limitó a dejarse caer, confiado en que la magia de su capa de mago guerrero le permitiría aterrizar suavemente entre el enjambre de insectos.

A medida que descendía, la silueta huesuda de Alaphondar se materializó en las alturas. El anciano apretaba la mano ensangrentada contra su costado, y con la otra hacía lo posible por librarse de los insectos que lo acribillaban. Sacudía la cabeza confuso, mientras intentaba superar el aturdimiento que seguía irremediablemente a la teletransportación.

—¡Arriba, Sarmon! —gritó Tanalasta—. ¡Alaphondar!

La princesa no logró que la oyeran debido al estruendo que enmudecía la puerta frontal, donde agonizaba un centenar de orcos que, tarde o temprano, franquearían la puerta resquebrajada. Pese a la mortífera lluvia que se abatía sobre ellos a través de las aspilleras, los orcos se abrían paso lentamente, y Tanalasta sabía que no tardarían mucho en irrumpir en el patio. Cerró el broche mágico de la capa y visualizó el rostro de Sarmon.

El mago enarcó una ceja, y ella le habló a través del pensamiento.

«Alaphondar está en el baluarte, encima de usted. Cójalo y vayamos a Arabel».

Sarmon levantó la mirada, después miró en su dirección e hizo un gesto de asentimiento.

«En cuanto metamos a la ghazneth en la jaula. Quizá nos ayude a descubrir qué ha sido de Vangerdahast».

—¿Meterla en la jaula? —exclamó Tanalasta, demasiado asombrada como para reparar en el hecho de que había agotado la magia del broche y que Sarmon ya no podía oírla—. ¿Ha perdido el juicio?

Con el corazón en un puño, Tanalasta se libró del broche para desactivar la magia de la capa, antes de sacar los brazaletes de combate del bolsillo. No obstante se contuvo, y no llegó a deslizar las muñecas en su interior. El hecho de ponérselas activaría su magia, y lo último que quería cuando Xanthon se recuperara era estar rodeada de un aura mágica. Las ghazneth absorbían la magia del mismo modo que las plantas absorben la luz del sol, y podían detectar los encantamientos a varios kilómetros de distancia.

Para asombro de Tanalasta, los Dragones Púrpura hicieron lo que el mago les ordenó, y metieron a empellones a Xanthon en la caja, cerrando la reja antes de que pudiera recuperarse. Sarmon se acercó a la jaula y extendió la mano para correr el cerrojo.

Un graznido ahogado surgió de la parte posterior de la torre, y el mago levantó la mirada para ver de qué se trataba. Era lo único que necesitaba Xanthon, una distracción. La reja se abrió, golpeando a Sarmon tan fuerte que cayó hacia atrás trastabillando por el patio. La ghazneth se incorporó, extendió el brazo para apartar la hoja de hierro de un Dragón que estaba alerta, y después miró por el patio en dirección a Tanalasta. A través de la nube de insectos, la princesa pudo ver un rostro extraño en forma de cuña y un par de ojos rojos de forma oval, antes de que el Dragón Púrpura bloqueara su línea de visión.

Tiró de espada una sola vez, después lanzó un grito y se llevó las manos al estómago. Al cabo de un instante, una mano negra lo cogió por el cuello, que partió como si fuera una rama seca.

Con los brazaletes de combate a punto, Tanalasta se retiró hacia la torre situada a su espalda. Aunque no había tenido ocasión de hablar cara a cara con Xanthon Cormaeril, conocía su odio hacia los Obarskyr y no albergaba dudas acerca de lo que le haría, a ella y a su hijo nonato, si la capturaba viva. Sarmon seguía inconsciente en el mismo lugar donde Xanthon lo había golpeado, así que Tanalasta tendría que subir sin ayuda la pendiente y huir hacia la torre de entrada, donde no tendría problemas para encontrar a magos guerreros dispuestos a teletransportarla a Arabel.

