10
Desde la empalizada de su fortaleza, Bunlap disfrutaba de una vista estupenda sobre Tethyr y su variopinto paisaje. Por el este, despuntaban los encumbrados picos de las montañas Espiral de las Estrellas, que incluso a principios de verano se veían cubiertos de nieve. Por el oeste, se desplegaban ondulantes colinas y justo por el norte, la súbita y densa línea de árboles que bordeaba el extremo meridional del bosque de Tethir.
Una repentina ráfaga de aire le sacudió el cabello negro y arremolinó la capa que llevaba. Bunlap se agarró los faldones que flotaban y se enrolló la tela alrededor del cuerpo; luego cruzó los brazos para mantener la capa sujeta. Las mañanas eran frías, incluso en esa época del año, porque los vientos soplaban por el oeste directamente desde la Espiral de las Estrellas, al igual que las frías aguas que discurrían por el río que había a sus pies… La mayoría lo llamaba el ramal norte, pero a Bunlap le gustaba pensar en él como en «su» río.
Situado como estaba en un risco desde el que se dominaba la llanura donde convergían en una sola corriente una docena o más de riachuelos, podía exigir un arancel de todos aquellos granjeros y tramperos que navegaban por los afluentes para llevar sus mercancías hasta el río Sulduskoon y, de allí, hasta Espolón de Zazes.
A Bunlap le divertía que sus exigencias nunca fueran discutidas. La gente de Tethyr estaba más que acostumbrada a pagar aranceles y tributos y cuantiosos sobornos continuamente, porque los nobles insignificantes crecían como conejos por aquellas tierras. Ni un solo viajante discutía el derecho de Bunlap de hacerles pagar por la carga porque el hombre mantenía aquella fortaleza y un ejército de mercenarios, y eso, a los ojos de los tethyrianos, le confería nobleza.
—Barón Bunlap —dijo en voz alta, y una maliciosa sonrisa le curvó los labios al pensar en la ironía de todo el asunto. No existía hombre en el mundo cuyo nacimiento fuera más bajo que el suyo, pero ¿qué importancia tenía eso en Tethyr? En los años sucesivos a su partida del Fuerte Tenebroso, el antiguo soldado zhentarim había amasado más tierra, riqueza y poder del que poseían la mayoría de los nobles cormytos. ¡Por la sangre de Bane, cómo adoraba aquel país!
—¡Una embarcación con doble vela aproximándose! —gritó uno de los hombres desde el puesto de vigía del sur.
La expresión de Bunlap se ensombreció de inmediato. Había oído hablar de que se aproximaba ese barco la noche anterior porque mantenía apostados hombres y jinetes a lo largo del río para tener noticias frescas del tráfico fluvial. Se trataba de una organización casi tan veloz y eficiente como la de los pregoneros de cualquier ciudad, y gracias a ella Bunlap estaba al corriente de los negocios de casi todas las personas que viajaban por la principal vía de agua de Tethyr.
Lo que no sabía era por qué ese barco en particular lo inquietaba tanto. De quilla estrecha, como los barcos de ataque del norte, con un solo mástil pero con foque y vela mayor, la embarcación había sido construida para avanzar a gran velocidad y con gran sigilo. Era lo suficientemente pequeña para pasar inadvertida ante cualquiera que no fuese muy observador o receloso; por su tamaño, podían manejarla dos o tres personas, pero en su interior había espacio suficiente para albergar una docena de hombres o un buen número de mercancías de contrabando. En definitiva, era el tipo de barco que causaba problemas y un ejemplo del tipo de nave para que cuya detección sus informadores habían sido entrenados y contratados.
Y aun así, su hombre de Puerto Cielo Estrellado, una de las pocas ciudades construidas en el tramo norte del río, había sido el primero en detectar su paso. Bunlap había estado ojeando los libros de la fortaleza la noche anterior, pero las entradas más recientes no nombraban ningún barco semejante de ruta por el Sulduskoon, ni por ninguno de los ramales del norte que confluían en el río principal. Era como si el barco hubiese caído del cielo.
