6

—Han pasado días y no hay señal de los elfos. —Vhenlar se consumía de inquietud desde hacía rato—. ¿Cómo sabremos cuándo vendrán? Antes oiremos correr a nuestras propias sombras que el avance de esas cosas sobrenaturales. ¡Son como fantasmas! ¡Vete a saber si todos los hombres de la patrulla no están ahora bajo los arbustos con una segunda sonrisa en la barbilla!

Bunlap dirigió una mirada de reprobación al nervioso arquero.

—Quizá sí, pero lo sabríamos —respondió a secas—. Yo lo sabría.

Mientras hablaba, el mercenario levantó una mano para rozarse con la punta de los dedos la amoratada cicatriz que le cruzaba la mejilla, tres líneas curvas combinadas para formar una silueta sencilla pero distintiva de un tipo de flor silvestre. Bunlap había visto aquella marca en otra parte y, desde el día en que el elfo de cabellos rojizos lo había marcado, había puesto todo su maldito empeño en asegurarse de que también la viera la demás gente…, gente que no pensaría con benevolencia en el elfo que identificaba, ni, por extensión, en el resto de los elfos de Tethir. El odio de Bunlap no servía para nada si no los incluían a todos.

Los elfos salvajes de Tethir eran duros de pelar, aunque fueran pequeños y escuálidos. La media docena que habían capturado los hombres de Bunlap en el claro del bosque habían planteado un combate desproporcionado a su tamaño y su número. ¡Y eso que la mayoría eran mujeres y chiquillos! Los mercenarios los mantenían presos como cebo, pero había muchos otros elfos del bosque que culparían al elfo de cabellos rojizos cuyas flechas había desperdigado Bunlap a conciencia en el devastado asentamiento elfo.

A Bunlap le agradaba la idea de enojar a varias de las tribus colindantes con la frontera elmanesa para que se levantaran en guerra contra el guerrero elfo que lo había herido, y que había conseguido esquivarlo durante tanto tiempo. Mantener a aquellos bastardos orejudos ocupados era su trabajo. Pero cuando llegara el momento de matar al elfo de cabellos rojizos, Bunlap quería reservarse el honor para sí mismo.

El mercenario apoyó una bota sobre una bala de ganja seca y curada. De la bota izquierda extrajo un diminuto cuchillo con el que empezó a limpiarse la mugre de las uñas. Por delante de él tenía una clara panorámica del terreno que se extendía entre el granero y el borde del bosque. Los colores del crepúsculo se reflejaban en el riachuelo estrecho y sinuoso que separaba el campo de la espesura y proporcionaba agua a los campos sedientos. A la luz difusa del anochecer, las sombras eran profundas y prolongadas, pero, incluso así, nadie podía pasar por allí sin que él lo advirtiese.

La mayoría de los hombres situados en el granero compartían la misma confianza que Bunlap. La docena de hombres que había allí apostados jugaban a dados, a cartas o a cualquier cosa que les sirviera para matar el tiempo. Habían transcurrido varios días desde su última incursión en las profundas sombras de Tethir, y a medida que pasaba el tiempo el temor a que los elfos tomaran represalias se convertía en indiferencia.

Sin embargo, Vhenlar seguía tan nervioso como un ratoncillo en el nido de un halcón. El arquero andaba arriba y abajo por el granero, vigilando las ventanas, pero procurando quedar fuera de la línea de fuego. En el campo que se abría a sus pies, seis elfos harapientos permanecían encadenados y hacinados en el medio de unas hileras de plantas aromáticas. Según el plan de Bunlap, los elfos debían parecer esclavos de campo, pero el plan había resultado tan efectivo como si hubiesen atado un reno salvaje a un arado y hubiesen pretendido que trazara un surco recto. Aquellos diminutos personajes rehusaban a todas luces colaborar con sus secuestradores. Hasta los chiquillos más pequeños preferían recibir una tunda que recolectar una sola hoja. Debilitados por la falta de comida y de sueño y por las continuas tandas de latigazos, los elfos mostraban una resistencia feroz y tozuda que Vhenlar casi se sentía tentado de admirar.

El arquero contempló cómo uno de los mercenarios de guardia sacaba el látigo para castigar a un esclavo pertinaz. Su supuesta víctima, una elfa que parecía una chiquilla, miraba con ojos desafiantes al hombre mientras el látigo subía y bajaba.

De repente, se alzó el brazo de la chiquilla a una velocidad comparada a la de la cinta de cuero, y aunque el látigo se enroscó alrededor de su muñeca, la doncella elfa se puso en acción. A una velocidad que Vhenlar no habría creído posible, la muchacha elfa agarró el látigo con ambas manos y rodó hacia atrás por el suelo.

El fuerte tirón, combinado con el impulso que llevaba el látigo, hizo que el mercenario se tambaleara y diese un traspié hacia adelante. Antes de que pudiese recuperarse, la elfa estaba de pie y, con la velocidad de un halcón, se situó sobre el hombre; en un visto y no visto, enrolló el látigo alrededor del cuello del mercenario.

La feroz chiquilla elfa se puso entonces de pie y empezó a saltar con los pies desnudos sobre la espalda del hombre, mientras estiraba del látigo con todas sus fuerzas. Vhenlar frunció el entrecejo al ver que la cabeza del mercenario se inclinaba peligrosamente hacia atrás e incluso le pareció oír el distante crujido de los huesos.

—Otra baja —observó, lacónico, mientras tres guardias más forcejeaban para reducir a la chiquilla elfa.

Al ver que Bunlap se limitaba a encogerse de hombros, el arquero dejó de contemplar la escena. Se sentía a disgusto en aquel granero. Aprisionado, casi. Y, sin embargo, la tarea que tenía que cumplir no le resultaba una novedad. Durante los años en que había permanecido estacionado en el Fuerte Tenebroso, a menudo se había ocultado entre rocas por las cercanías de algún paso de montaña para disparar sobre los viajeros. Cuando unos invasores aficionados habían puesto en peligro el baluarte zentarim, Vhenlar había sido convocado a las murallas para ayudar a repeler a los atacantes. Su puntería era legendaria, y poseía un registro de casi doscientos aciertos comprobados para dar crédito de ella, pero comparado con la habilidad innata de los elfos del bosque, Vhenlar se sentía como un novato de dedos torpes. Ni siquiera la precisión adicional que le proporcionaba su arco elfo le parecía satisfactoria.

De repente, el capitán de los mercenarios se puso en pie de un brinco, con los ojos grises centelleando en su rostro mutilado.

