5

El día llegaba ya a su fin y Foxfire lo sabía, aunque en las profundidades del bosque no había prolongación alguna de sombras que indicase la hora. Allí la umbría era total y profunda y el único cielo estaba constituido por miles y miles de capas de ramas cubiertas de hojas y pinos aterciopelados que tamizaban la luz del sol. Hasta el mismo aire que respiraban parecía verde y vital.

El elfo estaba a bastantes kilómetros de distancia de Árboles Altos, la aldea oculta de su tribu, pero él y sus dos compañeros avanzaban a buen ritmo a través del espeso follaje y tan silenciosos e invisibles como un trío de ciervos. Aquel bosque, en toda su amplitud, era el hogar de los elfos, y sus ritmos circulaban por sus venas y estallaban como cánticos en sus almas.

Foxfire iba en cabeza en rumbo constante hacia el oeste, con destino a una arboleda situada al este del enclave comercial conocido como Piedra Musgosa. En tiempos remotos, más felices y seguros que los de ahora, los elfos de la tribu elmanesa habían comerciado con los humanos que vivían en aquella ciudad fronteriza con el bosque, pero luego había llegado el reinado brutal de los tethyres, aquella familia real que parecía dispuesta a exterminar a los elfos de aquellas tierras. La tribu elmanesa se había visto forzada a retirarse a las sombras del bosque y proclamar su propio gobierno mediante el Consejo Elfo. Durante muchos años, todos aquéllos que se aventuraban en el bosque vivían y morían según las normas dictadas por aquel consejo, pero en aquellos tiempos de conflictos, hasta la voz sabia y colectiva del consejo había titubeado y había caído en el silencio. La alianza entre elfos se había roto y cada clan había seguido su propio camino. En concreto la tribu Suldusk, siempre un poco reticente a mezclarse con sus hermanos y hermanas elmaneses, había desaparecido en la penumbra profunda de la espesura más suroriental y nadie sabía a ciencia cierta cuántos elfos quedaban con vida entre aquella selva centenaria.

Aun así, quedaba un asentamiento de elfos en el Claro del Consejo, y los ancianos que allí vivían seguían siendo la mejor fuente de información y de noticias del bosque. Foxfire confiaba en encontrar respuestas que pudieran justificar lo que estaba sucediendo con su pueblo.

Los elfos habían poblado el bosque de Tethir desde antes de que la memoria elfa pudiera recordar, y eso que los elfos tenían longevas memorias, pero por primera vez en sus nueve décadas de vida, Foxfire temía que los días de su gente en aquellas tierras estuvieran contados. Demasiados cambios habían acontecido a los elfos, y con demasiada rapidez, para que ellos pudieran asimilarlos o adaptarse. Foxfire era de naturaleza optimista y encontraba siempre la parte positiva de todas las situaciones, además de esperar que la suerte estuviera siempre de su parte en todas las cosas. Asimismo, tenía el don de inspirar la misma confianza en aquellas personas que lo rodeaban, pero ni siquiera él podía dejar de prestar atención a los temores de que una nueva penumbra se había cernido sobre Tethir, y los recientes acontecimientos sugerían que pronto podía regresar la Era de la Tiranía.

Los elfos tampoco se ayudaban a sí mismos. Foxfire no podía apartar de su mente las insinuaciones que había hecho aquel humano, Bunlap. ¿Acaso era posible que varios clanes estuviesen atacando de verdad granjas y caravanas? Y, si eso era cierto, ¿qué conflictos nuevos acarrearía esa actitud a las tribus de Tethir?

—No estamos lejos —comentó Korrigash, un cazador y guerrero de cabellos negros, el mejor amigo de Foxfire. El taciturno elfo apenas hablaba, y el hecho de que lo estuviese haciendo ahora indicaba la gravedad de la situación en que se encontraban.

Aunque Korrigash era casi tan terco como un enano, no existía nadie bajo la capa de estrellas a quien Foxfire apreciara más ni en quien más confiara. Hacía ya mucho tiempo que eran amigos y rivales, desde que de pequeños jugaban a tirarse cualquier cosa que pudiesen encontrar, ya fuera guijarros que alfombraban el suelo forestal hasta musgo que crecía alrededor de sus pañales. En la actualidad su rivalidad se traducía en competiciones con armas o con arcos, o se encaminaba a conseguir la sonrisa de una doncella elfa, pero cuando patrullaban o se veían inmersos en un combate, Korrigash ocupaba siempre su lugar natural por detrás de Foxfire, cediéndole instintivamente el liderazgo al guerrero de cabellos rojizos. Y de un modo semejante, Foxfire había aprendido a leer los pensamientos no formulados que se ocultaban tras las escasas palabras de su amigo.

—El Claro del Consejo está detrás de esos cedros. —Foxfire señaló con el arco una espesura de coníferas—. Los ancianos sabrán si hay verdad en las historias de los humanos.

Korrigash se limitó a soltar un resoplido, pero su hermano, un joven imberbe conocido con el nombre de Tamsin, tenía muchas cosas que decir sobre el tema.

—¿Cómo puede haber verdad donde no hay honor? —rezongó—. ¡Los humanos no conocen ni una cosa ni otra! Y si por asomo el Pueblo ha estado empujando a los humanos para que se retiren, ¿qué hay de malo en eso? Si de mí dependiera, todos los humanos que osaran adentrarse en el bosque de Tethir serían recibidos con una flecha en el corazón, ¡y ojalá que las sombras de plata les royesen los huesos!

—Veo que hablas con tu habitual comedimiento —le respondió Foxfire alegremente, pero por instinto alargó una mano para formar la señal tradicional de paz de los elfos. Uno nunca sabía si las sombras de plata podían estar observándolos y sólo un elfo muy impetuoso se atrevería a hablar a la ligera de esos seres misteriosos ni se arriesgaría a incurrir en su cólera, rara pero mortífera.

Los elmaneses y los Suldusk no eran los únicos elfos del bosque. Entre aquellos árboles había miembros del Pueblo más reservados y sigilosos. Los lytharis, criaturas de formas cambiantes que tenían más de lobo que de elfo, se habían instalado en Tethir cuando los antepasados de Foxfire todavía se paseaban por las copas de los árboles en Cormanthor. Aunque hacía siglos que nadie de la tribu Árboles Altos había visto a un lythari en forma elfa, de vez en cuando captaban por el rabillo del ojo una sombra peluda y plateada u oían los aullidos obsesivos que los lytharis emitían hacia lo alto en busca de la luna invisible.

—Estás entre amigos, Tamsin, pero yo iría con cuidado antes de emitir esos juicios al aire —prosiguió Foxfire—. ¡Piensa en lo que sucedería si esas ideas cundieran entre nosotros y el Pueblo viera a todos los humanos como enemigos!

El joven elfo se encogió de hombros y se apartó, pero no antes de que Foxfire percibiese el fuego latente que brillaba en sus ojos. De repente, comprendió la verdadera naturaleza del hermano de su amigo. Lo que Foxfire había interpretado como un arrebato adecuado a su juventud impulsiva era algo mucho más mortal: odio ciego, sin razón e implacable.

