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—No —se limitó a decir el rastreador más veterano—, no hay caballo que galope por su cuenta por roca pelada, cuando tiene la posibilidad de hacerlo sobre hierba blanda, a menos que se lo ordene el jinete que lo monta. Si Cadimus pasó por aquí, tal y como debió hacer para no dejar una sola huella durante semejante trecho, y a menos que tenga alas, podéis tener la seguridad de que alguien lo montaba.

—¿Su dueño?

—¿Qué otra persona podía ser? —se encogió de hombros el rastreador. De pronto reparó en el hecho de que respondía a un rey inquieto, no a un recluta ignorante, y añadió con modestia—: Pensad, majestad, que un jinete no deja huellas propias que podamos seguir, si sabéis a qué me refiero, pero…

—Comprendo —dijo Azoun, levantando la mano para reforzar sus argumentos—. Ha hecho usted un buen trabajo, Paerdival. Continúe. Puede que el destino del reino dependa de que encuentre usted el rastro de ese caballo.

A modo de respuesta, el rastreador se limitó a enarcar un instante el par de cejas pobladas que remataban sus rasgos faciales, y después se inclinó de nuevo sobre el extremo sur del lomo de la roca con intención de estudiarlo atentamente. Poco después agitó la mano con apremio, con lo que venía a decir que había descubierto el rastro que había dejado el caballo mágico del mago de la corte a su paso, así como del ejército que lo había acompañado.

El toque de cuerno que resonó al cabo de uno o dos latidos de corazón hizo detenerse al ejército, y un centenar de cabezas se volvieron con premura. Un hombre de retaguardia corría agitando los brazos.

—¡A las armas! —gritó—. ¡Orcos! ¡Miles de orcos!

—¡Todos a formar en la cima de la colina! —gritó el rey sin titubear—. A formar en anillo, lanzas al frente, los demás al arco en su interior. ¡Moveos!

Los capitanes de espada y lanza que tenía a su alrededor empezaron a dar órdenes al respecto, mientras los Dragones Púrpura reemprendían la marcha, cabalgando colina arriba como una ola gigantesca y reluciente.

—Necesitaré una avanzadilla a caballo. —Azoun llamó a los nobles Braerwinter y Tolon—. Reúnan a cuarenta hombres, que puedan moverse rápidamente y tengan buenos ojos, pero excluyan a los exploradores. Se han ganado un descanso.

Al mismo tiempo sonaron los cuernos con toque de retreta para los exploradores, y los primeros no tardaron en ganar la cresta de la colina. Todos se volvieron para mirar en dirección al lugar donde, según la retaguardia, se encontraban los orcos.

—¡Moveos ovejas, así os maldiga Tempus! —gritó un capitán—. Ya habrá tiempo de sobra para disfrutar del paisaje. ¡Esto es la guerra, y no hemos venido aquí como espectadores!

Varios balidos burlones respondieron a las palabras del capitán, mientras los Dragones se incorporaban a la formación en anillo, echando pie a tierra, clavando después las lanzas y buscando con la mirada a los oficiales más próximos.

—¡Muévete he dicho! —gritó el capitán a una figura solitaria e inmóvil. Entonces guardó silencio al ver que acababa de dar una orden a voz en cuello al propio soberano.

Azoun se volvió rápidamente y le dio una palmada en el hombro para tranquilizarlo.

—Siga usted así —murmuró—. Nunca se sabe cuándo podría salvar la vida de un rey. Pero no se moleste si le ignoro.

Cruzaron una sonrisa, más bien una mueca, algo pálido el capitán, y después asumieron sus respectivas posiciones. El oficial se incorporó al anillo, y el rey se colocó junto a dos oficiales veteranos que había seleccionado sabiamente para que lideraran a los hombres, en lugar de permitir que intentaran reclamar la gloria para sí. Formaron unos veinte hombres, y el rey, al verlo, asintió satisfecho.

—Necesitaré algunos aceros diestros para buscar al enemigo —les dijo—. Si alguno de vosotros cojea o no se encuentra en condiciones, ahora es el momento de decirlo. Os aseguro que vuestras vidas dependerán por completo de que podáis moveros rápidamente en el campo de batalla.

Volvió la mirada en dirección a la colina por donde, según el aviso de la retaguardia, debían aparecer los orcos, y se envaró.

Una figura solitaria corría hacia ellos, trastabillando de cansancio. Era un guerrero con la armadura cubierta de tierra, aunque le pareció familiar: un cormyta, seguro.

En aquel momento los orcos empezaron a asomar por la colina, cerca del caballero que huía. Iban a atraparlo y matarlo ante las narices del rey, delante de todos y cada uno de los componentes del ejército real.

Azoun apretó los labios con fuerza. Sería una locura abandonar una posición defensiva tan fuerte para cargar cuesta abajo y cruzar el acero con semejante cantidad de orcos, pero lo último que deseaba era permanecer de brazos cruzados y observar cómo asesinaban a un hombre al que podría haber salvado.

Era aquél un deseo compartido por todos los Dragones Púrpura. No querían presenciarlo, no querían recordarlo. La próxima vez, cualquiera de ellos podía encontrarse en el lugar de aquella figura solitaria. ¿De qué sirve un rey que se cruza de brazos impávido, cuando uno de sus súbditos necesita de ayuda?

—¡Avanzadilla! ¡Colina abajo a defender a ese caballero! ¡Los demás cargaréis cuando la cima de la colina esté a rebosar de orcos! —rugió al tiempo que emprendía la carga a la cabeza de sus hombres.

—¡Majestad! —protestó uno de los capitanes de lanza.

—¡Buen rey, esto es una locura! —gritó otro.

