18
Habían transcurrido casi dos días. Los elfos del bosque parecían bastante impresionados con Kendel Hojaenrama porque el elfo de la luna había aprendido mucho sobre las costumbres de los elfos del bosque durante sus cuatro centurias de vida. Caminaba casi tan silenciosamente como ellos y se dedicaba a cazar para el grupo mientras los demás se quedaban en el campamento al cuidado de la elfa de la luna.
Jill se pasaba la mayor parte del tiempo burlándose de Hurón, para regocijo de Arilyn y Foxfire. Pronto quedó patente para todos menos para Hurón que el enano estaba flirteando descaradamente con ella. Cada vez que veía la ávida persecución de Jill por la elfa, Arilyn recordaba la pregunta que a menudo le acudía a la mente cuando veía un perro de granja que perseguía insaciable un carro de caballos: ¿qué ocurriría si, por casualidad, conseguía alcanzarlo?
En los ojos entrecerrados de Foxfire adivinaba pensamientos similares a los suyos, y tras la risa de sus ojos quedaba el recuerdo del tiempo que habían pasado juntos. Ese recuerdo hacía todavía más difícil para Arilyn la empresa que tenía pendiente, aunque espoleaba su determinación a seguir adelante. Apreciaba a Foxfire y deseaba hacer cuanto pudiera por él y por el Pueblo.
Así pues, en cuanto Arilyn se sintió lo suficientemente fuerte para viajar, anunció su intención de regresar a Espolón de Zazes.
—Fue idea tuya —replicó cuando Foxfire intentó disuadirla—. Tú me dijiste que eran los humanos quienes debían solucionar el tema de Bunlap y sus hombres. Deja que averigüe quién sostiene la correa de ese sabueso y luego deja que los humanos solucionen sus propios problemas.
—Iré contigo —anunció Hurón, desafiando con sus ojos negros a la semielfa a que replicara.
Arilyn no intentó siquiera hacerlo. Para hacer lo que tenía pensado, necesitaría al menos dos personas y estaba convencida de que Hurón apoyaría con entusiasmo el plan que Arilyn tenía en mente.
Deseaba retornar a Soora Thea a los elfos salvajes.
Pero Jill había adivinado ya su propósito.
—No estarás pensando en meterte en esa prisión rosada, ¿no? Estás planeando sacar a esa elfa dormida, ¿verdad? En efecto —añadió, disgustado—. Lo veo en tus ojos. Bueno, no pienso ir contigo.
—No te lo pediría —repuso Arilyn—. Te pasaste diez años en ese palacio. Es suficiente.
—Crees que estoy en deuda contigo por haberme sacado de aquella trampa —continuó rezongando el enano, como si no hubiese oído una palabra de lo que ella había dicho—. Tú y esa hembra escuálida no podréis salir de ahí solas, ni podréis arrastrar a esa elfa dormida de regreso al bosque. Bueno, no voy yo a hablar en nombre de Kendel, aquí…
—Yo también iré —lo interrumpió el elfo de la luna con calma.
—Nunca he dicho que yo fuera a ir, ¿a que no? —gruñó Jill—. Pero como este condenado elfo va y se apunta él solo, supongo que tendré que ir a vigilarlo. ¡Meterse en peleas, eso es lo que hace, sin pararse a pensar si puede o no ganarlas!
—Me alegraré de teneros a los dos —respondió Arilyn—. Y tú no tendrás ni siquiera que entrar en el palacio. Los dos podéis esperarnos en el exterior y vigilar a los caballos.
—¡Caballos! Vine en burro hasta aquí y me dará una patada en el culo si lo cambio por uno de esos comedores de heno de patas largas —protestó enojado Jill.
—En ese caso, será mejor que nos vayamos enseguida —intervino Hurón, sin darse cuenta de que las quejas del enano eran pura fanfarronada.
Pero a la insistencia de Foxfire, Arilyn accedió a esperar al alba antes de salir, así que se tumbaron a recuperar fuerzas para el viaje que los esperaba. Pronto Jill roncaba ruidosamente y los elfos Hurón y Kendel estaban inmersos en un profundo ensueño. Sin embargo, Arilyn vio que Foxfire, que normalmente parecía sereno, estaba ahora agitado y preocupado. Cuando los primeros parpadeos de luciérnagas anunciaron la inminencia de la noche, le pidió a Arilyn que diese un paseo con él.
