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El rey de Cormyr avanzó un cauteloso paso sobre la húmeda tierra del bosque, antes de volver a quedarse inmóvil. Por encima de su cabeza, a través del verde infinito de las hojas, la luz había cambiado. Azoun Obarskyr sabía perfectamente lo que eso significaba.

La razón de que el sol hubiera desaparecido volaba en lo alto, batiendo sus oscuras alas. El dragón, un dragón rojo tanto o más grande que cualquiera de los que había visto en su vida, se dirigía hacia el sur y parecía tener prisa. Malhumorado, Azoun observó cómo se alejaba.

Algo cayó de su estela, algo que había escupido sobre los árboles al pasar.

Algo que caería tan cerca de Azoun que éste se alegró de que el dragón no pareciera dispuesto a recuperarlo.

Azoun permaneció inmóvil como un árbol cuando ese algo cayó con fuerza sobre las húmedas hojas, rebotó una vez y volvió a caer al suelo quedando inmóvil. Levantó polvo al caer, pero no lo suficiente para que el rey no pudiera identificarlo. Era el resto ensangrentado de una pierna humana; la pierna aún calzaba una bota de las que emplean los cortesanos adinerados cuando marchan de campaña.

El rey se preguntó a cuál de sus súbditos pertenecería, y si acaso una muerte rápida pero brutal se convertiría en los tiempos que corrían en algo deseable por cualquier cormyta. Al cabo de un instante, se alegró mucho de haber permanecido inmóvil y en silencio. Los silbidos y cuchicheos pertenecían a los trasgos, sin duda, y se oían enfrente de donde se encontraba. Aquel sonido provenía de al menos tres focos distintos, y entre los cuchicheos se oían gritos de «¡Nalavara!» y «¡Ardrak!». Sabía que esta última palabra era la que utilizaban los trasgos para referirse a un dragón.

Ningún muchacho o muchacha de Cormyr que superase los cuatro inviernos de edad considera los bosques como un lugar vacío y privado. Las historias que se contaban no dejaban lugar a dudas: había más vida en los bosques que en los cebadales donde ni el águila ni la lechuza causan estragos entre los ratones. También sabían que si uno no quiere caer presa de nada cuando cruza un bosque, es necesario mostrarse cauteloso y alerta, y tener las armas preparadas. Pero en cualquier bosque, excepto en los confines situados más al norte, los trasgos eran una rareza. Azoun profirió una maldición de pura sorpresa. Tenía una banda de sabandijas trasgo enfrente, y muy, muy cerca, por cierto. A saber qué harían en los bosques… aunque no le sorprendería que su presencia tuviera algo que ver con la posibilidad de tender una emboscada al ejército del rey.

Azoun Obarskyr no había jugado a los montaraces desde los días más disolutos de su juventud plagada de mozas, pero hincó la rodilla en la tierra húmeda del bosque tan lenta y suavemente como un montaraz consumado. Las vidas de muchos Dragones Púrpura dependían de lo cuidadoso que fuera. Eso por no mencionar la vida de cierto hombre conocido como Azoun Obarskyr IV.

Es más, el olfato y el oído del trasgo eran más finos que los de los guardias humanos, a los que había engañado cuando era más joven, más corajudo y más ágil. Al menos confió en haber ganado en sabiduría, por lo que esperó hasta haber aspirado aire diez veces después de oír el rumor de pasos que se alejaban, antes de seguirlos.

La podredumbre causada por la herida de la ghazneth parecía haberse debilitado, aunque moriría igualmente a manos de los trasgos si se entretenía demasiado. En fin, tardaría lo que tuviese que tardar, y ya está. El rey de Cormyr recurrió a su habilidad para moverse en silencio durante la eternidad que estuvo siguiendo a la compañía de trasgos, y no descuidó en ningún momento la necesidad que tenía de no adelantarlos.

Finalmente llegaron a un lugar donde pudo oír el murmullo de voces humanas, las pisadas ocasionales e incluso el sonido metálico de un arma al ser desenvainada. Los trasgos lo habían llevado al lugar donde se encontraba su ejército… para que pudiera salvarlo si era lo suficientemente hábil. Muy despacio, como una sombra vengadora, se puso en pie bien derecho y echó atrás la cabeza para inspirar el aire que sabía que iba a necesitar. Sólo disponía de una oportunidad, y tenía que aprovecharla.

—¿Araga? —siseó una garganta trasgo, no muy lejos a su izquierda. Eso, si no le fallaba la memoria, significaba «¿Preparados?».