Por un instante, el líder elfo se sorprendió por la punzante fuerza que traducían las emociones de Tamsin. No se atrevía a pensar qué sucedería si el corazón de muchos de los jóvenes del Pueblo optara por seguir aquel estrecho camino.

—Menos hablar y más andar —comentó Korrigash con severidad—. La noche no tardará en llegar.

Era una constatación de un hecho. A pesar de que los tres elfos podían ver tanto en la oscuridad como a plena luz del día, era conveniente que llegaran al Claro del Consejo antes de que cayera la noche. El bosque estaba lleno de criaturas peligrosas: ogros, arañas gigantes, lobos, estirges, wyverns e incluso un dragón o dos. A la mayoría los acuciaba el hambre con la llegada de la oscuridad y existía la posibilidad de que los elfos, de por sí cazadores, se convirtieran en presas.

—Por las estrellas y los espíritus —maldijo Tamsin con voz entrecortada.

El joven elfo echó a correr entre los helechos y las enredaderas sin prestar atención al estrépito que hacía y al rastro que dejaba.

La reprimenda de Foxfire quedó ahogada en sus labios al ver que en las manos de Tamsin aparecía de repente una daga. La juventud a menudo percibía peligros que los elfos de mayor edad y más experimentados no detectaban y, aunque era un elfo impulsivo, no entraba en combate a la ligera. Foxfire y Korrigash intercambiaron una rápida mirada de consternación y desenvainaron sus propias armas.

Los elfos salieron a la carrera por el sendero pisoteado y se detuvieron ante la cortina tronchada de enredaderas que les había mantenido oculto a la vista el Claro del Consejo. Ante ellos se encontraba Tamsin, con el cobrizo rostro extrañamente ceniciento, y detrás se vislumbraba una escena de total devastación.

Lo que en su día había constituido un calvero lleno de vida se asemejaba ahora a los restos de un campamento de mercenarios descuidados. Un amplio círculo de tierra se veía ennegrecido y estéril, salpicado de leños chamuscados. Los puentes colgantes, antaño vías de comunicación que unían los árboles y los hogares y aposentos que se ocultaban detrás, pendían ahora inertes contra los árboles negros. Los hogares elfos habían desaparecido, al igual que sus habitantes. Foxfire sintió un nudo en la garganta al vislumbrar restos de huesos quemados entre los despojos de árboles.

El hogar del Consejo Elfo había sido destruido, y con él se había esfumado la única esperanza de restablecer la unidad del Pueblo asediado.

Una ligera palmada en el hombro sacó a Foxfire de sus funestos pensamientos. Al volverse, vio que el cazador le tendía una flecha ennegrecida.

—La cogí de entre dos costillas desnudas. Mira la marca.

El elfo echó un vistazo a la saeta. La marca que en ella había le resultaba familiar: tres líneas curvas combinadas para formar la figura estilizada de una flor de alcornoque. No cabía duda de que la flecha era suya, pero ¿cómo la había perdido? ¡No había errado un blanco desde que era niño!

Miró con incredulidad el rostro de su amigo.

—¿Cómo?

—Los humanos. —Korrigash señaló la saeta—. Fíjate en la longitud.

Foxfire asintió, pues lo había comprendido de inmediato. La flecha era tal vez unos dos dedos más corta de lo que debería haber sido. Había sido partida, se había redondeado el extremo astillado y se había fijado una nueva punta de flecha. Como los elfos del bosque localizaban y reutilizaban todas las flechas usadas para cazar, ésta sólo podía proceder del cuerpo de un enemigo. Era posible que la saeta hubiese quedado insertada en algún ogro o monstruo similar que hubiese sido herido, pero esas criaturas carecían de la inteligencia suficiente para dejarla allí a fin de que los demás la encontraran. Esto era obra de los enemigos de los elfos: los humanos.

—Enfrentar a las tribus —comentó, triste, el cazador.

Una vez más volvió a asentir Foxfire. Las marcas de los mejores cazadores y los mejores guerreros eran muy conocidas en el bosque y no todos los que se topasen con el devastado asentamiento elfo desentrañarían la estratagema. Pero aunque era posible que alguien intentase enfrentar entre sí a las tribus, el propósito oculto tras un acto tan sombrío era algo que Foxfire no alcanzaba a comprender.

Sin embargo, había un humano que tal vez conociera las respuestas. Foxfire recordaba su conversación con Bunlap y de improviso supo dónde podría encontrar al humano.

Se acercó a Tamsin y apoyó una mano en el hombro del elfo. Una punzada de culpabilidad asaltó a Foxfire al advertir la expresión obsesiva en el rostro del luchador. Tamsin era vidente, a pesar de ser un elfo verde. Era como si el joven estuviese contemplando delante de él la carnicería tal y como había sucedido. Ese don era a la vez un tormento y una bendición, pero en aquel momento necesitaba la ayuda del elfo porque al ser gemelo tenía un lazo de unión con su hermana que les permitía conversar telepáticamente.

—Tienes que avisar a Árboles Altos de inmediato —le dijo Foxfire—. La tribu tiene que enviar un destacamento a la frontera del bosque por la parte sur de Piedra Musgosa. Treinta elfos armados con flechas verdes sin marca.

Esta última orden no tenía precedentes porque las flechas elfas conocidas como «relámpagos negros» se forjaban mediante un proceso largo y místico. Las flechas verdes eran bastas y estaban inacabadas según los esquemas elfos; resultaban mortíferas si se disparaban con arcos elfos pero carecían de los ritos que imbuían las armas con magia del bosque y que unían a los guerreros y a los cazadores con su hogar de un modo que ningún humano, y pocos elfos, comprendían por completo. Sin embargo, Foxfire sabía que su petición sería cumplida, y comprendía que eso era la medida del alto respeto que la tribu profesaba a su liderazgo y su juicio. Sólo confiaba en que aquella decisión no traicionase la confianza de su gente.

—Si hasta ahora no ha habido incursiones elfas en territorio humano, las habrá a partir de ahora —añadió en voz baja—. Atacaremos la granja donde mantienen prisioneros como esclavos a los elfos.

Al oír aquellas palabras, la expresión atribulada desapareció de los ojos de Tamsin, como se esfuma la niebla matutina, cuando salió el primer rayo de sol de su odio.

—En ese caso, transmitiré tus palabras a Tamara con sumo placer. ¡Y le diré que inste a los guerreros a apresurarse!

—¿Cómo va la granja? —preguntó Arilyn en tono despreocupado.

Sus palabras parecieron irritar a su joven huésped, como pretendía. El príncipe Hasheth le dedicó una mirada funesta, pero enseguida recompuso su expresión de rapiña con una máscara de arrogancia tan estudiada que Arilyn se convenció de que la había ensayado delante del espejo.