—El Pueblo se tendrá que enfrentar a muchas batallas en un futuro próximo —comentó en tono sombrío—. En el interior del bosque, soy un dirigente capaz. Los elmaneses no han sufrido incursiones de otras tribus durante muchos años e incluso los orcos se mantienen alejados de nuestras zonas de caza, pero estos nuevos problemas me superan. Te necesitamos aquí. No te alejes demasiado del bosque.
—Unos cuantos días, no más —le prometió—. Pero hay cosas que tengo que hacer y que sólo pueden llevarse a cabo en la ciudad. Como he dicho antes, tenemos que saber por qué Bunlap hace lo que hace. Tengo contactos en Espolón de Zazes; llegaré hasta la raíz del problema.
—Sé que lo harás. Trabajamos bien juntos, tú y yo. —De repente, Foxfire se detuvo y contempló a la semielfa cara a cara, cogiéndole ambas manos entre las suyas—. Tengo que decirte algo antes de que te vayas. Estamos bien como estamos, pero hay algo que podría profundizar más nuestra relación. ¿Qué metas podríamos alcanzar si nuestras mentes pudiesen hablar entre ellas, si pudiésemos percibir los pensamientos del otro y sus planes sin necesidad de palabras? ¡Establece un vínculo de armonía conmigo Arilyn, y cuando regreses de la ciudad, quédate en el bosque conmigo para siempre!
Arilyn se quedó mirando al elfo, demasiado aturdida para hablar. La armonía era el lazo más íntimo que podía existir entre elfos, uno que perduraba durante el resto de sus vidas mortales. Era poco habitual incluso entre miembros del Pueblo, y no se tenía constancia de que ningún elfo hubiese establecido relación con un humano. Ni siquiera estaba segura de que ella, siendo sólo semielfa, fuese capaz de establecer ese vínculo místico con un elfo.
Además, para su sorpresa, Arilyn se dio cuenta de que en realidad no deseaba intentarlo. Foxfire era un elfo noble y admirable en todos los valores que ella apreciaba. También era un amigo bueno y verdadero, y su suerte le preocupaba profundamente. Pero aunque amaba al elfo, la idea de trabar con él un vínculo de armonía semejante parecía errónea. No podría hacerlo. Foxfire significaba todo lo que Arilyn había pensado siempre que deseaba, pero por algún motivo no le parecía suficiente.
Sin embargo, no existían palabras suaves con las que poder explicar esos sentimientos a un elfo. El único método alternativo que le quedaba como respuesta era mucho menos noble, pero fue todo lo que se le ocurrió a la semielfa en aquel momento; así que se preparó para hacer lo que muchas mujeres decentes habrían hecho en circunstancias similares. Mentir.
—Me honras más de lo que puedas suponer —empezó, para al menos poder decir palabras por completo sinceras—. Admiro la devoción que sientes por tu tribu y sé que tienes razón. Seríamos mucho mejores líderes de la tribu si pudiésemos leer la mente del otro sin palabras.
—No creas ni por un momento que te propongo establecer relación sólo por el beneficio de la tribu —intervino Foxfire con una fugaz sonrisa—. Sería un infortunio para mí establecer un vínculo de armonía en semejantes términos.
—Y también para mí. Pero no puedo. Yo…, yo ya estoy unida a otra persona.
Foxfire se la quedó mirando durante largo rato.
—¿Cómo es posible? Hasta la víspera del solsticio de verano, ¡eras todavía una doncella!
—Sí, pero ¿qué ocurre con los gemelos, por ejemplo? —replicó ella—. Establecen un vínculo desde el nacimiento. Hay muchos sistemas para establecer lazos. Así como lo sucedido aquella noche fue un tesoro muy apreciado para mí, hay otras cosas en la vida que bien merece la pena compartir.
La comprensión pareció llegar poco a poco a sus ojos.
—Ya veo, perdona —murmuró.
Arilyn apoyó una mano en su hombro.
—No hay nada que perdonar, sólo darte las gracias por el honor que me has concedido.