O, más probablemente, habría sido transportado por tierra hasta un punto del norte y habría sido mantenido oculto hasta el momento, aunque esa posibilidad era la más inquietante de todas. ¿Quién y por qué iba a hacer una cosa así?
Bunlap conocía las dificultades y los elevados costes que suponía trasladar un barco por tierra, así que fuera quien fuese el que se había tomado la molestia de hacerlo debía de tener unos bolsillos bien forrados y un motivo importante. Bueno… vaciaría esos bolsillos y exigiría conocer el motivo.
—Levantad la cadena tras la embarcación, subidla y dejadla lo más tirante que podáis —ordenó mientras oteaba con unos prismáticos el avance del rápido velero—. Cuando yo lo diga…, ¡ahora!
Varios hombres se acercaron a una enorme manivela y empezaron a girarla con ritmo frenético. Una gruesa cadena, casi tan ancha como la cintura de un enano, empezó a enrollarse en una bobina. El otro extremo de la cadena estaba enroscado en la otra orilla, sujeto a una plataforma que estaba enclavada a la roca. En cuanto levantaran la cadena, ningún barco, ni siquiera aquel buque fantasma de quilla estrecha, podría escabullirse río abajo.
Según suponía Bunlap, el velero viraría de forma brusca y pondría rumbo a la orilla más occidental. Era la respuesta de la mayoría de los barcos, y también la más lógica: poner distancia entre la embarcación y la fortaleza de apariencia hostil… una maniobra muy razonable. No obstante, lo que la mayoría de los viajeros no percibía hasta que era demasiado tarde era que la subida de la cadena ponía en estado de alerta a los hombres que había apostados en la orilla oriental y en todos los afluentes. Esos hombres emergían de sus cuarteles ocultos y los de la costa este con las armas empuñadas mientras los del norte botaban barcas de reducido tamaño y gran velocidad para llegar hasta el barco sospechoso, rodearlo y escoltarlo junto con la tripulación hasta la fortaleza de Bunlap. Era una maniobra bien planeada que se ponía en práctica tan a menudo que había llegado a convertirse en rutina.
Pero para sorpresa de Bunlap, el velero siguió su rumbo directo hacia la orilla oriental y hacia las fuerzas que allí lo esperaban. Por un costado de la embarcación emergieron hileras de remos y remeros invisibles empezaron a bogar frenéticamente a gran velocidad hacia la playa.
Los mercenarios reunidos en el borde del agua se desperdigaron cuando el estrecho barco sacó la proa del agua. Del barco saltaron a tierra firme una docena o más de guerreros que se abalanzaron sobre los hombres de Bunlap. Uno de ellos, un mago de segunda categoría, lanzó una diminuta bola de luz hacia las velas, que debían de haber sido tratadas con algún tipo de aceite porque prendieron de inmediato y las llamas se extendieron por todo el velero hasta engullirlo.
Negros nubarrones de humo obligaron a los contendientes a alejarse de la orilla. Bunlap entrecerró los ojos por detrás de los prismáticos, intentando atisbar a través del humo para encontrar alguna pista que lo ayudara a comprender de dónde venía aquel barco y cuáles eran sus tácticas, pero lo que vio lo sumió todavía más en la confusión.
La mayoría de los miembros de la tripulación de aquel extraño velero iban vestidos con túnicas y polainas de un distintivo tono púrpura oscuro que los identificaban como espadachines a sueldo de palacio, mercenarios al servicio de los miembros de menor importancia de la familia Balik. No obstante, eso era muy raro porque el bajá Balik y su familia, amantes de los lujos, no solían aventurarse más allá de los muros de Espolón de Zazes. Pero todavía más inverosímil era la única excepción a aquellos luchadores púrpura: una hembra, ¡y además elfa!
