9
Cada mañana al alba las macizas puertas de Espolón de Zazes se abrían de par en par para dar paso a la afluencia de comerciantes que constituía la esencia vital de la ciudad. Las arcas de la ciudad se beneficiaban de los impuestos que gravaban las mercancías exóticas que pasaban a través de ella de camino al norte procedentes de Calimshan y puntos más meridionales. Pero los mercados de Espolón de Zazes eran algo más que un lugar de paso para las caravanas de mercaderes. Los habitantes de Tethyr estaban muy orgullosos de sus artesanos y los productos que elaboraban tenían gran demanda tanto en las tierras del norte como del sur.
En la ciudad se introducían las materias primas que traían los barcos y las caravanas desde todos los rincones del mundo. La madera de teca de Chult y el palisandro de Maztican se transformaban en las cajas de madera labrada que tanta fama tenían en Tethyr, y de Lantan llegaban delicados artilugios y diminutos carillones que se convertían luego en maravillosas cajas de música. Metales de gran pureza procedente del gélido Norland se introducían en la ciudad para ser convertidos en vasijas, armaduras y piezas de joyería, gemas que luego se utilizaban para ser engastadas en las empuñaduras de las espadas o los anillos de las damas. Los muebles tethyrianos eran apreciados por su durabilidad y sus líneas elegantes, y gracias a lo prácticos que eran, los tejidos de Myratma se consideraban de una calidad insuperable. Una capa fabricada con lana de las ovejas que pastaban en las colinas Púrpura duraba tanto que fácilmente podía pasar de padres a hijos, y pocos tejedores fuera de Tethyr eran capaces de devanar un hilo tan fino que resultaba casi resistente al agua.
Otra variedad de comercio, también importante para el bienestar de la ciudad aunque menos lujoso, era el de forraje, cultivado en las fértiles colinas Púrpura, al sur de la ciudad. A diario partían caravanas de Espolón de Zazes con destino a Marakir, el mercado agrícola localizado en la intersección de la Ruta Comercial con el río Sulduskoon, para comprar fruta, grano y cordero. Era una actividad importante, pero al ser rutinaria, no estaba sometida a demasiado escrutinio.
Por ese motivo, Quentin Llorish, capitán de una de esas caravanas, no se sintió muy feliz cuando interrumpieron su sueño para informarle de que el nuevo aprendiz de lord Hhune viajaría en su caravana al día siguiente.
No era que Quentin tuviese nada contra Hhune…, ¡nada más lejos de la verdad! El noble jefe de cofradía pagaba bien, y trataba a los hombres y mujeres que contrataba con una justicia que no era usual en Tethyr y que lo convertían en un personaje bastante popular entre el pueblo; le valía más la lealtad de la gente que el mismo dinero. Al menos, la mayoría de los hombres apreciaba que les concedieran un trato justo; pero, francamente, Quentin prefería la plata contante y sonante.
Quentin no era un hombre que se sintiera impelido por lazos de lealtad o por una necesidad de hacer negocios honrados. Acostumbraba sacar más provecho de los beneficios diarios de la caravana de lo que estaba autorizado estrictamente y pensar que un joven aprendiz ansioso estaría fisgoneando por encima de su hombro y ojeando sus libros de cuentas hacía arder el estómago a Quentin con un escozor que empezaba a ser su fiel compañero.
Así pues, mientras supervisaba los preparativos de la caravana antes del amanecer y esperaba que abriesen las puertas de la ciudad, Quentin dio un sorbo a un gran frasco de leche de cabra mezclada con un mineral con sabor de tiza cuyo nombre no conocía. Era un brebaje horroroso, pero según el curandero local en poco tiempo conseguiría apaciguar los ácidos de su estómago. Si no, prometía Quentin sombríamente mientras apuraba el resto de la bazofia, se gastaría gustoso todo el dinero que había ganado aquel día para ajusticiar al desgraciado alquimista, a ser posible ahogándolo en su propia leche de cabra.
—¿Capitán Quentin? —inquirió una voz imperiosa a su izquierda—. Soy Hasheth y vengo en nombre de lord Hhune.
El hombre soltó un sonoro eructo con efluvios de tiza y se volvió para observar a su temido pasajero. El aprendiz de Hhune era un joven que no debía de tener más de veinte años. Parecía una réplica del propio lord, a juzgar por sus cabellos oscuros, pero la nariz aguileña del muchacho y la piel tostada sugerían cierta presencia de sangre calishita en sus venas. Aquello era bastante habitual en Espolón de Zazes aquellos días, por la influencia del bajá y porque estaba de moda entre los tipos de buena cuna tener como amante a alguna mujer del sur, o eso había oído decir. Él ya tenía bastante con mantener una sola mujer… la suya, por desgracia.
—Bienvenido a bordo, joven —saludó con una jovialidad que no sentía—. Partiremos cuando salga el sol. Coge el caballo que más te plazca y luego te enseñaré dónde está todo.