Él asintió y cubrió su mano con una de las suyas, aceptando con gracia su decisión.
—Es tarde, y la mañana llegará pronto. Debes descansar para poder emprender mañana el viaje.
Regresaron al lugar donde Hurón y Kendel seguían inmersos en el ensueño, pero Arilyn no pudo conciliar el sueño y sospechaba que tampoco Foxfire pudo encontrar el camino para sumirse en el reposo de los elfos.
Las dos mujeres elfas y su extraña escolta viajaron rumbo al este bordeando el lindero del bosque, un trayecto largo, pero Arilyn deseaba poner tierra de por medio entre ellos y la fortaleza de Bunlap antes de salir a campo abierto. El primer día avanzaron a pie, pero al segundo Arilyn, disfrazada de muchacho humano, se coló en una aldea de granjeros y gastó parte de sus monedas de emergencia en un trío de robustos caballos, y un burro para Jill.
Pusieron las monturas al trote al pie de las colinas, rumbo a la guarida oculta de Chatarrero. La tarea que tenían que llevar a cabo parecía hecha a medida para las habilidades del excéntrico alquimista. Había ocasiones en que valía más la pena ser sutil y discreto; ésta no era una de ellas.
Hostigaron a las monturas tanto como Arilyn se atrevió a hacerlo, con el permiso de Hurón, y así llegaron a la entrada de la cueva en mitad de la noche. Arilyn se introdujo en cabeza a través de la cortina de pinos que flanqueaba la entrada de la cueva y luego guió a los demás por los pasadizos.
Chatarrero estaba despierto y en pleno trabajo, como Arilyn había supuesto. El alquimista tenía poca afición a seguir horarios de ningún tipo. En aquel lugar, en una caverna horadada en las montañas donde ningún atisbo de luz natural marcaba el paso del tiempo, se sentía incluso a salvo de aquella molestia menor que significaban el día y la noche.
Cuando los cuatro viajeros se introdujeron en la guarida del alquimista, lo encontraron tumbado de espaldas sobre un enorme artilugio de madera que tenía el tamaño y la apariencia de un carruaje. Sus piernas rollizas y arqueadas sobresalían por debajo, y tenía los pies peligrosamente cerca de un caldero hirviendo.
Arilyn pensó enseguida en alargar una mano y apartar el peligro, pero se le ocurrieron de repente dos cosas: Chatarrero podía parecer despistado, pero siempre tenía muy presente su entorno. Era menos probable que por error pusiese el pie en el caldero que un halfling se saltara una comida. Segundo: no había razón aparente que indicase que el caldero estaba hirviendo. Pendía encima de un trípode sobre la piedra desnuda de la caverna, pero no había fuego debajo, ni siquiera un montón de carbón incandescente. Ergo, fuera lo que fuese lo que había en el caldero, mejor no tocarlo.
—Así que has regresado —anunció Chatarrero, sin molestarse en bajar de su último invento—. Y traes amigos, veo.
La semielfa se agachó para contemplar al alquimista, que estaba enfrascado conectando una compleja red de tubos y viales. Arilyn no quería ni pensar qué fuerza explosiva podía tener en mente que justificara toda aquella extraña preparación.
—Tengo trabajo para ti.
—Como ves, por el momento estoy ocupado.
Las palabras se le agolparon a Arilyn en la boca por la importancia y la urgencia de la tarea que tenían entre manos, por el impacto que tendría sobre los elfos y por cuán desesperada era su propia necesidad de liberar a su compañero Arpista, sino a sí misma, de la servidumbre que exigía la espada que portaba. Pero era consciente de que ninguno de esos razonamientos tendría el más mínimo efecto en el alquimista.
—¿Cómo te gustaría volar por los aires un palacio? —preguntó, en tono despreocupado.
Chatarrero la miró por fin con la expresión de quien no se atreve a confiar en haber oído bien.
—¿Cómo me gustaría? ¿Qué método preferiría usar?
—No, no me entiendes. Puedes usar el método que quieras, pero necesito que la explosión sea lo bastante fuerte para sumir a todo y a todos los que hay dentro en la más completa confusión. La explosión debe originarse dentro, y tiene que suceder con rapidez, para que no lo advierta la guardia de la ciudad que haya estos días en Espolón de Zazes.