No era una habitante del bosque, de eso estaba Bunlap convencido. Los elfos de Tethir tenían la tez de color cobrizo y tendían a ser de talla y estatura reducida. Ésta tenía el cabello negro como el azabache y era tan alta como la mayoría de los hombres. Bunlap contempló de refilón su rostro: era pálido, como gris perla, un tono propio de los elfos de la luna, una raza muy habitual en Tethyr pero que se había concentrado recientemente en las ciudades comerciales y agrícolas. Bunlap no tenía ni idea de qué podía traer a aquel rincón del reino a un puñado de guardias reales y una elfa de la luna.
Pero fuera cual fuese su propósito, la elfa era muy buen espadachín. El capitán de los mercenarios contempló con impotente rabia cómo se abría paso a través de los hombres que tenía a su cargo a una velocidad vertiginosa y con terrorífica facilidad. Ni uno solo de los hombres podía resistirse a su espada, y hasta tenía dudas Bunlap de que él mismo fuese capaz de derrotarla. Luego, el humo se hizo demasiado espeso para ver a través de él y no le quedó otra alternativa que esperar.
El estrépito del combate y los gritos de los heridos llegaban hasta él a través de la superficie del agua. Bunlap se dio cuenta de que el entrechocar del acero contra el acero se hacía menos constante a cada momento, signo de que la lucha se enfriaba más rápidamente de lo que habría creído posible. A aquel paso, ¡se acabaría antes de que los demás barcos pudiesen alcanzar la orilla oriental!
Al menos le quedaba la satisfacción de saber que la elfa y los mercenarios púrpura estarían pronto en su poder. Difícilmente podrían escapar con el barco destrozado. No tenían lugar adonde ir…, ¡salvo la fortaleza de Bunlap!
Antes de que hubiese acabado de formular ese pensamiento, Bunlap percibió cierta agitación a un centenar de metros hacia el sur de donde se libraba el combate. Dos barcos de reducido tamaño emergieron con la popa levantada de la espesa humareda y se deslizaron hacia el agua del río como si fueran gusanos…, largos gusanos que disponían de tres pares de piernas vestidas de púrpura cada uno.
Varios miembros más de la guardia de Balik se apresuraron a correr tras esos barcos, algunos de ellos portando en las manos remos robados, otros blandiendo sus espadas curvas y mirando de vez en cuando a su espalda por si los perseguían. Pero no había persecución. Los hombres de Bunlap se hallaban inmersos en el humo, luchando contra una diabólica elfa que, a diferencia de ellos, podía ver a través de la oscuridad con la agudeza de los gatos. ¡Parecía incluso que los había puesto a luchar los unos contra los otros!
Una oleada de rabia sacudió al capitán cuando vio con toda claridad la estrategia de retirada. Utilizando el humo como cobertura, estaban robando los barcos de Bunlap, los portaban por tierra firme hasta más allá de la cadena, y saldrían huyendo río abajo.
Nada podía hacer por detenerlos, ni siquiera si soltaba la cadena para que los demás barcos pudiesen salir en su persecución. No había forma de transmitir nuevas órdenes a sus hombres y a ellos no se les iba a ocurrir semejante acción porque el fuerte viento occidental que soplaba estaba trasladando la espesa nube de humo negro a través del río y estaba formando una gruesa y eficaz cortina. Y, además, era poco probable que ninguno de los hombres que estaba luchando en la orilla oriental o aquéllos que todavía seguían en el río pudiesen ni siquiera ver que se estaban escapando barcos.
Mientras esperaba a que finalizase la batalla, la rabia y la frustración de Bunlap se hicieron más profundas. No podía descargar su rencor contra sus propios hombres, porque iba a necesitarlos a todos en los combates que se avecinaban, y ni siquiera podría desquitarse con la bruja elfa porque estaba dispuesto a apostar grandes sumas de dinero a que, en cuanto se desvaneciera el humo, no quedaría rastro de ella.
