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—¡Guardad las distancias! —gritaron los capitanes de infantería, volviéndose montados a caballo para mirar a los soldados que desfilaban atrás y señalar con las espadas a los Dragones que estaban muy apretujados. El rey Azoun estuvo a punto de sonreír. Había pasado más de medio siglo desde que observó por primera vez que los oficiales parecían disfrutar señalando y gesticulando con las espadas. Pensó que hasta era posible que las pulieran y lustraran para lograr sus propósitos, para que sus hojas reflejaran la luz del sol cuando las emplearan en gestos tan grandilocuentes.
Los montaraces se habían adelantado, y los cuernos sonaban de vez en cuando para advertir al ejército en avanzada de la presencia cercana de patrullas de exploradores o forrajeadores orcos y trasgos. A menudo el toque del cuerno convencía a los trasgos de que lo mejor era echarse cuerpo a tierra, y esperar tendidos en el suelo a que surgiera la oportunidad de hundir el cuchillo en los humanos despistados que pasaran cerca, pero a menudo también los orcos se retiraban, mascullando juramentos y amenazas. Estas retiradas llevaban inevitablemente a un repliegue más y más importante en las colinas que se recortaban en la distancia, hasta que, llegado el final, las fuerzas del rey tendrían que enfrentarse a un ejército de marranos en toda regla.
A Azoun no le preocupaba lo más mínimo esta posibilidad ni que pudieran sorprenderle. Un ataque orco en masa sería convenientemente anunciado, estaba convencido de ello, por la aparición (caído probablemente del cielo para partir en dos a sus hombres o calcinarlos con fuego) del dragón. En aquel momento se le antojó extraño que el cielo llevara tanto tiempo libre de los vengativos wyrm.
Si al menos el uso más inocente de la magia no atrajera a las combativas ghazneth… Si al menos pudiera emplear a los magos guerreros como debía y averiguar tanto el paradero del dragón como a qué se dedicaba en todo momento. A aquellas alturas podía haber incinerado toda Suzail, tejado a tejado, pared a pared, o hundido la mitad de los barcos fondeados en el puerto de Marsember, o…
Empezaba a resultarle insufrible el no saber nada de lo que estaba sucediendo. Azoun había dejado atrás la edad en que a uno le sorprenden fácilmente las cosas, e incluso había superado la edad en que había mirado con buenos ojos un desafío más, sumado a las dificultades existentes. Empezaba a sentirse como un león aguerrido pero cansado, siempre con sueño, al que le dolían todas las articulaciones: un león que amaba el territorio propio.
Empezaba a sentirse viejo.
Azoun respondió al siguiente grito procedente de la garganta de un capitán con un gruñido quedo que arrancó un respingo del oficial y le hizo murmurar unas palabras a modo de disculpa. Azoun restó importancia al hecho con un gesto, y ni siquiera se volvió para mirarlo. El rey de Cormyr moriría allí, acero en mano, lejos de Filfaeril. Su cuerpo se enfriaría en la frontera del reino sin poder sentarse siquiera de nuevo en el trono, ni ver a los jóvenes vestidos de punta en blanco dar su primera vuelta a caballo después de hincar la rodilla ante él. Pero en aquel momento, cogido con fuerza a la perilla de la silla, levantada la mirada por encima de los interminables árboles y las lejanas montañas de color púrpura que se recortaban en el horizonte, esa perspectiva no le disgustaba. Si al menos pudiera emplear un poco de magia para que él y Filfaeril pudieran mirarse a los ojos por última vez, despedirse apropiadamente, decir y oír lo que tenían que decirse y… no habría problema. De veras. No le importaría morir, si es que debía. Después de todo, así era como actuaba el león… y le gustara o no, él era un león anciano.
La llamada de otro cuerno resonó procedente del borde, y Azoun olvidó sus pensamientos funestos y la muerte que estaba al acecho. Era la señal que habían acordado para indicar que habían divisado unidades de su bando. Tan sólo podía tratarse de Alusair, y lo mucho o lo poco que hubiera logrado salvar de su destacamento de nobles aceros.
Otro cuerno, más lejano aún, respondió a la llamada, alto y claro. Era Alusair en persona: anunciaba a todos que se acercaba a toda prisa, perseguida de cerca por el enemigo. Todos los que estaban reunidos alrededor del rey desenvainaron las armas o comprobaron si las dagas estaban desembarazadas, con una especie de satisfacción en sus rostros. La princesa de acero siempre traía consigo la batalla o la diversión, y estos hombres se sentían a sus anchas con cualquiera de ellas.