—Ahí están, ¡hombres! —siseó Bunlap—. A vuestras posiciones. ¡Rápido!

Aunque los hombres de Bunlap intercambiaron miradas de incredulidad, todos obedecieron. Se arrodillaron junto a las ventanas que servían de ventilación al granero, apostaron sus armas y se quedaron a la espera con la vista fija en la primera línea de árboles.

—¿Qué has oído, capitán? —murmuró Vhenlar mientras aprestaba una flecha; esta vez era una de las suyas, de punta de acero y adornada con las plumas a franjas azules y blancas de un pájaro que solía iluminar el paisaje desierto de su nativa Cormyr. Se sentía a gusto con aquella flecha en sus manos, pues no se parecía en absoluto a las saetas negras que había ido recogiendo de las aljabas de esclavos muertos o que había arrancado incluso de los cuerpos de sus propios compañeros. Había algo sobrenatural en aquellas flechas elfas. Vhenlar no se sentía capaz de coger una de ellas sin percibir la extraña sensación de que en cualquier momento podía volverse en su contra.

—El canto de un zorzal —respondió Bunlap con sombría satisfacción—. Un tipo de pájaro que nunca abandona el bosque para sobrevolar las praderas. ¡Parece que nuestro amigo elfo tiene menos sentido común que el pájaro al que imita!

Vhenlar escudriñó los árboles, pero no alcanzó a ver nada. Hizo un gesto para señalar a los elfos capturados en los campos del exterior.

—Si eres capaz de identificar el canto de ese pájaro, también lo podrán hacer ellos —señaló.

En opinión de Vhenlar, aquél era el punto débil del plan de Bunlap. Probablemente, los elfos esclavos sabían que servían de anzuelo para una emboscada. Si se hubiesen molestado en contar, habrían visto que había más hombres en el grupo de asalto que había destruido su hogar que el puñado de humanos que ahora los vigilaban, pero los elfos también conocían lo suficiente a sus secuestradores para darse cuenta de que ellos probablemente no sobrevivirían a un intento de rescate. Vhenlar no tenía ni idea de si los elfos intentarían lanzar un aviso a quien pudiera intentar rescatarlos o simplemente se quedarían quietos y confiarían en salir con vida.

De repente, una pálida saeta trazó un arco en lo alto del campo, seguida de dos más, y fueron a caer sobre los tres guardias que estaban ocupados en reducir a la joven elfa con más rudeza de la que era precisa. Exclamaciones de sorpresa y gritos de dolor llegaron por el aire hasta el granero mientras los vigilantes se ponían de pie y, dándose la vuelta, intentaban alcanzar las flechas que se habían incrustado entre las armas que llevaban colgadas del hombro.

—Justo fuera de su alcance, por encima del corazón —murmuró Vhenlar en tono de admiración, pues el despliegue de habilidad había sido asombroso. Pero más notorio incluso era el ángulo desde el que se habían lanzado las flechas. En un fuego cruzado bajo habría sido imposible que alcanzaran a los hombres. Para hacerlo, tenían que apuntar hacia arriba con poco ángulo y confiar en que las saetas cayeran en el punto preciso.

Antes de que tuviera tiempo de admirar aquella puntería, el propósito de los elfos invisibles se hizo patente. La doncella elfa, súbitamente libre, agarró una maza de mano del cinto de uno de los hombres distraídos y de un mazazo rompió en dos la cadena que la mantenía atada. De inmediato, una segunda andanada de flechas salió disparada del bosque y se incrustó en las gargantas de sus martirizadores. La niña esquivó como pudo los cuerpos que caían y salió corriendo como un gamo hacia los árboles.

Instintivamente, Vhenlar dejó caer el arco elfo y apuntó con el arco que tenía ya cargado, pero antes de que pudiese derribar a la doncella elfa, Bunlap lo cogió por la muñeca.

—¡Estás loco! ¡Vas a delatar nuestra posición!

—¿Y ella no? —replicó Vhenlar.

Por una vez, Bunlap no tuvo argumentos para rebatirlo. Soltó la muñeca del arquero y asintió con pesadumbre.

Vhenlar estiró la cuerda del arco y, acto seguido, soltó la flecha que salió disparada en dirección a la chica que huía. Aunque estaba a punto de sobrepasar el punto donde no podría darle alcance, supo al momento que el tiro era certero.

Pero mientras la flecha todavía descendía rumbo a la espalda de la doncella elfa, un disparo de respuesta apareció desde el borde de la arboleda. Se sucedió un súbito estallido, claramente visible en contraste con la oscuridad del bosque, cuando la punta de acero de la saeta de Vhenlar topó contra una punta de piedra. Las dos flechas cayeron inermes al suelo, y la joven elfa desapareció entre los árboles.

—Por la sangre oscura de Bane —maldijo el arquero en tono reverencial. Si no lo hubiese visto con sus propios ojos no habría creído posible que un ser mortal fuese capaz de disparar con tanta precisión como para alcanzar una flecha en pleno vuelo.

Bunlap parecía opinar lo mismo, porque se separó de la ventana abierta y, haciendo bocina con las manos, gritó instrucciones a los hombres que había abajo. Los guardias desataron a los elfos prisioneros y, sujetándolos como si fueran escudos, empezaron a arrastrarlos de espaldas rumbo al granero.

—Hará falta mucha suerte —musitó Vhenlar—. Los elfos son pequeños; todavía queda mucha carne humana expuesta. Esos arqueros elfos podrían clavar una saeta entre los ojos de un colibrí.

—Pues perderemos unos cuantos hombres —replicó el capitán con voz fría—. ¿Y qué? Nos quedan hombres suficientes para llevar a los prisioneros fuera de su campo de tiro, y de su vista. Los elfos salvajes no van a salir a enfrentarse con nosotros, pero les daremos algo con lo que no cuentan. Iremos matando una a una a sus mujeres. Pueden quedarse ahí sentados y disfrutar de la música y del espectáculo mientras ejecutamos a su gente, o pueden abandonar el cobijo de los árboles.

El arquero soltó un resoplido en tono burlón.

—¿Crees que será una elección fácil para ellos? Escucha lo que te digo: ese elfo de cabellos rojizos vendrá. ¡Por las mazmorras del infierno! Vendrá, ni que sea para recoger los guantes que hemos ido dejando por todo el bosque.

»Pero, por encima de todo, me quiere a —prosiguió el capitán mercenario con lóbrega satisfacción—. He mirado a ese elfo a los ojos y sé que es del tipo de persona que se considera un cabecilla noble, pero en el fondo es como yo. Para los dos, esto se ha convertido en algo personal.

