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Chatarrero nunca se había considerado un líder de guerra y acababa de descubrir que no le agradaba demasiado el papel. Los elfos que lo acompañaban, una veintena, habían sido instruidos para que obedecieran sus órdenes y lo hacían con rapidez. Eso estaba bien, pero él no sabía avanzar con cautela, ni sentía amor por los insectos, que no prestaban atención a los elfos pero que zumbaban alrededor de sus cabellos cobrizos, y había algo en el aire del bosque que le causaba alergia; le picaba la nariz y se sentía incómodo, como si fuera a estornudar en cualquier momento.

Al menos su pequeña banda contaba con el factor sorpresa. Los mercenarios no los esperarían hasta al cabo de un día o dos y Chatarrero confiaba en que aquello significase que aquel maldito hechicero de Halruaa no tuviese preparada más que una defensa rudimentaria.

Él adorador de Gond ordenó que se hiciera un alto, mató de un palmetazo un insecto y miró de soslayo el lugar donde estaban los elfos cautivos, pero no llegó a ver ninguna señal de que hubiese trampas mecánicas o dispositivos conectados a un detonador. Probablemente, aquel brujo idiota confiaba en sus hechizos de fuego mágico para formar un perímetro defensivo.

Chatarrero esbozó una ladina sonrisa. Perfecto. Aquel tipo de hechizos eran como una puerta, y una puerta que estuviera diseñada para mantener fuera a los intrusos también podía utilizarse para encerrar a los mercenarios.

Cogió un rollo de cuerda de su cinturón, un tipo de cuerda muy delgada, casi transparente, que asemejaba los hilos de una telaraña y que Arilyn había usado en muchas ocasiones con anterioridad puesto que había sido uno de sus primeros inventos. Pensar que podría probarla él mismo le resultaba harto agradable.

—¿Veis ese árbol que está en la linde, ése marcado con pintura amarilla listo para ser talado? Fijad esta cuerda a una flecha y, cuando os dé el aviso, la disparáis sobre aquella rama. Tiene que caer justo en aquella jaula de allí, al lado de los cautivos; pero disparad alto para que el ángulo sea cerrado. ¿Podéis hacerlo? —preguntó a uno de los elfos.

El arquero asintió e hizo lo que le decían. La flecha salió disparada por encima del elevado árbol dejando tras de sí un hilo resplandeciente y después de trazar un arco fue a parar a una de las jaulas de los elfos cautivos; éstos actuaron como si ni siquiera se hubiesen dado cuenta, pero uno de ellos sujetó con sigilo el extremo a uno de los barrotes de la jaula.

—Oh, perfecto. ¡Bien hecho! —exclamó Chatarrero, feliz. Rebuscó en su bolsa hasta sacar varios artilugios de madera y metal y un tarro de crema—. Sabéis qué hacer con esto. Subíos a un árbol, sujetad la rueda con la cuerda y agarraos bien. Os deslizaréis por la cuerda con suma velocidad. El ungüento éste es para el viaje de regreso. Vuelve las manos pegajosas y, de esa forma, es más fácil trepar por la cuerda. Llevadlo con vosotros y haced que los prisioneros suban por la cuerda. Tú, tú y vosotros cuatro, trepad a ese árbol y ayudad a los cautivos a perderse en el bosque. El resto, esperad. Cuando los demás ataquen, atacaremos nosotros.

Los elfos hicieron un gesto de asentimiento. No tuvieron que esperar mucho para la señal. Un sonoro grito de guerra elfo reverberó por el bosque, seguido del estruendo de un asalto de caballería trepidante.

—Esencia de Seta Gritona —musitó el alquimista, pensativo—. Sí, un resultado excelente.

Como habían planeado, su banda se puso de pie y empezó a lanzar proyectiles pequeños y duros que Chatarrero les había dado: misiles diminutos y pestilentes de sulfuro y guano de murciélago mezclados con sustancias que eran particularmente sensibles a la presencia de fuego mágico de Halruaa. Varios de los proyectiles cayeron al suelo tan inofensivos como guijarros, pero otros tropezaron contra barreras invisibles y explotaron contra muros de fuego arcano, muros que se fueron extendiendo hasta envolver al campamento en llamas.

A través de las lenguas de fuego veían las siluetas de los mercenarios que buscaban frenéticamente una salida. Algunos intentaron cruzar a través del muro, pero las paredes se bombearon un poco y acto seguido recuperaron su forma original.

—Oh, espléndido —murmuró Chatarrero, encantado—. Un buen redil. Muy limpio. ¡Un resultado estupendo!

Contempló cómo seis elfos, uno tras otro, se deslizaban con rapidez por la cuerda hasta introducirse en el cercado de llamas. Se oyó un fuerte crujido cuando rompieron el techo de una de las jaulas de madera, y luego resonó el entrechocar de espadas mientras varios de los guerreros elfos mantenían a raya a los guardias.