Parecía que Hasheth, hijo menor del bajá reinante, atravesaba grandes dificultades para encontrar una vereda adecuada a sus ambiciones y a su exagerado apego por su persona. Arilyn se había encontrado con el joven varios meses atrás, cuando había intentado ganar fama y riqueza como asesino. Le habían encargado matar a otro asesino, llamado Arilyn, pero con ayuda de Danilo ella había conseguido no sin esfuerzo convencer al orgulloso joven de que el encargo era en verdad una sentencia de muerte orquestada por los jefes de cofradía que deseaban sacar al hijo de Balik de la Cofradía de Asesinos. Desde aquel momento, Hasheth se había convertido en un aliado, había contribuido a promocionar a Arilyn en el seno de la cofradía y había introducido a Danilo en la vida social del palacio. Al hacerlo, había encontrado finalmente la actividad que mejor se ajustaba a su carácter. El papel de confidente de los Arpistas atraía al joven, porque la intriga era una habilidad muy apreciada en Tethyr. Sin embargo, sus actividades de Arpista no le habían proporcionado la riqueza y el estatus que ansiaba. Desde que había salido de la Cofradía de Asesinos, había probado una docena de ocupaciones y la última, en apariencia, le complacía tan poco como cualquiera de sus opciones anteriores.

—Me he limpiado el barro y el estiércol de las botas, y he dejado la finca en manos de un administrador —anunció Hasheth con desdén—. La vida como noble del campo es mortalmente aburrida. ¿Qué necesidad tengo yo de tierras o de títulos, yo, que soy hijo del bajá?

Arilyn pensaba que, en realidad, las tierras y los títulos serían una gran mejora en el lote que poseía en la actualidad Hasheth. Como hijo menor de un harén, su estatus era a grandes trazos el correspondiente a un hábil hombre de negocios, y sus perspectivas eran mucho menos prometedoras. Según el último recuento, Balik tenía siete hijos de sus esposas legales y su harén había producido trece o catorce más. Hasheth tenía como mínimo una docena de hermanos mayores que él y, aunque hubiese llegado a perfeccionar su habilidad como asesino, le habría costado varios años abrirse camino hasta el primer puesto de la fila.

La semielfa hizo un gesto de asentimiento, comprensiva.

—La tierra es importante, pero la riqueza de Espolón de Zazes procede sin duda del comercio. ¿Has pensado en convertirte en mercader?

El príncipe soltó un bufido.

—¿Un verdulero? ¿Un vendedor de camellos? No, creo que no.

—¿Y qué te parecería ser aprendiz de la Cofradía Marítima, junto a un hombre que se sienta en el Consejo de Nobles? —contraatacó la Arpista—. El comercio y la política van de la mano como la daga y la espada, y en ningún otro lugar es más evidente que en Espolón de Zazes. Podrías aprender mucho y reunir los instrumentos necesarios para labrarte tu propio futuro. Aquéllos que controlan el comercio tienen siempre gran influencia sobre los dirigentes. E Inselm Hhune es un hombre ambicioso; harías bien en unirte a su flota.

Hasheth asintió, mientras la contemplaba con ojos meditabundos.

—¿Y los Arpistas… apoyan a ese lord Hhune?

Su tono era despreocupado, pero Arilyn pudo casi oír los engranajes del dios Gond girando en su mente. Era evidente que pensaba que ella tenía algún otro propósito en la cabeza, aparte de la prosperidad de su carrera. La Arpista ocultó una triste sonrisa. Hasheth era bueno y mejoraba día a día.

—No, por supuesto que no —respondió, brusca—. Como te he dicho, Hhune es ambicioso y sería conveniente para los Arpistas mantener la vigilancia sobre un hombre como ése. Pero no hay razón que te impida hacernos ese favor y a la vez prosperar en tu carrera.

La idea pareció complacer al joven, que alargó un brazo para coger una botella con incrustaciones de piedras preciosas y añadir un poco más de vino a la copa de Arilyn. Ella la vació, complaciente, de un trago, sin dejar de detectar el brillo que centelleó en los ojos de Hasheth. Era un truco muy habitual, uno que había usado él en multitud de ocasiones con la esperanza de que una cantidad importante de vino calishita pudiese derribar las sólidas defensas de la semielfa y la condujese hasta su cama. Arilyn era consciente, aunque sin vanidad, de que la consideraban hermosa, y estaba acostumbrada a recibir atenciones por parte de los hombres. Hasheth la divertía y la exasperaba a la vez, porque el joven siempre expresaba su admiración de un modo que sugería que le estaba otorgando un gran honor. Arilyn era experta en decir que no: tenía un repertorio amplio que incluía desde una amable excusa fingida a un contundente revés de esgrima, pero cada vez le resultaba más difícil frenar las insinuaciones de Hasheth con el rostro impasible.

Afortunadamente para Arilyn, el joven parecía más interesado en sus futuras posibilidades que en sus más inmediatos impulsos libidinosos.

—Pediré a mi padre que me coloque al servicio de lord Hhune.

—Hazlo, pero antes deberías saber que Hhune estuvo probablemente envuelto en el complot contra tu padre —le advirtió—. Es incluso posible que tenga algo que ver con el intento de las cofradías para asesinarte. Deberías vigilar tu espalda.

Hasheth se encogió de hombros como si esas ofensas pasadas no fuesen dignas de tener en consideración.

—Si lord Hhune es de verdad un hombre ambicioso, optará por el camino que más le convenga —comentó, y a Arilyn le pareció oír también la frase no formulada: «Igual que yo».

La actitud del joven no tranquilizó en lo más mínimo a Arilyn. Hasheth era ante todo pragmático y haría todo lo necesario para avanzar en sus ambiciones. Mientras sus intereses corriesen parejos a los de los Arpistas, todo iría bien, pero no estaba segura de que siempre fuera a ser así. De todas formas, el honor la obligaba a hacerle una última advertencia.

—Espero equivocarme, Hasheth, pero por lo que he visto y oído, parece que se aproxima el fin del reinado de tu padre. No puede ser de otro modo, teniendo en cuenta que ofende a muchos tethyrianos ambiciosos en favor de cortesanos del sur.

El príncipe recibió aquella calamitosa predicción con otro encogimiento de hombros.

—¿Qué tiene que ver eso conmigo? Estoy demasiado lejos del trono para lamentar su pérdida y desde hace tiempo sé que tengo que buscarme la fortuna en otro sitio. Pero te agradezco tus palabras. Ahora, si no te importa, volvamos a temas más placenteros. ¿Un poco más de vino?

Arilyn declinó la invitación con un ligero ademán y una fugaz sonrisa. Hhune y Hasheth formaban una buena pareja, y deseaba que disfrutaran de su mutua compañía.

—Lo haría, Hasheth —ronroneó con tono insinuante de cortesana—, pero en una compañía como la tuya, no me permito beber con demasiada libertad. ¡No confío en mí misma!

Las tiendas de Espolón de Zazes cerraban con la llegada del crepúsculo, pero en la trastienda de la botica Ungüentos Finos Garvanell seguían los negocios. Por detrás de la lujosa tienda que ofrecía aceites aromatizados y pociones falsas a los pudientes de la ciudad, por detrás de las oficinas donde trabajaban a destajo los empleados para contar las ganancias del día, Garvanell mantenía una sala privada donde recibía pagos más personales.