La chiquilla elfa se precipitó en la arboleda y en los anhelantes brazos de Tamara Báculo de Roble, la única hembra que formaba parte de la expedición de guerra. La joven guerrera intentó calmar a la chiquilla y luego la separó de sí, toda la longitud que le permitían los brazos, para contemplar con mirada experta sus heridas.

Eran muchas y de consideración: verdugones y cuchilladas del látigo, rozaduras y feas heridas provocadas por las cadenas oxidadas, el cuerpo enflaquecido por falta de comida, de agua y de reposo. Pero también había heridas no visibles que en apariencia sólo captaban los ojos sobrenaturales de Tamara. Por un momento, la mujer elfa se horrorizó antes los terrores que había tenido que soportar la niña, pero todo asomo de compasión se desvaneció cuando la mirada de Tamara alcanzó los ojos fieros de la muchacha, y la elfa de más edad hizo un gesto de asentimiento. La chiquilla no sólo sobreviviría, ¡sino que lucharía!

—Dad agua al pequeño halcón —ordenó con una sonrisa—. ¡Y luego, dadle un arco y una aljaba!

Pero la joven chiquilla rechazó ambas cosas y señaló a los humanos que se retiraban.

—Ya es demasiado tarde.

—Están fuera de nuestro alcance —corroboró Foxfire.

Mientras el cabecilla le tendía a la niña un odre de agua con un gesto para que bebiera, escudriñó con la mirada las ventanas de la parte alta de la amplia estructura de madera situada en el otro extremo del campo.

Los arqueros estaban allí, esperándolos. Tal como había supuesto, aquello era una emboscada, pero lo que no se esperaba era que Bunlap utilizase niños y hembras elfas para atraer a sus oponentes a la trampa. Foxfire se regañó a sí mismo en silencio. Tendría que haber supuesto algo así por lo poco que conocía de aquel hombre.

—Cuéntanos cómo es nuestro enemigo. ¿Contra cuántos humanos nos enfrentamos? —preguntó a la chiquilla en un tono similar al que emplearía un guerrero para hablar con otro guerrero.

Aquella muestra de respeto hizo resplandecer los ojos de la niña. Se mordió el labio inferior, concentrada, y fue asintiendo con la cabeza a medida que calculaba en silencio las fuerzas del enemigo.

—Más de un centenar de hombres atacaron Claro del Consejo; de esa cantidad, sobrevivieron quizá la mitad. Nosotros seis nos las arreglamos para matar unos cuantos más cuando nos trajeron aquí, ¡pero eran demasiados!

—Suele suceder, cuando se trata con humanos —musitó Tamsin, el hermano gemelo de Tamara.

—¿Y en el granero? —insistió Foxfire.

—Diez, quizá más. Había doce vigilantes en el campo y dos patrullas de diez hombres en el bosque.

—Por ésos no te preocupes —le aseguró Tamsin en un tono que dejaba pocas dudas sobre cuál había sido su destino.

—Una veintena de humanos. Los superamos en una proporción de tres a dos —se animó Tamara.

—Y en el bosque, esas cifras nos proporcionarían una ventaja abrumadora —convino el líder—, pero los humanos han girado las tornas y nos han forzado a hacer una carga estúpida y suicida mientras ellos luchan desde cubierto, como solemos hacer la gente del bosque.

—No es nuestro estilo, pero si dices que debe hacerse, te seguiremos —intervino uno de los guerreros. Los demás, treinta en total, asintieron y alzaron las manos en tácito gesto de asentimiento, porque los elfos de Árboles Altos dejaban sus vidas en manos de su jefe de guerra.

Foxfire les agradeció su apoyo con un ademán y luego se volvió para estudiar aquel campo de batalla que le resultaba tan poco familiar. Durante largo rato, los guerreros que tenía situados a su espalda permanecieron en silencio en la sombra, esperando con infinita paciencia elfa a que tomara una decisión. A medida que la oscuridad que los rodeaba se hizo más profunda, los únicos sonidos que prevalecían eran el canto de los pájaros y la acelerada fricción de los grillos.

De repente, la quietud del crepúsculo se vio interrumpida por el estallido de un grito de mujer, largo, penetrante y angustioso. Los elfos se pusieron en tensión y sus dedos curvos se ciñeron en torno a sus arcos mientras los músculos, tirantes, se preparaban para echar a correr por el mortal campo de batalla.

—No lo hagáis —les ordenó Foxfire en voz baja, aunque su propio rostro se veía contraído por la desesperación—. Nos están poniendo un cebo y sus arqueros nos abatirán antes de que alcancemos a nuestra gente. ¡Vuestra muerte no hará más que acelerar la suya!

—¿Y entonces, qué? —preguntó Korrigash, acudiendo al lado de su amigo.

Con una extraña sonrisa, el líder extrajo el cuchillo de huesos que llevaba en el cinto y cortó la cinta que, atada en la frente, le sujetaba el cabello zorruno. De ella colgaban una serie de adornos que contribuían a que sus brillantes rizos de color rojizo pasaran desapercibidos en el paisaje del bosque: plumas, cañas diestramente entrelazadas y un rabo de gato seco que había cortado aquella primavera en el Claro del Cisne.

Las manos de Foxfire se movían con agilidad mientras ataba el rabo de gato a una flecha. Luego, tras murmurar una rápida oración justificativa y de disculpa, Foxfire frotó la corteza de un pino enano hasta que salió savia espesa. Acto seguido, recogió parte de esa resina con el cuchillo y untó con ella el rabo de gato, antes de pedir prestado un cuchillo forjado al fuego.

Korrigash le tendió uno sin mediar palabra. La expresión horrorizada de sus ojos negros era similar a la que reflejaban los rostros de todos los elfos de la compañía, que contemplaban cómo Foxfire raspaba acero contra piedra. Lo que el líder se proponía hacer era impensable para los elfos del bosque, porque en su mundo no había fuerza más temida ni más destructiva que la que Foxfire se disponía a lanzar.

—Las plantas del campo están verdes y frescas —comentó en voz baja mientras hacía saltar una segunda chispa—, y corre agua entre el granero y los árboles. Arderá el edificio, pero el fuego no llegará al bosque. Cuando los humanos se vean obligados a abandonar el granero, atacaremos. Nos obligan a luchar en campo abierto: nosotros haremos lo mismo.

—¡Pero no dejarán que los nuestros vivan tanto tiempo! —protestó Tamsin.