Cuando Tanalasta franqueó la puerta, escuchó el mismo graznido que antes había distraído a Sarmon. Sintió un tacto áspero en el tobillo, y al mirar al suelo vio que un montón de ratas lo cubrían como una alfombra. Una de ellas se detuvo a olisquear su pierna.

Tanalasta contuvo un grito y subió las escaleras a toda prisa; al llegar arriba oyó el rumor de unos pasos que la seguían. Una mano fuerte la cogió del pelo, tiró hacia atrás de su cabeza y la levantó del suelo. Cayó de espaldas pero sin soltar los brazaletes de combate. Cuando levantó la mano para introducir la muñeca por uno de ellos, vio que una rata trepaba por el borde de la capa. En esta ocasión no pudo contener un chillido.

Un pie desnudo y negro pasó por encima de ella e inmovilizó su brazo contra el suelo. En su mano, los brazaletes.

—No, princesa.

Encima de Tanalasta apareció un rostro oscuro que parecía más propio de un insecto que de un ser humano. El ceño era ancho y liso, la nariz larga y fina, la boca forrada por una membrana cartilaginosa y desigual. Aunque el hechizo de Sarmon había abierto un boquete en la sien de la criatura, los bordes de la herida empezaban a cerrarse.

Unas patas con garras diminutas empezaron a tirar de la capa de Tanalasta, mientras las ratas cubrían su cuerpo: mordieron su ropa, su pelo, su carne. Xanthon extendió su brazo delgado y cerró de un portazo la puerta de la torre, después deslizó la pesada barra de hierro como si fuera un palillo.

—¡Centinelas! —gritó Tanalasta—. ¡A mí los centinelas!

—De modo que sois vos, alteza —sonrió la ghazneth. Con su acento del norte y su hosquedad, la voz de Xanthon se parecía tanto a la de Rowen que Tanalasta hubiera jurado, de tener los ojos cerrados, que le hablaba su marido. La ghazneth soltó una risotada salvaje—. Me temo que tenéis el rostro tan hinchado que vuestros leales súbditos serían incapaces de reconoceros.

—Por muy hinchado que esté, aún es el rostro de un ser humano —replicó Tanalasta—. Fuera lo que fuese que hicieras, no creo que salieras ganando con el cambio.

Un estruendo metálico hizo eco escaleras abajo. Xanthon miró hacia el lugar del que provenía, y las ratas emprendieron el ascenso de los escalones de piedra. Los hombres lanzaron imprecaciones y gritos, uno chilló y, a continuación, se oyó un golpetazo tremendo que reverberó por el pasadizo en espiral.

Con la esperanza de aprovechar aquella distracción, Tanalasta gritó pidiendo ayuda, después libró su mano y deslizó un brazalete a través de la muñeca.

Antes de que pudiera ponerse el otro, Xanthon la cogió del brazo y le arrancó el brazalete de la mano.

—Muy amable por vuestra parte, princesa.

El lustre del metal desapareció casi de inmediato, y la terrible herida que Xanthon tenía en la cabeza se cerró del todo ante la atónita mirada de Tanalasta. Se deshizo del brazalete y cogió el otro. Al sacarlo, retorció con fuerza el brazo de la princesa, que sintió el crujido del hueso, aunque no lograra oírlo del todo porque su grito lo ahogó por completo.

Un par de guardias aparecieron por la escalera echando pestes de las ratas, a las que intentaban quitarse de encima sacudiendo las piernas a cada paso que daban. El primero apuntó la alabarda y arremetió contra las costillas de Xanthon, apartando a la ghazneth de Tanalasta y clavándolo contra la pared. No obstante, la hoja no atravesó su cuerpo, puesto que era de acero y tan sólo las armas hechas de hierro podían herir a una ghazneth.

Xanthon apartó el arma que lo amenazaba de un manotazo, después cogió al Dragón Púrpura por la parte posterior del yelmo y golpeó su frente, que el yelmo no protegía, contra la pared de piedra de la torre. Se oyó un crujido terrible, y el hombre cayó como un saco de huesos. Xanthon terminó con el segundo soldado sin mayores aspavientos, pues contuvo el ataque con uno de sus brazos, para coger a su adversario de la barbilla y arrancarle la mandíbula.

