3
El ladrido de los sabuesos se oía ahora con más intensidad, y la proximidad de los canes era tal que los elfos que huían podían casi oler el fétido aroma de su piel y sentir sus frenéticos jadeos. Aquellos perros eran casi humanos, porque no cazaban para alimentarse o para sobrevivir sino por el sórdido placer que les provocaba la matanza.
No era la primera vez que aquellos animales habían sido introducidos en el bosque. Eran mastines de gran tamaño, tan poderosos que entre dos o tres podían derrotar hasta a un oso adulto, pero a la vez tan veloces que podían atrapar en carrera a un ciervo. Arrasaban con sus gruesas pezuñas los matojos mientras babeaban como lobos posesos por la influencia de la luna a medida que se acercaban a su presa.
El elfo que iba en cabeza, un joven varón conocido con el nombre de Foxfire[1] por el color bermejo de sus cabellos, echó un vistazo sombrío a sus espaldas. Pronto, los sabuesos los tendrían a su alcance…, y los humanos no andarían mucho más atrás. Se requería poca destreza para seguir el rastro de vegetación destrozada que los perros de caza dejaban tras de sí, como si fuera una gruesa y mellada cicatriz en el bosque.
Foxfire no acababa de decidir cuál de los dos intrusos era menos natural en aquel entorno…, el perro o su amo. Había visto lo que eran capaces de hacer aquellos mastines con un elfo prisionero. Gaylia, una joven sacerdotisa de su tribu, había sido acorralada por aquellos perros hasta tropezar con los dientes de acero de una trampa de pie, y luego había sido degollada por los canes. Los humanos habían dejado su cuerpo destrozado y despedazado para que los elfos lo encontraran y, junto a él, dejaron también las huellas que indicaron a Foxfire que los humanos se habían quedado a contemplar cómo los perros asesinaban a la indefensa sacerdotisa.
—A los árboles —ordenó Foxfire, lacónico—. Desperdigaos, pero no permitáis que os sigan. Nos encontraremos al anochecer en la fresneda.
Los elfos, siete en total, todos ellos armados con arcos y aljabas llenas de flechas negras, se desperdigaron por las copas de árboles centenarios con la agilidad de las ardillas. Allí podían ser invisibles a los ojos de los humanos y quedarían fuera del alcance de las fauces de sus compañeros de cuatro patas. Se esfumaron entre la espesa vegetación, pasando de árbol a árbol cada uno por una ruta distinta.
Sólo Foxfire se quedó en la retaguardia, con la sensación de ser un mapache enraizado en el suelo mientras esperaba que los cazadores acudieran a la llamada de la jauría. Los mastines rodearon el cedro de grandes proporciones sin dejar de ladrar, gruñir y rascar la corteza del macizo tronco. Foxfire era consciente del peligro que entrañaba su posición y jamás habría sido capaz de pedirle a uno de sus subordinados que hiciese lo que él estaba a punto de hacer, pero necesitaba respuestas.
El elfo esperó pacientemente a que los humanos aparecieran a la vista. Eran una veintena, pero Foxfire tenía ojos sólo para uno. Reconocía a aquel humano por su talla corpulenta, la capa gris oscuro que flotaba como una nube de tormenta a su espalda y las botas con puntera de acero que llevaba. El elfo había encontrado unas huellas inusualmente grandes cerca del lugar donde había muerto Gaylia…, unas huellas que se veían limpias cuando alrededor la tierra se veía empapada de sangre, unas huellas que indicaban que el hombre se había quedado allí contemplando el terrible destino de la hembra elfa. Posteriormente, tras el combate que había costado la vida a dos guerreros elfos, Foxfire había vislumbrado de reojo el revuelo de aquella capa gris oscuro mientras el hombre arrastraba a uno de los guerreros elfos para apartarlo de allí…, con un propósito que Foxfire ni siquiera se atrevía a imaginar. Sólo sabía que para los elfos de Tethir aquel hombre era un enemigo formidable y perverso.
Observó con detenimiento el rostro del hombre para recordarlo. Era fácil de memorizar, porque armonizaba con las sombrías hazañas de su dueño: barba negra, nariz aguileña y ojos tan fríos y grises como las nubes de nieve que coronaban las cimas de las montañas Espiral de las Estrellas.
El hombre avanzó a grandes zancadas hacia los alborotados canes, con el semblante contraído por la furia. Dio un puntapié que golpeó las costillas de uno de los mastines con tanto ímpetu que levantó al robusto animal del suelo y lo tumbó de costado, para dejarlo allí gimiendo lastimeramente con las patas estiradas. Los demás recularon con el rabo entre las piernas.
—¡Inútiles perdigueros! —maldijo el hombretón mientras soltaba otra patada, que esta vez no dio en el blanco porque los animales tuvieron el buen juicio de esquivarla.
—¿Incendiamos el árbol, Bunlap? —preguntó uno de los hombres—. ¡Eso hará salir a esos bastardos de orejas puntiagudas!
El cabecilla se volvió para encararse con el que había hablado.
—Si tuvieras el sentido común que los dioses han concedido a un escarabajo del estiércol —repuso con voz fría—, sabrías que los elfos se han marchado hace ya rato. Saltan de árbol en árbol como monos de Chult.
—¿Entonces qué? —preguntó el hombre.