Casi con toda seguridad la perseguían los orcos, quizás acompañados por el dragón. Había llegado el momento de salvar de nuevo a Cormyr.
—Cualquiera diría que, después de todos estos años, ya me he acostumbrado —comentó Azoun sin dirigirse a nadie en particular, lo cual atrajo más de una mirada de curiosidad de quienes le rodeaban. Un rey aquejado de locura no era algo que uno quisiera admitir ni espolear, a menos que la desesperación se afianzara de los corazones de sus súbditos—. Me pregunto si estoy loco. Ya veremos, ya veremos…
Al cabo de un momento la vio coronar la cima. La armadura de Alusair reflejaba la luz del sol, y su pelo caía sobre sus hombros con el desorden habitual en ella, perdido el yelmo (algo que tampoco le extrañó). La princesa de acero agitaba la espada igual que los capitanes de Azoun, comandando, dirigiendo y exhortando a sus hombres como haría cualquier capitán de infantería.
La prudencia aconsejaba a un ejército advertido de la situación de que lo más conveniente era adoptar una posición defensiva y esperar al enemigo, pero todos los que rodeaban a Azoun echaron a correr entre gritos y demás muestras de júbilo, sin poder disimular su alegría. La princesa de acero producía ese efecto en los hombres de Cormyr que marchaban a la guerra. Era como si los dioses la hubieran hecho de fuego, hoguera hacia quien se volvían las miradas, hoguera que reconfortaba: un faro que en aquel momento corría hacia él, con los brazos abiertos para abrazarlo, y con un brillo en la mirada al que tan sólo podían seguir las lágrimas. Azoun pensó que quizá nunca volvería a ver lágrimas en sus ojos.
—¡Padre! —gritó mientras corría—. Dioses, cuánto me alegra verte.
—¿A mí? Pero si soy un saco de huesos —replicó Azoun, que la abrazó dando pie al clamor metálico de las corazas.
Fuertes eran los brazos de la princesa de acero, y ambos se zarandearon de un lado a otro en una especie de baile improvisado, antes de que la sonriente Alusair se apartara de él, llorando.
—¡Basta! Acabarás rompiéndome las costillas. Reconozco tu fuerza sin necesidad de que me des más pruebas.
—Pero tú, moza —murmuró Azoun, que atrajo su rostro hacia sí con un largo e insistente brazo—, aún podrías levantar la moral de todo un ejército. ¡El mío te seguiría en un abrir y cerrar de ojos!
—Me alegra saberlo —dijo con el semblante serio y sereno—, porque según parece he perdido el mío.
—Ese peso nunca desaparecerá de tus hombros —admitió Azoun, también en voz baja—. Tendrás que aceptar que siempre que lleves a la muerte a tus hombres, lo haces por el bien de Cormyr, por un buen propósito; puedes aferrarte a ello. Las vidas que sirvan para proteger al reino nunca se considerarán malgastadas… aunque no puedo decir lo mismo por quienes mueren debido a un error real.
—¿Soy ahora culpable de semejante error? —preguntó Alusair, que miró a su padre de soslayo, a través de un mechón de pelo rebelde que le tapaba la frente. Mientras pronunciaba esas palabras, movió la cabeza en un gesto desafiante, pese a lo cual la princesa parecía muy interesada en conocer la respuesta que su padre pudiera darle.
Azoun no se detuvo a sopesar lo que iba a decir, sabedor de que su silencio hubiera bastado a Alusair para sacar sus propias conclusiones, conclusiones que no habría podido subsanar por mucho que se hubiera esforzado.
—La única locura real de la que ambos podamos considerarnos culpables, desde que el caos se ha abatido sobre el reino —dijo, convencido—, es la de reclutar ejércitos para enfrentarnos a nuestros enemigos en ordenadas formaciones, cuando dichos enemigos se abaten desde el cielo para hacer una carnicería entre los nuestros, arrasar la tierra cuando los perseguimos y quemar todas las granjas que encuentran a su paso.
Alusair asintió sabiamente, como cualquiera de los veteranos maestros estrategas que habían impartido sus conocimientos a Azoun.
—Espero que eso suponga que no intentaremos perseguir a un centenar de trasgos que dejen un centenar de huellas en distintas direcciones, ni que intentemos atraer a estas tierras a los orcos o los trasgos para celebrar una batalla en toda regla.
