13

El fragor y los gritos de batalla se extendieron con rapidez por el bosque y aceleraron las zancadas de los elfos verdes que corrían hacia el combate. Fiel a su palabra, Hurón avanzaba detrás de Arilyn, sigilosa como una sombra. La Arpista intentaba no pensar en la amenaza que suponía la presencia de la elfa para concentrarse en la batalla que tenía ante ella. Los sonidos que llegaban procedentes del valle que tenían delante —chirridos de espadas, gruñidos y gritos de dolor, y exclamaciones horribles, preñadas de odio, de los guerreros humanos— prometían que la lucha sería difícil, y de mal cariz.

Arilyn ordenó el alto a un centenar de pasos del campo de batalla, en el preciso instante en que uno de los guerreros de Árboles Altos lanzaba una saeta en dirección a la refriega. Antes de que el proyectil alcanzara su objetivo, el arquero elfo disparó otra flecha, pero ambas se convirtieron en un estallido de luz blanca antes de que alcanzaran el blanco.

—¡Esperad! —gritó Arilyn, al tiempo que levantaba una mano hacia los demás arqueros que estaban ya preparados, porque al menos seis elfos más habían tensado los arcos y tenían las saetas a punto. Algo en su tono de voz y en su rostro los inmovilizó.

Ante la mirada horrorizada de los elfos, dos rayos de luz arcana relampaguearon de regreso hacia el primer arquero y las líneas de fuego gemelas engulleron al elfo. Una brillante aureola brilló un fugaz instante a su alrededor y luego el elfo desapareció y en su lugar quedó una polvareda de ceniza.

—Tienen un brujo de Halruaa —informó a Rhothomir, y a la cautelosa Hurón, en tono de gravedad—. Y eso es muy malo.

La Arpista echó un vistazo al campo de batalla para hacerse una idea de la situación. Había una pequeña zona abierta, envuelta en sombras por el círculo de árboles gigantes que la envolvían, y que se veía poblada de hombres y elfos enfrascados cuerpo a cuerpo. Habían pasado más de dos horas desde que en Árboles Altos se había recibido el anuncio de guerra y según todos los indicios el combate se había desarrollado sin tregua durante todo aquel rato. El suelo se veía pisoteado y cubierto de sangre; pocos contrincantes habían salido ilesos hasta el momento. En el centro del campo de batalla, cinco o seis elfos se hallaban apiñados y esposados con trampas de pie, lo cual dedujo Arilyn que había sido el cebo que había atraído al resto de los elfos a la batalla. Cinco hombres, tres de ellos armados con espadas y uno con arco, custodiaban a los prisioneros. El otro, la única persona desarmada del campo de batalla, tenía que ser el brujo. La armadura que llevaba puesta servía más de adorno que de protección; el extraño conjunto de metal con incrustaciones de cuero, planchas de metal sobre los hombros, protección torácica y del cuello, sólo podía proceder de la imaginación de un brujo de Halruaa. Alrededor de aquel reducido grupo, formando un círculo de espaldas a los cautivos, uno expertos espadachines mantenían ocupados a los elfos, quienes intentaban con gran valentía llegar a sus compañeros. El único arquero humano que había en el centro del círculo podía alcanzar sin dificultades a todo aquel elfo que conseguía traspasar el círculo.

Arilyn contempló el suelo en el centro del campo de batalla pero no vio ninguna flecha elfa, ni tampoco vio ningún humano con heridas provocadas por el impacto de ninguna saeta. Era evidente que el arquero elfo que acababa de perecer bajo el fuego mágico no era el primero en haber sufrido aquel destino. No existía límite en las veces que un hechicero podía invocar un hechizo semejante; éste probablemente tenía algún tipo de artilugio que podía almacenar hechizos sobre flechas, o construir algún tipo de esfera protectora a su alrededor. Ese tipo de cosas no eran habituales, ni siquiera en un lugar habituado a la magia como Halruaa, pero tampoco eran especialmente raras.

Arilyn reflexionó un instante, y luego se volvió hacia el grupo de elfos que se apiñaba tras ella.

—¿Quién es el mejor arquero entre vosotros? —preguntó a Rhothomir. El Portavoz señaló con su arco a uno de los guerreros…, un varón, más alto que la mayoría de los elfos verdes y singular por su cabellera del color del otoño.

—Foxfire, nuestro líder de guerra. Nada puede equipararse a su puntería.

—Llámalo —ordenó ella con voz tensa.