—Sí que lo harán —replicó Foxfire con absoluta certeza—. Los mantendrán con vida, y los torturarán, durante el tiempo que haga falta para que nosotros lleguemos hasta allí. Hay muchas cosas de los humanos que no comprendo, pero esto lo sé a ciencia cierta: su líder no descansará tranquilo hasta que no haya lavado su orgullo con mi sangre.

Otro chillido fulminó la noche. Foxfire frunció el entrecejo y se enfrascó en la terrible tarea que tenía entre manos. Una vez más, raspó acero contra piedra y, esta vez, la chispa prendió en el rabo de gato untado de resina. El elfo sopló con suavidad para que prendieran las llamas en la antorcha de fabricación casera. Cuando tuvo la flecha a punto, la ajustó con rapidez en el arco. Acto seguido, con una fuerza mucho mayor de lo que sugería su reducida talla, el elfo estiró la saeta hacia atrás y se quedó inmóvil un momento mientras parecía arrancar energía de la tierra boscosa que tenía bajo los pies. Luego, soltó a la vez la flecha y un chillido imitando el sonido del halcón.

La flecha incendiaria cruzó la noche como si se tratara de una estrella fugaz y fue a precipitarse en el terreno repleto de hierbas secas, pisoteadas y chafadas por el paso de multitud de pies, que rodeaba el edificio de madera. Mientras el humo se alzaba en espiral hacia las estrellas, las flechas elfas mantuvieron a raya a todos aquéllos que intentaban sofocar las incipientes llamas.

Maldiciones infames y gritos de rabia y miedo surgieron del edificio como si se tratara de humo, pero al final los humanos se vieron obligados a salir tambaleantes del granero en llamas a la noche.

—Disparad siempre que podáis, luchad cuerpo a cuerpo cuando sea necesario —instruyó Foxfire, lacónico—. Mantened lista una segunda arma para dársela a los prisioneros que sean capaces de luchar. Tú, hermanita, quédate aquí y espera nuestro regreso.

Pero la chiquilla elfa le quitó el cuchillo de acero de las manos.

—Para mi madre —musitó antes de que él pudiese protestar, enseñándole la daga de hueso que Tamara le había dado ya.

—Tienes bravura y sangre de guerrera, pero estás herida —insistió él con suavidad.

—Todavía puedo luchar —protestó la chica y, con ojos resplandecientes y llenos de fervor, cogió una de las manos del elfo y se la llevó a los labios—. ¡Te seguiré hasta la muerte, y más allá!

Con aquellas palabras, la niña salió disparada a campo traviesa mientras su silueta delgada y oscura se veía recortada contra las crecientes llamaradas. Los demás elfos echaron a correr tras ella y se fueron desperdigando en forma de abanico mientras avanzaban en silencio como una manada de lobos.

Foxfire y Korrigash intercambiaron una mirada irónica y salieron a la carrera.

—Siempre me había preguntado por qué, de los dos, tú has acabado de jefe de guerra —comentó el elfo de cabellos oscuros—. En especial si tenemos en cuenta que corro, disparo y lucho mejor que tú.

Una fugaz sonrisa suavizó el gesto adusto de Foxfire.

—Ese desafío me lo guardo, amigo mío, y ya arreglaremos cuentas otro día. Pero dime, ¿cuál es el secreto?

—Sabes cuándo ir a la zaga.

Los ojos oscuros del jefe elfo se posaron en la niña guerrera, que había sido la primera en alcanzar a los humanos. Su frágil silueta era apenas visible entre la arremolinada humareda, porque estaba sentada a horcajadas sobre un hombre, pero el brazo se alzaba una y otra vez mientras el acero daba en el blanco.

Foxfire hizo un gesto de asentimiento, al percibir la verdad de las palabras de su amigo, aunque él mismo nunca había reflexionado demasiado sobre el tema. Korrigash tenía el don de decir mucho con pocas palabras.

—Mediodía y dos —murmuró Korrigash entre dientes, indicando una hora del día y una dirección.

Su amigo alzó el arco y disparó una flecha por encima de su cabeza y hacia la derecha. La humareda se abrió y por un instante se vio la imagen de un guerrero humano, con la flecha elfa clavada en el estómago y una expresión de sorpresa en el rostro. En la mano sostenía una cadena, que todavía giraba, y que había preparado para lanzar en forma de lazo sobre Foxfire. El impulso del arma hizo que se enredara alrededor del brazo humano y acto seguido resonó un golpe sordo y un crujir de huesos. Cuando el humano abrió la boca para gritar, todo lo que emergió de su boca fue un súbito borbotón de sangre.

Foxfire apartó la vista porque la muerte de sus enemigos no le producía ningún placer. Rozó el brazo de su amigo en silencio para darle las gracias y desenfundó la daga. De repente, se había acabado el tiempo para las palabras. El combate se cernía a su alrededor con un tumulto infernal: el crepitar de las llamas, los alaridos de rabia y dolor y el retumbar de los latidos de sus propios corazones en los oídos. Los dos elfos se dieron la vuelta para enfrentarse juntos, espalda contra espalda, a un horror que ambos habían temido desde hacia tiempo y que ninguno comprendía:

Una guerra contra los humanos.

La puerta de la taberna La Ballena Rota se abrió de par en par y el ímpetu hizo estremecer los paneles de las ventanas que daban al muelle. Una mujer elfa se precipitó en la estancia como si hubiese sido empujada a través de la puerta por una violenta tormenta de verano. Era inusualmente alta para ser elfa, de tez blanca y cabellos negros como el azabache…, un contraste de colores muy habitual entre elfos de la luna. Sus ojos, de un intenso tono azul, resplandecieron como fuego mágico cuando se introdujo en la sala, súbitamente silenciosa.

Sandusk Excavadordetrufas, el halfling que atendía el mostrador, observó cauteloso que la mujer elfa inclinaba la cabeza para posar la vista en él con la fuerza de una nube de tormenta.

—¿Dónde está Carreigh Macumail? —preguntó, y para dar énfasis a sus palabras golpeó con las palmas de ambas manos sobre el pulido mostrador de madera.

El halfling notó aliviado que su voz, melódica a pesar de su enojo, era sin lugar a dudas de una semielfa…, no tan monótona como el tono de los humanos pero también carente de la música y la magia propia de la voz elfa. Elfos y humanos eran siempre fuente de conflictos, pero en opinión de Sandusk, un híbrido entre elfo y humano era preferible a la versión pura de cualquiera de las dos razas. Los semielfos recibían un trato considerado en Espolón de Zazes, pero caminaban en la cuerda floja y muchos de ellos eran conscientes de ese hecho. Los conflictos raciales en Tethyr, siempre en boga, colocaban a los semielfos en una posición ambigua que los impulsaba a controlar sus modales y ocuparse de sus propios asuntos.