—No será necesario —replicó Hasheth, con el labio contraído en una mueca de desprecio. Hizo un gesto a un carruaje cubierto que arrastraban un par de animales castaños, hermosos, de músculos estilizados, cuyo reluciente pelaje rojizo había sido lustrado hasta adquirir el brillo del negro. Los caballos del carruaje eran más impresionantes por el hecho de que eran casi idénticos, hasta por las estrellas blancas que lucían a modo de adorno en la frente. Para añadir exceso a la opulencia, detrás del carruaje iban atados un magnífico semental negro y una yegua gris de patas largas.
—Como podéis ver, he traído lo que me hace falta, así como caballos de repuesto, por si decido cabalgar. En cuanto a vuestro negocio, lo lleváis a cabo lo suficientemente bien para complacer a mi señor Hhune, y eso me basta —prosiguió el muchacho con frialdad—. Me exigen que venga aquí como parte de mi proceso educativo, así que será mejor que lleguemos a un acuerdo. Si os preguntan, diréis que os vigilaba de cerca. Si me preguntan a mí, diré que he comprobado que todo estaba en orden.
Había un ligero matiz en la voz de Hasheth, un deje perspicaz y presuntuoso que indicaba que el joven tenía un conocimiento ya amplio de los negocios de la caravana. Quentin miró de reojo al muchacho, confiando en haber oído mal, y como respuesta Hasheth alzó una ceja con gesto desafiante.
La llama que ardía en el estómago de Quentin crepitó, lanzando una arcada de ácido a su garganta.
—De acuerdo —musitó el capitán, deseando poder escupir sin ofender al joven noble.
Hasheth hizo un nuevo gesto de asentimiento hacia el carruaje y para la mujer que observaba el exterior desde detrás de una cortina.
—No tendréis que preocuparos por mí. Como podéis ver, me he traído diversión para aligerarme el viaje. Lo cual nos lleva a otro tema. La mujer tiene una piel delicada y desea ver el mercado antes de que el sol alcance su cenit. Sé que eso implica avanzar a un paso más rápido de lo normal, pero si accedo a sus deseos accederá ella a los míos. ¿Puedo decirle que nos concedéis alojamiento?
Quentin se limitó a asentir, porque sentía la garganta demasiado seca para hablar. Contempló cómo el joven imperioso se montaba en el carruaje y cerraba con firmeza la cortina. Acto seguido, sacudió la cabeza y se alejó para cumplir sus quehaceres en la caravana. No sabía a ciencia cierta qué hacer con aquel extraño encuentro ni con aquel joven aprendiz que tanto sabía.
Cuando por fin salió el sol sobre los distantes picos de la Espiral de las Estrellas, las puertas enormes se abrieron despacio hacia adentro. Cuando la caravana empezó su trayecto, a paso rápido, como le habían pedido, Quentin se sintió mucho mejor; alegre, incluso.
Se había preocupado a menudo por que lo descubrieran, pero ahora que lo habían pillado, se sentía casi aliviado. Aunque Quentin recibía órdenes de la gente de Hhune, no tenía acceso a los asuntos del lord ni forma de saber cómo habían sido percibidas sus propias acciones…, o cuáles de ellas habían llegado a oídos de Hhune. Aquel tal Hasheth parecía dispuesto a pasar por alto los desfalcos de Quentin y, con toda probabilidad, podría arreglárselas para mantenerlos fuera de miradas indiscretas. Y lo mejor de todo era que el muchacho estaba dispuesto a hacer un trato. Quentin estaba convencido de que podía persuadir a Hasheth para que le proporcionase cierta protección, e incluso pasarle de vez en cuando información para que el capitán de la caravana pudiese forrarse los bolsillos.
Sí, concluyó feliz, el nuevo aprendiz de Hhune era alguien con quien se podían hacer negocios, ¡en provecho de los dos!
—¿Elegí bien a mi hombre? —preguntó Hasheth en tono presuntuoso.
Arilyn asintió, dispuesta a conceder al joven lo que se merecía. A juzgar por todo lo que había visto y oído, Quentin Llorish era una elección óptima, alguien que podría seguir sirviendo a Hasheth de un modo dependiente, aunque deshonroso.
De hecho, la salida de Espolón de Zazes había sido más fácil de lo que Arilyn había pensado. Todos los pasos del plan habían sido ejecutados sin impedimentos. Hasheth era bueno y mejoraba día a día.
¿Por qué, entonces, se sentía tan a disgusto?
Con un suspiro, Arilyn se apoyó en los almohadones y se preparó para el viaje. No le complacía la idea de pasar varias horas de inactividad, con nada que ocupar sus atribulados pensamientos. Últimamente habían sucedido demasiadas cosas, se le habían hecho muchas revelaciones…, más de las que podía asimilar en el trayecto entre Espolón de Zazes y Sulduskoon.