También estaba bastante convencido de su destino. No serían las montañas, en las que se habría visto asaltada por tribus de enanos, sino el bosque elfo.
Aquel pensamiento no era demasiado alentador: ¿una guerrera elfa de la luna, suficientemente inteligente para eludirlo y poderosa para conseguir la ayuda de la familia reinante en Espolón de Zazes? ¡Como si no tuviera ya bastantes problemas en aquel maldito bosque!
Bunlap giró sobre sus talones y descendió los escalones que separaban la empalizada del patio. Se quedó varios minutos allí de pie, contemplando cómo sus lugartenientes llevaban a los nuevos reclutas al entrenamiento matutino. Aquel nuevo grupo era bueno y, mientras los observaba, Bunlap sintió que se apaciguaba su furia, aunque no llegaba a desaparecer, eso no. La cólera de Bunlap era como una espada forjada al fuego: a medida que el calor del fuego se apartaba de ella, ganaba dureza y filo.
Había contado con la naturaleza reservada de los elfos del bosque para conseguir el éxito en sus planes, y hasta ahora le había valido la estrategia. Si esa elfa de la luna era capaz de unir sus fuerzas a la de los elfos salvajes, ¡descubriría que tenían ideas propias! Y si lo hacía, ¿qué? Una espada más no giraría las tornas de la balanza a favor de los elfos de Tethir. Cuando llegase el momento oportuno, él, Bunlap, se tomaría la libertad de acabar con la carrera de esa elfa. Tendría que esperar su turno, por supuesto, pero a pesar del retraso moriría. Había suficiente odio acumulado contra los elfos en el corazón de Bunlap para hundir a Siempre Unidos en las profundidades del mar.
La mano del capitán se alzó instintivamente para acariciarse la mejilla y la marca todavía ardiente que había dejado allí el elfo salvaje. Cada día que pasaba, su último trabajo se estaba convirtiendo en una cruzada cada vez más personal.
Hurón apretaba con las piernas los flancos de su caballo robado tan fuerte como podía, aunque no era una tarea fácil seguir el rumbo a un velero veloz y a la vez mantenerse fuera de la vista. Para dificultar todavía más las cosas, el terreno no le resultaba familiar porque las montañas eran territorio de los enanos.
Sin embargo, la hembra asesina se había ganado una merecida fama como rastreadora. Se abrió paso hasta la vera del río a tiempo de presenciar el combate entre los hombres contratados por la semielfa y los mercenarios…, incluso habría podido unirse a ellos, si no los hubiese separado la corriente de agua.
Hurón contempló con renovado interés cómo Arilyn se enfrentaba a los mercenarios, enviaba luego a sus propios hombres hacia el sur, y acababa perdiéndose en mitad de la confusión. A pesar de su opinión personal sobre la semielfa, Hurón no podía más que admirar la facilidad con que había ejecutado su plan. Tenía que descubrir más cosas sobre los talentos ocultos de esa semibastarda…, así como sus motivos.
Cuando hubo finalizado la lucha, la hembra espoleó a su cansada montura hacia las montañas porque deseaba poner tierra de por medio entre su posición y la fortaleza. Aunque desconocía la existencia de aquel fortín y nada sabía del lord que lo dirigía, tenía una amplia experiencia respecto a nobles de segunda fila y sabía exactamente qué se podía esperar de ellos, a pesar de que no había presenciado el intento de emboscada sobre el barco de Arilyn.
Durante todo el día y parte de la noche y el día siguientes, Hurón fue en persecución de su presa semielfa. A última hora de la tarde, captó por vez primera una imagen de Arilyn…, en el preciso instante en que se sumergía en los límites del bosque de Tethir.