Sin embargo, aquélla parecía dispuesta a ser la excepción. Como el camarero no respondió con la rapidez que ella habría deseado, la semielfa cogió la túnica del halfling con ambas manos y lo subió hasta el mostrador para enfrentarse a él cara a cara.

—Conozco y aprecio la reputación que tiene La Ballena Rota por proteger a sus clientes, y os aseguro que no tengo la más mínima intención de hacer daño al capitán Macumail —murmuró con suavidad—. Pero con vos puedo cambiar de opinión. Hablad.

—¡Se marchó! —balbució el camarero—. ¡Se fue!

Arilyn le dio una fuerte sacudida.

—Eso ya lo sé. Y también sé que por lo general os informa de su siguiente destino. ¡Decídmelo u os ensartaré como un conejo asado!

—Pero yo soy halfling —protestó Suldusk con un chillido tan penetrante que resonó en todos los rincones de la taberna. Hacía tiempo que había aprendido que las personas de más talla que él podían sentirse avergonzadas con facilidad y como la mayoría de los halflings hacía que la gente se sintiera culpable—. Soy la mitad de alto que vos.

La semielfa sonrió con frialdad.

—Pues usaré una espada corta.

Suldusk meditó sobre la viabilidad de aquella solución.

—No habrá ido muy lejos —respondió en un tono de más discreción—. El Caminante en la Niebla alzó anclas esta misma mañana. El capitán Macumail comentó algo de que iba a encontrarse con unos cazadores de piratas. Quizá todavía podáis pillarlo.

Arilyn se quedó mirando al halfling durante un instante; luego, hizo un breve gesto de asentimiento y lo bajó al suelo, antes de dar media vuelta y salir a paso rápido de la taberna. Sin detenerse, caminó hasta el borde del muelle y se zambulló limpiamente en el agua.

Uno de los confusos clientes sacudió la cabeza.

—¡Por las heridas de Ilmater! —exclamó—. ¿Qué piensa hacer esa loca? ¿Llegar a nado hasta el barco de Macumail?

El halfling vio que había dado en el blanco. Se alisó la túnica y luego acabó de servirle al cliente una cerveza espumosa.

—Mi querido señor, eso no me sorprendería lo más mínimo. Y, si le gustan las apuestas, me juego lo que quiera a que conseguirá traerlo de vuelta antes de que amanezca.

Arilyn se sumergió en las profundidades y empezó a nadar sin pausa rumbo al oeste. Mientras avanzaba, bendijo a Perla Negra, una antigua amiga elfa marina, por haberle regalado el amuleto encantado que le permitía respirar bajo el agua y sumergirse en su mundo. La Arpista no era muy aficionada a la magia ni a los artilugios mágicos, pero había conservado el talismán durante muchos años en honor a su amiga. Y últimamente, lo había necesitado con tanta frecuencia que se había acostumbrado a llevarlo siempre encima.

Mientras nadaba, mantenía la mirada atenta a todos los peligros que acechaban en las aguas costeras de Espolón de Zazes. Abundaban las colonias de sahuagin; corrían incluso rumores de que aquellas criaturas habían conseguido capturar varios barcos, que luego utilizaban para dedicarse a la piratería, pero eran rumores sin confirmar. No era poco corriente que se perdieran barcos, pero que hubiese supervivientes a un ataque pirata era muy poco habitual, y hasta el momento no se había podido comprobar la existencia de aquellos extraños bucaneros. Sin embargo, Arilyn sabía lo que sabía. Donde había sahuagin, también había elfos, y durante años había mantenido mejores relaciones con el Pueblo que habitaba las profundidades marinas que con aquellos elfos que vivían en tierra bajo las estrellas. Probablemente conocía más cosas de los asuntos de los folk marinos que de los elfos insulares del bosque de Tethir.

El bosque de Tethir era extenso y centenario, y cubría desde las montañas Copo de Nieve, en su punto más oriental, hasta la península Espiral de las Estrellas, a orillas del mar, pero en su brazo occidental de bosque pantanoso vivían pocos elfos porque aquella parte de Tethyr había sido abandonada hacía ya tiempo a los humanos y a sus actividades clandestinas: los cazadores habían talado árboles centenarios para construir mástiles y los piratas se habían adueñado del entramado de cuevas que surcaban la costa. Hasta los sahuagin tenían bases en la Espiral de las Estrellas. Y lo mismo habían hecho los elfos, y no sólo el Pueblo del Mar. En una ocasión, las criaturas del mar se habían apoderado de los barcos y la nación elfa de Siempre Unidos había enviado elfos al agua para equilibrar la balanza.

En una cueva profunda situada en un extremo de la península, protegido de los intrusos por rocas dentadas tanto reales como ilusorias, había un puesto avanzado de la marina elfa, oculta tras un muro de magia protectora y dirigida por marineros elfos de la luna de la flota real. Macumail se lo había confesado a Arilyn un par de años atrás, justo después de que fuera nombrado amigo de los elfos y se le concediera permiso para atracar en Siempre Unidos. El capitán había regresado de la isla elfa contando las maravillas que allí había visto y cómo brillaban los elfos como lunas al amparo de la gloria de la reina Amlaruil. A pesar de que Arilyn tenía poca paciencia para ese tipo de relatos sobre la reina elfa, había escuchado y anotado todo lo que había podido. Como Macumail podía quedarse en Espolón de Zazes pocos días sin levantar sospechas sobre sus intenciones, Arilyn supuso que se dirigía rumbo al puerto elfo, pues no dudaba que permanecería en las cercanías hasta haber cumplido el encargo de Amlaruil.

Por el rabillo del ojo detectó Arilyn una silueta que le resultaba familiar en las negras aguas: una forma elfa, de talla más reducida que sus parientes de la superficie, y casi invisible tras unas vetas oscilantes de algas que utilizaba como cubierta. De no haber sido por su agudeza visual, Arilyn no la habría visto.

Sin duda el elfo formaba parte de una patrulla; llevaba atada a la cintura una red cuidadosamente enrollada, aparte de varias armas punzantes, y su expresión era cautelosa. No le cupo duda de que otro elfo, armado de esa misma guisa, le cortaría el paso por la derecha.

Dejó al descubierto ambas manos alzadas a los costados para demostrar que no iba armada y, despacio, se encaró con el primer elfo para, utilizando la expresión por gestos que había aprendido de Perla Negra, exponer con gran trabajo su necesidad de encontrar a Macumail. A regañadientes, añadió que había recibido un encargo de Amlaruil de Siempre Unidos.