El tipo llamado Bunlap encogió sus voluminosos hombros.
—Digamos que la cacería ha sido un fracaso. Una lástima. Esa granja al sur de Piedra Musgosa, ésa que cultiva girasoles, ¡habría pagado una fortuna por más esclavos elfos salvajes! Son los mejores trabajadores que tienen, o eso me dijo el hombre.
—Me da la impresión de que esos elfos escuálidos no valen las molestias que ocasiona pillarlos —apuntó otro hombre, un tipo delgado pero enérgico que llevaba el arco de un elfo del bosque. Foxfire entrecerró los ojos para examinar aquel objeto. No le cabía duda de cómo lo había obtenido el hombre porque ningún elfo estaría dispuesto a entregar de buen grado un tesoro semejante.
Bunlap respondió al comentario del arquero con una fea sonrisa.
—No, si te gustan esas cosas.
Era más de lo que Foxfire podía soportar sin lanzar una lluvia de flechas negras sobre aquellos asesinos malvados. La verdad era que podía hacerlo; se decía que era el mejor arquero de la tribu elmanesa y no cabía duda de que ¡el mundo mejoraría si se quitaba de en medio a aquellas asquerosas criaturas! No obstante, no podía hacerlo, porque era un líder entre su gente y tenía cosas más importantes que hacer que vengarse de quien lo ultrajaba. Aquellos hombres estaban acosando a los elfos y aunque eso en sí no era una novedad, muchos de los ataques tenían un aire de provocación que confundía a Foxfire. Era como si aquellos hombres estuviesen incitando a los habitantes del bosque, instigándolos para…, ¿para qué? Eso no lo sabía.
—Atad a los perros y en marcha —ordenó Bunlap.
Foxfire esperó a que todos los mastines estuviesen atados y los hombres empezasen a desandar el camino para salir del bosque. Tal como había supuesto, el cabecilla se situó en última posición, como solía hacer. Había percibido que Bunlap estaba más alerta y era más observador que el resto de sus compañeros, lo cual lo convertía en un personaje más peligroso.
Por encima de sus cabezas, el elfo les siguió el rastro, progresando de rama en rama mientras iba abriéndose paso poco a poco y en silencio hacia ellos. El taconeo de las botas contra el suelo y la charla constante y jactanciosa de los hombres le facilitaba la tarea.
En el momento preciso, Foxfire se dejó caer al suelo detrás de Bunlap. El hombre respondió al ruido sordo con una exclamación de sobresalto, pero antes de que pudiera darse la vuelta, Foxfire le agarró del pelo para echarle la cabeza hacia atrás y apoyarle el filo de un cuchillo de hueso en la garganta. Las armas forjadas al fuego eran una rareza en el bosque, pero aquel machete tenía la hoja larga y un filo dentado y afilado. El hombre pareció comprender que el arma no hablaba en broma, porque alzó con lentitud ambas manos.
—Estás lejos de casa —comentó Foxfire con calma, como si estuvieran compartiendo una cerveza mientras conversaban sobre el tiempo.
Al oír la voz, un sonido demasiado musical para proceder de una garganta humana, los demás cazadores giraron en redondo y abrieron los ojos de miedo e incredulidad al ver al elfo de piel cobriza que había aparecido ante ellos. Ninguno de ellos había visto con anterioridad un elfo salvaje a una distancia tan corta, al menos ninguno que estuviera vivo e ileso, y la criatura poseía una mortífera belleza que inspiraba a la vez pavor y respeto.
—Sujetad a los perros y soltad las armas que lleváis —les aconsejó el elfo—. Esto es un asunto entre este caballero y yo…, un asunto entre jefes, si no os importa.
—Haced lo que os dice —corroboró Bunlap en tono frío—. Veo que hablas en Común —añadió con un tono de voz tan calmado como el del elfo.
—Soy elmanés. Mi tribu solía comerciar con tu pueblo hasta que fue demasiado arriesgado. Pero no he venido aquí a hablar de viejas historias. ¿Por qué habéis venido al bosque?
—Justicia —murmuró el hombre con hosquedad.
Foxfire parpadeó. En boca de un hombre semejante, aquella declaración parecía fuera de lugar.
—¿Y eso? —insistió el elfo mientras agitaba ligeramente el filo del cuchillo para acelerar la respuesta.
—No me vengas con que no te has enterado de los ataques que ha hecho tu gente a las caravanas de humanos y a las colonias…, los saqueos, la gente indefensa que ha sido asesinada…
—Es imposible —protestó el elfo, aunque en verdad no estaba del todo seguro de que fuese así. El vasto bosque albergaba muchos núcleos de poblaciones dispersos con poco contacto entre ellos. Era verosímil que algún clan de los elfos más reservados y misteriosos hubiese decidido alzarse en armas contra los humanos.
El jefe humano pareció percibir la ligera vacilación en la voz de Foxfire.
—Yo mismo he tenido que luchar contra elfos salvajes —afirmó—. Les planté cara junto a un grupo de granjeros a los que pretendían masacrar. Varios de los indeseables que sobrevivieron fueron puestos a trabajar en los puestos de aquellos hombres que habían caído bajo el fuego de sus malditas flechas negras.
—El Pueblo del bosque, ¿esclavizado? —inquirió el elfo, atónito. ¡Hasta entre los humanos carentes de leyes de Tethyr se ponían reparos respecto a esas cosas!