El alquimista salió de debajo del carruaje, se puso en pie de un salto y se inclinó sobre una mesa. Luego, sin dejar de murmurar por lo bajo, empezó a introducir polvos de olores extraños y diminutos frascos de líquido en un enorme caldero, trabajando en apariencia con indiscriminada precipitación.
—Había querido probar esto desde hace años —comentó en tono alegre sin dejar de batir la masa como haría una ama de casa con un bizcocho—. Bueno, he hecho un par de pruebas, pero nada sustancioso.
—Aquella mansión que redujiste a escombros en Suzail…, ¿no sería por casualidad una de esas pruebas? —preguntó Arilyn en tono cauteloso.
—Oh, sí, por supuesto. Me falta saber lo que esto puede provocar con un poco de tiempo y de espacio. ¿Qué palacio tenemos que destruir, si me permites preguntarlo?
—El hogar de Abrum Assante.
—¿El maestro de asesinos? —intervino Hurón, que no había abierto la boca desde que habían entrado en la caverna—. ¿Te has vuelto loca?
Arilyn se volvió hacia la incrédula elfa.
—Assante tiene algo que necesitamos. ¿Recuerdas la historia que contaste de Soora Thea, el héroe que regresará? Bueno, puede hacerlo y desea hacerlo, pero antes la tenemos que sacar de su lugar de reposo, en la cámara del tesoro de Assante.
Los ojos de la elfa se iluminaron un instante, esperanzados, pero luego resplandecieron al comprender el sacrilegio.
—Así que eso es lo que ha estado diciendo el enano todo este tiempo. «La mujer elfa, pequeña y de cabellos azules», claro. Por supuesto que os ayudaré, pero dijiste que la explosión tenía que proceder del interior del recinto. ¿Cómo es eso posible? Las defensas de aquel lugar tienen fama de ser inexpugnables.
Arilyn contó a grandes trazos la historia de su misión anterior y describió el túnel repleto de agua que tenían que recorrer a nado para introducirse en el interior.
—Pero no podremos sacarla del mismo modo. Tendremos que sacarla por la puerta principal. Y el único modo de hacerlo es crear la suficiente confusión en el interior para que Assante se convenza de que tiene que utilizar ese túnel como vía de escape. Lo esperaremos allí y lo convenceremos de que nos saque sanos y salvos del recinto.
—Y entonces, morirá —añadió Hurón—. No se me ocurre un solo hombre que sea más peligroso que él si lo dejamos vivo para que alimente su venganza. Incluso dentro de los límites seguros de Tethir, ¡estaría toda la vida vigilando mi propia sombra! Pero ¿y luego? ¿Cómo llevaremos a nuestra heroína durmiente hasta Tethir?
—Tenemos suerte, tengo un amigo que trabaja en la Cofradía Marítima. Nos ayudará.
—Aquí está —intervino el alquimista, mientras tendía a cada mujer un pequeño recipiente. Arilyn contempló el suyo: parecía hecho de porcelana fina de Shou, y en el borde llevaba pintada una cenefa de dragones serpiente que echaban fuego por la boca. Una sustancia de color claro, parecida en textura a la cera, llenaba el cuenco, con una hebra de algodón que sobresalía en el centro. En el fondo del recipiente se veía una capa de cristales multicolores.
—Parece una vela —comentó Arilyn en tono de admiración—. ¿Cuánto tarda en quemarse la mecha?
Chatarrero se encogió de hombros.
—Una hora, quizás un poco menos. Aseguraos de estar bien lejos cuando explote. Ah, poned los cuencos de forma que el dragón fucsia, ¿lo veis, ése que está al lado?, señale en la dirección en que queréis provocar los mayores daños.
—El palacio de Assante está construido con mármol de Halruaa y los muros tienen más de treinta centímetros de grosor. ¿Estás seguro de que será suficiente?
El rostro del alquimista adquirió una expresión susceptible y quisquillosa.
—¡Con cinco como ésta destruiríamos la mayor parte de la ciudad! ¿Por qué será que los ignorantes creen que lo construido en Halruaa es más resistente que el resto del mundo? ¡Bahh…!