Tanalasta sintió náuseas, dolor, terror. Apretó el brazo roto contra su pecho y se abrió paso entre las ratas para arrimarse cuanto fuera posible a la pared de la torre. Se oyeron los golpes de los soldados que intentaban tirar la puerta abajo, aunque Tanalasta sabía que no lo conseguirían porque era de roble grueso. Desesperada, metió la mano sana en la capa con la intención de deslizar el anillo de comandante en su dedo.

Xanthon hizo caso omiso del estruendo procedente de la puerta y atravesó la habitación en dirección a la princesa. Se puso en cuclillas y sacó del bolsillo la mano de Tanalasta, para después quitarle el anillo. La herida que tenía en la cabeza casi se había curado por completo, y el cuero cabelludo creció al absorber la magia del anillo.

—¿Sabéis quién es el responsable de tus pesadillas? —preguntó—. Es importante que sepas quién está a punto de matarte.

—Xanthon Cormaeril —respondió Tanalasta, haciendo un gesto de asentimiento. Intentó reprimir el miedo para evitar que se reflejara en el tono de su voz. No sabía si estaba a punto de morir, pero si estaba segura de algo, era de que no quería darle la satisfacción de saber que estaba aterrorizada—. Lo sé. Tu primo era un traidor, igual que tú. Espero que ambos os pudráis en el noningentésimo pozo del Abismo.

—Yo no me convertí en un traidor hasta que tu padre nos robó nuestras tierras —replicó Xanthon cogiéndole la barbilla. Apretó hasta que el hueso se quebró, y como consecuencia del dolor Tanalasta estuvo a punto de perder el conocimiento—. Pero los Cormaeril no hemos sido jamás de ésos que inclinan la cerviz. La venganza es un plato mucho más dulce.

Algo crujió en la puerta y los golpes ganaron en intensidad. Xanthon miró por encima de su hombro, y después levantó a Tanalasta por la mandíbula rota. La ghazneth extendió el otro brazo para cogerla de la nuca, momento en que la princesa cayó en la cuenta de que pretendía arrancarle la cabeza del tronco.

Un ruidoso chasquido reverberó en la estancia. El golpeteo de la puerta cobró, si cabe, más fuerza. Los dedos de Xanthon se hundieron en el cuello de Tanalasta, consciente de que no sobreviviría para ver irrumpir a los soldados que golpeaban el roble. Sintió una calma súbita. Cerró los ojos y empezó a rezar, a rogar a la Gran Madre que cuidara de su alma y de la de su hijo nonato.

—¡Ábrelos! —siseó Xanthon.

Tanalasta soltó una especie de graznido con el que pretendía decir: «¿Qué?», antes de sorprenderla la ironía de la venganza de Xanthon. Sintió la necesidad de soltar una risa amarga, y su cuerpo se sacudió sin que la risa abandonara su garganta ni su mandíbula rota. Sentía dolor en todas y cada una de las fibras de su ser, el dolor surcaba su organismo como el agua. Abrió la boca y se rió en la cara de Xanthon, lo hizo a conciencia, con una risa histérica. Éste apretó la mano hasta que Tanalasta pensó que iba a romperle el cuello, pero no por ello dejó de reír. No podía contener la risa.

—¡No! —Xanthon la sacudió, pero el dolor ya no significaba nada para ella—. ¡Basta!

—¿Por qué iba a hacerlo? —masculló—. ¡Estás a punto de asesinar a un Cormaeril!

—¡Mentirosa! —Xanthon apretó con tanta fuerza que las uñas de sus garras arrancaron hilillos de sangre del cuello de la princesa—. Tú no eres una Cormaeril.

—Yo no, pero Rowen sí —respondió Tanalasta, sacudiendo la cabeza. Logró dejar de reír, y añadió—: Estoy embarazada de él.

—¡Jamás! —Pese a su reacción, primero Xanthon la miró boquiabierto y después observó su estómago—. Rowen es un segundón y un perdedor que no está a la altura de nuestro apellido.