Rhothomir se llevó una mano a la boca y emitió un sonido estridente y agudo, parecido al producido por un águila de presa. El elfo de cabellos rojizos se puso rígido, titubeó y luego se separó de la batalla, antes de volverse y correr hacia los elfos que esperaban. Sus ojos negros se abrieron de par en par al divisar a la hembra elfa de la luna.

—¿Cuántas flechas eres capaz de lanzar en un suspiro? —preguntó—. ¿Tres, cuatro?

—Seis —respondió, tras meditar un instante.

Arilyn esbozó una mueca.

—Es arriesgado. Creo que cuatro es el límite. Te diré lo que deseo que hagas: dispara cuatro saetas directas al brujo y luego apártate para dejarme campo libre. Yo le devolveré las flechas que él retorne, cosa que lo mantendrá ocupado y acabará con varios de los hombres que custodian a vuestra gente.

—¿Cómo…?

Antes de que el elfo pudiese formular la pregunta, Arilyn se la respondió. La hoja de luna salió disparada de su funda y embistió contra el rostro del varón, que instintivamente se echó hacia atrás y alzó la daga para contrarrestar el ataque. Pero no con la suficiente rapidez. Arilyn completó el movimiento, cambió la dirección de la hoja y con un solo giro neutralizó el avance de su daga. Tras completar la pirueta, se acercó al elfo y le mostró directamente a la altura de los ojos un objeto diminuto. Era una pluma, una que pendía un instante antes de su cinta.

—Espada rápida —concluyó Arilyn, a modo de explicación.

—Cuatro disparos —corroboró Foxfire, con los ojos brillantes de perpleja admiración y renovada esperanza.

—Éste es el plan —explicó Arilyn con rapidez, volviéndose a los demás—. Foxfire y yo mantendremos entretenido al hechicero. Podéis estar seguro de que estará ocupado, pero sólo un instante. Yo embestiré contra él. En cuanto empiece a moverme, tenéis que hacer dos cosas: abridme paso entre ese círculo y eliminad al arquero del centro, así como cualquier otro hombre armado que os salga al paso. ¿Entendido?

Foxfire señaló a cuatro guerreros:

—Preparad los arcos. Apuntad a los humanos que están luchando contra Xanotter y Ala de Halcón, luego disparad. Señalad vuestro primer y segundo objetivo.

Los elfos emitieron con rapidez descripciones de los blancos que habían elegido, y luego se volvieron hacia la elfa de la luna. La excitación que embargaba a su líder de guerra parecía contagiosa: en apariencia, si Foxfire estaba dispuesto a seguir las instrucciones de la elfa de la luna, también lo harían ellos.

—Varios guerreros tendrán que entrar conmigo en el círculo —prosiguió Arilyn—. Hay que conseguir que los hagáis luchar desde el centro del círculo.

—¿Harás que nos rodeen? —intervino Hurón, recelosa.

—Dejará que nuestros arqueros tengan como blanco las anchas espaldas de los humanos —la corrigió Foxfire con una sonrisa. Sin dejar de sonreír, se volvió hacia Arilyn y le mostró cuatro flechas—. Estoy listo.

La Arpista hizo un gesto de asentimiento y alzó la hoja de luna hasta colocarse en posición de guardia. Foxfire hincó una rodilla en tierra y tensó el arco para preparar el primer disparo.

Un relámpago negro salió disparado en dirección al hechicero, seguido de una segunda saeta, y luego dos más, más veloces de lo que Arilyn habría creído posible. Las flechas estallaron en llamas poco antes de llegar hasta el brujo. Cuando Foxfire se echó hacia un lado, Arilyn entrecerró los dientes y se preparó para embestir contra la primera trepidante línea de fuego. Los rayos negros se convirtieron en blanco…, pero la transformación sucedió con demasiada rapidez para que sus ojos pudieran asimilarlo.

La hoja de luna resplandeció con su extraña luz azul cuando el primer ataque mágico giró en redondo para ser lanzado contra su creador. Arilyn iba esquivando con gran seguridad los disparos, uno tras otro, mientras movía ligeramente el filo de su hoja de luna para que cada ráfaga retornara, reluciente, hacia un atónito brujo.

Arilyn echó de repente a correr. Oyó el sonido agudo de las flechas elfas que la sobrevolaban, casi tan cerca de ella que la rozaban, mientras corría hacia los humanos que Foxfire le había señalado. Uno de ellos, un hombre corpulento con una cicatriz en el rostro y una barba ensangrentada, dejó caer su espada para intentar agarrarse a sendas flechas que le habían impactado en la garganta. Cayó de bruces hacia adelante. Arilyn saltó por encima de su protuberante cadáver y se abalanzó con la espada en alto hacia el hechicero.