La asesina sacudió la cabeza, incrédula. Para cubrir una distancia semejante, la semielfa tenía que haber ido corriendo durante todo el camino, sin apenas detenerse a descansar. Si se veían forzados a ello, los elfos eran capaces de hacerlo, pero Hurón nunca habría pensado que una semielfa pudiese reunir tanta resistencia. Ella misma había podido avanzar a mayor velocidad, pero iba sobre cuatro patas.
Hurón desmontó y acarició la enmarañada crin del animal con ambas manos. Hizo bajar a la yegua la cabeza y estuvo hablando con ella unos minutos en lenguaje de los centauros: le susurró una disculpa, y le transmitió instrucciones para el viaje que debía hacer.
La yegua pareció comprender sus palabras, porque viró hacia el sur y se alejó al trote rumbo a la fortaleza. Hurón suponía que allí el caballo estaría bien alimentado y cuidado. Por mal que tratara el noble local a los viajeros que iban de paso, no pasaría por alto un regalo tan valioso. Y, de otro modo, el caballo no habría sobrevivido porque se había convertido en una criatura no natural, con sus instintos destrozados y una dependencia absoluta de los humanos.
La hembra se introdujo en el bosque con paso rápido, segura de que podría encontrar el rastro de la semielfa y tenerla a la vista antes de que cayera la noche. Una vez allí, podría saber qué había traído a una asesina semielfa a las sombras de Tethir.
La luna color de cera se alzó en lo alto de la espesura del bosque, pero sólo unos pocos y tozudos retazos de luz pudieron atravesar la espesa capa de hojas. Hurón descubrió que el rastro de Arilyn era más difícil de seguir de lo que había supuesto. ¡No sabía cómo, la asesina que paseaba por las calles de Espolón de Zazes con aquella seguridad inexorable había aprendido también a moverse por terreno salvaje!
Al final Hurón consiguió atisbar a la semielfa, con una rodilla hincada en tierra, examinando lo que parecía ser una huella de lobo. Colocó la mano extendida sobre el suelo como si midiera la impronta, y luego asintió, satisfecha, antes de incorporarse con un grácil y rápido movimiento. Puso rumbo silencioso hacia el norte, deteniéndose de vez en cuando para escudriñar el suelo o para recoger algún mechón de pelo enganchado en unas zarzas.
Según todos los indicios, estaba siguiéndole la pista a un lobo.
Hurón desconocía el motivo pero podía adivinar sin esfuerzo el destino de Arilyn. Había un pequeño calvero a poca distancia, un lugar donde crecía una hierba exuberante alrededor de un pequeño estanque que no se secaba hasta finales de verano y adonde solían acudir a abrevar los ciervos y otros animales. Si la semielfa estaba de verdad persiguiendo a un lobo, allí podría encontrar uno.
Hurón titubeó, pero luego trepó ágilmente por un fresno, porque desde allí podía seguir persiguiendo a la semielfa sin ser vista y, a la vez, estaba protegida de cualquier lobo que pudiese encontrarse Arilyn.
La verdad era que los lobos del bosque no constituían una amenaza. Eran criaturas tímidas e inteligentes que se ocupaban de sus asuntos y mataban sólo para su supervivencia. Únicamente en las tierras fronterizas donde los hombres habían aniquilado las presas habituales de los lobos, se habían convertido éstos en una molestia. De vez en cuando, manadas de lobos hambrientos se aventuraban por los pastos y las granjas y, aunque la mayoría se contentaba con cazar ratones y topos, que abundaban en todos los terrenos cultivados y que constituían presas útiles y suficientes para ellos, unos pocos desarrollaban cierta predilección por los corderos.