Los ojos del elfo del mar mostraron reverencia ante la simple mención de la reina elfa, una expresión que Arilyn había visto demasiado a menudo en el rostro de Macumail, o de cualquier otra persona que hubiese conocido a la reina Amlaruil. Hasta Elaith Craulnober, un rufián elfo de la luna conocido de Arilyn que se había pasado un puñado de años lejos de Siempre Unidos, ganándose a pulso su reputación de personaje diestro en la batalla y muy cruel, se quedaba ensimismado ante la simple mención del nombre de la reina. La Arpista apretó los dientes y concentró su atención en los dedos del elfo del mar, que trazaba una red de gestos ante ella.

El amigo de los elfos Macumail nos ha hablado de ti, Arilyn Flor de Luna. Nos han encomendado que escoltemos tu llegada, aunque esperábamos que llegases en barco. Alzó una mano para trazar un ademán que denotaba humor.

No obstante, Arilyn no estaba de humor. «Flor de Luna» era el nombre de la familia real de Siempre Unidos…, el nombre de su madre, un nombre que Arilyn no había pensado nunca en reclamar como propio. No cabía duda de que se trataba de un simple error, pero uno que le causaba un dolor punzante.

Hojaluna, le corrigió, deletreando la palabra con deliberada lentitud, pero el elfo se había apartado ya de ella y conversaba presa de excitación con su compañero, una hembra que se distinguía por una corta mata de rizos verdosos y un reluciente tridente que portaba. Los dos se enfrascaron en una breve discusión, pero sus dedos se movían a tal velocidad que Arilyn era incapaz de seguir el hilo de la conversación. Luego, los dos elfos le indicaron por gestos que los siguiera.

La Arpista suspiró y, al hacerlo, subió hacia la superficie un remolino de burbujas; luego, nadó detrás de las criaturas marinas. Aunque era una nadadora resistente, era imposible que mantuviese el ritmo de los elfos, y una y otra vez, su escolta olvidaba sus limitaciones, la dejaban atrás y tenían que volver a por ella.

Por fortuna, el Caminante en la Niebla no se había alejado mucho de la bahía y, cuando salió la luna, el trío vislumbró el barco en la lejanía. Los elfos del mar se despidieron de su acompañante y desaparecieron en las negras aguas, dejando que Arilyn se aproximara al bajío humano a solas.

Para sorpresa de Arilyn, el barco había echado anclas, cosa que era arriesgada porque la piratería era práctica común incluso tan cerca de Espolón de Zazes. Trepó por la soga de la que pendía el ancla y, sigilosa, emergió a la superficie en un costado del barco. Al sacudirse el agua de las orejas, oyó a su espalda el siseo inconfundible de una espada cuando sale de su funda.

Su propia espada salió limpiamente de su vaina y, con la hoja de luna firmemente sujeta con ambas manos, Arilyn se dio la vuelta para enfrentarse a su atacante.

El espadachín era joven, nativo de las islas Moonshae a juzgar por sus cabellos rojizos y su rostro ancho de nariz prominente, e iba equipado con una hoja de doble filo y una daga a juego muy común en aquella zona. Arilyn apretó las manos y se preparó para un ataque cierto, que no se hizo esperar. El hombre hizo una finta hacia abajo, un gesto muy común que sin duda iba a proseguir con un movimiento de la daga para descargar la espada a la altura de la cabeza. Entre los humanos de Faerun había muchos estilos de esgrima, pero Arilyn estaba familiarizada con todos ellos.

Contraatacó la finta de la espada con una fuerte descarga hacia abajo que obligó al hombre a torcer la espada hasta apuntar al muelle. Antes de que él pudiese intervenir con la daga, giró la muñeca para lanzar una estocada con la hoja de luna a la derecha con tanto ímpetu que la diminuta arma salió volando por los aires. Al mismo tiempo, pisó con fuerza la espada del hombre, que todavía apuntaba hacia abajo, y se la arrebató de las manos. El ejercicio completo duró apenas diez segundos.

Durante un momento, el joven se limitó a quedarse allí, desarmado, demasiado sorprendido por el ritmo del combate para asimilar los resultados. Luego, un atisbo de certidumbre asomó a sus ojos y abrió la boca para dar la voz de alarma antes de morir.

Arilyn volvió a enfundar la hoja de luna y sumergió ambas manos en la brillante mata de pelo del joven. Lo atrajo hacia sí y, después de estampar la cabeza contra su frente, lo apartó y se colocó a la izquierda. Alzó la rodilla derecha y se la hundió en el estómago. Al oír la exclamación ahogada de sorpresa y dolor, Arilyn cambió de dirección y le hundió el codo en la nuca. El joven se desplomó, inconsciente, pero sin ningún daño de consideración.

—Una lástima —comentó una voz profunda, ligeramente risueña, a su espalda—. Yo que tenía tantas esperanzas con el chiquillo. Nunca ha tenido la suerte de su padre con las mujeres, eso es un hecho.

Arilyn se volvió para encararse con el bigotudo rostro del capitán.

—¡Oh, no! No será tu hijo, ¿verdad?

—Es su viaje inaugural —convino Macumail con una maliciosa sonrisa—, y perdóname la expresión. Pero no te preocupes…, el chico está bien aunque cuando se levante mañana sentirá que la diosa Umberlee está descargando una tormenta dentro de su cabeza. Dejemos que duerma, mientras hablamos de otras cosas. ¿En mi cabina?

Arilyn asintió y permitió que el capitán la condujese a una cabina inusualmente grande y lujosa, amueblada con una cama enorme de la talla y el grosor de Macumail, un arcón ribeteado de latón, una pequeña mesa para escribir y un par de sillas. Mientras Arilyn tomaba asiento, se dio cuenta de repente del reguero de agua que sus ropas empapadas dejaban sobre la alfombra del capitán Macumail Turmish.

—Tómate esto. Te quitará el frío —le ofreció amable el capitán mientras le tendía una copa de vino.

Lo aceptó y lo fue bebiendo a sorbos, para después dejar el vaso sobre el arcón de mar.

—He reconsiderado tu oferta.

—Esperaba que lo hicieras —le respondió con la misma franqueza, y luego sonrió—. Veo que mi pequeño amigo Suldusk te dijo dónde encontrarme, ¿no?

Arilyn se encogió de hombros ante la broma. El método que había utilizado había sido brusco, incluso para lo que ella solía hacer, pero lo que había en juego en aquella aventura eran demasiadas cosas, y demasiado personales, para permitirse disculpas o tiempo para la diplomacia.