El brujo se vio rodeado por las llamaradas de su propio fuego mágico, pero el mismo amuleto que lo protegía de las flechas impidió que los rayos lo dañaran, aunque sí que se incendió su escudo mágico. En el interior de su resplandeciente esfera, el brujo empezó a invocar otro hechizo.

Arilyn no temía al fuego…, uno de los poderes milenarios de la hoja de luna era la resistencia a las llamas. Su hoja de luna se hundió en el fuego arcano, pero las lenguas de fuego que empezaron a lamer el filo se detuvieron ante la piedra que estaba incrustada en la empuñadura. Arilyn no sintió dolor, pero un hormigueo de inquietud empezó a removerse en un rincón de su mente porque la espada no resquebrajó la reluciente burbuja.

Blandió en alto la hoja de luna y al menos consiguió separar las manos del brujo para interrumpir el hechizo que planeaba descargar sobre los elfos.

Con el ceño fruncido, el mago conjuró una espada con ayuda de su magia y embistió contra ella, pero el filo de su arma no resquebrajó tampoco la brillante esfera. Parecía que el campo de protección del hechicero impedía el paso de todas las cosas excepto de la magia, cosa de la que no disponía Arilyn.

Sin embargo, notó que el empuje de su espada presionaba la línea de fuego y provocaba que sobresaliese hacia ella, cosa que le hizo concebir un plan, una variación del truco más básico y sucio de su repertorio de luchadora. No pudo evitar pensar con cierto sarcasmo que estaba bien que nadie fuese a esperar un ataque semejante de manos de la noble guerrera elfa que aparentaba ser.

Se lanzó a la carga, con la espada en alto. El mago eludió la embestida; saltaron chispas, aunque los filos de las espadas no llegaron a rozarse. Una vez más atacó Arilyn, y una vez más ésta midió la distancia que separaba la espada del brujo del punto en que la suya chocaba contra el escudo protector. Parecía ir reduciéndose con cada embestida, y el fuego se amortiguaba, lo cual significaba que el ataque final que estaba planeando no sería un golpe definitivo y mortal. Aun así, apostaba a que mantendría al hechicero ocupado durante un buen rato.

Sosteniendo la hoja de luna con firmeza con ambas manos, Arilyn hizo un giro hacia arriba, pilló la hoja envuelta en fuego del brujo y le hizo subir el brazo. Continuó el movimiento trazando un arco brusco y vertical hacia abajo y al mismo tiempo giró su cuerpo hacia un lado para aprovechar el impulso. La punta de la hoja de luna se clavó en el suelo; Arilyn hizo un salto, dio un puntapié hacia un lado y se apartó cuanto pudo de la espada con incrustaciones.

Dirigió su embestida directamente hacia la coraza de metal del mago, y su blanco resultó acertado. Aunque el encendido escudo evitó que sus botas conectaran directamente con la armadura, el grito que profirió el brujo le anunció que el fuego había hecho bien su trabajo.

Arilyn se levantó y arrancó la espada del suelo, mientras parpadeaba aturdida por la súbita oscuridad que siguió a la disipación del escudo del brujo. En apariencia, el aguijonazo de dolor había roto suficientemente su concentración para desintegrar la protección. El hechicero se puso a danzar y a chillar, incapaz de decidirse por quitarse la ardiente armadura, y de paso chamuscarse los dedos con los que invocaba los hechizos, o dejarse la pieza de metal donde estaba y exponerse a sufrir un daño más profundo. Al final, quedó en segundo plano su devoción al arte de la magia.

—Listo —murmuró Arilyn mientras se volvía a contemplar el campo de batalla. El brujo acabó de apartar con gesto frenético el metal que exhalaba vapor y se alejó trastabillando hacia el bosque, con el consentimiento de Arilyn. No iba a poder lanzar más hechizos durante el resto del día, y los elfos se enfrentaban a una amenaza mucho más inmediata.

Uno de ellos, una hembra que era apenas una chiquilla, se hallaba enfrentada a un espadachín que le duplicaba el peso. La muchacha tenía la ventaja de una mayor velocidad y el flujo de adrenalina que la mantenía en movimiento; de hecho, dos círculos oscuros manchaban los costados de la túnica de su contrincante, que respiraba entrecortadamente, pero aun así se hallaba en desventaja respecto a la resistencia, la experiencia y el alcance, cosa que era de gran importancia en aquel momento crucial.