—Una vida a cambio de una vida —insistió Bunlap con frialdad—. La justicia adopta muchas formas.
Durante un instante, Foxfire se quedó en silencio mientras intentaba asimilar todas las posibilidades, pero aunque la queja de aquel hombre a propósito de los ataques elfos fuese en parte cierta, no explicaba en ningún modo las cosas que aquel hombre había hecho. Ni tampoco podía Foxfire pasar por alto que aquellos hombres habían acudido al bosque con el propósito de llevarse presos más elfos como esclavos, tal vez para satisfacer su absurdo e ilógico código de justicia. ¿Acaso era posible que aquellos humanos creyesen de verdad que la muerte o la esclavitud de un elfo podía compensar los agravios causados por otro?
«Por todos los cielos y todos los espíritus…», maldijo en silencio. Si el Pueblo del bosque pensara de ese modo, ¡asesinaría a todo humano que se aventurara a ponerse a tiro de su arco! En verdad, había elfos que pensaban de aquel modo y, en aquel momento, Foxfire se sentía menos inclinado a discutir con ellos que de costumbre.
—Mi tribu no se quedará de brazos cruzados mientras se esclaviza al Pueblo. Si volvéis a entrar en el bosque, mis guerreros os estarán esperando —amenazó Foxfire con voz suave—. Yo mismo me ocuparé de vigilarte a ti. Conozco tu cara y he visto tu marca. Ahora conocerás la mía.
El filo del cuchillo se proyectó hacia arriba para trazar un arco en curva desde la espesa barba de Bunlap hasta la mejilla. Con increíble rapidez, el elfo cambió la dirección de la hoja y rasgó hacia abajo para volver de nuevo a trazar una hábil incisión también curva. El hombre soltó un rugido de dolor y rabia mientras se sujetaba la mejilla ensangrentada con una mano. Acto seguido, levantó el otro brazo y embistió con el codo hacia atrás.
No obstante, la única oposición que encontró el brazo fue el aire. El elfo había desaparecido.
—¡Soltad los perros! —aulló Bunlap, y los hombres se apresuraron a obedecer, aunque sospechaban que no serviría de nada. Los animales arrimaron con reticencia el hocico al suelo y empezaron a husmear en círculos, pero el elfo salvaje había desaparecido.
El hombre cargado con el arco elfo sacó un trapo sucio de su bolsa y se lo ofreció al jefe. Bunlap presionó con el vendaje improvisado la mejilla y clavó la vista en el bosque silencioso.
—¿Crees que mordió el anzuelo? —aventuró el arquero.
Una lenta y macabra sonrisa se dibujó en el rostro del cabecilla, todavía más horrible por los restos de sangre seca.
—Apuesto a que sí. Vendrán, y estaremos preparados para recibirlos. Pero os lo advierto. Ese elfo es para mí.
—Pensé que querías alborotar a sus líderes de guerra, no eliminarlos.
Bunlap dirigió al arquero una sonrisa gélida.
—Mi querido Vhenlar. Esto ya no es una simple aventura comercial. Se ha convertido en algo personal.
El arquero palideció. Había oído aquellas palabras muchas veces en multitud de ocasiones, y siempre eran el preludio de conflictos serios. El primer incidente había sucedido varios años atrás, cuando él y Bunlap eran soldados apostados en el Fuerte Tenebroso. Habían sido designados como escolta de un enviado que tenía que atravesar el paso de la Serpiente Amarilla procedente de Zhentil Keep. Una noche, Bunlap, uno de los encargados y él se habían enfrascado en una discusión sobre los dioses oscuros que degeneró en una pelea. Bunlap se había tomado el asunto como «algo personal» y acabó golpeando a su oponente hasta dejarlo medio muerto. Cuando se enteraron de que el hombre herido era un clérigo de alta categoría de Cyric, el nuevo dios de la lucha, no se quedaron para ver cómo se saldaba la situación. Se dirigieron al sur hasta que Bunlap pensó que quedaban ya fuera del alcance de la Red Oscura, se establecieron en Tethyr y formaron una banda de mercenarios de considerable poder. Bunlap podía haber dejado el zhentilar detrás, pero sus objetivos y métodos no habían cambiado para mejor. En verdad, había ocasiones en que Vhenlar deseaba profundamente librarse de aquel hombre, pero su propia codicia lo mantenía junto a la persona a la cual temía y despreciaba por encima de todas las demás.
¡Y la verdad era que había obtenido provecho! Vhenlar estaba convencido de que en pocos años tendría suficientes monedas acumuladas para retirarse con todos los lujos. Si el coste de todo eso era un puñado de vidas elfas, él no iba a poner ninguna objeción.
Vhenlar acompasó el ritmo de sus pasos al de su jefe y, mientras avanzaban, soñó con las cosas maravillosas que iba a conseguir con su parte del botín mientras acariciaba con ternura de amante la lisa superficie de su arco elfo robado.
Tras dejar Espolón de Zazes a su espalda, Arilyn siguió rumbo al norte por la ruta comercial que cruzaba las llanuras bañadas por el sol que separaban la ciudad de las montañas de la Espiral de las Estrellas. La cordillera tenía una vegetación frondosa gracias al agua de numerosos lagos y arroyos, así como a la abundancia de lluvia e incluso nieve. «Y eso está bien —pensó Arilyn con un toque de humor negro—, teniendo en cuenta la gran cantidad de conflagraciones mágicas que han estallado en la zona estos últimos meses».