Garvanell había nacido en un entorno agrícola, en los límites distantes de las colinas Púrpura, pero desde edad muy temprana había quedado claro que no iba a conformarse con vivir en un lugar tan remoto y humilde. Los dioses le habían concedido un rostro atractivo y un cierto encanto cobista, modestos atributos que él había explotado en su propio beneficio para conseguir el favor de mujeres mayores y acomodadas. Paso a paso, se había abierto paso en la sociedad, hasta que al final se había casado con una viuda pudiente de Espolón de Zazes.

Su mujer tenía sus buenos veinte años más que él, era robusta y bastante fea, pero en la vida todas las cosas tienen sus compensaciones, y la mujer poseía un negocio floreciente y una pasión cada vez más acusada por jugar a cartas. Como ganaba más a menudo que perdía, Garvanell estaba encantado de que hubiese encontrado algo para pasar el rato que no fuese su persona. Él se había hecho cargo de la perfumería y la había convertido en un negocio próspero, y aunque casi la mitad de sus ganancias las recibía en efectivo, todavía se las arreglaba para obtener un provecho que le permitiese mantener las apariencias.

Un suave repiqueteo en la puerta de Garvanell, unido a una contraseña susurrada, anunció que su último encargo había llegado. Su anciana mujer se permitía unos caprichos; él, otros.

El mercader de perfumes abrió la puerta e inspeccionó a la joven que su cliente favorito le había enviado. Había expresado siempre sus preferencias por la novedad. Aquella mujer era más exótica que la mayoría, sus ojos negros y almendrados y el brillante turbante de seda sugerían cierta herencia oriental, pero dudaba que el cliente se hubiese tomado esa molestia. Por supuesto, el Aceite de Almizcle de Minotauro no era un producto fácil de obtener, ni siquiera era fácil encontrar las imitaciones que hacían los alquimistas poco escrupulosos de Lantanna.

Luego, la mujer entró en la estancia y la suave luz de la lámpara iluminó su tez pálida del tono raro de la porcelana de Shou. El pulso del mercader se aceleró. ¡Era el artículo original! Por un momento, casi deseó que pudiese decirse lo mismo del Aceite de Almizcle de Minotauro que había servido para comprarla.

Mientras Garvanell cerraba la puerta, las campanas del templo de Ilmater empezaron a repicar para marcar la medianoche. El mercader esbozó una mueca. El templo estaba a menos de un bloque de distancia y por la noche el ruido era ensordecedor. Se volvió hacia la mujer para fingir algún gesto de disculpa, pero se quedó congelado, con los ojos abiertos por el asombro y el temor.

La mujer se había quitado el turbante y los guantes. Lenta y deliberadamente, levantó uno de sus largos dedos para pasárselo por la mejilla y quitarse el ungüento de color marfil que había usado como maquillaje, y dejar al descubierto la tez rubicunda. Antes de que Garvanell pudiese reaccionar, sacó una daga de los pliegues de su vestido y se abalanzó sobre él.

A pesar de ser menuda y delgada, la velocidad y la furia con que embistió sirvió para tumbar al mercader al suelo. La mujer se sentó a horcajadas sobre su pecho y con las rodillas le pegó los brazos al piso. Hundió una mano en su pelo y le echó hacia atrás la cabeza, para apoyar el filo de la daga contra la garganta. Luego, se inclinó para susurrarle al oído.

—Deberíais sentiros halagado —murmuró—. Compro siempre los ungüentos y cosméticos en vuestra tienda. ¡Lástima que no resistan el roce de las sábanas de lino, aunque hasta ahora ningún hombre ha vivido para quejarse de ello!

Al final el terror que paralizaba a Garvanell desapareció y el hombre empezó a gritar para conseguir ayuda.

Hurón lo dejó chillar porque el repiqueteo de las campanadas del templo de Ilmater ahogaba de sobra los gritos. Fue contando, burlona, las campanadas de medianoche, con la boca pegada a su oído, y cuando murió el último rebato, se apartó a un lado, no sin antes hundir la daga de través.

La asesina se puso de pie y se quedó mirando al mercader muerto. No sentía regocijo ni lástima. Se había silenciado otra boca chismosa. Era algo necesario, tan fundamental como lo era la caza para conseguir comida. Esta muerte había sido sencilla, como lo eran la mayoría. En aquella ciudad blanda y decadente, Hurón era como un halcón entre palomas.

Su gente era de corazón apasionado, pero pocos de los que conocían la misión de Hurón y sus métodos la aprobaban. Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo y los asuntos se complicaban, empezaba a darse cuenta de la inutilidad del camino que había elegido. Aunque Hurón tenía múltiples habilidades, no podían compararse con los niveles de intriga de Tethyr, ni su mente estaba estructurada para comprender la complejidad de las conspiraciones y tramas de la ciudad. Si tenía que encontrar y destruir al que andaba buscando, necesitaba ayuda.

—Necesito ayuda —murmuró, enojada, porque reconocerlo no le resultaba fácil a la orgullosa e implacable hembra. La idea en sí misma era repugnante, pero Hurón se había comprometido a hacer cualquier cosa que pudiera servir a su pueblo.

Por desgracia, encontrar ayuda iba a ser más difícil que aceptarla. Hurón había aprendido muchas cosas de Tethyr y sus habitantes, pero no tenía ni idea de adónde dirigirse, ni conocía a nadie sobre quien pudiera depositar un mínimo de confianza.

Frustrada más allá de lo que era capaz de expresar con palabras, recogió los guantes y el turbante del suelo y se los puso. Luego, se retocó el maquillaje de la mejilla para ocultar el verdadero tono de su piel, y en cuanto tuvo el disfraz de nuevo a punto, se deslizó hacia el exterior de la tienda y se encaminó sigilosa hacia la taberna más cercana. Una de las cosas que había aprendido durante su estancia en Espolón de Zazes era que la información útil es más fácil encontrarla en una sala de fiestas que en una sala de consejos. Quizás aquella noche encontraría la inspiración que le faltaba para completar la tarea que había elegido.

La mañana se desplegó sobre las colinas, proyectando largas sombras doradas sobre el paisaje exuberante y fértil. Lord Inselm Hhune contempló con honda satisfacción la escena que se exhibía ante él. Su finca campestre estaba situada en la cima de un altozano y la vista que se contemplaba desde el balcón de su estudio privado era extensa y espectacular.

La propiedad de Hhune era un pequeño condado de forma curiosa, una colección de granjas pequeñas bien atendidas que se alineaban en la ribera del río Sulduskoon en un espacio de varios kilómetros, en una disposición que no era fortuita sino que le proporcionaba cierto grado de control sobre el comercio de aquella parte del río. Hacia el norte, Hhune alcanzaba a ver la estrecha franja de tierra compactada que constituía la Ruta Comercial, y un poco más allá, atisbaba los tejados de Espolón de Zazes.