En el preciso instante en que Arilyn se volvió para contemplar la batalla, el espadachín se lanzó al ataque contra la garganta de la chiquilla al mismo tiempo que ella se abalanzaba contra su estómago. Tenía ella una daga; él una espada corta que podía partirla en dos antes de que se acercara más.

Arilyn se lanzó a la carga e interpuso la hoja de luna entre los dos combatientes, pillando el filo del arma de mayor longitud y obligándola a desviarse hacia arriba. La chiquilla elfa eludió el golpe con destreza, pero no desvió un ápice su daga, que se hundió hasta la empuñadura. Luego, liberó la hoja y se volvió para enfrentarse al humano que tenía más cerca, dejando que Arilyn acabara con él o lo dejara morir a su debido tiempo.

Parecía evidente que los elfos verdes no pretendían coger prisioneros.

En el preciso instante en que ese pensamiento se formaba en la mente de Arilyn, un puñado de humanos rompió filas y salió huyendo en dirección al bosque. Uno de ellos se detuvo de repente; la cabeza salió proyectada hacia atrás y los brazos le quedaron colgados a ambos lados cuando unas cuantas flechas se le incrustaron en la espalda.

—¡Foxfire, no! ¡Déjalos marchar! —gritó Arilyn mientras se volvía para enfrentarse a dos contrincantes más. Se sucedió un instante de incertidumbre; acto seguido, oyó el chillido agudo, parecido al de un pájaro, que mantenía a raya a los vengativos elfos.

Arilyn aguijoneó al espadachín con la punta de su espada para que se apartara de la exhausta hembra elfa con la que estaba luchando. El hombre giró sobre sí mismo, embistió una vez, y luego otra. «Un guardabosques», pensó Arilyn, disgustada, al ver de reojo el colgante con forma de unicornio que llevaba en el cuello…, el símbolo de la diosa Mielikki. Había pocos humanos a los que tuviera en mayor consideración que los guardabosques, y por eso no había nadie a quien despreciara más que a aquellos nobles guerreros de los bosques que habían errado el camino.

Aquél en particular luchaba al estilo de las Tierras de los Valles, con una sola espada y ataques agresivos. Arilyn dio un paso atrás para contrarrestar su siguiente ataque. Más que aguantar la embestida, lo que hizo fue saltar hacia atrás y la súbita e inesperada falta de resistencia dejó al espadachín desequilibrado durante un momento. Fue suficiente. Arilyn esquivó el ataque, pivotó sobre un pie y, a medida que giraba alrededor de su adversario, hizo un barrido con el filo de su espada, que fue a impactar con un golpe bajo y duro en la nuca del hombre. La hoja de luna desgarró carne y hueso de una sola acometida, decapitando al descreído guarda.

—Saluda de mi parte a Mielikki —musitó Arilyn en tono sombrío antes de volverse a buscar un nuevo contrincante.

No quedaba ninguno. A su alrededor, los elfos atendían a los heridos, limpiaban sus armas y recogían las flechas que habían gastado. No obstante, Hurón conservaba todavía en sus ojos negros el brillo de la batalla cuando se plantó ante Arilyn como un halcón al acecho.

—¿Por qué los dejaste marchar? ¿Qué traición es ésta? Regresarán; estamos demasiado cerca de Árboles Altos.

Tenía que hacerlo —repuso Arilyn con calma mientras limpiaba el filo de su espada de la sangre del guardabosques—. ¿Cómo si no íbamos a seguirlos para saber ante quién rinden cuentas?

Los elfos volvieron a desviar la vista hacia Foxfire, quien hizo un gesto de asentimiento sin apartar la vista de la elfa de la luna.

—Es un buen consejo. Faunalyn, Wistari…, seguidlos e informadnos de lo que descubráis.

Los dos emisarios partieron de inmediato a cumplir su cometido. Foxfire se acercó a Arilyn y le ofreció una mano, que ella aceptó para ponerse de pie.

—He rezado al Seldarine para que me proporcionase guía, y así es como me lo recompensa —comentó con una sonrisa—. ¡Sólo una diosa, dueña del bosque, podría haberme dado una respuesta mejor: la propia Rillifane Rallithil debe de haberte enviado!

—En verdad debe de haber sido Amlaruil Flor de Luna, aunque no creo que haya demasiadas diferencias entre las dos —repuso Arilyn con sequedad mientras apartaba la mano.