La Arpista se separó del camino para bordear el pie de la montaña más meridional y, tras conducir la yegua hasta una fronda de coníferas, desmontó, ató la montura y cruzó a través de los árboles hasta detenerse ante el muro de roca escarpada y vertical que había detrás. Por en medio de la pared salpicada de musgo cruzaba una hendidura de arriba abajo.
Arilyn se coló por la boca de la cueva y recorrió el laberinto de pasadizos que desembocaba en una caverna profunda e inmensa. En aquel lugar, oculto a los ojos de los escépticos, y de los vengativos, trabajaba el alquimista conocido con el nombre de Chatarrero de Gond.
Era una guarida de aspecto extraño, espaciosa, pero también lo suficientemente atestada para dar la impresión de que bullía de actividad a pesar de que en ella no había más que un ocupante. Apoyadas en las paredes de la cueva se veían estanterías repletas de libros y sobre una docena de mesas había desperdigadas maravillas mecánicas a medio construir. Por aquí y por allí se veían pucheros de cocina y se oía una sinfonía de silbidos y borboteos procedentes de recipientes repletos de sustancias burbujeantes y luminosas.
Arilyn alzó la vista para observar la abertura del techo que hacía las veces de respiradero y vio que la roca alrededor del hueco estaba llena de nuevas capas de sustancias viscosas y negras, producto de las explosiones que solían acompañar los experimentos de Chatarrero. Los habitantes de Espolón de Zazes estaban ya acostumbrados y no comentaban los breves pero espectaculares fuegos artificiales que de vez en cuando cubrían el cielo, salvo cuando en alguna ocasión deseaban burlarse de los mercaderes nuevos ricos que en apariencia tenían más dinero que buen gusto. Arilyn llevaba contadas ya tres explosiones de aquel tipo desde su última visita a la cueva, y la verdad es que se sintió aliviada al ver que el alquimista estaba sano y de una pieza.
Nadie podía confundir a Chatarrero. Nativo de Lantan, lugar en el que Gond, El Hacedor de Maravillas, dios de los inventos y los artificios, recibía culto casi en exclusiva, Chatarrero poseía el colorido típico de los lantanos, sólo que llevado al extremo. Su escaso pelo rojizo se asemejaba en color y textura al hilo de cobre, la piel cetrina parecía el tono exacto del marfil un poco amarillento y sus ojos, grandes y un poco saltones, poseían una extraña mezcla de tonos verdosos que no tenían parangón en la naturaleza. Siguiendo una costumbre de toda la vida, Chatarrero llevaba una túnica corta de color amarillo brillante, el tono tradicional de Lantan, y sandalias. Sus piernas rollizas y extremadamente arqueadas estaban desprovistas de vello, al igual que su rostro, sin duda como resultado de las muchas explosiones que su trabajo ocasionaba.
Como hábil inventor y osado alquimista, Chatarrero sentía predilección por los artilugios capaces de matar o incapacitar a la gente de un modo innovador. Había sido exiliado de Lantan hacía ya años cuando uno de sus experimentos hizo estallar en pedazos a un personaje influyente y, desde entonces, había sido expulsado de varias ciudades por razones similares.
Arilyn era la primera en reconocer que Chatarrero, cuyo ingenio era sin duda brillante, rozaba la línea entre la excentricidad y la locura, pero aun así el extraño hombrecillo se había convertido en uno de sus aliados más valiosos. La suya era una relación de simbiosis. Durante años, él le había proporcionado gran número de artilugios y sustancias derivadas por procesos alquímicos, y ella se dedicaba a encontrarles un uso práctico, y en el proceso a menudo encontraba aplicaciones nuevas e insólitas que hacían las delicias del alquimista.
Arilyn echó una ojeada en busca de los objetos que había pedido. No existía nunca garantía alguna de que Chatarrero completase un pedido en el plazo de tiempo solicitado. El tiempo tenía poca importancia para aquel hombre, y a menudo abandonaba una tarea que le habían encargado para trabajar en algún juguete destructivo, nuevo y maravilloso, que llamara su atención.
En aquel momento, Chatarrero estaba de pie ante un pequeño hornillo, con la atención totalmente centrada en la sustancia que estaba removiendo. Nubecillas de vapor se alzaban como volutas de una sartén de acero y perfumaban el aire con un sabroso aroma silvestre a setas cocidas. Era una escena casi hogareña, salvo por los gritos de agonía que emergían de la cazuela y por las grandes setas de color marrón que había en una mesa junto a él, que se agitaban frenéticamente y emitían alaridos de terror mientras esperaban su destino.
Hongos subterráneos.
La certeza hizo recorrer un escalofrío por la columna vertebral de la Arpista. Había oído historias de aquellos extraños hongos que crecían en túneles profundos, pero cómo había conseguido Chatarrero unos cuantos ejemplares y qué planeaba hacer con ellos eran asuntos que ni se atrevía a plantearse.
—¿Cuándo tendrás la máscara? —preguntó.
El sonido de su voz no pareció sobresaltar al alquimista, que ni siquiera alzó la vista. Arilyn no estaba segura de si había detectado su presencia desde el principio o si simplemente el hecho de que estuviera allí le importaba tan poco que le pasaba inadvertida.