Al cabo de unos momentos, el primero de los elfos cautivos apareció trepando por la cuerda y desapareció por los árboles. Chatarrero los fue contando a medida que pasaban. Uno tras otro, cuarenta y siete elfos machos harapientos se fueron perdiendo en la seguridad de los árboles. Se oyeron alaridos feroces y se intensificó el sonido de la batalla, lo cual sugería que varios de los elfos Suldusk se habían quedado atrás para ayudar a sus rescatadores y tal vez obtener venganza por su período de cautiverio. Según los cálculos de Chatarrero, la operación habría acabado pronto.

—Oh, sí, por supuesto, un resultado excelente —repitió, satisfecho.

Foxfire se adentró con rapidez por el bosque, saltando con ligereza por encima de árboles caídos y esquivando ramas bajas. Había elegido de antemano el terreno de batalla, un pequeño claro cercano al devastado campamento de tala. Era un lugar adecuado para la batalla porque su gente podría retirarse a los árboles y luchar desde cubierto y él podría por fin enfrentarse al humano que lo perseguía.

Cuando llegó al calvero, se situó detrás de un enorme cedro y se quedó a la espera. Podía oír a Bunlap aproximándose: sus pesadas botas de hierro que aplastaban el follaje, su aliento que emergía a través de sus dientes apretados a ráfagas breves, furiosas y sibilantes. Foxfire se preparó para el ataque. Suya iba a ser la ventaja de actuar por sorpresa.

Pero algún tipo de instinto, tal vez nacido del odio, aguzaba las percepciones humanas y cuando Foxfire salió de un salto de su escondite, Bunlap apenas parpadeó sino que blandió el cuchillo que tenía preparado en las manos.

Foxfire esquivó hacia un lado con rapidez y agilidad elfa, de tal forma que la hoja que debía haberse hundido en su corazón encontró los músculos de su brazo. Durante un instante, el elfo no sintió más que el golpe sordo del impacto, pero enseguida un dolor punzante le laceró el costado. Se tambaleó y tuvo que apoyarse en un árbol para no perder el equilibrio.

El humano se acercó a él, espada en mano.

Los elmaneses salieron huyendo hacia el bosque, y los humanos los persiguieron como harían perros sabuesos detrás de una liebre. Además, los soldados a sueldo tenían pocas alternativas porque quedaban todavía en pie ocho guerreros centauros cuyas lanzas seguían acosando sin cesar a los humanos hacia el norte, eso sin contar que, por reticentes que fueran a luchar con los elfos en mitad de la arboleda, todavía les apetecía menos enfrentarse a la cólera de su capitán.

Vhenlar, con el arco listo para disparar en una mano, fue el último en cruzar la línea de árboles. Tenía menos miedo de Bunlap que el resto, y en cierto modo habría preferido vérselas con aquellos mortíferos hombres caballo que enfrentarse de nuevo a los arqueros elfos, porque la perspectiva de aventurarse en las sombras frías y profundas de Tethir, donde cada una de ellas podía esconder a un elfo salvaje, le helaba el alma.

Pero no llegó tan lejos.

Un manojo de helechos pareció ponerse en movimiento y de él emergió la criatura más asombrosa que había visto Vhenlar en su vida. El ser, más bajo que un halfling, tenía un torso desnudo, parecido al de un hombre, sobre unos cuartos traseros que se asemejaban a un macho cabrío de dos patas. De su cabeza emergía un cabello enmarañado y castaño que le cubría los hombros y que se mezclaba con una barba igualmente espesa.

Vhenlar se dio cuenta, boquiabierto, de que se encontraba ante un fauno. Levantó el arco y apuntó. La flecha, un proyectil elfo robado, salió disparada en dirección a la garganta de la criatura.

El fauno soltó un bufido y agarró la flecha con un movimiento vertiginoso, sin ni siquiera parpadear. Antes de que el atónito Vhenlar pudiera reaccionar ante aquel sorprendente gesto, el fauno se abalanzó sobre él.

El arquero zhentarim cayó al suelo, debatiéndose con ambas manos para intentar apartar al diminuto guerrero, pero de repente un dolor punzante le cruzó el estómago y pareció subirle hacia el pecho. El fauno dio un brinco y se perdió a la carrera en el bosque.

Vhenlar bajó la vista para observar la flecha negra que le sobresalía del cuerpo. Una sonrisa irónica y amarga le torció la boca. Aunque no era aquél el fin que había imaginado para sí mismo, de algún modo había sabido desde el principio que alguno de aquellos proyectiles elfos acabaría incrustado en su cuerpo, y había una cierta satisfacción perversa en el hecho de que resultara cierto.

