13
Dioses. Ante sus ojos, el agreste paisaje de las marcas del norte. Azoun observó los kilómetros y kilómetros de colinas cercadas por muros de piedra laberínticos, interrumpidos de vez en cuando por oasis de bosque. Un águila solitaria volaba en círculos en un cielo azul desprovisto de nubes.
Cuando volvió lentamente la cabeza, el rey de Cormyr pudo ver el púrpura creciente y la mancha gris de las Tierras de Piedra por un lado, y el lejano verde dorado de los campos que se extendían cerca de Immersea. Habían pasado muchos años desde la última vez que cabalgara por aquellos lares, sin otras preocupaciones que las de evitar relatar a su padre sus hazañas.
De pronto se volvió hacia su hija pequeña. Alusair cruzó la mirada con la de su padre: Azoun vio que tenía una curiosa expresión, que por lo general era aguerrida. A lo largo de los últimos años, las preocupaciones de la princesa de hierro habían coincidido plenamente con las de su padre de joven. Azoun se preguntó cuánto omitían en sus informes los magos guerreros que la cuidaban. El rey conocía de sobra a los magos: probablemente ocultaban mucho.
—Dioses —murmuró a Alusair, inclinando su cabeza hacia ella para que le llegara el susurro de sus palabras—, empiezo a comprender, al recordar mis días mozos, las razones verdaderas de que pases tanto tiempo cabalgando por estas tierras, con la espada desenvainada y rodeada por tus hombres.
—Peligros preferibles a los de la corte, ¿no te parece? —murmuró la princesa de acero—. Aunque a decir verdad, mis nobles son quisquillosos conmigo, como si les perteneciera.
—Supongo que sí —dijo Azoun, con la mirada fija en la belleza que asomaba en aquel extremo de su reino—. Y después de tanto cabalgar, ¿por qué habrías de volver a la pompa, las intrigas y las riñas de Suzail?
—Eso, ¿por qué? —repitió Alusair. Ambos sonrieron.
Azoun sacudió la cabeza. Dioses, Alusair le recordaba tanto a sí mismo, al joven rebelde que había prescindido de formalidades y ceremonias, al joven que prefería el juego de la seducción a los festejos… Vaya, por la mitad de las monedas de su…
—¡Mi rey! —exclamó un capitán de lanzas—. Hemos encontrado un hombre que pide ser recibido en audiencia. Se hace llamar Randaeron Farlokkeir, y dice que trae un mensaje urgente de la corte.
Azoun frunció el ceño y cruzó la mirada con la princesa de acero. Alusair le obsequió con una sonrisa torcida, gesto con el que claramente venía a decir: «Que cada palo aguante su vela».
—Considérate al mando hasta que vuelva —le dijo con una mueca.
Un «mensaje urgente de la corte» siempre equivalía a problemas. Además, el capitán de lanzas no se fiaba del mensajero. Cuando los ejércitos van a la guerra, muchos cabalgan con la desconfianza desenvainada, como si se tratara de una espada.
—Hablaré con él —dijo Azoun al oficial—. Lléveme de inmediato donde se encuentre.
Algunos latidos de corazón más tarde, Azoun se encontraba ante un hombre que acusaba las penurias del viaje, enfundado en una armadura sencilla de cuero, que yacía tumbado sobre una pila de sábanas sucias. Le habían desarmado y lo rodeaban las puntas centelleantes de aceros desenvainados.
—Mi rey —jadeó, temblando de puro cansancio—. Vengo de parte de los Wyvernspur, con noticias apremiantes que sólo vuestra majestad debe oír.
—Retírense —murmuró el rey, levantando la mano sin molestarse en mirarlos—. Le conozco.
Lo cierto es que tan sólo lo había visto en una o dos ocasiones, y ni siquiera sabía su nombre, pero si Cat Wyvernspur confiaba en él, para el rey de Cormyr era suficiente.
Tembloroso, exhausto, Randaeron intentaba arrodillarse en ese momento. Azoun se lo impidió con un gesto, que también le sirvió para que los Dragones Púrpura más desconfiados se apartaran lo suficiente como para no oír su conversación.