Para su sorpresa, aquel comentario irreverente arrancó una sonrisa del rostro bronceado del elfo verde, y se sintió satisfecha. El elfo poseía gran temple para la batalla, pero también una calidez inusual entre los miembros del Pueblo, por lo general reservados y estrechos de miras.

Al contemplar a Foxfire moviéndose en el campo de batalla había comprendido Arilyn por qué ese elfo era un líder entre su gente. Tenía un carisma natural, una aureola de confianza y energía que parecía contagiosa. Lo respetaban, eso era evidente, pero había algo más. Notó que tenía el don de hacer que cada individuo en el que posara la vista se sintiera como la persona más valiosa bajo la capa de estrellas. Recibió a la niña guerrera elfa con un apretón de manos muy habitual entre luchadores, cosa que supuso Arilyn iba a complacer mucho más a la valerosa chiquilla que cualquier otra alabanza. Además, dejaba que cada elfo se ocupara de la tarea para la cual tenía especial capacidad, y no daba órdenes cuando no era necesario. La joven hembra que había llevado el anuncio de la batalla a Arilyn y Hurón parecía ser una especie de curandera porque se movía entre los heridos, juzgando la gravedad de cada lesión y dando órdenes sobre su cuidado. Parecía que Foxfire tenía poca necesidad de delimitar su propio territorio en virtud de su honor o su estatus. Lo que se tenía que hacer, se hacía lo mejor que se podía; eso era suficiente.

¿Suficiente? Era una actitud que denotaba más visión de lo que la mayoría de los líderes poseía, pensó Arilyn con creciente admiración.

Después de haber atendido a los heridos y haber construido camillas con palos y pieles para transportar a aquéllos que no podían caminar, los elfos iniciaron la marcha hacia Árboles Altos. A pesar del éxito de su estrategia de batalla, los elfos parecían mirar a Arilyn con actitud recelosa. Oyó rumores que explicaban su presencia entre ellos a aquéllos que no habían sido testigos de su llegada…, y tomó nota con cierta ironía de la cantidad de veces que se oía la palabra «lythari».

Al cabo de un rato, Foxfire se situó al lado de Arilyn. Aunque no parecía compartir el recelo de su gente, era consciente de ello.

—Tu estilo nos es extraño, y los habitantes del bosque son reacios a aceptar aquello que es nuevo —comentó con suavidad—. Con el tiempo, te aceptarán como líder.

—No como líder sino como consejera. El Pueblo te sigue a ti.

El elfo meditó sus palabras y luego hizo un gesto de asentimiento, pues en apariencia parecía comprender la perspicacia de aquella propuesta.

—¿Cómo has sabido la forma de actuar en la batalla?

—Conozco a esos hombres. No a ésos en particular —corrigió—, pero conozco la raza humana.

—Eres guerrera de Siempre Unidos. ¿Cómo conoces las costumbres de los humanos?

Aunque Arilyn no era una persona muy locuaz, descubrió que no le molestaban sus preguntas porque, a diferencia de Hurón, sus palabras no encerraban un atisbo de acusación sino un interés genuino.

—Mi clan es originario de Siempre Unidos, pero he pasado la mayor parte de mi vida en el continente.

—Y aun así, cumples el encargo de la soberana de Siempre Unidos. Sin duda, tu devoción a la reina Amlaruil debe de ser profunda —concluyó con voz solemne.

No obstante, Arilyn no pasó por alto el leve parpadeo de sus ojos que indicaba que sus palabras eran en tono de broma, ni tampoco la sutil pregunta que encerraban sus palabras.

No respondió de inmediato, porque nada de lo que se le ocurría le parecía verosímil. Por el rabillo del ojo atisbó a Hurón, que la seguía como una sombra, a distancia suficiente para no levantar sospechas; pero sí lo bastante cerca para acudir en defensa de su líder de guerra si Arilyn pretendía levantar el filo de su traidora espada contra él. Recordó algo de lo que había comentado Hurón a primera hora de aquel día, cuando de forma inesperada había intercedido a favor de Arilyn.

—Estoy en deuda con el pueblo elfo, y durante toda mi vida he hecho lo que he podido. Sin embargo, esta tarea se me asignó por la espada que porto. Es una cuestión relacionada con mi destino —repuso con voz tranquila.

Las palabras eran ciertas; el hecho de que en realidad ella estuviese intentando evitar su destino probable era un pequeño detalle que mejor valía no mencionar. Foxfire aceptó su explicación sin formular más preguntas y señaló en dirección a una arboleda que tenían más adelante y a los finos remolinos de humo que se elevaban hacia las estrellas.