Azoun decidió no esperar la respuesta. Llenó de aire los pulmones y rugió en voz tan alta como pudo:

—¡Estamos rodeados! ¡Al ataque, Dragones Púrpura!

Un entrecortado grito de rabia surgió como un muro de protestas ante su rostro. El rey de Cormyr se arrojó hacia adelante para agarrarse a la primera rama que pudiera alcanzar, y desde allí a un saliente, donde afianzó los pies contemplando fijamente el furioso tumulto que se desarrollaba a sus pies. Perdida la ventaja de la sorpresa y comprometida la emboscada, la mayoría de trasgos cargaron furiosos contra los guerreros del rey por un frente, mientras otros se volvían para atacar al enemigo que había dado la alarma.

Azoun Obarskyr esperó a estos trasgos con tranquilidad, a solas y algo mareado por la debilidad, aunque lucía la sonrisa de un lobo. Sus ojos tan sólo temían una cosa: el perfil de las ballestas trasgo. En cuanto vio una, activó el primero de los hechizos de protección que tenía, en virtud del anillo de la mano izquierda, y se apartó de la roca.

Las saetas no superaron los molinetes que trazaban las espadas que lo protegían, pero sí los encendidos gritos de los trasgos y los cuerpos que los siguieron. Desató con calma la segunda y última barrera de espadas a la derecha de la primera, donde pudo ver más trasgos que corrían hacia él.

Se quitó el anillo del dedo y lo arrojó con fuerza en plena carnicería de las espadas que había conjurado, observando dónde caían los trasgos y también las hojas de sus aceros.

Cuando vio lo que quería ver, Azoun bajó de la roca como una serpiente a punto de morder. Empuñaba una ballesta de los trasgos y echó a correr en zigzag antes de que ningún trasgo pudiera advertir su presencia.

—Jamás un anillo de almacenamiento de hechizos ha sido más útil para la corona de Cormyr —murmuró, hincando la rodilla tras unas ortigas, con la ballesta dispuestos para el disparo—. Mi agradecimiento eterno, Vangey, dondequiera que estés.

Tanto el cuerpo principal de trasgos como casi todas las hojas de la zona donde las espadas conjuradas trazaban molinetes en el aire sufrieron una sacudida, una masa oscura y húmeda que servía de advertencia de aquello que Azoun sospechó que no tardaría en aparecer…

La ghazneth cayó como un relámpago negro. Las espadas se fundieron como la niebla ante la tormenta cuando absorbió toda la magia de los hechizos desatados por Azoun; la criatura no les prestó atención mientras absorbía la magia del anillo.

Tranquilamente, Azoun introdujo la ballesta a través del cinto mientras daba un paso al frente, y se arrojaba al suelo sin tomarse la molestia de reconocer al enemigo.

—Guerreros de Cormyr —gritó mirando a lo alto, hacia las copas de los árboles—, ¡abrid fuego contra la bestia con todas las flechas y saetas que tengáis! ¡No las escatiméis! ¡Disparad a discreción!

Rodó sobre sí mismo hasta incorporarse y se asomó para ver al enemigo. Antes no se había tomado la molestia de intentar reconocer a la ghazneth, y dudaba de que pudiera hacerlo ahora. Quedaba prácticamente oculta bajo la lluvia de saetas y flechas con que la obsequiaban los Dragones Púrpura, entusiastas en la labor; docenas de proyectiles.

Azoun observó satisfecho que la ghazneth trastabillaba, daba dos o tres pasos frenéticos hacia los árboles, después batía las alas que temblaban a medida que iba chocando con las ramas, hasta que logró remontar un vuelo inestable.

—¡A mí los Dragones Púrpura! —rugió Azoun, que volvió a sentarse en la roca. No era momento de heroicidades, porque se exponía a recibir la flecha de cualquiera de sus hombres, ya fuera fruto del error o de un acto deliberado. Había en Cormyr quienes culpaban de la guerra a los Obarskyr. Siempre había quienes culpaban a los Obarskyr de todo lo malo.

Pero un instante después el rey se vio rodeado por aquellos rostros familiares que le observaban sonrientes por encima de los petos con el blasón de los Dragones Púrpura.

—¡Bien hallado, majestad! —rugió uno de ellos, tendiendo su mano al rey.

Azoun la aceptó y el dragón le ayudó a ponerse en pie.