A Arilyn le gustaba tratar los problemas a medida que aparecían, de forma rápida, limpia y decisiva, con diplomacia a ser posible y con brusca violencia si era preciso. Y sin embargo, se había visto forzada a no honrar a su naturaleza, sus métodos usuales y su propio sentido común para cumplir el encargo de la reina elfa.
Ahí estaba ella, atada al bosque elfo y cargada con los problemas de otro mientras que su propia vida era un completo desorden. Una antepasada suya dormía en la cámara del tesoro de un hombre rico y Arilyn no había hecho nada para poner remedio a aquel deshonor. Danilo le había declarado su amor y ella le había propinado un puñetazo y lo había enviado lejos como un paquete sin pararse a considerar cuál habría sido su respuesta. Y para colmo estaba el tema de la sombra elfa y el crudo futuro que predecía.
Arilyn no podía olvidar en ningún momento el destino inherente a la hoja de luna que portaba y la promesa inconsciente que había hecho hacía ya tantos años cuando blandió la espada elfa por primera vez. Hasta aquel momento, la semielfa no había temido la muerte, pero ahora sentía su propia mortalidad. Se encaminaba hacia una misión sumamente peligrosa, portando una espada que, a todas luces, podía reclamarle servidumbre eterna, lo cual obviamente añadía una nota de urgencia a su aventura.
Considerando toda la situación, la semielfa no estaba de humor para enfrentarse a las inevitables insinuaciones de Hasheth con nada parecido a la diplomacia. Además, necesitaría todo el autocontrol que fuese capaz de reunir para resistirse al deseo de lanzar al hombre a la cuneta cuando pronunciase su primer cumplido intencionado, su primer doble sentido.
No obstante, o bien los dioses se apiadaron de ella o Hasheth empezaba a aprender también en este asunto porque la mañana transcurrió sin incidentes. Además, Hasheth mantuvo a Arilyn tan ocupada con sus preguntas que no tuvo tiempo de abstraerse con el arduo camino que le esperaba.
El joven príncipe estaba ansioso por bombardearla a preguntas sobre los usos de los Arpistas y el tipo de enemigos a los que se enfrentaban. También estaba impaciente por aprender todo lo que Arilyn estuviese dispuesta a contar sobre la historia de Tethyr y sobre política, y sentía también curiosidad por asuntos de otras tierras. Según parecía, en palacio no habían sentido la necesidad de incluir asuntos de estado en la educación del decimotercer hijo.
Arilyn respondió a cada pregunta con una escueta pero completa respuesta y notó enseguida que Hasheth era todo oídos…, cualidad importante para un informador de Arpistas. Era evidente que el joven disfrutaba participando de las actividades de aquel grupo clandestino, y que adoraba las intrigas y los secretos. También estaba imparcialmente orgulloso por su creciente habilidad para organizar y poner en marcha planes de suma complejidad. Sin embargo, Arilyn también era consciente de que el mayor vínculo de Hasheth con los Arpistas no procedía de sus convicciones personales, ni siquiera del respeto por los Arpistas y sus ideales, sino de un compromiso personal con ella y con Danilo. Ahora que los dos habían dejado la ciudad a sus espaldas, no estaba segura de que Hasheth continuara con su papel.
—¿Y qué vas a hacer con todos esos conocimientos? —le preguntó al fin.
Hasheth se encogió de hombros, para meditar su respuesta.
—El conocimiento es un instrumento; lo usaré para las tareas que tenga que hacer.
Arilyn tuvo que admitir que era una buena respuesta, pero poco tranquilizadora. Con todo, no sintió pena cuando el distante clamor de voces y de carretas anunció que se estaban acercando a Marakir.
Apartarse a escondidas de la caravana fue asunto fácil porque, ataviada con falda y velo, además del aspecto de matrona que le conferían sus pertenencias de viaje bien envueltas, Arilyn se fundió con todas las demás amas y mujeres que acudían a comprar provisiones para sus familias o para sus establecimientos. Deambuló un rato por los ajetreados puestos, sopesando con palmaditas la calidad de los melones y comprobando mediante pellizcos la tersura de las cerezas, como hacían todas.
Al final encontró el lugar que buscaba: Prendas de Lana Theresa, un amplio establecimiento de fachada de madera que ofrecía ropa confeccionada. El establecimiento lucía un aspecto próspero, aparte de estar situado en un lugar privilegiado junto al río, pero la reputación de los elevados precios de Theresa hacía que se acercaran hasta allí sólo los clientes más acaudalados.
En el interior de la tienda, Arilyn encontró un gran surtido de ropa útil pero poco llamativa: capas de lana, pantalones de tartán, vestidos y chales, además de blusas de lino o jubones de arpillera. Según insistía Theresa, el coste de la ropa reflejaba la calidad y el servicio, y un cliente ocasional podía suponer que por «servicio» entendía ella la atención del personal de la tienda, que ofrecía consejos y refrescos, o los reservados que había tras unas cortinas, cuyas paredes forradas de espejo permitían a los clientes cambiarse de ropa en privado. Sin embargo, lo que pocos sabían era que los espejos eran en realidad puertas ocultas que permitían a aquellos clientes que lo deseasen salir por la puerta de atrás.