—Árboles Altos —anunció con calma satisfacción.

Encerrado en aquellas dos palabras había más de lo que Arilyn podía explicar…, más de lo que jamás había experimentado. Nunca había llamado a un lugar su hogar, no en el sentido que Foxfire imprimía a dos simples palabras: un anhelo satisfecho, el final de un trayecto, un lugar al que uno pertenecía.

Y la verdad es que era un hogar maravilloso. Los elfos que habían permanecido en él salieron a recibir a sus guerreros con un derroche de emoción que habría sorprendido a todo aquél que pensara que los elfos eran fríos y reservados. Entre los suyos, en la seguridad que les proporcionaba Árboles Altos, los elfos verdes mostraban una calidez que dejó perpleja a Arilyn.

Los heridos fueron atendidos en primer lugar, y se alimentó a los guerreros; luego la tribu entera estalló en una celebración. Aquéllos que podían bailar, lo hicieron, al ritmo de un sonoro tambor hecho con pieles y la música frenética de flautas de caña, mientras se pasaban de mano en mano un pellejo de vino de bayas, intenso e indescriptiblemente dulce.

Al final la jarana quedó reducida a una calma contenida, y ése fue el momento que aprovechó Rhothomir para ordenar que el narrador de historias contara el desarrollo de aquel día de batalla.

Para sorpresa de Arilyn, Hurón dio un paso adelante. Todavía le parecía extraño a Arilyn oír su voz baja y resonante, acostumbrada como estaba a oírla comunicarse entre cuchicheos, pero la pasión que sentía la mujer elfa por el relato de historias, y el empeño que ponía en su trabajo, se hizo patente enseguida. Hurón contó la historia de la batalla, sin ahorrarse ningún detalle doloroso…, aunque Arilyn pensó que era extraño que no diese los nombres de los elfos que habían muerto. Tampoco le faltó mentar la contribución que había hecho Arilyn. Fue una narración justa y de primera mano, relatada con una destreza que hasta los juglares envidiarían.

Al ver el rostro perplejo de Arilyn, Foxfire se acercó a ella.

—Habrá tiempo para el duelo cuando llegue el alba, o quizás el día después —explicó entre susurros—; o tal vez no llegue nunca. Los espíritus de los elfos tardan en abandonar su hogar entre los árboles; por eso no los nombramos como desaparecidos porque todavía siguen entre nosotros.

Arilyn se limitó a asentir con la esperanza de que su silencio se interpretara como respeto más que como falta de interés. La vida después de la muerte era un tema del cual no le agradaba conversar, pero por fortuna Hurón había accedido a la demanda de iniciar otro relato.

—En tiempos anteriores a la vida de cualquiera de nosotros aquí, nuestra gente caminaba por un bosque que era bastante parecido al que ahora llamamos hogar —empezó—. Se llamaba Cormanthor, y a su abrigo prosperaba un reino elfo de tantas riquezas y maravillas como jamás haya conocido el mundo. Pero incluso en ese lugar los elfos contemplaron la inminencia del ocaso; el mundo cambió, y Cormanthor se derrumbó.

»Aquéllos que sobrevivieron se vieron obligados a huir. Muchos se retiraron a Siempre Unidos, pero hubo tribus de elfos verdes que no estuvieron dispuestos a renunciar a unas tierras llamadas Faerun, en honor y recuerdo del primer hogar de los elfos. Aquellos fieles se dispersaron por la tierra, portando en sus manos semillas del bosque sagrado, la herencia de los arces, los robles y los olmos. Hoy caminamos por entre esos árboles, los hijos de los hijos de Cormanthor.

»Tampoco esos elfos verdes eran los únicos que deseaban mantener vivo el espíritu de Cormanthor. Había muchos miembros del Pueblo, miembros de las razas plateadas y doradas, que siguieron deambulando por Faerun. Uno de ellos es recordado con honor por todo el pueblo de Tethir: la luchadora elfa de la luna Soora Thea, que portaba una espada de Myth Drannor.

»En esos tiempos pretéritos existía una raza diabólica de seres, tanto humanos como ogros, que entablaron batalla con las gentes del bosque. Su poder procedía de una enorme imagen de piedra, la horrible imagen de una criatura procedente de los planos oscuros. Hace tiempo que cayeron esas gentes, pero en una ocasión sus muertos vivientes surgieron de la garganta en la que vivieron en su tiempo para declarar la guerra a los elfos buenos del bosque. Y con ellos emergieron criaturas pavorosas de los planos oscuros. Esas criaturas acosaron a los elfos, y por una temporada pareció que la caída de Cormanthor iba a ser una pesadilla revivida. Sin embargo, Soora Thea era una líder de guerra muy poderosa y se decía que tenía el poder de dirigir a las sombras de plata. En la gran batalla final, los muertos vivientes y sus aliados del Abismo fueron destruidos por completo.