Aunque acababa de empezar el verano, las fértiles tierras de labranza de aquellos parajes y la región de las colinas Púrpuras hacia el sur se veían lozanas y verdes. Hacia el oeste se extendía el mar, y Hhune podía incluso distinguir el brillo de la luz del sol sobre las olas distantes. Obtenía grandes riquezas del trabajo de los granjeros, y más todavía del mar. Como mercader, y como jefe de la influyente Cofradía Marítima de Espolón de Zazes, Hhune había ganado tanto poder y tantos beneficios que había sobrepasado incluso sus propias metas, pero lo que antaño eran distantes quimeras eran ahora meros adoquines en el sendero que se había trazado Hhune para alcanzar objetivos mayores.

—Es increíble cómo la ambición se ajusta siempre al éxito que uno tenga —musitó el tethyriano en voz alta—. En un día como éste, todo parece posible.

Un firme golpe de nudillos sacó al lord de sus placenteros pensamientos y le hizo fruncir el entrecejo mientras consideraba quién podía ser el causante de aquella interrupción. Luego, al recordar, se formó una lenta sonrisa en las comisuras de su espeso bigote. Su nuevo aprendiz venía a traerle su informe cargado de regalos, como era costumbre. Hhune estaba muy interesado en ver qué tipo de regalos podía considerar oportunos para su nuevo maestro el hijo del bajá Balik.

—Entra —ordenó, y a modo de respuesta se abrió la puerta con tanto ímpetu que la hoja fue a rebotar contra el muro.

Dos hombres armados, ataviados con las túnicas y polainas color púrpura de la guardia real de Balik, se introdujeron en la habitación sosteniendo entre ellos a una mujer delgada, de cabellos dorados, cuyas orejas en punta delataban su condición de semielfa. Llevaba sólo un vestido ceñido hasta la cintura, pero la diminuta lira de plata que sostenía apretada contra el pecho era tan antigua como valiosa. Era evidente que no había venido por propia voluntad porque su rostro encantador se veía desencajado, y las pupilas tan dilatadas por el terror que parecían casi negras.

Antes de que Hhune pudiese hablar, el joven príncipe Hasheth rodeó el grupo de tres e hizo una reverencia. Había una cierta arrogancia en sus maneras que rozaba el desprecio, una actitud que no pasó inadvertida a Hhune. No sin dificultad, el lord se tragó la primera respuesta enojada que se le había ocurrido. Hhune había nacido en el seno de una familia humilde y acusaba con amargura cualquier cosa que pudiera considerarse un insulto, pero también era cierto que, para él, el beneficio era siempre más importante que el orgullo.

—Veis ante vos mi regalo —empezó diciendo el joven mientras señalaba a la intérprete semielfa; luego alzó una mano en un gesto rápido y tajante—. No he venido a ofreceros la mujer, pues sé que de eso tenéis de sobra. Mi regalo es algo mucho más valioso: información.

—Prosigue —le animó el lord con voz apacible. A pesar de que no Te cabía duda de que aquel joven había perdido el juicio, pues no era muy oportuno enojar o maltratar a ningún tipo de juglar, le pareció que aquello podía ser un buen comienzo, porque él se dedicaba a la compraventa de muchos artículos, y uno de los más importantes era la información.

—La otra noche oí a esta mujer cantando una melodía recién traída del Norland y me gustaría que la oyerais —anunció Hasheth.

Hhune hizo un gesto hacia los hombres, que de inmediato soltaron a la mujer. Ésta se tambaleó un poco y el noble saltó hacia adelante para sujetarla antes de que cayese. Con el mismo gesto solícito que emplearía con una condesa, la ayudó a sentarse en una silla.

—Mis más sinceras disculpas, querida, por la desafortunada manera en que os han conducido hasta mí. Sin duda me encantaría escuchar la canción de que ha hecho mención mi afanoso aprendiz, pero primero os ruego que descanséis y disfrutéis de un refresco. La cabalgata desde Espolón de Zazes resulta agotadora, ¿verdad?

El noble siguió parloteando de cosas sin importancia mientras alargaba el brazo para estirar un llamador de encaje, y el bálsamo de verborrea social pareció surtir el efecto deseado. La tensión empezó a desaparecer del rostro de la semielfa y lentamente fue sustituida por una expresión de placer, e incluso orgullo, cuando se dio cuenta de que no se la trataba como a una prisionera sino como a una invitada de honor.

Al cabo de pocos instantes, apareció un sirviente cargado con una bandeja repleta de vino, fruta y dulces. Lord Hhune indicó con un gesto al criado que se retirase y se encargó él mismo de servir el refresco. Acto seguido, dedicó una breve y somera oración a Silvanus, Sune e Ilmater, las deidades predilectas de aquel territorio, y propuso un brindis a la salud del bajá Balik. Tal vez no había nacido en el seno de una familia noble, pero Hhune se había esforzado al máximo para aprender la idiosincrasia de la nobleza y, al igual que muchos nobles de reciente cuño, se adhería a sus costumbres con una diligencia casi religiosa. ¡No iban a poder decir de él que era un hombre sin educación y vulgar!

La juglar semielfa se sintió arropada por la cortés deferencia que le dedicaba Hhune, e incluso se permitió alguna mirada coqueta mientras se tomaba a pequeños sorbos el vino especiado. Durante todo el rato, Hasheth se cargó de la paciencia de quien está acostumbrado a los usos de la corte, pero en cuanto se lo permitió el decoro, el joven príncipe volvió a centrarse en los negocios.

—¿Podemos escuchar ya la canción? —preguntó.

Hhune le dedicó una mirada furibunda y se volvió hacia la mujer.

—Si os sentís preparada para cantar, será para nosotros un honor escucharos.

Con una tímida sonrisa, la semielfa cogió la lira y comprobó la afinación de las cuerdas, antes de pulsar una retahíla de notas y empezar a cantar.

La canción era una balada y, a medida que se desgranaba la historia, Hhune comprendió por qué su nuevo aprendiz estaba tan ansioso por que él la escuchara. Se trataba de una historia de deslealtades y traiciones que narraba las aventuras de un joven y heroico bardo que había conseguido desvelar una intriga para destruir a los Arpistas desde su mismo centro.

Los Arpistas. La simple mención de aquella organización secreta que había formado una gente entrometida del norte era suficiente para ponerle a Hhune los dientes de punta. Corrían rumores de que los Arpistas estaban cortejando al bajá Balik, pero el dirigente de la ciudad había rechazado sus atenciones, como hacía siempre con los pretendientes del norte.

¿O quizá no?

Hhune a menudo se había preguntado por qué había fracasado el plan de las cofradías de deponer al bajá Balik. Se había preparado con gran meticulosidad y se había ejecutado de forma intachable, pero sin embargo los conspiradores principales habían sido asesinados y el propio bajá había propuesto leyes para limitar en gran medida los poderes de las cofradías. Era evidente que le había llegado información de la intriga, pero, por más que lo habían intentado, no habían podido saber quién había sido el traidor.

Hhune se recostó en la silla y contempló, pensativo, a la rapsoda semielfa. ¡Arpistas trabajando en Espolón de Zazes! Se estremeció al pensar en la posibilidad de que se añadiera aquella astuta sociedad en la lista siempre creciente de aquéllos que pretendían hacerse con el poder o influir en los acontecimientos en Tethyr. Aquel agente tenía que ser descubierto de inmediato, antes de que los planes de Hhune, cuidadosamente elaborados, fueran descubiertos y desbaratados.