—¡Bien hallado, nunca mejor dicho! —rugió él, mirando a su alrededor—. ¿Qué nuevas tenéis?

—Más bajas, mi señor —gruñó uno de los capitanes de infantería—. También los magos guerreros, que nos han abandonado.

—¿Abandonado?

—No se precipite —le corrigió otro oficial—. Nos dijeron que mediante la magia habían averiguado que ni vos ni Arkenfrost habíais llegado sanos y salvos a la corte. Explicaron al viejo Hestellen que temían la traición por parte de ciertos nobles, aunque no dieron nombres, y aseguraron que podían buscaros si os encontrabais cerca, gracias a la ropa que dejasteis aquí. Y con ésas se fueron.

—¿A Suzail?

—Así es.

—Stormshoulder, Gaundolonn y…

—Y Starlaggar —dijo el oficial, mostrando su disgusto.

El rey, serio, hizo un gesto de asentimiento, consciente del peso que cargaba sobre sus hombros, ahora quizás un poco más pesado.

—Temo que su viaje haya podido terminar en la mandíbula de un dragón —explicó al capitán—. No habléis mal de ellos. Eso sí, necesitaré los viales curativos de uno o dos oficiales, si es que los magos no dejaron magia curativa para la tropa. —Inspiró e hizo la pregunta cuya respuesta necesitaba conocer—. ¿Cómo andamos de hombres?

—Majestad —empezó a responder el capitán, en un tono de voz que obedecía a la preocupación que embargaba a todos los presentes—, lamento informaros que…

Abrió los ojos como platos cuando el rey levantó la palma de la mano para ordenar que guardara silencio, pero obedeció, observando mudo cómo Azoun se alejaba dos pasos, y levantaba ambos brazos para pedir silencio a los presentes.

«Padre».

La voz de Alusair, en su mente, se le antojó temblorosa, al borde de las lágrimas.

«Sí, moza», respondió tan suave y cálidamente como pudo. «Aquí me tienes. Habla».

«Una matanza. Dragón. Quedamos pocos, trasgos por todas partes. Me temo que no podré sacar a mis hombres con vida».

Azoun echó la cabeza hacia atrás, y observó el cielo a través de las ramas desnudas, un cielo que por suerte no incluía la figura de ningún dragón. Inspiró profundamente y al instante supo que no tardaría nada en dirigirse hacia donde estaba su hija.

Tanalasta tendría que lidiar sin su ayuda con los problemas que pudieran presentarse en la corte. Los dioses y toda Cormyr sabían que había tenido tiempo más que suficiente para conocer a los nobles y sus intrigas, por no hablar de la prueba de fuego por la que pasó cuando cierto Azoun Obarskyr yacía al borde de la muerte y un arrogante joven Bleth la sedujo con intención de arrebatarle el trono. Es más, la princesa de la corona había madurado mucho desde aquellas oscuras jornadas. Había aprendido mucho. A lo largo de los últimos meses, no había dejado de sorprenderle: el rey había sido testigo de cómo ganaba en confianza y destreza, como una flor que se abriera ante sus ojos.

Por otro lado, la princesa de acero era una apuesta segura. Era una guerrera capaz de liderar Cormyr y mantenerlo unido aunque cayeran los que la rodeaban (sobre todo un guerrero viejo, de pelo cano, que en ese momento ceñía la corona). Era una espada de la que ningún reino querría prescindir, aunque no fuera su hija favorita.

Es más, irrumpir en palacio en aquel momento privaría a Tanalasta de la oportunidad de tomar el pulso a la corte, crecer en confianza o ganar en reputación ante la nobleza, e incluso de aprender de lo sucedido… todo eso quedaría resumido en la siguiente expresión: «la pequeña ha hecho a su voluntad con el trono, hasta que ha llegado su padre para poner las cosas en su lugar».

Después de todo, no había sido una decisión tan difícil.

—Preparad a los hombres —gritó, asegurándose de que Alusair pudiera oír sus palabras a través de los anillos—. Marcharemos hacia el norte y apretaremos el paso para reunirnos con las fuerzas que comanda la princesa de hierro. Nada de gritos de batalla, y sin hacer un solo ruido. Este año parece que abundan los dragones.

No estaba seguro de quién había sido el que más había gruñido al oír sus palabras, si los hombres que lo rodeaban, o Alusair, desesperada, de pie y agotada en la cima de una colina, apoyada en el pomo de una espada cuya hoja estaba teñida de sangre de orco.