—Tercera mesa a la derecha —musitó Chatarrero con voz aguda mientras cogía un tomo viejo y pequeño—. Saltear los gritones hasta que se callen; espolvorear con pulmón de effreeti; añadir dos gotas de baba de mantícora congelada —leyó en voz alta.
Arilyn volvió a estremecerse y fue en busca del objeto que había pedido. Estuvo revolviendo en mitad del desorden hasta que dio con él: media máscara de una sustancia pálida y flexible que se parecía en gran medida a la piel de un elfo de la luna, salvo por el diminuto engranaje que había oculto detrás de los ojos pintados de la máscara.
De una de las paredes de la caverna colgaba un espejo porque, a pesar de que sin duda Chatarrero carecía de belleza física, era un personaje muy peculiar en cuanto a los cuidados que dispensaba a su persona. Arilyn se acercó a él y se ajustó la máscara al rostro. El fino material se quedó pegado a su piel y fue adquiriendo color a medida que se iba calentando hasta alcanzar el tono pálido exacto de su rostro, incluso con los ligeros toques azulados de sus mejillas. Pero lo más increíble eran los ojos. No sólo eran una réplica exacta de los suyos, grandes, con forma de almendra y con un distintivo tono elfo azul oscuro con pintas doradas, sino que además parpadeaban de vez en cuando de la forma más realista. Podía ver a través de ellos, pero cuando cerró sus ojos y alargó una mano para tocar la máscara, comprobó encantada que los otros seguían abiertos. Lo más extraordinario de todo era que Chatarrero se las había arreglado para imbuir a la máscara de una expresión de ensoñadora contemplación que servía mucho a su propósito.
—¿Cómo has hecho esto? ¿Magia?
Chatarrero respondió sorbiendo por la nariz burlonamente, una actitud que agradaba en gran medida a Arilyn porque ella misma tenía más fe en los inventos del alquimista que en los caprichos de la magia. Además, los elfos del bosque habrían detectado con más rapidez una ilusión mágica que una mecánica. Aunque Arilyn no había decidido todavía si iba a aceptar la misión del bosque, de una cosa estaba segura: si tenía éxito, sería en gran parte gracias a los artilugios de Chatarrero.
Fingir ser elfa no era ningún problema para Arilyn, al menos durante cortos espacios de tiempo. En muchos aspectos había heredado los rasgos propios de la raza de su madre, desde sus ojos decididamente elfos hasta la velocidad con que manejaba la espada. Su perlada piel y una mata de pelo negro como el azabache eran habituales entre los elfos de la luna, y su silueta esbelta se correspondía con la de los elfos…, aunque era casi un palmo más alta que la mayoría. La actividad constante y la lucha diaria que suponía su pertenencia a la Cofradía de Asesinos de Espolón de Zazes le habían otorgado el aspecto ojeroso típico de cualquier elfo de la luna. Mientras el rostro elfo tendía a ser bastante anguloso, el suyo era ovalado, pero tenía las orejas casi tan puntiagudas como las de los elfos de pura raza, y sus facciones eran delicadas y finas. Sin embargo, había una serie de cosas que podían delatarla y la más importante de todas era el hecho de que ella dormía y, los elfos, por lo general, no.
La mayoría de los elfos de Toril descansaban mediante un estado de meditación profunda conocido con el nombre de ensueño. Arilyn nunca había sido capaz de sumirse en el ensueño y, cuando fingía ser elfa, tenía que alejarse mucho para obtener el reposo necesario. La máscara era un simple engaño. Como un elfo nunca se acercaría a otro que estuviese sumido en ese estado de letargo excepto en caso de extrema emergencia, podía ponerse la máscara y dormir por debajo sin ser molestada.
Un sonoro burbujeo interrumpió sus pensamientos. Arilyn se dio la vuelta justo a tiempo de ver una nube de humo negro que se alzaba hacia lo alto de la caverna. Chatarrero no parecía ni herido ni alterado por lo sucedido y contemplaba el contenido humeante de su cacerola con satisfacción. Luego, cogió un embudo y vertió con cuidado el líquido en un frasco de cristal.
—Esto servirá —comentó en tono alegre. Al final, alzó la vista para mirar a Arilyn, y añadió—: ¿Cantas?
La Arpista parpadeó, sorprendida.
—No tengo costumbre.
—Una lástima. —Chatarrero se frotó la imberbe barbilla, meditabundo. De repente, chasqueó los dedos y, tras rebuscar entre el barullo que había sobre la mesa que tenía detrás, extrajo de la pila una tapadera de gran tamaño. Acto seguido, vertió una única gota del fluido todavía humeante sobre el metal y alzó la tapadera para cubrirse con ella el cuerpo como si fuera un escudo.
—Ten la amabilidad de atacarme —pidió. Al ver que ella dudaba, señaló—: Si la poción no ha podido dañar a una débil lámina de acero, ¡no creo que pueda hacer daño a una espada elfa!
Al ver que el comentario tenía lógica, Arilyn desenfundó la hoja de luna y amablemente golpeó con la parte roma el escudo casero. De inmediato reverberó en la caverna una nota sonora y profunda, como oiría el repique de una campana gigante una persona que se situara directamente debajo del campanario.