Una idea asaltó de repente a Arilyn, una que en épocas de menos necesidad habría descartado por ser una locura. La rivalidad entre los sacerdotes de Gond de Lantan y los artificieros de Halruaa era legendaria.
—¿Cómo prepararía un hechicero de Halruaa una fortaleza para ser atacada? —preguntó.
—Seguro que mal —replicó Chatarrero con un matiz de desprecio profesional—. ¡Un artificiero podría hacerlo mejor, pero ni siquiera así!
—¿Serías capaz de conocer de antemano sus trucos y desbaratarlos? Claro que sí… —respondió Arilyn con rapidez—. De acuerdo, esto es lo que vamos a hacer. Nosotros cuatro nos dirigiremos a Espolón de Zazes para asaltar el palacio de Assante. Luego, regresaremos aquí, te recogeremos y te llevaremos al campo de batalla. ¿Puedes tener listas para entonces las cosas que necesites?
—Espero que sí —respondió el alquimista en tono indiferente, con la atención concentrada de nuevo en su artilugio de madera—. Podrías recoger unas cuantas cosas para mí en la ciudad: un poco de carbón, sulfuro en polvo, una bolsa grande de alumbre y un tarro de arenque en escabeche. Para comer, ya sabes… —añadió, a modo de explicación.
Arilyn sofocó una sonrisa mientras se disponía a salir de la caverna. ¡Si Chatarrero quería arenques, conseguiría que los Arpistas y la misma Amlaruil le proporcionaran una flota de pesca propia! Eso suponiendo que alguno de ellos sobreviviese a la misión que iban a emprender.
A primera hora del día siguiente llegaron a Espolón de Zazes. Jill y Kendel se dirigieron a aquella zona de la ciudad donde los miembros de razas no humanas levantaban menos recelos, mientras las dos mujeres elfas se encaminaban a casa de Hasheth. Antes de llegar a las afueras de la ciudad, Hurón se había detenido para ponerse el disfraz que utilizaba para mezclarse con los humanos. Por algún motivo, disfrazada con la cara pintada y todas aquellas joyas y los vestidos de seda parecía más silvestre y más mortífera que ataviada con el atuendo de guerrera cazadora que le era propio.
—¿Quién es tu amigo? —le preguntó la elfa salvaje mientras caminaban por las amplias avenidas fingiendo ser dos mujeres elegantemente vestidas que salían a dar un paseo matutino.
—Hasheth, el hijo del bajá Balik.
—Ah, los Arpistas tienen una red de espionaje muy compleja —repuso Hurón en tono de aprobación—. Pero conozco a ese humano; es muy joven, ¿verdad? No es todavía un hombre.
—Ni tampoco un amigo —repuso Arilyn con una sonrisa maliciosa—, pero oye muchas cosas y transmite la información. Además, se está especializando en el tipo de intriga que podemos necesitar.
Abrió la puerta que conducía a una pequeña casa de mármol y cruzó el jardín que tenía enfrente. En la puerta los esperaba un criado con librea, que las acompañó hasta otra sala de espera donde un segundo criado les comunicó que el joven dueño se había levantado hacía poco y que enseguida bajaría a recibirlas. Arilyn notó que, según todas las apariencias, la fortuna personal de Hasheth seguía estando al alza.
Al cabo de unos momentos, se unió a ellas el joven príncipe, que saludó a Arilyn con una reverencia mientras dirigía una mirada apreciativa al vestido de seda de Hurón.
—¿Has finalizado tus asuntos en el este? Confío en que esta visita sea para celebrar tu éxito…
—Todavía no. Necesitamos cierta información, pero antes, dime, ¿cómo va tu fase de aprendizaje?
—De hecho, bastante bien —respondió Hasheth en tono de suficiencia—. Hhune es un hombre ambicioso que lleva a cabo planes bastante audaces.
—No olvides que uno de esos planes fue un intento de destronar a tu padre —respondió Arilyn en un intento de atemperar la admiración que a todas luces sentía el joven por el lord. Por lo que ella sabía de Hhune, no se merecía particularmente semejante adulación.
—Lo recordaré y estaré alerta —prometió él en tono conciliador—, pero dime lo que necesitas y empezaré la búsqueda.