—¿Cómo ha llegado hasta aquí? —murmuró el rey.
—Co… corriendo, mi señor. Lady Wyvernspur… recurrió a su magia para teletransportarme a la torre de guardia, muy al sur de aquí. Apareció una ghazneth que voló en círculos antes de caer sobre mí. Yo… yo me libré de ella, me oculté en zanjas y luché y corrí siempre que me fue posible hacerlo. Entonces tropecé con los trasgos… y tuve que correr y luchar más.
—Trasgos —asintió Azoun. Hasta el momento sólo habían encontrado orcos. El rey tomó nota de sus palabras y preguntó—: ¿De qué noticias se trata?
—La princesa de la corona tiene problemas en la corte. Aunque sus palabras son firmes y justas, algunos nobles se niegan abiertamente a obedecerla, aduciendo que tan sólo responden ante vos, sire. La reina dragón también es ignorada por quienes han decidido hacerlo… y son muchos.
Los hombres que formaban alrededor se agitaron en muda protesta, pero Azoun no apartó la mirada de aquellos labios que tanto se esforzaban. El explorador tosió débilmente y continuó.
—La situación… no es halagüeña. Los intereses sembianos buscan una brecha en nuestra armadura, surgen facciones por doquier en la corte, como leones inquietos, dispuestas a retomar antiguas intrigas, despreciando la guerra que sacude el norte como un truco de la corona para vaciar sus arcas y secuestrar a sus herederos… Y los susurros de revueltas de siempre: Arabel y Marsember, los herederos reales que permanecen ocultos… todo eso vuelve a oírse en los corredores de palacio, y en las salas privadas de las tabernas. Los Wyvernspur temen que los Obarskyr pierdan el trono dragón, y que Cormyr se divida en facciones de nobles en guerra, pese a que el enemigo extranjero amenaza el reino. Según Cat, sólo falta, si me permitís decirlo, sire, una espada que atraviese las entrañas de cualquiera de esos nobles fanfarrones para que empiece la carnicería. Se os necesita, majestad, y mejor que volváis rodeado de caballeros nobles y dispuestos, en gran número, para acabar con cualquiera que haya planeado clavar una daga en espalda regia, o arrojar un techo corredizo sobre la testa coronada.
—Creo que aún hay más. Habla —dijo el rey, haciendo un gesto de asentimiento, con una leve sonrisa dibujada en los labios.
El explorador profirió un suspiro compungido y profundo, antes de responder de un tirón:
—La princesa Tanalasta no parece estar bien, no parece contenta, pese a lo cual ha decidido destruir personalmente a las ghazneth. Cuanto más se las ve, más se apresura ella a cruzar su acero con esos monstruos. —Azoun y él se miraron a los ojos durante un largo latido de corazón, ambos cuidando que la expresión de su rostro no delatara sus sentimientos, hasta que el explorador añadió en voz muy baja—: Yo también tengo una hija que está sola en esto, sire. Los Wyvernspur no son los únicos que temen que Cormyr pierda su heredera.
—De modo —murmuró Azoun—, que lo mejor será que alcance a las ghazneth antes de que lo haga la princesa. —Otra sonrisa torció la línea de sus labios—. Y mejor aún si preparo algún plan para vencerlas cuando nos encontremos.
—Majestad —dijo Randaeron—, así es.
—Ha hecho usted bien —asintió Azoun—. Permanecerá aquí con la princesa Alusair, se lo ordeno; yo cogeré a un puñado de hombres de los que podamos prescindir para dirigirnos al sur a buen paso y coger con fuerza las riendas de Cormyr. —Y se alejó murmurando—: Y si los dioses me sonríen, quizá me gane un descanso. Los viejos leones, por muy tontos que sean, merecen descansar de vez en cuando.
Randaeron sabía que no debía oír oficialmente aquel último comentario real, de modo que cerró los ojos y también la boca. A menudo el silencio es la mejor opción en cualquier asunto que atañe a la corte.