La Arpista soltó una maldición y se llevó ambas manos a las orejas para proteger sus sensibles oídos. Chatarrero se limitó a sonreír, a pesar de que las vibraciones del «escudo» le subieron por ambos brazos y le hicieron temblar la barbilla.
—¡Oh, excelente! Un resultado magnífico —gritó, contento. Luego, sin cesar de sonreír, Chatarrero dejó a un lado la tapadera y, tras tapar el frasco con un pedazo de corcho, se lo tendió a Arilyn—. Tal vez encuentres utilidad para esto en tus viajes. No te lo bebas —le aconsejó—. Al menos, no con el estómago vacío. Te retumbaría…
Aunque la respuesta que se le ocurrió a Arilyn se quedó en sus labios ante aquel último absurdo, cogió el frasco y lo metió con tiento en su bolsa.
—¿Y las otras cosas? —preguntó, gritando para hacerse oír por encima del estruendo.
—La mayoría —respondió el alquimista, benévolo. Rebuscó por el extremo más alejado de la cueva hasta extraer un paquete envuelto en papel de una pila de bultos parecidos—. Éste es para ti. He añadido algunos artilugios para que los pruebes. Acuérdate de contarme cómo te han ido.
Arilyn vio que varios de los paquetes estaban adornados con la insignia de Balik, el nombre del bajá dirigente de Espolón de Zazes.
—Veo que Hasheth ha estado por aquí.
—Sí…, un gran muchacho —comentó el alquimista.
La Arpista no estaba segura de compartir aquella opinión, aunque era cierto que el joven príncipe Hasheth había demostrado ser un contacto valioso. A través de él Danilo había tenido acceso al palacio y ella misma había obtenido mucha información útil de Espolón de Zazes. Había sido Hasheth quien la había ayudado a instalar a Chatarrero en un maravilloso taller oculto en las montañas que se alzaban sobre la ciudad y quien continuaba suministrando al alquimista los ingredientes necesarios, a menudo a sus expensas. No obstante, Arilyn no acababa de olvidar los detalles de su primer encuentro: Hasheth era un estudiante de asesino y ella la presa que le habían asignado. A pesar de que el joven príncipe le había abierto una puerta a la siempre custodiada Cofradía de Asesinos y desde entonces había dedicado sus esfuerzos a otros asuntos profesionales, para la semielfa no pasaba inadvertido el brillo de rapiña que veía en sus ojos negros cada vez que la miraba.
O tal vez fuera que estaba simplemente acostumbrada a esperar siempre lo peor de todo aquello que miraba.
—Pronto veré ogros debajo de todas las camas y elfos drow detrás de todas las sombras —murmuró.
—Eso me sucedió a mí una vez —corroboró Chatarrero. En apariencia, su oído recuperaba la normalidad con sorprendente rapidez—. Los vapores, ya sabes…, estuve cazando moscas invisibles durante días.
Arilyn suspiró mientras se cargaba a la espalda el paquete.
—Me han asignado otra misión. Quizá me ausente una temporada.
—¡Oh! ¿Nos mudamos otra vez?
No era una pregunta carente de sentido. Unos cuantos años atrás, una explosión en Suzail había destruido gran parte del castillo perteneciente a un noble muy influyente y había obligado a Chatarrero a exiliarse, pero al cabo del tiempo Arilyn había descubierto que en vez de ir en su busca cuando necesitaba su ayuda, le resultaba más práctico ubicar al alquimista cerca de su base actual de operaciones. Cubría la mayor parte de sus gastos con los honorarios que recibía como aventurera al servicio de los Arpistas y consideraba todas aquellas monedas de cobre bien gastadas.
—Puedes quedarte aquí hasta que regrese. Si necesitas algo, ponte en contacto con Hasheth.
—Buen chico —repitió Chatarrero—, aunque espero que se quede cerca de Espolón de Zazes. No soy bien recibido en Saradush, Ithmong o Myratma —confesó, citando al resto de las ciudades de importancia en Tethyr.
Arilyn volvió a suspirar.
—Dime, Chatarrero, ¿existe alguna ciudad en todo Toril de la que no hayas hecho saltar por los aires al menos una parte?
—Zhentil Keep —respondió el alquimista sin un momento de vacilación—. Por supuesto, para hacerlo allí tendría que ser un hombre más valiente de lo que soy.
El comentario hizo que la Arpista soltara una exclamación.
—Casi lamento oír eso —confesó con una mueca—. Si hay una ciudad que necesite una limpieza a fondo, es ésa.
—Bueno, alguien lo hará antes o después —respondió Chatarrero con gesto ausente y los ojos verdes clavados en una sustancia resplandeciente que burbujeaba en una caldera de gran tamaño—. Ahora, si me disculpas…
Arilyn captó la indirecta y, tras salir de la cueva, se dispuso a regresar a la ciudad. Espoleó a fondo a su montura porque deseaba estar en la sala del consejo de la Escuela del Sigilo antes de que saliera la luna. Con la llegada de la noche, se publicaban más servicios y los asesinos acudían a pujar por los trabajos de su elección. En ningún otro momento conseguía Arilyn tanta información útil sobre lo que sucedía en los bajos fondos de Espolón de Zazes.