—Hago oídos sordos a todos los oficiales que no corran a mi lado —gritó Azoun sin dejar de correr, después de llevarse las manos a los labios a modo de bocina—. ¿Qué clase de rey sería si muere un hombre mientras yo permanezco ocioso?

Oyó el murmullo aprobador de los guerreros que formaban en el anillo, y también lo hicieron los oficiales. Ya no llegaron más protestas a los oídos reales cuando el rey de Cormyr y su avanzadilla de combate descendieron la colina a la carrera, de tal forma que la carga se dirigiera hacia un punto intermedio entre los orcos que iban en cabeza y el caballero que huía ante ellos.

Dioses, pero si era una horda. Cientos de orcos enormes, altos como torres, descansados y aguerridos, que aparecieron con la espada y el colmillo brillante, aullando al ver a los humanos que salían a su encuentro.

Las dos fuerzas chocaron en una maraña de gritos, silbido de espadas y cuerpos que se enzarzaban con un ruido sordo. Azoun señaló al caballero solitario y jadeante que intentaban rescatar para asegurarse de que ningún orco atravesara la línea y pudiera herirlo. Vio que Tolon y Braerwinter lideraban a cuatro Dragones para formar a su alrededor un anillo de protección, y de inmediato el rey se sumó al fragor del combate. Hundió media espada en el antebrazo de un orco. La bestia gritó e intentó librarse de la hoja de la espada. Con todo aquel ruido, Azoun apenas pudo oír un grito inesperado.

—¡Padre! ¡Azoun! ¡Padre!

Sólo podía tratarse de Alusair, pero su voz parecía un sollozo. El rey se batió en retirada, levantando el anillo.

—¿Alessa? ¿Moza?

—¡Majestad! —La voz de Braerwinter se alzó como el toque de una trompeta, y Azoun reparó en que el caballero exhausto al que había querido salvar de la muerte era su hija.

Echó a correr por el terreno, oyendo el entrechocar del acero y el estruendo del cuerpo principal de su ejército que cargaba colina abajo, a su espalda, contra los orcos. Corrió hasta el lugar donde el anillo formado por los nobles y los Dragones protegía a una figura solitaria y temblorosa.

Encontró a la princesa Alusair sentada, con la boca húmeda después de haber tomado la poción curativa que Braerwinter le había obligado a ingerir, con el rostro surcado de berretes de sudor y de polvo. Tenía los ojos hundidos del cansancio y temblaba entre sollozos.

Y pensar que podía haberse quedado cruzado de brazos en la cima de colina, mientras los orcos la acuchillaban: Alusair era uno de los mejores guerreros del reino.

—Moza —dijo encendido, arrojando la espada al suelo y rodeando a su hija con sus brazos con toda la suavidad de la que fue capaz. Su abrazo era fiero, y ella apoyó la cabeza en el peto de su padre mientras hacía lo posible por reprimir los sollozos, dispuesta a impedir que los hombres que los rodeaban expectantes pudieran oírla llorar.

—En… encontré una arboleda de esos árboles retorcidos… Estaba llena de orcos… He estado corriendo desde… Gastado toda la magia que tenía corriendo y luchando… El anillo no me llevó a tu lado… ¿Cómo has llegado aquí, a estas mis tierras lejanas?

La batalla se extendía a su alrededor con denuedo; tanto los hombres como los orcos gritaban al morir, y sus gritos se perdían ahogados por el entrechocar del acero.

—Alessa —dijo Azoun al tiempo que la abrazaba con suavidad, sin querer soltar aquello que había estado tan cerca de perder—. Ando buscando al hombre que siempre sabe qué debe hacerse, por mucho que tú y él hayáis cruzado vuestra espada a lo largo de los años. Ahora más que nunca, necesito su consejo. El caballo de guerra de Vangey ha pasado por aquí. Hemos seguido su rastro, con la esperanza de encontrarlo con vida.

—A Cadimus lo montaba otro jinete. —Alusair sacudió la cabeza—. Vangerdahast ha… desaparecido.

—¿Qué? ¿Que Vangey no montaba a Cadimus?

Antes de responder, Alusair volvió a sacudir la cabeza.

—Me temo que lo hemos perdido —susurró.

El rey echó atrás la cabeza como si alguien lo hubiera abofeteado, sin prestar atención a la batalla que se libraba a su alrededor. La horda interminable de orcos obligaba a los hombres de Cormyr a retroceder lentamente.

El rey cerró los ojos y sacudió la cabeza en un gesto de dolor.

—No —masculló entre dientes—. Dioses, no.

La soltó y se alejó unos pasos de su hija, como si quisiera estar solo. Alusair y los nobles intercambiaron miradas de sorpresa, y después se pusieron en pie y se acercaron al rey. La princesa de acero recogió la espada que su padre había olvidado en el suelo.

—¡Lo mío no es averiguar el sentido de todas esas profecías! —exclamó Azoun sin dirigirse a nadie en particular, desesperado.

—¿Padre? —Alusair devolvió la espada a su padre y lo sacudió por el hombro, en un tono con el que parecía implorarle—. Rey Azoun… ¡hablad!

—¿He perdido la sabiduría de Vangey cuando más la necesitaba? —murmuró Azoun—. Después de todos estos años… —Giró sobre sus talones y añadió—: No puede ser. Ese viejo mago andará metido en una de las suyas. Algo que no nos ha contado, para variar.

—¿Y si no es así? —susurró Alusair.

—Entonces es que los dioses me han vuelto la espalda —respondió con voz serena Azoun, como si hablara del tiempo que se avecinaba al mirarlo a través de la ventana del castillo, tras clavar una mirada feroz en su hija.

Sonó el cuerno, animando al ejército de Cormyr a intentar ganar de nuevo la colina de la que había partido. El sonido estuvo a punto de perderse, ahogado por el rugido burlón de una nueva oleada de orcos.