Tras dejar la engorrosa falda que llevaba, así como una pequeña bolsa con monedas de plata, en el probador, Arilyn salió por detrás y descendió por la fuerte pendiente que desembocaba en la ribera del río, donde la estaba esperando una pequeña embarcación, prueba adicional de los discretos servicios que ofrecía Theresa.
La Arpista se sentó en la barca e hizo un gesto de asentimiento a los dos fornidos sirvientes que iban a los remos. Uno de ellos soltó la amarra que mantenía sujeto el bote a un poste anclado en la orilla; luego los dos se situaron junto a los remos y, con movimientos sincronizados, hicieron avanzar la embarcación por el agua.
Arilyn se sintió satisfecha al ver que los remeros demostraban una admirable falta de curiosidad. Apenas le dedicaron una ojeada, de tan concentrados como estaban en maniobrar a través del concurrido tráfico del río. Les costó gran pericia esquivar las barcas y barcazas, así como las embarcaciones pequeñas que atestaban las ajetreadas aguas, pero una vez hubieron sobrepasado la aglomeración y el trajín del mercado, los hombres adoptaron un ritmo rápido río arriba.
El Sulduskoon era el río más largo de Tethyr y cruzaba el territorio casi de parte a parte. Desde su origen al pie de las estribaciones de las montañas Copo de Nieve, el río viajaba casi ochocientos kilómetros antes de desembocar en el mar, pero no todos sus tramos eran navegables. En algunos puntos sus aguas eran turbulentas y rápidas, con pozas profundas en las que habitaban espíritus acuáticos y otras criaturas molestas, y en otros trechos había pasajes traicioneros, con el lecho cubierto de piedras, que hacían naufragar a tres de cada diez barcos que pasaban.
Pero en ese tramo el río era amplio y profundo, las aguas relativamente apacibles y la corriente no demasiado fuerte les permitía avanzar. Arilyn calculó que llegarían al desvío del río, donde les esperaba un segundo barco, al crepúsculo. Desde allí, viajaría por un amplio afluente que se ramificaba hacia el norte más allá de la Espiral de las Estrellas, más cerca de la parte de Tethyr que buscaba. En la parte más recóndita y meridional del bosque vivía un viejo amigo, y Arilyn confiaba en que su amistad y su habilidad para convencer a los suyos le sería de utilidad.
Por lo que sabía de las legendarias sombras de plata, suponía que no iba a ser tarea fácil.
Eileenalana bat K’theelee se desperezó y esbozó una mueca en su sueño cuando la primera flecha la alcanzó. La expresión era atemorizada, en el rostro de una joven dragona blanca, pero los sueños que la arropaban no eran del todo desagradables.
La amodorrada dragona soñaba con una ducha de granizo y con el placer que le proporcionaría volar alto entre las agitadas nubes de verano. Las tormentas de granizo eran inusuales en aquellos parajes, que en verdad resultaban demasiado calurosos para que un dragón blanco se sintiera a gusto, y en su sueño Eileen disfrutaba de gélidos vientos arremolinados y del tintineo de granizo apenas formado contra sus escamas.
De repente, un pedazo de hielo especialmente punzante le golpeó el cuello. Eileen volvió la cabeza y a través de la neblina de sopor que la embotaba llegó a dos conclusiones simultáneas y contradictorias: la tormenta no era más que una fantasía agradable y el golpeteo de las piedras de granizo parecía demasiado real.
En un intento por levantarse y contemplar mejor aquel rompecabezas, la joven dragona rodó sobre su estómago y desplegó la cola que tenía enroscada sobre su pila de tesoros. Era un pila pequeña, pero ¿qué más podía haber atesorado en un simple siglo de existencia? ¿Y qué oportunidades tenía ella, cuya vida se reducía a cortos períodos de actividad? El bosque de Tethir era frío, pero a duras penas podía proporcionar comodidad a un dragón de su clase y Eileen se pasaba la mayor parte del tiempo en su guarida, inmersa en un sueño aletargado.
No se atrevía a aventurarse en el exterior demasiado a menudo. Aunque medía casi nueve metros de largo y era prácticamente adulta, todavía había criaturas en el bosque que podían plantarle cara, y esos enemigos la encontraban con relativa facilidad porque la enorme talla de Eileen y sus relucientes escamas blancas no la ayudaban en absoluto a fundirse con el paisaje. A menos que el hambre la obligara a salir a cazar, permanecía en su caverna porque se sentía siempre en peligro salvo en aquellos pocos días en que el suelo del bosque se veía cubierto de nieve o cuando nubes de tormenta teñían de un pálido gris perla el cielo.