»No sabemos qué sucedió con Soora Thea. A diferencia de los elfos verdes, era una viajera empedernida y su hogar estaba en todas partes, pero antes de abandonar Tethir prometió que, en tiempos de mucha necesidad, mientras los fuegos de Myth Drannor ardieran en su espada, un héroe acudiría en ayuda del Pueblo.

Hurón volvió sus resplandecientes ojos negros hacia Arilyn. No había nada que añadir, pero la semielfa comprendió por fin por qué Hurón había aceptado su presencia allí. Más que las demás razas de elfos, aquéllos reverenciaban a las sombras de plata. La sola posibilidad de que Arilyn pudiese dirigir a los lytharis les confería esperanza y despertaba en ellos la resistencia que sólo podían encontrar en los relatos antiguos y las tradiciones. Podía verlo en sus ojos…, la brillante esperanza que se concentraba en una única exhibición elfa de júbilo.

Los tambores y las flautas de caña volvieron a coger protagonismo y todo aquel elfo que podía ponerse de pie se unió al baile. Foxfire hizo levantar a Arilyn y la invitó a bailar. Ella agradeció su hospitalidad pero no pudo evitar darle un par de pisotones.

—Me manejo mejor con la espada que con el baile —se disculpó.

Foxfire echó la cabeza atrás y soltó una carcajada.

—Sólo con que bailes la mitad de bien de lo que manejas la espada, tendrás gracia suficiente para seducir a todo el Seldarine.

Arilyn sonrió. En cuestión de encanto, aquel elfo lo tenía a manos llenas.

—Las zalamerías son poco habituales entre los habitantes del bosque. Pensaba que preferíais las palabras claras y concisas —se burló.

—Entonces te lo diré con toda claridad. Me alegro de que hayas venido.

El intrincado ritmo del baile cambió y Arilyn se vio inmersa en el torbellino del círculo. Los elfos giraban y se agachaban, atrayendo la luz de la luna y tejiéndola en hilos de magia con su música y su danza.

Como si el polvo de estrellas fuera una canción de cuna, la danza mística pareció posarse sobre los elfos e incitarlos al reposo. Los heridos que no podían bailar descansaban apaciblemente y muchos de ellos sonreían mientras veían a través de sus ojos cerrados recuerdos agradables y curativos. La mayoría de los niños se había sumido en un estado profundo de ensueño y sus padres los cogieron en brazos para llevarlos a descansar. Finalizó la celebración, pero no con el típico estupor ebrio de las juergas humanas, sino con una nota de tranquilo alborozo.

Arilyn atesoró aquel momento de paz como si fuera un regalo precioso y, al igual que los elfos, se abrió paso en silencio para buscar un lugar donde descansar.

Mientras trepaba por la escala que conducía a la pequeña vivienda que le habían proporcionado, se dio cuenta de cuán cansada estaba. Se quitó la ropa y se lavó con el cuenco de agua aromatizada con menta que le habían dejado. Antes de echarse a dormir, se puso unas polainas limpias y una túnica…, un tipo de ropa que era más adecuada para entrar en combate que para dormir, pero ni siquiera la paz de Árboles Altos podía borrar los hábitos de toda una vida, ni el recuerdo dé la cantidad de veces que había pasado de la cama al campo de batalla.

Le quedaba una cosa por hacer. Cogió de su bolsa la máscara que le había hecho Chatarrero y se la colocó con cuidado sobre el rostro. Si alguien por casualidad entraba, vería no a una semielfa completamente amodorrada sino a una guerrera elfa de la luna inmersa en su merecido ensueño.

A pesar de todo lo que había sucedido, a pesar del éxito de la batalla y a pesar también de las historias de Hurón, Arilyn sabía lo que sucedería si los elfos verdes se dieran cuenta de que dormía entre ellos la hija de un humano.

El baile había terminado hacía rato y la mayoría de los elfos se había retirado, pero por alguna razón Foxfire no compartía su mismo sosiego. Se sentía inexplicablemente inquieto…, excitado, quizá, por el primer atisbo real de esperanza que había sentido desde hacía días. Se las había arreglado para ocultar su creciente desazón, pero hasta ahora no había descubierto lo pesada que resultaba esa carga.