—Me gustaría que tal cosa fuera posible —replicó el rey—. Pero por mucho que nos esforcemos, nunca lograremos que los orcos o los trasgos formen en un campo de batalla para enfrentarse a nosotros, así que jamás podremos darles una paliza que no olvidarían.
—Bien, aunque esa oportunidad aparezca ante tus ojos, tienes que ignorarla.
—¿Cómo? ¿Y por qué? —preguntó Azoun, echando la cabeza a un lado. A medida que pasaba el tiempo, la moza hablaba cada vez más como un veterano maestre de batalla. Lo que hiciera a continuación le serviría para averiguar si estaba preparada para convertirse en un líder de confianza.
—Será una trampa, tendida para llevarte a la perdición —respondió Alusair—. Para reunir a lo mejor de Cormyr en este lugar, donde perecer a manos de una cantidad ingente de orcos y trasgos.
—¿Tan desesperada es nuestra situación? —preguntó Azoun, enarcando las cejas.
—Padre, aún es peor que eso —respondió la princesa de acero. Dio dos rápidos pasos hasta la roca y se alzó cuan alta era. Por muy orgulloso que se sintiera, Azoun reprimió una sonrisa.
—¡Allí! —exclamó Alusair, señalando con su espada—. ¡Y allí!
Su padre miró en ambas direcciones, sabiendo lo que vería. Bandas diseminadas de trasgos y orcos se cernían en un número inabarcable sobre los maltrechos cormytas. Los marranos recorrían el terreno escarpado como riachuelos de agua que anegan la tierra seca, como dedos negros extendidos con avaricia en busca de vidas humanas: los rodeaban por tres costados, que no tardarían en convertirse en cuatro. Si los cormytas no huían como el viento de aquel lugar, se verían rodeados y morirían en vano, dejando todo el reino en manos del dragón y de aquellas criaturas asesinas.
—Que hablen los cuernos —dijo Azoun con cierta amargura—. No nos queda sino Arabel, aunque empiezo a dudar que sus fuertes murallas puedan protegernos mucho tiempo. Dioses, ¡míralos!
—Las balistas y las catapultas de sus murallas podrán con unos centenares de ésos —dijo Alusair—, aunque me sentiría más satisfecha si tuviéramos una espada que acabara con un millar de enemigos de un solo tajo. Son muchos, ¿no te parece? —Se mordió pensativa el labio inferior—. No hay tiempo para quemar unos cuantos árboles…
—Pero ese dique —dijo lentamente el rey—, aún no está terminado, si no recuerdo mal el último informe de Dauneth. Estará seco.
—Sí… a estas alturas discurre hasta kilómetro y medio al oeste de las murallas —murmuró Alusair. Cruzaron la mirada, y no necesitaron decir más.
Si los orcos se encontraban acorralados entre el dique y una línea inflexible de vegetación y pellejos de aceite de quemar, lleno el dique de más aceite, y prendían ambos con flechas incendiarias, podrían apuntar las balistas y las catapultas a un espacio concreto, y segar la vida de millares de marranos.
—Has prestado atención a demasiadas hazañas bélicas, padre. —Alusair profirió un suspiro, sabedora de que no sería ni tan fácil, ni tan efectivo como los pensamientos del rey pudieran considerarlo.
—Y yo llevo muchos más veranos empuñando la espada de lo que tú llevas en este mundo —le recordó Azoun con una sonrisa socarrona, acariciando de plano el brazo cubierto de armadura de su hija con la espada.
Alusair puso los ojos en blanco y profirió un gruñido como burla a la veteranía de su padre.
—De acuerdo, pero ¿en qué extremo debemos situarnos?
La respuesta del rey consistió de una estocada burlona con la espada. Sus ojos se encontraron sobre el acero, rompieron a reír al mismo tiempo, y el rey se volvió hacia el ceñudo portaestandarte que no estaba lejos.
—Marcharemos hacia Arabel tan deprisa como podamos. Pase la orden.
Obviamente, los capitanes los habían estado observando. Antes de que el grandullón portaestandartes se volviera hacia ellos, sonaron las trompetas. Los hombres se incorporaron, levantaron las mochilas y las armas, excepto quienes habían servido en alguna ocasión con la princesa de acero. Éstos la miraron, y vieron precisamente lo que habían esperado. Había levantado una mano, y con ella hacía la señal de reagruparse mientras caminaba hacia donde formaba la retaguardia.
En silencio, sin aspavientos, aquellos hombres se dirigieron hacia ella. Alusair inspiró profundamente y se preguntó durante cuánto tiempo lo harían.