Si lo acorralaba un pastor indignado, un lobo furtivo actuaría en defensa propia. Era posible que un lobo de ésos hubiese herido o incluso matado a alguien que tuviese parientes lo suficientemente acomodados para contratar los servicios de la semielfa. No obstante, había otras posibilidades que inducían a Hurón a actuar con mucha cautela. Aunque eran sumamente raros, si bien más habituales en épocas de agitación como las que se vivían actualmente, había lobos malvados que habían abandonado su naturaleza para convertirse en bestias salvajes. Sin embargo, la mayoría de las atrocidades que se les atribuían no habían sido cometidas por lobos, sino por licántropos…, humanos que habían sido condenados a adoptar una forma lobuna y que sentían una necesidad sobrenatural de sangre. Aunque la magia antigua de Tethir actuaba como una barrera para ese tipo de abominaciones, era posible, sólo posible, que la semielfa hubiese sido contratada para perseguir y matar a un monstruo de ésos. ¡Mejor mantenerse a una prudente distancia!
Desde su segura atalaya, Hurón fue siguiendo a Arilyn hacia el calvero. Al ver aproximarse a la semielfa, un par de ciervos alzaron sendos hocicos goteantes de la poza y desaparecieron tras unos árboles. No obstante, no había señales de ningún lobo, aunque la semielfa tampoco parecía contrariada por eso. Se descolgó la bolsa que llevaba a la espalda y empezó a sacar objetos de ella, incluso un reluciente montón de algo que parecía plata líquida.
La semielfa se quitó la capa verde que llevaba y luego se fue quitando las ropas oscuras e indistinguibles de una asesina de Espolón de Zazes mientras mantenía en el rostro una expresión de absoluta repugnancia. Las apiló en el hueco de un árbol y se sumergió en el agua, mojándose y frotándose la piel de forma repetida como si quisiera limpiarse algún tinte invisible.
La pálida piel de Arilyn parecía casi luminosa a la luz de la luna que se filtraba por los árboles. Incluso ante los críticos ojos de Hurón, era pálida y delgada como cualquier elfo de la luna…, y parecía hacer pareja con las ramas blancas de los abedules que bordeaban el claro.
Al final, la semielfa salió del agua y empezó a vestirse con la ropa que había sacado de su bolsa: polainas, camisola y casaca…, todo teñido en un tono que se asemejaba al verde profundo del bosque. Acto seguido, cogió el montón de plata líquida, que cayó en cascada hasta adoptar la forma de una fina hauberk, una larga túnica de cota de malla más fina de lo que había visto nunca Hurón, y se la pasó por la cabeza; se adaptó enseguida a su cuerpo y pareció moverse a su alrededor como si fuera agua. Arilyn se sujetó en el cinto la espada antigua de forma que quedara al descubierto la empuñadura de adularia, y luego se pasó ambas manos por el cabello rizado y todavía húmedo para sujetárselo por detrás de las orejas con ayuda de una elaborada cinta verde y plateada que se ató a la frente. En cuestión de segundos, había desaparecido la asesina bastarda y en su lugar había aparecido una noble guerrera, una orgullosa hija del Pueblo de la Luna.
Hurón sacudió la cabeza en silencio, incrédula. Si no hubiese visto semejante transformación con sus propios ojos, no lo habría creído posible. Sí que sabía que Arilyn tenía predilección por los disfraces, pero eso sobrepasaba todos los trucos que le había visto hacer a la asesina.
Antes de que Hurón pudiera asimilar lo que acababa de ver, la semielfa cogió un diminuto objeto de madera de su bolsa y se lo llevó a los labios. Un silbido misterioso y vacilante se esparció por el aire a través de la espesura y dejó clavada en su promontorio a la cautelosa Hurón. ¡Había oído ese sonido con anterioridad, pero nunca emitido por una garganta humana!
Se sucedió un instante de silencio y luego resonó una llamada de respuesta desde detrás de una arboleda. Arilyn volvió a soplar; emitió un prolongado silbido seguido de varias ráfagas cortas e irregulares, sin duda algún tipo de señal, y luego se quedó tranquilamente a la espera.