—¿Transmitirás mi respuesta, y mis condiciones, a Amlaruil de Siempre Unidos? Además, necesito un duplicado de su nombramiento. Tengo prisa, pero tendrás que hacerme una falsificación lo más acertada posible.

—No será necesario. —Macumail cogió un pergamino de una pila que había sobre la mesa y se lo tendió. Arilyn examinó la escritura elfa; parecía un duplicado del documento que había destruido.

—Es un original —admitió el capitán—. Lady Laeral insistió en que llevara un par de copias. Y, en cuanto a los términos, la reina me ha autorizado a prometer en su nombre cualquier pago que puedas pedir.

—Cuánta sabiduría y previsión por su parte —murmuró Arilyn en tono seco, sin dejar de estudiar el pergamino que tenía en las manos—. Pocas veces me pagan con cheques en blanco, pero los beneficios de ganar tanto tiempo son evidentes para todos.

Cuando se sintió convencida de que el ofrecimiento de la reina era verdadero y de que todo estaba en orden, Arilyn puso el pergamino en la mesa y alzó la vista para contemplar a su anfitrión.

—¿Puedes llevarme de regreso a Espolón de Zazes? ¿Enseguida?

A modo de respuesta, Macumail se puso de pie y tiró de una campanilla que pendía de una de las pulidas paredes.

—Mi querida dama, estoy por completo a tu servicio, pero ya sabes que los muelles están cerrados hasta el amanecer.

—Al amanecer estará bien —aceptó Arilyn.

—Hay una cabina junto a la mía. Está vacía durante este viaje, así que puedes descansar en ella. Encontrarás ropa seca en el arcón para que descanses hasta el amanecer. Si necesitas algo más, sólo tienes que pedirlo.

El rostro de Arilyn se relajó para esbozar una sonrisa agradecida, una sonrisa que transformó su semblante y que provocó como respuesta un destello ya familiar en los ojos azules del capitán.

La semielfa reprimió un suspiro. Quizás el capitán estuviese actuando en nombre de la reina elfa, pero según todos los informes, su afición por las mujeres elfas no empezaba y acababa en Amlaruil. Arilyn no se sintió sorprendida de oír que la cabina de invitados incluía un completo guardarropa femenino, y no dudaba de que en él iba a encontrar gran cantidad de ropas que se adaptaran por completo a sus formas elfas. Decían que la druida elfa verde no era la única mujer elfa que había encontrado un rincón en el corazón de Macumail. Además, el brillo de sus ojos sugería que no tendría reparos en añadir una semielfa a su colección de recuerdos entrañables. Como no deseaba continuar por ese camino, Arilyn dio las gracias a su anfitrión y se apresuró a seguir al mozo que acudió a la llamada de Macumail.

El capitán la vio marchar y esperó hasta oír cómo se cerraba el pestillo de la puerta de su cabina. Luego, se sentó a la mesa y cogió el pergamino que Arilyn acababa de dejar para leer lenta y laboriosamente el texto elfo hasta llegar al punto en que se nombraba a la embajadora de la reina.

Macumail abrió un diminuto cajón de debajo de la mesa y extrajo un pequeño frasco de tinta. Era de fabricación elfa, de un raro tono púrpura oscuro, extraída de una mezcla de bayas y flores que crecían sólo en Siempre Unidos. Destapó con cuidado el tapón y mojó una pluma en el preciado líquido, para añadir con sumo cuidado una serie de trazos curvos y líneas al texto elfo.

«Es una suerte», pensó Macumail mientras espolvoreaba polvos secantes sobre el pergamino. Las palabras Hojaluna y Flor de Luna eran muy parecidas.

El capitán había oído en boca de Laeral la historia de la puerta elfa y el dolor hondo que había provocado en la reina Amlaruil. Tras haber vislumbrado tanta tristeza en los ojos de la reina y, enamorado como estaba de ella, Macumail estaba poco dispuesto a hacer algo que pudiese proporcionar un dolor adicional a aquella maravillosa monarca elfa.

No obstante, Macumail también sentía un gran respeto por la guerrera semielfa y comprendía la importancia de la tarea que le había sido encomendada. También sabía, como cualquier humano vivo, la dificultad con que se enfrentaría Arilyn en las sombras de Tethir.

Él mismo había estado enamorado de una mujer de los bosques, una druida elfa verde cuya forma de ser, extraña y sobrenatural, lo había mantenido desconcertado durante mucho tiempo. Sin embargo, de su amor elfo había aprendido muchas cosas sobre los folk del bosque, cosas que lo impulsaban a sospechar que el Pueblo de Tethir rechazaría a un embajador semielfo, y quizá llegaran incluso a asesinarla. Fingirse elfa de pura raza nunca era sencillo para una semielfa, ni siquiera una con tantos recursos como Arilyn, y por eso Macumail había planeado una estrategia que podría ayudarla a conseguir ese objetivo.

Las costumbres sobre los nombres elfos eran de una complejidad interminable. Aunque no era inusual que un elfo adoptara un apodo que nombrara alguna de sus destrezas o armas, como Corredordenieve, Baculoderroble o Proapálida, ese tipo de títulos descriptivos eran de uso común, nombres que se utilizaban durante los viajes o nombres para dar a conocidos y desconocidos, en especial enanos y humanos. Sin embargo, entre ellos, los elfos consideraban que el hecho de proporcionar a otro el nombre familiar o recitar el linaje propio era un paso muy importante en las formalidades del trato entre personas. El hecho de que Arilyn se identificara sólo por la espada que portaba ante una tribu elfa sería una falta de protocolo enorme, casi como si gritara a los cuatro vientos que su pretensión de ser considerada embajadora de Siempre Unidos era una farsa. En su caso esto era particularmente cierto porque de todos era conocido que las hojas de luna eran espadas hereditarias y rechazar identificarse a sí misma a través de su familia sería considerado por los elfos como una admisión arrogante y patente de que no era lo que pretendía ser. Y Macumail estaba seguro de que eso impactaría en la sociedad elfa tanto como una nuera con mal genio.

Teniendo todo eso en cuenta, el capitán había decidido conceder a Arilyn un nombre familiar y un linaje antiguo…, todo gracias a cuatro pinceladas con una pluma. En cierto modo, sentía la conciencia tranquila porque en su opinión eran honores que la semielfa se merecía de verdad, y no dudaba de que el encanto prestado de la familia real proporcionaría un manto protector sobre la mujer semielfa y silenciaría muchas preguntas antes de que fueran formuladas. Después de todo, era bien sabido que, de todas las razas de elfos, ¡los elfos de la luna eran casi como humanos!