—Necesito todo lo que puedas conseguir de un hombre que responde al nombre de Bunlap. Tiene una fortaleza junto al ramal norte del río Sulduskoon.
—El nombre me suena —respondió Hasheth en tono satisfecho, encantado de ir un paso por delante de la Arpista—. Es un capitán de mercenarios de las tierras del norte. Sus servicios tienen mucha demanda. Sus hombres están bien entrenados y son todo lo leales a su capitán como es de esperar. Lord Hhune lo emplea ocasionalmente como guardia personal o para la vigilancia de alguna caravana.
—¿Qué está haciendo Bunlap en el bosque de Tethir?
—Eso no te lo puedo decir. No debería estar propiamente en el bosque. Se supone que sus hombres tienen que vigilar para que la explotación forestal no sea atacada.
Hurón se puso de pie de un brinco, como si la hubiesen lanzado con una ballesta.
—¿Una explotación forestal? ¿Dónde?
—La verdad es que no lo sé. Según los libros de registro, los leños proceden de tierras del sur.
La mujer elfa estaba muy agitada mientras intentaba contener la furia…, y algo mucho más profundo que la cólera.
—Tengo que ver algo que se haya hecho con esos árboles. ¡Ahora!
Hasheth frunció el entrecejo, poco acostumbrado a que lo trataran en semejantes términos, pero al ver que Arilyn hacía un gesto de asentimiento, el joven salió de la habitación para volver con un círculo pulido de madera, de unos noventa centímetros de ancho, que estaba en proceso de convertirse en una mesa de juegos. Lo depositó en el suelo y, luego, miró con ojos inquisitivos a Hurón.
La hembra no le prestó atención. Soltó un grito breve, ahogado, y se arrodilló junto al círculo de madera para acariciar con la punta de los dedos los anillos de la madera y detenerse en los ojos que salpicaban las vetas. Al final, alzó una mirada furibunda a Arilyn.
—¡Este árbol era ya centenario cuando las colinas de Tethyr estaban pobladas solamente por lobos y ovejas salvajes! Hay pocos árboles de esta edad en las tierras del sur. Esto tiene que proceder del bosque de los elfos.
Un pesado silencio se apoderó de la estancia.
—No soy experto en ordenanzas locales, pero sé que eso sería tremendamente ilegal —repuso Arilyn—. ¿Por qué haría Hhune una cosa así?
—Quizás él no conozca el origen de la madera —sugirió Hasheth con rapidez.
—Lo dudo. Bueno, Hurón, es fácil saber cuál será tu próximo objetivo —comentó Arilyn en tono sombrío.
—Hhune —admitió la asesina elfa.
—Pero antes necesitamos tu experiencia en planificaciones —repuso Arilyn volviéndose hacia el joven, que permanecía tenso. Describió la misión y lo que esperaban de él. Hasheth accedió a todo pero algo en el tono distraído y mecánico de sus respuestas hizo que Arilyn desconfiara.
Cuando hubieron ultimado todos los detalles, el joven acompañó a las mujeres a la puerta principal. Siguiendo un impulso, Arilyn se volvió hacia Hasheth.
—Mira —comentó, con voz suave—. No me gusta especialmente Hhune, pero mientras se mantenga alejado del bosque y de los elfos, lo dejaré con vida. Haz lo que te digo: averigua por qué Hhune se está arriesgando tanto y quién puede estar al frente de todo esto. Si existe un modo de detener todo esto sin matar a tu nuevo patrón, lo haremos.
—Haré lo que pueda —prometió Hasheth de inmediato.
Se quedó en la puerta mucho tiempo después de que se hubiese marchado la semielfa con su exótica cortesana, meditando sobre cómo afrontar aquella nueva dificultad. Por supuesto, podía arreglar las cosas para que Arilyn y su asociada nunca llegaran a salir de la fortaleza de Assante. Eso sería sencillo, pues unas pocas palabras suyas describiendo los planes de la Arpista le valdrían sin duda su derecho a formar parte como miembro de los Caballeros de la Espada.
Pero no sabía lo que Arilyn había contado a sus superiores, ni sabía si los Arpistas iban a mandar agentes para sustituirla. Hasheth no deseaba que ningún norteño entrometido metiera las narices en los asuntos de Hhune o le quitara el puesto como informador de los Arpistas. No, tenía que proteger a Arilyn.