Si tenía todas esas cosas en cuenta, no era de extrañar que Eileen añorara el gélido Norland del que le habían hablado sus padres…, y al que habían regresado cuando ella apenas había salido del cascarón.
Eileen era entonces demasiado pequeña para mantener el ritmo de los dragones de mayor tamaño, pero se las había arreglado para volar desde su lugar de nacimiento en las frías cimas de las montañas Copo de Nieve hasta un lugar tan alejado como Tethir. Algún día, volaría hasta las lejanas tierras del norte junto con los demás dragones blancos del bosque que compartían su condición. ¡Un vuelo de dragones, y con ella de líder! ¡Qué glorioso! Todo lo que necesitaba era un golpe de viento frío y luego corrientes favorables…
Otro golpe fuerte y punzante volvió a centrar los pensamientos de Eileen en el presente. La dragona bostezó y se sentó sobre sus ancas traseras para considerar la situación. El aire era húmedo y bastante cálido, incluso en la caverna. Sí, estaba empezando el verano, un período más que razonable para que se sucediera una tormenta de granizo, pero estaba en su guarida, lo que significaba que era poco probable que se tratara de granizo.
La dragona llegó a aquella conclusión, no ya con palabras, sino con la percepción instintiva que, incluso las criaturas peor dotadas de la naturaleza, tenían de su entorno para poder sobrevivir. De todos los temibles dragones de Faerun, los blancos eran los más pequeños y los menos inteligentes. E incluso para la norma de su raza, Eileen no destacaba.
Balanceando a izquierda y derecha la cresta de su cabeza blanca, la dragona intentó localizar el origen de aquella molestia. La alcanzó otro pinchazo en el cuello, esta vez peligrosamente cerca de la base de una de sus curtidas alas, procedente del pasadizo que iba hacia el este.
Eileen atisbó por la oscuridad del túnel donde parecía haber una silueta envuelta en sombras. Podía distinguir una forma con dos piernas y un arco cargado en las manos, pero no podía discernir si el arquero era humano, o elfo, o algo más o menos similar, porque un tentador aroma de menta difuminaba su aroma.
La molesta criatura volvió a soltar otra flecha, que impactó de pleno en el hocico de la dragona y salió desviada sin penetrar en la armadura de escamas que le cubría el rostro. Aun así, ¡cómo picaba!
Durante un instante, la aturdida y bizca dragona se quedó mirando a la pareja de arqueros con forma humana que había invadido su guarida, pero después de sacudir violentamente la cabeza, las dos figuras se fundieron en una sola. De todas formas, ¡una era también multitud!
Eileen soltó un rugido de dolor y rabia, y se puso de pie de un brinco. El arquero dio media vuelta y echó a correr por el túnel, con la dragona en ardua persecución a su espalda.
Bueno, quizá no era una persecución demasiado ardua, porque la última siesta de la dragona había durado varias semanas y como tenía la costumbre de dormir de lado, con la dura mejilla apoyada en una escamosa pata, sentía una de las articulaciones entumecida. En consecuencia, lo que ella pretendía que fuera una embestida atemorizadora se había visto reducida a una carrera desigual, a trompicones, sobre tres patas.
Eileen se detuvo de repente y se sentó sobre los flancos traseros para levantar las dos patas delanteras y contemplárselas. Tras meditar un instante, se le ocurrió una solución, que se le antojaba bastante ingeniosa. Inhaló una profunda bocanada de aire, mantuvo su pata buena a la altura de la mandíbula y exhaló una ráfaga de aire gélido. El aliento de Eileen podía sofocar de raíz un fuego o congelar un centauro adulto hasta convertirlo en un sólido bloque de hielo en mitad de una carrera. E incluso podía entumecer su propia carne, a pesar de la protección natural que le ofrecían las escamas y su legendaria resistencia al frío.
Eileen se puso de nuevo sobre las cuatro patas y probó las delanteras. Sí, ahora estaban las dos igual de entumecidas. Una vez recuperado el equilibrio, la dragona reanudó la carrera, más lentamente, sin duda, pero con un porte más digno y equilibrado.
Su atormentador de dos piernas estaba ahora fuera de la vista, pero Eileen podía seguir con facilidad su aroma de menta. Aunque su inteligencia podía caber en una cuchara, poseía un olfato muy fino, eso sin contar con la debilidad que sentía por la planta.
Mientras la dragona trotaba por los túneles de la caverna que desembocaban en el bosque, ocurrieron dos cosas. Primero, sus dos patas delanteras recuperaron gradualmente su tacto normal y pudo acelerar el paso hasta convertirlo en una carrera vertiginosa que arrasaba la vegetación. Segundo, empezó a ocurrírsele que estaba muy, muy hambrienta, y que quizás esa interrupción no hubiese sino tan mala después de todo.