Cruzó el portal principal del recinto cuando ya era oscuro y, tras darle las riendas de la yegua al mozo que salió a recibirla, se apresuró a acercarse a la sala del consejo para revisar lo pedazos de pergamino clavados en la puerta. No había nada de gran interés: un panadero deseaba vengar un insulto que había sido proferido contra su masa de pan; una mujer de un harén estaba dispuesta a pagar por la muerte de un hombre que se había declarado eunuco y que había resultado falso; un adinerado coleccionista deseaba que se recuperara de la cámara del tesoro de un rival una pieza que le había sido robada.
—Hay poco donde elegir esta noche —comentó una voz susurrante junto a Arilyn.
Al darse la vuelta, la Arpista se topó con la única hembra que había, aparte de ella misma, en la Cofradía de Asesinos: una belleza exótica que recibía el nombre de Hurón. En opinión de Arilyn, el apodo le hacía justicia: era delgada como un látigo y de facciones angulosas, con ojos negros que no parecían humanos y una nariz larga y esbelta, y sólo le faltaban unos bigotes para ponerse a husmear. También en carácter se parecía a un hurón, pues era implacable y despiadada.
En el seno de la cofradía, Hurón era una especie de misterio. Nunca había sido vista sin la gruesa capa de maquillaje, el turbante apretado y los guantes que solía llevar, ni tampoco se la había oído hablar en un tono de voz más alto que un susurro. Corrían rumores de que había quedado desfigurada a causa de algún accidente, pero aparte de aquellas particularidades, no había ninguna imperfección aparente en su belleza, que acentuaba al ir siempre ataviada con ropa de seda tan ajustada que parecía que había sido pintada sobre su esbelto cuerpo. Aquella noche llevaba un vestido del color de las piedras preciosas que se asemejaba al vistoso plumaje de un pavo real, a conjunto con unos pendientes hechos con plumas de ese mismo animal que llevaba en el lóbulo de la oreja, la única parte visible que sobresalía por debajo del turbante de color azul cobalto.
Hurón cruzó los brazos sobre el pecho y se recostó indolente en la jamba de la puerta.
—¿Qué trabajo te hace ilusión: el panadero, la puta o el ladrón?
—El panadero seguro que no —respondió Arilyn con una sonrisa—. He probado sus bollos y creo que nadie se merece la muerte por haberlos insultado. Deseo una larga vida a esa voz crítica y creo que puede hacer carrera en algún otro lugar.
—Ah, sí —se burló Hurón—. ¡Los dioses prohíben que le quites la vida a un hombre inocente! Yo creo que, de verdad, deberías coger el segundo: ver a una chica de harén trabajando puede servirte de ejemplo.
La Arpista se encogió de hombros ante el insulto. No era la primera vez que Hurón se mofaba de Arilyn por su tendencia a la soledad y la castidad. De hecho, la burla favorita de la asesina respecto a su colega semielfa era llamarla semimujer en tono mordaz.
Según todos los informes, Hurón no tenía tantos escrúpulos. Decían que la mujer era omnívora, con un apetito y una habilidad que dejaba boquiabiertos incluso a los adinerados y aburridos nobles de Espolón de Zazes que deseaban imitar las costumbre del bajá y que mantenían numerosos y exóticos harenes.
Hurón era también muy, muy buena blandiendo una espada, y en más de una ocasión Arilyn se había preguntado por qué no la había desafiado a ella. Entre todos los asesinos de la cofradía, Arilyn pensaba que Hurón era la que tenía más posibilidades de quitarle su Fajín de Sombra, pero la mujer de ojos negros parecía contenta con su categoría y prefería invertir su tiempo y energías en encargos que le reportasen honorarios.
Y hablando de honorarios, Arilyn se fijó en que el coleccionista estaba dispuesto a pagar bien por recuperar su propiedad robada, y como últimamente había tenido muchos gastos, arrancó el tercer papel de la puerta. Hurón soltó una exclamación de asombro: coger una solicitud antes de que el resto de los asesinos tuviese ocasión de pujar por ella era considerado una falta grave en las costumbres de la cofradía.
—Aquí sólo estamos tú y yo —señaló Arilyn, agitando el pergamino debajo de las narices de Hurón—. ¿Lo quieres hacer tú?
—Es un trabajo para dos, y los honorarios son sin duda elevados para pagar a dos asesinos —observó la mujer con frialdad—, pero te lo dejo a ti de todas maneras. Antes preferiría recibir dinero de un harén que tener como compañera a una semielfa.
Arilyn parpadeó, sorprendida por el veneno que denotaba la voz de la mujer. Vivían bastantes semielfos en Tethyr y, por lo general, se los trataba bien y era poco corriente encontrar una animadversión tan acusada.
—Tú verás. —La Arpista se volvió para marcharse. No quería malgastar energía con los prejuicios de la mujer, pues tenía mucho por hacer: enviar a un mensajero al coleccionista con una aceptación provisional del encargo y una solicitud de más información; encontrar alguien que dispusiera de un plano del palacio del rival y que quisiera vender esa información y planear un método para esquivar a los vigilantes y las protecciones mágicas que sin duda salvaguardarían el tesoro. Por fortuna, el objeto que se reclamaba era pequeño: una diadema de plata con incrustaciones de amatista. No siempre sucedía así. En una ocasión, Arilyn había recibido el encargo de recuperar la cabeza montada y rellena de un basilisco. Desde luego, no fue su trabajo preferido porque probablemente habría sido más fácil cazar y derribar a un monstruo vivo.