—Aun así, es mi marido… Y tu primo. —Tanalasta tan sólo masculló las palabras que necesitaba. Después de superar el episodio de histeria, creyó entrever la posibilidad de evitar su muerte, y de la mano de la esperanza llegó el dolor—: Un Cormaeril podría sentarse en el trono… no sólo tendría vuestras tierras, sino toda Cormyr.

Fracasó la treta. Los ojos de Xanthon se tornaron rojo carmesí, y los tendones de sus brazos oscuros serpentearon cuando sacudió a Tanalasta por la mandíbula. Un dolor terrible se adueñó de sus sentidos, pero hizo un esfuerzo por permanecer consciente, dispuesta a desafiar hasta el final a su enemigo.

Sin embargo no perdió la cabeza. A pesar del dolor que sufría, mantuvo el cuello intacto, aunque Tanalasta se vio trastabillando de un lado a otro de la estancia mientras la ghazneth intentaba arrancarle la cabeza de los hombros.

—¡Mentirosa! —espetó Xanthon, con los ojos ovoides abiertos y de color escarlata.

Hizo un esfuerzo para postrarla de rodillas y volvió a intentarlo. Tanalasta no oía más que un rumor de fondo, como el que se oye al acercar el oído a una caracola; su visión se estrechó hasta convertirse en un simple túnel, pero la duda parecía anidar en el pensamiento de la ghazneth. Para evitar perder la conciencia, abrió la boca y profirió un grito.

Cesaron los golpes en la puerta, y una voz ahogada empezó a recitar un conjuro. Xanthon volvió la cabeza. Durante un instante la princesa tuvo la oportunidad de ver lo que quedaba de humano en él: la larga nariz, quizás, el ceño; después se volvió hacia ella con un odio más humano que propio de una ghazneth, un odio que quemaba su mirada.

Tanalasta quiso decir que era cierto, que si la mataba privaría a los Cormaeril del primer monarca cormyta en llevar su sangre, pero se sentía demasiado débil y aturdida por el dolor.

Lo único que logró fue esbozar una sonrisa orgullosa e inclinar levemente la cabeza.

Pero con eso bastó. En el delirio de Tanalasta, la sombra pareció abandonar el cuerpo de Xanthon. De pronto, empezó a parecerle no más que un hombre desnudo con la mirada inundada de odio y el alma amargada.

—¡Zorra! —espetó Xanthon, y se dispuso a echar mano de la espada de uno de los guardias muertos.

Antes de que pudiera empuñarla, la voz ahogada de Sarmon guardó silencio. Un estruendo ensordecedor llenó por completo la estancia, y la puerta de la torre se partió en mil astillas de madera y metal. La explosión alcanzó a Xanthon de espaldas y lo arrojó al extremo opuesto de la sala, pero su posición escudó a Tanalasta de las esquirlas y las astillas. Unos soldados con armadura de combate irrumpieron por la puerta, entre toses, medio asfixiados por los gases sulfurosos.

Xanthon se puso en pie y se dirigió a las escaleras para después desaparecer en la penumbra del piso inferior, antes de que los Dragones Púrpura hubieran dado dos pasos. Al cabo de unos segundos, Alaphondar atravesó la puerta reventada, seguido de cerca por Sarmon el Espectacular.

—¡Tanalasta! —gritó Alaphondar—. ¡En nombre del Encuadernador! ¡No!

El anciano sabio cayó de rodillas y acunó la cabeza de la princesa en su regazo. Rompió a llorar y a mecerla de un lado a otro, de tal forma que no hizo más que maltratar la mandíbula rota de la princesa. Ésta levantó la mano para que se detuviera.

—¡Por la pluma! ¡Está viva! —Alaphondar la colocó en su regazo para que estuviera más cómoda, pero al moverla exhaló un suspiro de dolor a causa de lo mucho que le dolía el brazo. El sabio hizo un gesto para llamar la atención de Sarmon—. ¡Teletranspórtenos a Arabel de inmediato!