Cuando las últimas notas plateadas de la lira dieron paso al silencio, el noble sonrió a la juglar.

—Gracias por la canción, mi querida dama. Mi mayordomo os recompensará por la actuación y por las molestias del viaje, pero, primero, ¿podríais decirme dónde oísteis por vez primera esta interesante historia?

—En una taberna, milord, como su joven aprendiz —respondió la semielfa—. Está muy difundida, pero cuentan que la balada se introdujo en Tethyr de la mano del mismo bardo Arpista que la escribió.

—¿Conocéis el nombre de dicho juglar?

—No, mi señor, pero dicen que en la canción se menciona a sí mismo.

La certidumbre golpeó a Hhune como la punzada de una daga porque al escuchar la balada, la identidad de ese «juglar» le pareció dolorosamente clara. Lo más probable era que el compositor y el héroe fueran una misma persona…, ¡no podía ser de otro modo porque la balada rebosaba de autocomplacencia! Y la descripción del héroe concordaba con alguien a quien Hhune conocía, no demasiado bien, pero sí demasiado para su gusto.

No obstante, el noble procuró ocultar la respuesta. Una vez más, llamó a su atento criado y, tras dejar a la semielfa a su cuidado, le dio instrucciones de tratar a su invitada con toda cortesía y escoltarla de regreso a la ciudad.

Una vez hecho eso, Hhune cerró la puerta y se sentó a una silla situada frente a su atento aprendiz. El noble sabía, por supuesto, quién era el agente Arpista; era alguien cuya identidad había sido patente durante todo el tiempo, un recién llegado del norte, un joven acomodado nacido en uno de los clanes de mercaderes más poderosos de Aguas Profundas…, todas esas cosas eran motivos más que evidentes para despertar sospechas. Y sin embargo, con una audacia propia de los grandes maestros ladrones de guante blanco, los Arpistas habían sabido ocultar a su agente a plena luz del día. ¿Quién iba a sospechar que el joven frívolo que había compuesto aquella balada, según todos los indicios un petimetre y un tonto, era en realidad una víbora disfrazada de bufón?

En definitiva, ¿quién iba a sospechar de Danilo Thann?

Lo que ahora deseaba saber Hhune era cómo había llegado aquella revelación a Hasheth.

—El bajá estará encantado de saber que esa entrometida gente del norte trabaja en su reino —empezó Hhune, para avanzar paso a paso.

—Ya lo sabe —repuso el joven con voz fría—. Ese bardo se dedica a cantarle las baladas directamente al oído a mi padre. Me lo han contado, aunque yo no lo apruebo.

—Y sin embargo, los hombres sabios aceptan siempre los regalos, aunque procedan de un enemigo —comentó el noble con cautela. No podía confesar que compartía los crueles sentimientos de Hasheth, porque por lo que él sabía, aquello podía ser una trampa y no deseaba que el joven saliera corriendo a contarle a su padre que Hhune lo desaprobaba.

—El regalo está hecho. Ese hombre no nos sirve para nada más —continuó Hasheth.

¿Nos?

Hhune dejó la pregunta pendiente en el aire y observó con detenimiento a su aprendiz a medida que el joven formulaba una respuesta. Los ojos de aquel joven le resultaban muy interesantes a Hhune. Fuera cual fuese el talento que pudiera tener Hasheth, el príncipe no había aprendido todavía a ocultar sus emociones. Existía un asunto personal entre él y ese Arpista, de eso estaba seguro.

—Ahora estoy a vuestro servicio —repuso Hasheth, con énfasis controlado—. Me da la impresión de que no os proporcionaría un buen servicio si dejara que se quedase un Arpista en las cofradías.

«Bueno, eso da respuesta a muchas preguntas», pensó Hhune, irónico. En palacio se conocía la confabulación contra Balik. Era incluso posible que el joven Hasheth hubiese sido situado, al servicio de Hhune para actuar como informador, tal vez incluso por los propios Arpistas…, lo cual sería hasta ventajoso porque permitiría que el flujo de información corriera en ambos sentidos.

Hhune se recostó en su asiento.

—Me considero juez imparcial de los hombres y sé que no sólo conoces a ese Arpista, sino que tienes algo contra él, algo de tipo personal.

Una imagen de Danilo Thann relumbró un instante en la mente del noble: un joven rubio y atractivo que bailaba recientemente en una fiesta, rodeado de mujeres de la corte.

—¿Una mujer, quizás? —aventuró Hhune en tono malicioso, y se vio recompensado con una expresión de patente resentimiento en los ojos del príncipe—. Ya veo, una mujer. Y deseas que sea eliminado un rival del objetivo de tus afectos.

—El asunto no es tan sencillo, y, aunque lo fuese, como aprendiz que soy no actuaría sin vuestro consentimiento —replicó Hasheth.

—Bueno, supongamos que ya lo has obtenido. ¿Qué harías entonces?

—Contrataría a todos los asesinos de la cofradía para que lo cazaran con la máxima rapidez —repuso el joven con voz gélida—. Esto es más que un asunto personal. ¡Todo el oro que se gaste en conseguir la muerte de este traidor en particular será bien empleado!

Pero Hhune sacudió la cabeza.

—Espera tres días. Ese joven alocado tiene amigos poderosos en Aguas Profundas y habría repercusiones graves si aquí, en Tethyr, actuáramos contra él de forma precipitada. Deja que la balada cumpla su función antes de que demos el golpe. ¡Los Arpistas no podrán vengar a un agente que se traicionó a sí mismo con una canción!

—Esa balada…

—Será cantada en todas las tabernas de Espolón de Zazes —concluyó Hhune, firme—. Créeme si te lo digo. —Tras esas palabras, cogió una moneda de oro de grandes proporciones de su bolsillo y se la lanzó a su aprendiz.

El joven captó con destreza la moneda y la estudió. El gesto arrogante y altivo de sus hombros se esfumó al instante y se quedó mirando a Hhune con una expresión de éxtasis, e incluso de verdadero respeto, en los ojos.

—Veo que conoces las marcas de esa moneda —repuso el noble, tajante—. Y me alegra que sea así, porque los Caballeros del Escudo son en gran parte responsables de la llegada al poder de tu padre. Si se supone que tienes que quedarte a mi servicio, debes comprender mi posición con ese poderoso grupo, y lo que significa para mí. Esa moneda puede señalarme como agente de los Caballeros, pero la información es la moneda que vale, con ella un hombre ambicioso puede comprar poder. ¿Me comprendes?

—Sí, milord —convino Hasheth, anhelante.

—Bien. También debes comprender que poco sucede en estas tierras del sur que los Caballeros no hayan planeado, y que de todo obtienen provecho. En el norte, no sucede lo mismo. Eso podría cambiar si tuviésemos agentes que pudiesen infiltrarse en las filas de los Arpistas y facilitarnos información recogida a través de esos intermediarios. ¿Crees que podría hacerse una cosa así?

—Podría hacerse, milord.