La noche se posaba sobre el bosque de Tethir y Vhenlar contemplaba las sombras cada vez más profundas con creciente e intensa inquietud. Durante los días posteriores a la batalla en la plantación de ganja, los mercenarios habían ido persiguiendo a los elfos hasta sumergirlos en las profundidades del bosque…, mucho más lejos de donde se habían aventurado hasta la fecha, y mucho más lejos del territorio donde Vhenlar podía sentirse tranquilo.
La fronda centenaria era misteriosa. Los árboles tenían un aire vigilante y atento; los pájaros transmitían historias; las mismas sombras parecían vivas. Había magia en aquel lugar, una magia primitiva, elemental, de un tipo que ponía nerviosos hasta a los magos a sueldo, como por ejemplo el hechicero originario de Halruaa y de alta categoría en quien tanto confiaba Bunlap.
Abundaban otros peligros más tangibles. Desde la salida del sol, elfos invisibles habían ido lanzando flechas por delante y por detrás de los humanos, acosándolos como perros pastores que estuviesen reuniendo un rebaño para el esquileo de primavera. No cabía duda de que estaban conduciendo a los mercenarios a algún punto concreto…, pero ¿adónde? Vhenlar era incapaz de decirlo.
Aun así no le quedaba otra opción que mover al grupo con tanta rapidez como pudiese hacia el norte. Había intentado seguir la ruta de la frontera por el sur, y había perdido tres hombres buenos en el intento, así que se habían encaminado hacia el norte, como pretendían aquellos seres invisibles que los atormentaban. Ya recuperarían la ruta luego, después de… lo que fuera.
No eran los elfos salvajes el único enemigo con el que se enfrentaban los mercenarios, ni su destino desconocido la única preocupación que los embargaba. El camino estaba repleto de problemas y ni siquiera los más expertos en cuestiones de bosque, es decir, guardabosques que habían trabajado como mercenarios en multitud de territorios, y un par de exploradores venidos a menos, eran capaces de identificar todos aquellos extraños gritos, rugidos y llamadas de pájaros que resonaban en el bosque. No obstante, todos los hombres habían visto y oído lo suficiente para saber que había criaturas que era mejor evitar. Poco antes de mediodía se habían topado con una prueba palpable de ello, una imagen que se había quedado grabada en la mente de Vhenlar: un montón de huesos secos en cuyo interior se adivinaba el cráneo de un ogro. Fuera lo que fuese lo que había matado a aquel ogro, cuyo tamaño superaba los dos metros a juzgar por los restos, la criatura sería probablemente más fuerte que tres hombres juntos y lo bastante grande para morder la cabeza de semejante monstruo y tragársela entera. En opinión de Vhenlar, los ogros eran bastante malos, y no deseaba contemplar una criatura lo suficientemente grande, y hambrienta, para darse un ágape tan indigesto.
En el bosque siempre había habido monstruos, pero si los relatos de taberna que hablaban de expediciones aventureras perdidas eran ciertas, la variedad y el número de ese tipo de criaturas crecía en espiral hasta alcanzar proporciones de pesadilla. Según Vhenlar, esto era en parte el resultado de los problemas a los que se enfrentaban en la actualidad los elfos. Su atención se había visto desviada de la labranza del bosque al más acuciante tema de la supervivencia, lo cual era, precisamente, aquello que Bunlap y el misterioso empleado del capitán pretendían.
—No hay derecho que Bunlap nos ordene que sigamos a esos elfos —rezongó Vhenlar—. A él le da igual, porque está metido detrás de los muros de su fortaleza y no tiene un solo árbol en perspectiva, ¡ni a esos malditos elfos salvajes lanzándole flechas por la espalda!
—Hablando del tema —intervino Mandrágora, un mercenario que hacía las veces de cirujano de la compañía—, ¿cómo está la tuya?
No era una pregunta fortuita, teniendo en cuenta que el cirujano había extraído dos flechas de la espalda de Vhenlar desde el amanecer. Los elfos invisibles que los hostigaban por detrás habían asesinado a los sabuesos pero en apariencia tenían en mente una muerte más prolongada y humillante para los mercenarios.
—¡La tengo agujereada como una condenada diana de Beshaba, si quieres que te diga la verdad! —exclamó Vhenlar—. Como tú, y él, y él, ¡y cada uno de nosotros en este tres veces condenado bosque!
—Una diana grande —convino Mandrágora, intentando complacer al segundo de a bordo de Bunlap.
El arquero notó el tono condescendiente de la respuesta de Mandrágora, pero no respondió sino que se limitó a contraer el rostro en una mueca cuando una nueva punzada de dolor lo acometió. Caminar era demasiado doloroso con aquellas nuevas y humillantes heridas. Las flechas elfas le habían provocado roces superficiales y de refilón pero en el fondo de su corazón Vhenlar no se sentía agradecido por aquellas pequeñas concesiones. Tampoco podría seguir caminando mucho más rato. La húmeda frialdad que anunciaba la llegada de la noche le estaba entumeciendo las piernas y no le estaba haciendo ningún bien a su dolorido trasero.