Se dio cuenta de que Korrigash parecía también inmune a la magia a la red estelar tejida por la danza. El cazador de cabellos negros estaba sentado a solas junto a las ascuas de la hoguera, contemplando las pocas chispas de luz que restallaban entre los rescoldos.

Korrigash era uno de los elfos que había quedado atrapado en las trampas, y no cabía duda de que su orgullo había sufrido heridas más profundas que su pierna. Tamara insistía en que pronto podría volver a caminar, correr y cazar tan bien como siempre, pero Foxfire sabía lo mal que encajaría el cazador un período de inactividad, por breve que fuese.

Foxfire se acercó para sentarse junto a su amigo. De inmediato, Korrigash fijó una mirada llena de inquietud en él.

—Es una extraña —afirmó sin más preámbulo—. No puede traer nada bueno.

El líder de guerra frunció el entrecejo, consciente de que su amigo estaba hablando de Arilyn pero sin llegar a comprender la dimensión de su inquietud.

—¿Cómo puedes decir eso después de lo que viste? Cambió las tornas de la batalla.

—Eso es cierto, pero yo no estaba hablando de ese combate.

—Ah. —Foxfire desvió la vista para contemplar las brasas. La inquietud de su amigo tenía una faceta más personal y estaba más relacionada con la fascinación que Foxfire sentía por la elfa de la luna. Estaba bien que alguien en la tribu tuviese una visión tan aguzada de las cosas, porque si no su propia posición como líder de guerra se vería puesta rápidamente en tela de juicio. Aceptar a una elfa de la luna como jefe en una batalla era una cosa, pero una alianza más personal estaba fuera de lugar.

Foxfire alargó una mano para dar una palmada a Korrigash en el hombro, aceptando su consejo sin necesidad de darle una respuesta.

En verdad, no sabía cuál habría sido su respuesta. Sí, la elfa de la luna era una persona muy distinta, pero también eran diferentes el arco y la flecha, y sin embargo sabían trabajar juntos para obtener un resultado mejor del que obtendría cada objeto por separado. Él se debía a su gente: ¿cómo iba a darle la espalda a nada, ni a nadie, que pudiera ayudarles?

Foxfire se levantó y deseó buenas noches a su amigo, pero la calma del ensueño seguía esquivándole y siguió deambulando por Árboles Altos hasta que el zumbido de los insectos nocturnos se convirtió en un leve murmullo. Poco antes del alba, sus inquietos pasos lo condujeron a la base del árbol de Arilyn.

Tras titubear un instante, empezó a trepar por la escala que conducía a la vivienda. Tenían que trazar planes juntos. Tenía que aprender muchas cosas de ella, y viceversa.

No obstante, vio de inmediato que Arilyn todavía descansaba. Una oleada de decepción lo embargó, pero ningún elfo osaba disturbar el ensueño de otro salvo en caso de emergencia inminente, así que se quedó contemplando un instante a su nueva consejera.

Qué extraños le parecían los elfos de la luna, con una piel del color de las nubes y unos ojos que parecían la sombra de un cielo estival. Quizás esos colores eran el reflejo de cuánto se habían apartado de la tierra los elfos habitantes de las ciudades. En ellos no se veían los tintes marronáceos de la tierra, ni los colores cobrizos ni verdosos. Se decía que, de todas las razas de elfos, los de la luna eran los más parecidos a los humanos, cosa que parecía evidente en Arilyn. En muchos aspectos, se parecía a una mujer humana, aunque con unas facciones más delicadas y hermosas de lo que había visto Foxfire en los mercados durante los años en que la tribu elmanesa había comerciado con los humanos.

La mujer elfa se agitó un instante, como si la intensidad de su mirada hubiese alterado sus sueños. Pero, si eso era cierto, ¿por qué parecía afligida? Él sólo le deseaba todo lo bueno. La mujer echó la cabeza atrás y adelante como si negara algo y luego pronunció un nombre extraño con un tono de voz que expresaba tanto dolor y confusión que Foxfire no pudo hacer otra cosa que estremecerse. Al cabo de un momento, el ensueño de pesadilla pareció remitir y su ritmo de respiración volvió a adquirir su extraño compás: profundo, lento y suave.

Foxfire se quedó helado e intentó liberar sus pensamientos con lentitud para no molestarla. Luego descendió despacio, meditabundo, la escala que conducía al suelo del bosque y esperó la llegada del alba.