—No suelo llevar diadema, pero si ves algún collar o algún broche bonito, tráeme dos o tres —murmuró Hurón a su espalda—. ¡Te pagaré la mitad del valor de mercado de las gemas y te ahorraré la molestia de encontrar un comprador!
Arilyn ni siquiera respondió, porque no tenía ninguna intención de coger otra cosa que no fuera el objeto solicitado y sabía, por el tono de burla de Hurón, que la mujer sospechaba lo mismo. Aquello la dejó un poco inquieta. La breve conversación con la exótica asesina le había dejado claro que, fuera cual fuese la razón, Arilyn se había ganado otro enemigo en el seno de la Escuela del Sigilo, y uno que se había tomado la molestia de observarla de cerca.
Siguiendo un impulso, la Arpista giró y salió del recinto. Había planeado ir directamente a la cofradía de mujeres para dormir un poco porque las tareas a las que tenía que enfrentarse eran muchas y difíciles, y había descansado poco últimamente, pero dudaba que consiguiera pegar ojo aquella noche si permanecía en la guarida de Hurón. Todavía le quedaba dinero suficiente en los bolsillos para alquilar una habitación en una posada modesta, y bien se merecía una noche de sueño.
—Pronto veré ogros debajo de todas las camas y elfos drow detrás de todas las sombras —murmuró mientras caminaba, repitiendo para sí la frase de burla que había dicho en la cueva de Chatarrero, pero en esta ocasión el ejercicio no le proporcionó alivio porque las mismas palabras que antes habían servido de mofa ahora tenían aire de presentimiento y resonancia de advertencia.
La cautelosa Arpista se tomó al pie de la letra el consejo y, mientras avanzaba por las calles iluminadas de Espolón de Zazes, sopesó todas las sombras y mantuvo a todos los transeúntes con los que se cruzaba a una distancia que le permitiera llegar con el filo de su espada.
Quizá fuese un modo de vida solitario y agotador, pero Arilyn lo prefería a la alternativa. La muerte era la compañera habitual de un aventurero y había bailado con ella durante casi treinta años sin rendirse. La supervivencia era cuestión de honradez: uno sólo tenía que seguir la melodía, conocer el terreno y no perder nunca el paso.
La analogía dibujó una fugaz sonrisa en los labios de Arilyn. Tenía que recordar aquello y pasárselo a Danilo cuando volviesen a verse. Sin duda él sería capaz de calibrar la poesía que encerraba y moldearlo en una de sus baladas melancólicas…, una canción que nunca sería escuchada por su frívola audiencia. El joven era un compositor aficionado y prolífico que poseía dos tipos de composiciones: una colección de baladas humorísticas, a menudo obscenas, que interpretaba en los salones y salas de fiesta de Aguas Profundas, y las canciones meditabundas y las tonadas que se regalaba a sí mismo, y a ella. Arilyn sabía que ella era la única persona que había compartido con él aquellas melodías tan profundamente sentidas. Habían pasado muchas veladas juntos, sentados en plena naturaleza al lado de una hoguera, Danilo cantando al ritmo de su laúd y Arilyn contemplando las estrellas, imbuyéndose a la vez de la luz de las estrellas y la música con un júbilo silencioso y elfo.
Un ruido de pasos a su espalda sacó a Arilyn de sus ensoñaciones para devolverla a las calles de Espolón de Zazes. La cadencia de aquellos pasos iba medida con sus propias zancadas, largas y rápidas, lo cual solía ser una señal de que la estaban siguiendo. Esta vez no debía de ser un asesino, sino probablemente un ladrón callejero, porque el hombre no intentaba avanzar en silencio. Los ladrones más habilidosos solían mezclarse con la multitud y su éxito dependía de su destreza y rapidez con las manos.
Arilyn echó un vistazo a su izquierda. No cabía duda, le seguía un hombre sucio y desastrado, con una botella medio vacía de rivengut en las manos y murmurando para sí. No obstante, a pesar de su caminar vacilante de borracho, conseguía seguir el mismo ritmo que ella.
Era una estrategia muy habitual: un par de ladronzuelos elegían un señuelo y, mientras uno se fingía borracho para distraer a la víctima, el otro actuaba por detrás. La estrategia de contraataque también fue sencilla: cuando el «borracho» giró hacia ella, Arilyn lo cogió del jubón y, haciéndolo girar, lo lanzó de pleno en los brazos abiertos de su compañero. Ambos se precipitaron de bruces al suelo, y el primero soltó una maldición con tanta convicción que quedó patente que su estado de embriaguez era fingido.
El «ataque» hizo que varios transeúntes miraran con recelo a Arilyn, pero ninguno de ellos se molestó en intervenir ni en censurarla por ello. También se fijó en que ninguno hizo el más mínimo esfuerzo por ayudar a los hombres caídos al suelo, ni preguntó cómo se encontraban.
La semielfa siguió su camino y, mientras avanzaba, intentó en vano recuperar el sueño de fragancias silvestres, luz de luna y soledad compartida. Aquellos momentos le resultaban cada vez más difíciles de encontrar con cada día que pasaba entre aquellos humanos faltos de escrúpulos. Pronto temía que desapareciesen por completo y, con ellos, los exiguos vestigios de su alma elfa.