Hhune percibió el tono de confianza que traducía la voz del príncipe, y el gesto altivo de la barbilla. Así pues, había otro Arpista junto a ese molesto Thann, y uno que Hasheth conocía. Tal vez fuese la mujer por cuyas atenciones estaba dispuesto Hasheth a traicionar a un antiguo aliado.

—¿Es hermosa esa Arpista? —preguntó en tono despreocupado.

—Una diosa, milord —farfulló el príncipe, y acto seguido se mordió los labios al darse cuenta de lo que acababa de confesar.

El noble chasqueó la lengua.

—No me importa cómo te diviertas, ni deseo saber el nombre de esa otra Arpista…, al menos, de momento. Haz todo lo que esté en tu mano para ganarte su confianza y demuestra que eres un informador competente. Si lo haces, me servirás bien.

—Como deseéis, lord Hhune.

Hhune, que de hecho era un hombre que juzgaba con bastante astucia a los demás, no dudaba de que las cosas se harían como había acordado. Sabía reconocer el fuego de la ambición, y pocas veces lo había visto arder con tanto ímpetu como en los ojos negros de Hasheth. Aquel joven haría todo lo que pudiese por su causa.

El noble se puso de pie, gesto que significaba que la entrevista tocaba a su fin.

—Regresarás de inmediato a la ciudad. He dado instrucciones a mi escriba Achnib para que te instruya sobre mis asuntos marítimos. Aprende bien y hablaremos más detenidamente a mi regreso.

—¿Regreso, milord?

—Cada año viajo a Aguas Profundas para asistir a la Feria del Solsticio de Verano y recibir el informe de nuestro agente allí, una mujer de provincias llamada Lucía Thione que ostenta una posición alta tanto en asuntos de negocios como sociales.

El joven parecía impresionado, como Hhune pretendía. La familia Thione estaba emparentada con la casa real de Tethyr. Pocos miembros habían escapado a la ejecución tras la caída de la familia real, y el hecho de que uno de los supervivientes fuera aliado de los Caballeros del Escudo otorgaba un lustre especial a la sociedad secreta.

Todas las cosas, incluida la lealtad, tenían un precio. Cuando Hhune despidió al joven, no le quedaba duda de que era ahora el orgulloso propietario de un príncipe…, un príncipe que daba la casualidad de que era un aliado de confianza de los Arpistas. A su modo de ver, era un pacto provechoso.

La noche transcurría lenta para Arilyn, porque por más que lo intentaba no lograba apartar de su mente la imagen de la guerrera elfa que había visto en la cámara del tesoro de Assante. Cuando por fin consiguió conciliar el sueño, su descanso se vio alterado por el rostro de su desconocida antepasada y por un coro de voces elfas que le exigían que redimiera el deshonor causado a la espadachina. Arilyn se despertó antes del alba, con las voces todavía resonando en sus oídos y la convicción de que las visiones de aquella noche tenían algún significado especial. El sueño tenía una intensidad muy misteriosa que le recordaba a los que había experimentado hacía más de dos años.

Sus ojos se desviaron instintivamente a la hoja de luna, que yacía desnuda y presta en la mesilla de noche, al alcance de la mano. Arilyn alargó, vacilante, los dedos para rozar la hoja y, tal como esperaba, una corriente de magia le recorrió el cuerpo.

La Arpista retiró la mano en la que sentía el cosquilleo y, con un suspiro, cogió el arma por la empuñadura y la colocó en su antigua funda. De un puntapié, apartó las sábanas y se levantó mientras se ceñía el cinturón con dedos expertos.

Con los pies descalzos y vestida únicamente con polainas y ropa interior, aparte de la hoja de luna, por supuesto, Arilyn se acercó a la ventana. La ciudad yacía dormida a sus pies, y sólo la poblaban aquéllos que, como ella, trabajaban mejor al amparo de la noche.

Durante largo rato permaneció Arilyn en la atalaya que le proporcionaba la ventana, contemplando los tejados de Espolón de Zazes con ojos que nada veían, mientras se negaba a aceptar lo que sabía que era cierto. Tras un silencio de más de dos años, la sombra elfa, el alma de la hoja de luna, se revolvía inquieta. Una vez más, el espíritu de la espada mágica exigía algo de la semielfa que la portaba.

La última vez que había sucedido aquello, más de veinte Arpistas tuvieron que morir antes de que Arilyn reconociera finalmente la voz de la espada. Conocía el coste de no prestar atención a las advertencias de la hoja de luna, pero aun así los colores del amanecer se difuminaron en el cielo antes de que fuera capaz de decidir un rumbo de acción, y hasta el final de la mañana no se sintió lista para proceder.

La semielfa no se consideraba cobarde. Desde temprana edad había aprendido a pelear con hombres armados, luchar contra monstruos indescriptibles y enfrentarse a la horda de Tuigan en el horror perpetuo de la guerra, pero sólo había una cosa bajo la capa de las estrellas que Arilyn Hojaluna verdaderamente temía: los poderes ocultos en la antigua espada que llevaba atada al cinto.

Arilyn comprendía y era capaz de manejar con destreza varios aspectos de la magia de la hoja: la avisaba del peligro, le proporcionaba una velocidad y poder sobrenaturales, le permitía utilizar todo tipo de disfraces y le otorgaba una resistencia al fuego que en más de una ocasión le había salvado la vida. Pero lo que más temía Arilyn era la sombra elfa, su propio reflejo en el espejo, pero ¿qué podía hacer sino invocarla y aprender de ella lo que pudiese?

La Arpista agarró la empuñadura de la hoja de luna e inhaló profundamente para calmarse. La hoja elfa salió con un siseo de la funda y se quedó resplandeciente a la luz de la mañana mientras Arilyn la sostenía en alto con ambas manos.

—Acude a mí —musitó, suave.

Como respuesta, una neblina azulada emergió de la espada y se arremolinó en el aire hasta formar una silueta que le era familiar, aunque espectral. La Arpista bajó los brazos hasta apoyar la punta de la espada en el suelo de madera, pero apenas se dio cuenta del gesto porque tenía la vista fija en la forma que se estaba moldeando delante de ella.

Por un momento, le dio la sensación de que contemplaba su propio reflejo en las aguas de un estanque iluminado por la luna, pero luego la sombra elfa salió de la neblina y se plantó ante ella, y vio que era una figura tan sólida y mortal como la suya propia. A diferencia de la Arpista, la sombra elfa iba ataviada con ropa de viaje, unas botas gastadas pero cómodas y los pantalones de montar que siempre que podía elegía Arilyn.

Durante largo rato, la semielfa y la sombra elfa se contemplaron con expresión cautelosa. Arilyn sintió un súbito impulso, la urgencia de rascarse la nariz para ver si su sombra hacía lo propio, y la ingenuidad de aquel pensamiento le hizo sonreír brevemente.

—Me alegro de verte, hermana —saludó la sombra elfa, en un tono de voz de contralto que era una réplica exacta del de Arilyn—. Esperaba que me invocaras antes.

La Arpista cruzó los brazos y la fulminó con la mirada.

—He estado ocupada.