—Envía a Tacher y a Justin a buscar otra vez un lugar de acampada —ordenó.
—¿Y dejar que esos elfos salvajes nos liquiden mientras dormimos? —protestó el cirujano—. ¡Es mejor seguir avanzando!
Vhenlar no estaba para discusiones. Si el hombre era tan tonto como para pensar que aquellos mortíferos arqueros iban a impresionarse porque el blanco estuviese en movimiento, no tenía sentido gastar saliva en convencerlo de lo contrario.
—Un campamento. Ahora —lo instó.
El mercenario hizo un saludo y aceleró el paso para alcanzar a los hombres que había nombrado Vhenlar.
Podía haber desobedecido, pensó Vhenlar con gesto de resignación, pero Bunlap había dejado bien claro que tenían que seguir sus órdenes. La gente tendía a hacer lo que Bunlap decía, y no sólo por miedo a las represalias, aunque éstas eran expeditivas, sino porque había algo en aquel hombre que impelía a los demás a obedecer. Tras pasar tantos años en la compañía de Bunlap, Vhenlar pensaba que había adivinado el motivo de semejante comportamiento. El capitán de mercenarios sabía precisamente lo que deseaba y se lanzaba a conseguirlo con terca determinación. Los hombres que no tenían un objetivo claro, y Tethyr estaba lleno de ellos, se sentían atraídos hacia Bunlap como se sienten atraídas las cosas metálicas a un imán. Así que cuando Bunlap les había dicho que persiguieran a los elfos al bosque, habían ido. Y todavía estaban yendo, y probablemente morirían haciéndolo, concluyó Vhenlar con amargura.
Bunlap había insistido en que su tarea era importante, aunque él mismo había partido rumbo a la fortaleza para reunir y entrenar a más hombres para el siguiente asalto. El capitán se había marchado justo después de la emboscada fracasada porque se había dado cuenta de que era poco probable que pudiesen pillar a los emisarios de los elfos, y mucho menos llevarlos a un combate campal. La tarea de Vhenlar era seguir a aquellos elfos, matar a algunos si podía y recoger tantos arcos y tantas flechas negras como pudiese. Se suponía que sus hombres también tenían que recuperar los cuerpos de los elfos muertos en la lucha, así como de todos aquéllos que pudiesen morir por efecto de sus heridas y fuesen abandonados, porque eso sería útil para poner todavía a más gente en contra de los elfos del bosque.
Y, sin embargo, los elfos parecían dispuestos a que Vhenlar no consiguiera ninguna de aquellas cosas. En apariencia, cargaban con sus muertos y sus heridos, y seguían usando flechas verdes que, aunque eran de cuidada elaboración, no servían para los planes de Bunlap. Si los mercenarios no hubiesen tenido sabuesos para seguir el rastro casi invisible de la sangre, los elfos los habrían esquivado. Había sido una jugada genial por parte de los elfos enviar un grupo de arqueros para atacar por detrás y asesinar a los perros. Hasta Vhenlar tenía que admitirlo. Sin embargo, era incapaz de saber qué más tenían en mente los elfos.
Un rugido distante envió un espasmo de frío terror por la espina dorsal del arquero zhentarim. Los dos exploradores titubearon y miraron atrás hacia Vhenlar en señal de protesta por la tarea que se les había asignado. Como respuesta, él rozó con la mano el arco elfo y entrecerró los ojos para que su mirada pareciese amenazadora.
—Voy a encender antorchas —comentó Justin en tono provocador—. Si no, no veremos por dónde vamos.
Vhenlar se encogió de hombros. Se contaban historias de las terribles represalias que los habitantes del bosque se tomaban con todo aquél que osaba llevar fuego al bosque, pero dudaba que aquellas sombras elfas asesinaran a los emisarios…, no habría sido muy inteligente, ¡hasta que los hubiesen conducido a su desconocido destino, no! Y Justin tenía razón: era oscuro, porque en las profundidades del bosque la débil luz de la luna y de las estrellas no podía penetrar aquella espesa capa de vegetación.
Así que contempló cómo el hombre cogía una antorcha de su mochila y rascaba pedernal contra acero. Un puñado de chispas estalló en la noche como sorprendidas luciérnagas y luego la llama prendió y fue cogiendo volumen. Vhenlar parpadeó ante el súbito estallido de luz; luego cerró un instante los ojos y, cuando los abrió, se quedó boquiabierto. ¡No había dos sino tres figuras de pie en el círculo de luz de la antorcha!
Un elfo salvaje, un joven macho de negras trenzas y ojos también negros de gran fiereza, levantó un pellejo de agua y se preparó para apagar la llama. O eso fue lo que supuso Vhenlar. Contempló, tan asombrado como los otros dos hombres, cómo el elfo vaciaba el contenido de la bota, pero no a la antorcha que sostenía Justin, sino a Tacher.