Una oscuridad profunda, vertiginosa y atrayente surgió de algún rincón del alma del mercenario y se cernió sobre él para conducirlo al olvido.

Bajo las sombras de los árboles de Tethir, Zoastria se enfrentaba a una pareja de espadachines. La hoja de luna que blandía en una mano restallaba, esquivaba y atacaba a una velocidad sorprendente. Tan terrorífica era su rapidez y su poder que a duras penas tenía la elfa destreza y resistencia para manejarla.

La fuerza de cada arremetida, de cada ataque, estaba a punto de arrancarle la espada a Zoastria de la mano, y le costaba mantener el equilibrio. Más de una vez se había sobrepasado en el impulso y había dejado algún flanco desprotegido a los filos de las armas humanas. Sangraba por varias heridas pequeñas en los brazos y los hombros y si no llega a ser por la inigualable rapidez de los ataques de la hoja de luna, que le permitía rectificar a toda velocidad aquellos lapsus, seguramente estaría ya muerta.

La semielfa le había aconsejado que sostuviera la espada con las dos manos porque, si no, le iba a resultar difícil de manejar, pero Zoastria no había prestado atención al consejo por pura arrogancia.

Por el rabillo del ojo contempló un instante cómo la semielfa acababa de hundir una espada en el pecho de un guerrero semiorco y, sin molestarse en recuperar el arma, arrancaba otra espada de las manos del cadáver y se volvía para enfrentarse a su siguiente atacante.

La diminuta elfa de la luna hizo un movimiento para esquivar a los dos hombres y se agachó para que no le alcanzara el filo de ambas espadas que hacían un barrido horizontal, antes de abalanzarse sobre el hombre que tenía a su derecha, a quien pilló con la guardia baja. La hoja de luna se hundió con facilidad entre sus costillas.

Pero el hombre no estaba rematado todavía. Mientras caía, hizo un movimiento de ataque con la espada y, aunque Zoastria estaba demasiado cerca para que el filo la alcanzase, con la empuñadura y el travesaño le dio un golpe doloroso en la cara que la hizo caer hacia un lado.

La elfa se lanzó en la misma dirección para que el movimiento continuado absorbiera parte de la fuerza del golpe, dio contra el suelo, escupió algún diente y se puso rápidamente en pie antes de alzar la hoja de luna, cada vez más pesada, hasta situarla en posición de defensa y enfrentarse a su segundo contrincante.

Antes de que pudiese atacar, una sacudida la alcanzó por detrás y, al volver la cabeza, vio que de la espalda le emergía la punta de una flecha.

Con un alarido de triunfo, el espadachín levantó su espada y cruzó el brazo sobre su pecho para preparar un golpe de revés. Zoastria levantó la cabeza y se dispuso a recibir a la muerte.

Una espada voló por encima de su hombro y se abalanzó sobre el espadachín. Atravesó su guantelete de cuero y se incrustó en su antebrazo, clavándole el brazo contra el pecho.

Unos brazos ligeros pero fuertes levantaron a la mujer elfa y la apartaron de la batalla. Al alzar la vista, Zoastria se topó con la mirada de su descendiente semielfa.

—Hemos de sacar esa flecha —aseguró Arilyn, apoyando una mano en la saeta carmesí.

—No lo hagas —repuso la mujer elfa con toda la convicción que pudo imprimir a su voz ya muy débil—. Ha perforado el pulmón y, si la quitas, moriré mucho más rápido y todavía tengo cosas que decir. Te nombro mi heredera de la espada. Coge otra vez la hoja de luna y acaba esta batalla.

Tras pronunciar aquellas palabras, Zoastria agarró la saeta y la sacó. Un hilillo de sangre le manchó la comisura de los labios mientras la cabeza le caía inerte hacia un costado.

Arilyn se puso de pie para contemplar a la mujer elfa. Zoastria había acelerado su propia muerte para que su heredera de espada pudiese reclamar la espada. Una hoja de luna podía tener un solo portador en cada momento.

La semielfa dio media vuelta y se acercó a grandes zancadas al lugar donde había caído la hoja de luna. Una oleada de indecisión la asaltó, pero ninguna de las alternativas que tenía le parecía prometedora. Recoger la espada era aceptar de buen grado siglos eternos de servidumbre, tal vez quedar eternamente encadenada a la magia de la hoja de luna. También existía una posibilidad muy real de que la espada no la aceptase esta vez porque la había rechazado con anterioridad y se había apartado del sacrificio elfo que requería de ella.

El fragor de la batalla hizo que Arilyn apartara la vista de la espada. A su alrededor, las criaturas del bosque luchaban con ferocidad por su hogar, pero los humanos eran numerosos y el resultado del combate asemejaba incierto.

Muerte instantánea o servidumbre eterna.

Arilyn se agachó y agarró la espada.