No obstante, no podía permitir que hiriese a lord Hhune. El mercader era un pilar básico para los planes que Hasheth había trazado para su propio futuro. Tendrían que hacerse varios sacrificios y los planes resultarían más complejos, pero sin duda todo aquello estaba a la altura de un hombre de su capacidad, concluyó Hasheth en tono de satisfacción.
El lythari salió de su guarida a través de una puerta oriental del bosque de Tethir, una que no se había utilizado desde hacía muchos años.
La puerta lo llevó a los límites más orientales del terreno que usaban de caza la tribu de Suldusk, cerca del borde del bosque. Ganamede no solía ir allí porque los elfos salvajes que habitaban entre aquellos árboles milenarios apenas se trataban con nadie que no fuese de su tribu. Sin duda había pocos elfos salvajes más hostiles y reservados que los de la tribu Suldusk.
Aun así, Ganamede había prometido servir a los intereses de todos los elfos verdes. En forma de lobo, avanzó sigiloso en dirección al asentamiento Suldusk.
El terreno allí era más agreste y salvaje que en las partes más occidentales del bosque. Los árboles crecían en las cimas de escarpadas colinas repletas de cavernas y salpicadas de riscos pedregosos y barrancos. A los ojos de Ganamede, aquella zona se parecía más a los bosques del Norland que a los terrenos de Tethyr. Además, los primeros refugiados de Cormanthor se habían instalado allí hacía tiempo y los árboles que habían traído del bosque elfo todavía contemplaban como vigilantes el territorio.
Sin embargo, los Suldusk habían vivido entre los árboles de Tethir desde tiempo inmemorial. La tribu estaba ya allí cuando se recibieron los refugiados de Cormanthor, los elfos que, transcurrido el tiempo, se convirtieron en la tribu elmanesa, y habían recibido el regalo de los plantones que habían traído del norte, pero las relaciones no habían seguido siendo cordiales entre tribus. Se habían sucedido siglos de conflictos entre ellos, seguidos de alguna incómoda tregua. Al final, había desaparecido el contacto por completo entre ambas tribus y ni siquiera los clanes de lytharis cazaban en tierras de los Suldusk.
El aguzado oído de Ganamede captó un sonido lejano, débil, pero ajeno al bosque y, por consiguiente, claramente audible. El lythari trepó por una enorme colina que desembocaba en el asentamiento. Desde allí podría tener una visión completa del valle. Aunque estuviese poblado de árboles, podría captar el origen de aquel sonido.
Con gran cautela, el elfo transformado en lobo coronó la cima y se detuvo al borde del precipicio. Se quedó allí, perplejo, contemplando el valle. Lo que una vez había sido un maravilloso bosque elfo había quedado devastado y desprovisto de vida y de magia. El terreno se veía salpicado de mojones enormes y el espeso follaje había sido quemado para que los árboles muertos pudiesen ser conducidos con más facilidad hacia el río para ser transportados.
Ganamede sacudió su cabeza plateada como si se negara a aceptarlo. ¿Cómo era posible? La feroz tribu de elfos Suldusk no habría permitido jamás que se destrozara de ese modo su hogar. No si seguían con vida, por supuesto.
El lythari dio media vuelta y se encaminó hacia el asentamiento elfo, que quedaba oculto en un valle no muy lejano del devastado bosque. Se detuvo, sin embargo, mucho antes de llegar, aturdido por el aroma de pesar, muerte y desesperación. Coronó la colina que se cernía sobre el valle de los Suldusk y vio que quedaba escasa cobertura. Con gran cautela, se fue acercando porque tenía que averiguar qué había sucedido con los elfos Suldusk.
Durante largo rato se quedó mirando Ganamede el devastado territorio. Luego, su silueta plateada parpadeó y desapareció, y él se quedó en el quemado círculo, plantado sobre dos piernas como un solemne elfo de cabellos plateados. Había completado aquella transformación sin pensar en ello, atraído por una fuerte y profunda necesidad.
En su forma de lobo, Ganamede no podía derramar una sola lágrima.