Y de repente había desaparecido, antes de que los mercenarios pudiesen desenvainar una espada o preparar una flecha.
Justin olfateó el aire y su rostro se transformó en una expresión de extremo desagrado mientras echaba una ojeada a su compañero.
—Hueles a algo que bebe mi madre en tazas pintadas —bufó.
La analogía era oportuna porque Tacher había sido duchado con una fuerte infusión de menta. Vhenlar, que era incapaz de ver un motivo para semejante acción, se volvió hacia uno de los guardabosques, un tipo alto y delgado procedente de las Tierras de los Valles. Antaño había sido un noble guardabosques, aunque los Nueve Infiernos debían de saber lo que aquello significaba; había luchado contra la horda de Tuigan y había visto cómo sus ilusiones sobre la humanidad se habían visto reducidas a ceniza en el infierno de la guerra. Desde entonces, se había dedicado a procurar para sí mismo y se había especializado en ello.
—Tú que conoces el bosque mejor que todos nosotros —le preguntó Vhenlar—. ¿Por qué ha hecho eso el elfo? Podría haber matado a Tacher, y también a Justin, fácilmente.
El guarda sacudió la cabeza con impaciencia y alzó una mano para procurarse silencio. Los demás se quedaron inmóviles y a la escucha, pero sus oídos no eran tan finos como los del habitante de los Valles. En opinión de Vhenlar, sólo se oía el zumbido y el rumor constante de los insectos, aparte del ocasional chillido de un ave de presa, y el susurro de la brisa nocturna a través de la espesura del bosque; un susurro que parecía ir incrementando su intensidad.
De repente, los ojos del guarda se abrieron de par en par.
—¡Menta! —susurró, y salió huyendo a la carrera.
Los demás lo contemplaron, divertidos, mientras el guarda corría sin hacerles caso rumbo hacia el sur. Antes de que pudieran seguirle los pasos, un rugido retumbó en el bosque…, un sonido atemorizador que era a la vez chillido y estrépito, un grito de rabia que pocos de los presentes habían oído con anterioridad. Y, sin embargo, no había ninguno entre ellos que no supiera instintivamente lo que significaba:
Un dragón.
Vhenlar había oído hablar a ciertos hombres del temor de dragón, un terror paralizante que acomete cuando se mira a los ojos a un gran wyrm, pero ahora sabía que el simple grito de un dragón era capaz de hacer que un hombre echara raíces en el suelo y convertir en piedra sus piernas.
El temor de dragón duró un instante, pero fue suficiente. Con la velocidad de un brujo, el paso del dragón a través de bosque pasó de ser un murmullo de hojas a un fragor ensordecedor. El dragón apareció como una ola gigantesca. Vhenlar no había visto nunca algo tan grande que se moviera a una velocidad tan increíble.
De repente, lo vio de reojo a través de los árboles, a más de sesenta metros de distancia, pero aproximándose con rapidez. Era blanco, y brillaba como si fuera un fantasma enorme con forma de reptil contra la oscuridad del bosque. La criatura se detuvo, se aposentó sobre sus ancas traseras y exhaló una bocanada de aire.
Los árboles se partieron en dos, las hojas se encogieron y cayeron a montones cuando la oleada de viento gélido barrió el bosque. En una proyección cada vez más ancha, la devastadora lengua se fue abriendo paso y alargó sus manos gélidas y envolventes hacia los mercenarios.
Con la claridad de mente que proporciona el terror, con un espanto atenazador que hacía que todo lo que lo rodeaba redujera su velocidad hasta asemejarse a la tenue caída de los copos, Vhenlar lo vio llegar.
El aliento del dragón alcanzó a los dos exploradores, con tanta rapidez que congeló la mueca burlona del rostro de Justin y pilló a Tacher en el acto de volverse ante el estruendoso sonido. Hizo desaparecer el color de sus rostros, y convirtió sus cabellos y sus ropas en una gruesa capa de hielo. A todos los efectos, los hombres se quedaron completamente helados como si se hubieran convertido en estatuas de hielo por efecto de alguna hechicera vengativa.
Luego, el frío golpeó a Vhenlar, amargo, punzante, pero no con fuerza suficiente para inmovilizarlo. Al contrario, fue como una bofetada en pleno rostro y pareció sacarlo de su estupor. Supuso que el aliento de dragón se había agotado en el acto de congelar a los desafortunados exploradores, pero aun así, no pretendía quedarse a ver si el monstruo era capaz de repetir el truco.
—¡Corred! —chilló, y puso en movimiento con toda la rapidez que fue capaz de reunir sus entumecidos miembros.
La autoridad de Bunlap no fue necesaria en esta ocasión. Los hombres siguieron las órdenes de Vhenlar sin pausa ni preguntas. Mientras avanzaban a la carrera por la fronda, sus zancadas hacían crujir el hielo bajo sus pies y en el aire flotaba un suave y mortífero aroma a menta.