Las enredaderas del extremo más alejado del calvero se movieron y en mitad asomó un enorme lobo plateado que fue a introducirse en el claro. Era dos veces más grande, incluso hasta tres veces más grande que el lobo más grande que había visto Hurón en su vida. En verdad, se parecía a un lobo del bosque tanto como podía parecerse un unicornio a un caballo, o un elfo a un humano. Los ojos azules de la criatura eran grandes e inteligentes, de forma almendrada, como los de un elfo, y tenía unas orejas largas y puntiagudas por encima de un rostro anguloso y triangular. Su caminar poseía un porte misterioso, y a su alrededor parecía flotar un aura indescifrable que capturaba y personificaba la esencia misma de la magia del bosque.
Lythari.
Hurón musitó la palabra con respeto, sin apenas emitir sonido ninguno. Durante toda su vida había oído historias de los lytharis, una raza antigua de elfos de forma mutante, las criaturas más reservadas y mágicas de todo el Pueblo que habitaba la fronda. Pocos conocían de su existencia más allá de los que moraban en el bosque, y aquéllos que hablaban de las Sombras de Plata lo hacían con adoración… y temor.
Por lo general, los lytharis eran tan circunspectos como los lobos a los que se asemejaban, pero de vez en cuando reaccionaban con increíble ferocidad contra algún enemigo del bosque. Ni siquiera los elfos salvajes, que, junto a las dríadas y los árboles custodio, eran los animales que más en armonía vivían con las costumbres del bosque, comprendían los usos de los lytharis y en ocasiones eran presa de su súbita ira. Pocos habitantes del bosque habían podido atisbar a un lythari, y jamás en su forma de elfo.
Como si quisiera burlarse de los pensamientos tácitos de Hurón, la forma lobuna del lythari se tornó trémula y desapareció. En su lugar quedó un joven elfo macho, hermoso y misterioso hasta para lo habitual en la raza elfa. Hurón se mordió el labio inferior con fuerza para intentar ahogar la exclamación de éxtasis que brotaba en su interior. El lythari era más alto que la semielfa, e igual de pálido, y su pelo conservaba el trémulo color plateado de su forma lobuna. Saludó a Arilyn por su nombre, hablando en el lenguaje Común de los elfos, y la abrazó con cariño, pero por mucho que lo intentó Hurón no pudo captar palabra alguna de la conversación en susurros que mantuvieron.
Contempló maravillada cómo el lythari volvía a adoptar su forma de lobo y esperaba pacientemente a que la semielfa se montara en su lomo. A horcajadas, Arilyn Hojaluna salió disparada hasta más allá del claro…, y más allá del alcance de Hurón. Nadie, ni siquiera una rastreadora tan habilidosa como ella, podía seguirle el rastro a un lythari que no desease ser encontrado.
Para Hurón, eso significaba sólo una cosa: el lythari pretendía llevar a Arilyn a su guarida y deseaba evitar que alguien pudiese seguirla hasta su lugar oculto.
Mientras Hurón se deslizaba al suelo, meditó sobre el misterio que envolvía a Arilyn Hojaluna, una semielfa que portaba la espada de una guerrera elfa y se había ganado la amistad de un lythari. No obstante, Hurón había visto con sus propios ojos cómo Arilyn era capaz de matar sin más propósito aparente que las monedas que tal hazaña le reportarían al bolsillo. Los demás asesinos aplaudían su sangre fría y la aceptaban como a uno de los suyos. Y sin embargo, tras haber visto las dos mitades de Arilyn, Hurón simplemente no podía conciliar la una con la otra.
Según parecía, el lythari conocía la mejor parte de Arilyn Hojaluna, la de noble guerrera elfa, la identidad que Hurón empezaba a vislumbrar ahora. Por desgracia, los lytharis conocían todos los secretos del bosque y ahí radicaba un peligro indescriptible.
¿Sabría el joven macho que estaba a punto de traicionarlos a todos una asesina semielfa?