Una triste sonrisa cruzó por el rostro de la sombra elfa.

—Veo que todavía te sigues culpando por la muerte de aquellos Arpistas, aunque la mano que empuñó el arma fue la mía.

—¿Existe diferencia? —preguntó Arilyn con amargura.

—Oh, sí. Al menos en el futuro, sí.

La semielfa frunció el entrecejo, confusa. Tenía muchas preguntas en el tintero y ésta parecía adecuada para empezar.

—No creo que quieras explicar eso.

—No más que tú oír la explicación —respondió la sombra elfa con un inesperado deje de ironía en la voz.

Arilyn alzó las cejas, inquisitiva.

—Hay algo que sí deberías contarme. ¿Qué eres tú? ¿Parte de la hoja de luna o parte de mí?

—Ambas cosas y ninguna. —La sombra elfa se quedó en silencio como si quisiera sopesar sus siguientes palabras—. Sabes que cada persona que blande la hoja de luna imbuye a la espada con un nuevo poder, pero no comprendes el origen de ese poder. A diferencia del resto de los guerreros que te precedieron, a ti no te contaron los secretos de la hoja de luna antes de que la reclamaras.

—Cuéntame, pues.

—No es tan sencillo —le advirtió la sombra elfa—. Las hojas de luna son objetos elfos muy antiguos y es complicado describir los misterios que confluyen en el momento de su creación…, como sería complicado transmitirte las palabras de una melodía que nunca hayas escuchado o describirte un color que nunca hayas visto.

—Comprendido. Sigue —la urgió Arilyn.

—Primero déjame que señale el hecho de que la hoja de luna te aceptó cuando apenas eras una cría, por no decir que eres la primera semielfa que ha heredado jamás una hoja de luna. Esa decisión no fue tomada a la ligera sino que se previó que ibas a proporcionar al Pueblo un gran servicio.

—La puerta elfa —murmuró Arilyn, pensando en el portal mágico a Siempre Unidos que ella había descubierto y luchado luego por proteger.

—Eso y más cosas —convino la sombra elfa, misteriosa—. Una vez aceptada, poco a poco te hiciste con la espada y fue entonces cuando aparecí yo. Por carecer de una descripción mejor, diremos que yo soy la personificación de tu unión con la hoja de luna.

—Ya veo. ¿Y todas las hojas de luna tienen gente como tú?

—¡Por el mar y las estrellas, no! La habilidad para formar e invocar una sombra elfa fue uno de los poderes añadidos a la hoja de luna que llevas. Por Zoastria… —añadió la sombra en voz más baja.

Algo en el tono de voz de la sombra elfa convenció a Arilyn de que aquél era el nombre de la guerrera durmiente.

—Por eso he tenido todos esos sueños. ¡No tenía visiones como ésas desde la época del asesino de Arpistas! Lo que no entiendo es por qué el descubrimiento del cuerpo de Zoastria agita todas esas visiones si tú eres la personificación de mi unión con la espada.

—Al igual que los elfos que te precedieron, añadiste un poder a la hoja de luna —prosiguió la sombra elfa con suavidad—, un poder que refleja tu carácter y tus necesidades.

Arilyn se encogió de hombros, impaciente por que la sombra elfa llegara a algo que ella no supiera todavía.

—Las hojas de luna contienen gran cantidad de magia y su poder aumenta con cada portador, pero como siempre ocurre con la magia, el coste que hay que pagar es elevado. —La sombra elfa se detuvo y extendió los brazos, como si invitara a Arilyn a observar en ella cuál iba a ser ese coste—. Mi nombre está bien elegido, porque soy la sombra en la que te vas a convertir.

Arilyn se quedó contemplando su imagen, sin querer comprender, aunque sospechaba que sabía lo que la sombra elfa quería decir. De repente, se dio cuenta de que, en cierto modo, lo había sabido siempre.

—Entonces, cuando muera… —empezó.

—No morirás en el sentido estricto. La esencia de tu vida pasará a la hoja de luna porque ésa es la fuente de poder última de la magia de la espada.

Arilyn se volvió bruscamente y durante largo rato se quedó contemplando la pared, con el rostro petrificado mientras intentaba controlar sus abrumadoras emociones.

—Lo que estás diciendo es que la espada está llena de elfos muertos —musitó al fin.

—¡No! Esa explicación es simplista y cruel, y además no se ciñe a la realidad. Salvo en casos raros, los elfos somos inmortales; pasamos de este mundo a los reinos de Arvandor sin probar la muerte tal como la conocen los humanos. Pero sí, todo elfo que acepta una hoja de luna comprende que su tránsito a Arvandor se verá pospuesto, tal vez durante miles de años, hasta que el objetivo de la hoja de luna se vea cumplido. Cuando la espada se queda aletargada, los elfos son liberados. Es un sacrificio enorme, pero los elfos nobles lo aceptan gustosos por el bien de su Pueblo.

—Pero ¿y yo? —Las palabras se agolpaban en sus labios con una precipitación angustiosa—. ¡Soy semielfa! Las puertas de Arvandor están cerradas para los que son como yo, y la mayoría de los elfos cree incluso que no tengo alma. ¿Qué me sucederá a ? ¿A nosotras? —corrigió con amargura.

La sombra elfa se limitó a sacudir la cabeza.

—No lo sé. Ninguno de nosotros lo sabe porque eres la primera semielfa que blande una espada como ésta. A riesgo de parodiar el sermón de un clérigo de poca monta conversando sobre el más allá, tendrás que esperar para averiguarlo.

—Pero lo más probable es que deba servidumbre eterna, encogida como el genio en una lámpara de bronce barata, ¿no? —replicó Arilyn, encolerizada—. Gracias, pero paso.

—No puedes.

—¡Al infierno! ¡No firmé nada de eso!

—Tu destino quedó escrito la primera vez que blandiste esta espada —insistió la sombra elfa.

Pero Arilyn sacudió la cabeza con ojos centelleantes.

—Aceptaré eso el día en que pueda tomar un café y charlar un rato con la sombra de Zoastria. ¡Tiene que haber una vía de escape! ¿Dónde puedo encontrar a alguien que la conozca?

—En Arvandor —repuso la sombra, triste—. Y, posiblemente, en Siempre Unidos.

Arilyn alzó los brazos. Para ella, las dos cosas eran igual de inalcanzables. Nunca sería aceptada en la isla elfa. Y ni siquiera por su alma, si es que de verdad tenía una, cogería ella algo no ganado de manos de los congéneres de su madre.

No ganado.

De improviso, la enojada Arpista recordó la misión de la reina de Siempre Unidos, y supo lo que tenía que hacer. Aceptaría la misión imposible de Amlaruil y encontraría el modo de triunfar más allá de las elevadas expectativas de la monarca elfa, y ¡lo haría a su modo y según sus condiciones! Una vez cumplida la misión, la reina pagaría lo que fuera por los servicios prestados.

Arilyn alzó la espada e hizo retirarse a la sombra elfa.

—Debes irte —murmuró, triste—. Al lugar adonde me dirijo, los clientes suelen ver ya doble…