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Después de expirar el rey, Vangerdahast permaneció arrodillado junto a él largo rato, frotando el anillo de los deseos que lucía en el dedo mientras se preguntaba si se atrevía o no a emplearlo. Un simple gesto, unas pocas palabras, y Thatoryl Elian no se hubiera encontrado en aquellos bosques cuando Andar Obarskyr pasaba por allí. Lorelei Alavara hubiera disfrutado de una feliz vida de casada, Nalavarauthatoryl el Rojo jamás hubiera existido y Alaundo el Visionario nunca habría profetizado lo que profetizó.

Y entonces, ¿qué? Si Thatoryl Elian no hubiera estado en aquellos bosques en el mismo momento que Andar, éste no habría tenido motivo alguno para huir de ellos y hablarle de su existencia a Ondeth, por lo que Cormyr no habría existido: al menos, no tal y como él lo conocía. Vangerdahast ya había deseado en una ocasión que Nalavarauthatoryl no existiera, y le había costado las vidas de Azoun y Tanalasta, y casi la supervivencia del reino. Tal era la tentación de la magia. Al igual que cualquier otro poder, antes o después, quienes lo poseían tendían a abusar de él.

Vangerdahast cogió las manos de Azoun y las colocó una encima de la otra sobre su pecho. Al hacerlo, deslizó el anillo de los deseos en el dedo de su amigo. Los reyes morían, al igual que sus hijas, pero el reino seguía adelante. Mejor dejar las cosas tal y como estaban.

Masculló entre dientes un hechizo para ocultar el anillo de la vista.

—Vigílalo bien, amigo mío.

Sólo entonces se echó a llorar, y sus lágrimas descendieron abundantes por sus mejillas. Quitó la corona de la frente de Azoun, y se incorporó para dirigirse a los demás.

—El rey ha muerto —dijo.

Eso es todo cuanto se le ocurrió decir, puesto que también Tanalasta había muerto. El nuevo rey era un bebé que no tendría ni diez días, cosa que los demás ignoraban, por supuesto. Había mantenido la muerte de Tanalasta en secreto, al igual que tampoco se lo había dicho a Azoun, y allí estaban todos, esperando a que dijera lo que tenía que decir, con el miedo en la mirada, tristes y curiosos, tanto como suspicaces y calculadores.

Habría algunos nobles que intrigarían para disputar el derecho al trono basándose en la paternidad del bebé, por no mencionar a Sembia y los zhentarim, y otros que esperaban aprovechar los problemas de Cormyr para hacerse con cuanta tierra fuera posible. Les esperaba un largo invierno: poco grano para alimentar al pueblo, ni techo ni cobijo para resguardarlo de la nieve y la lluvia, y seguro que penetrarían por la frontera sur las habituales hordas de orcos, e incluso algunos dragones, en busca de un botín fácil. Cormyr necesitaría de un monarca fuerte en los días venideros, y Vangerdahast conocía lo bastante a Alusair como para saber que no querría permanecer sentada en Suzail, mientras sus generales libraban batallas en los cuatro puntos cardinales del reino.

—Vangerdahast, ¿qué sucede? —preguntó Owden Foley.

—Hay algo…

Las palabras se atragantaron en la garganta de Vangerdahast, y lo único que logró pronunciar fue un sollozo. Cerró los ojos, levantó la mano para pedir tiempo para recuperarse y encontrar las palabras que buscaba.

Pero éstas no fluyeron con facilidad, y por un instante no pudo hacer más que permanecer de pie y seguir llorando. Alusair y los demás también rompieron a llorar, y el mago se dio cuenta de que no estaba dando un buen ejemplo. Se llevó la mano a la corona de hierro de los trasgos, y descubrió que por fin podía quitársela, ahora que Nalavara había muerto. Se libró de ella y sostuvo una corona en cada una de sus manos, momento en que un suave murmullo se alzó en el interior de la tienda.

Vangerdahast dio un paso al frente, y a punto estaba de pedir silencio cuando una intensa lluvia empezó a caer dentro de la propia tienda. Una mano fría le cogió del brazo que sostenía la corona de Azoun.

—¿Qué vas a hacer, viejo?

Vangerdahast vio que tenía la fuerte mano de Rowen Cormaeril alrededor de la muñeca. Sintió la carne negra de la ghazneth fría al tacto, triste recordatorio del precio que uno pagaba por traicionar a Cormyr.

El mago sostuvo la mirada blanca y ardiente de Rowen, y levantó lentamente la dorada corona de Cormyr.

—Iba a entregársela a Alusair.

—¿A mí? —Alusair empalideció y sacudió la cabeza—. Oh, no, Vangerdahast, no pienso…

—Es una responsabilidad con la que tendréis que cargar, Alusair Obarskyr. —Vangerdahast libró su muñeca de la presa de Rowen, y puso la corona en manos de Alusair—. Me temo que tendréis que asumir la regencia, hasta que Azoun V tenga edad suficiente para subir al trono.

—¿Qué? —preguntó Rowen—. ¿Y Tanalasta…?

—Acabó con Boldovar —dijo el mago con tristeza—, pero al hacerlo, murió como consecuencia de las heridas sufridas.

Rowen trastabilló hacia atrás, con el rostro blanco y torcido en una mueca de dolor.

—¡No! ¿Por qué…? ¡Estás mintiendo!

Vangerdahast cerró los dedos de Alusair alrededor de la corona, y después se volvió hacia Rowen.

—Me temo que no. No tuve fuerzas para decírselo al rey, pero así es. Tanalasta se fue antes que su padre.

Un terrible sollozo escapó de los labios de la ghazneth, y después no se oyó más en la tienda excepto el golpeteo de la lluvia. Vangerdahast extendió sus brazos con intención de abrazar y consolar a Rowen.

—Amigo mío, lo sien…

Pero Vangerdahast no pudo terminar la frase, puesto que la ghazneth le apartó a un lado y se retiró al fondo de la tienda donde reinaban las sombras. Un haz de luz cegadora iluminó el suelo cuando corrió la lona que hacía las veces de puerta posterior; entonces cesó la lluvia y Rowen desapareció.