Los elfos del bosque de Tethir eran insulares, pero sabían que no se permitía el acceso de semielfos a Siempre Unidos, y ni se les ocurriría que una semielfa pudiese portar el nombre de la familia real. Una misiva escrita de puño y letra por Amlaruil, en la cual declarara a Arilyn descendiente suya, pondría las cosas en su lugar. Pero era una estratagema que la orgullosa semielfa no estaría dispuesta a aceptar, ni habría estado de acuerdo con el capitán si éste le hubiese explicado sus intenciones.

En opinión de Macumail, la reina elfa y la espadachina de raza impura eran muy parecidas.

—Perdónenme, señoras —murmuró mientras enrollaba el pergamino y lo introducía en un tubo—. ¡Y quieran los dioses que nos separen anchos y tempestuosos mares el día que cualquiera de las dos averigüe lo que acabo de hacer!

Fiel a su palabra, el capitán Macumail depositó a Arilyn de regreso en Espolón de Zazes antes del amanecer. Su último día en la ciudad tethyriana transcurrió ajetreado, porque tenía que hacer muchas cosas antes de partir hacia el bosque. Se tenían que ultimar todo tipo de preparativos, enviar mensajes y reunir a todo el equipo.

No obstante, había un detalle personal que Arilyn intentó postergar tanto como le fue posible. No podía dejar Espolón de Zazes sin despedirse de su compañero Arpista, ni podía informarle de su partida a través de una nota o un mensajero. Y sin embargo, era reticente a enfrentarse al joven noble. Danilo descubriría enseguida los peligros que encerraba su misión, y no aceptaría a la ligera lo que parecía a todas luces una despedida. Peor aún, ¡aquel loco tozudo podía ingeniárselas para seguirla!

Pero cuando se aproximó la hora del crepúsculo, Arilyn se preparó para entrar en el mundo de Danilo. Se vistió con un vestido de tela fino, una túnica de seda azul marino con una sobrefalda de encaje que la envolvía y la ceñía de forma que ocultaba sus armas, pero que le permitía acceder con rapidez a la hoja de luna. Arilyn se arregló el pelo para cubrirse las puntiagudas orejas y se maquilló con un poco de ungüento rosado para añadir un tono más humano a su pálida piel. Como toque final, para concederse un aspecto de riqueza que le garantizase el acceso a las salas de fiesta y las tabernas que frecuentaba su compañero, se colocó anillos de oro y zafiros en los dedos y enhebró un broche de pedrería en el corpiño.

Danilo sentía pasión por las piedras preciosas y anhelaba siempre verla a ella cubierta de joyas. Después de casi tres años, Arilyn había atesorado una buena colección. En un principio, había declinado sus primeros ofrecimientos, pero Danilo había hecho un gran esfuerzo por aprenderse las festividades elfas y los días especiales en los que podía obsequiarla con regalos sin que le fuese fácil rehusarlos. Entre los rasgos molestos del carácter de Danilo, y tenía un montón, se encontraba su habilidad para burlar, si no prever, cualquier objeción femenina. Tampoco dejaba de observar Arilyn que ella poseía una resistencia mucho más firme a sus encantos que la mayoría de las mujeres de Espolón de Zazes, o de Aguas Profundas, o de Puerta de Baldur, o…

Con un suspiro, Arilyn descartó por inútil esa línea de razonamiento. Se subió a un carruaje de alquiler y se dispuso a pasar una larga velada. Danilo solía cenar en una de las muchas salas de fiesta y posadas, pero a insistencia de Arilyn, no seguía una ruta fija y por ese motivo le llevaría un rato encontrarlo.

La primera parada fue en El Jardín Colgante, una taberna decorada según los gustos y preferencias del dirigente actual de Espolón de Zazes. A Arilyn no le agradaba aquel lugar, era demasiado parecido a Calimport para su gusto, pero Danilo acudía allí a menudo para disfrutar de vino de calidad y buena música, porque tanto los juglares de paso como los músicos locales solían actuar allí todas las noches.

Cuando una camarera ataviada con una túnica de seda transparente condujo a la disfrazada Arpista a una mesa, resonaban de fondo las notas de un arpa mezcladas con el sonido de la conversación. Como era habitual, la intérprete tocó la melodía completa de una balada antes de cantar la letra. Algo le resultaba familiar en aquella tonada. Arilyn no solía prestar atención a los músicos de taberna, pero escuchó con atención mientras la cantante, una joven mujer de piel aceitunada y cabello negro típico de los nativos de Tethyr, desgranaba la balada.

La melodía era pegajosa pero conocida, los acordes envolventes del arpa resultaban agradables pero no especialmente difíciles, y la voz de la cantante era nítida aunque indudablemente soprano. A pesar de todo, la música no era más que un telón de fondo agradable para la conversación. No obstante, cuando la balada llegó a la tercera estrofa, la mujer tethyriana estaba cantando en el más completo y absoluto silencio.

Arilyn no era juglar, pero comprendía totalmente el impacto de la canción, que narraba una historia que conocía demasiado bien, aunque los hechos habían sido cambiados para ocultar ciertos secretos y para glorificar el supuesto héroe de la balada, un noble bardo que había hecho un gran servicio a los Arpistas al llevar ante la justicia, sin ayuda de nadie, según la balada, al elfo dorado asesino que había causado las muertes de más de veinte Arpistas. Mientras Arilyn contemplaba a los atentos clientes, no le cupo duda de que ¡las simpatías se decantaban de pleno del lado del elfo dorado asesino!

Los Arpistas no eran bien recibidos en el agitado ambiente de Espolón de Zazes, y no se aceptaba que fuesen héroes protagonistas de relatos de taberna. Un juglar que fuese de visita podía ser perdonado por un patinazo social de esa magnitud, pero a Arilyn sólo se le ocurría un motivo por el cual un cantante nacido en Tethyr se arriesgaría a cantar una balada así: como preludio dramático para dejar al descubierto a un Arpista entre ellos.

Arilyn puso una expresión de indiferencia y se levantó. Salió despacio de la taberna, obligándose a sí misma a caminar con paso lento, como si fuera una dama adinerada cuyo único propósito fuese apartarse de una actuación que no concordaba con sus gustos e inclinaciones políticas.

Mantuvo el paso cauteloso hasta llegar al callejón en penumbra donde la esperaba su carruaje de alquiler. Lanzó un par de monedas al conductor y desató las bridas que mantenían su propia yegua sujeta a la cabina. Se levantó la falda para sentarse a horcajadas sobre la montura y el animal pareció percibir la urgencia de su dueña porque salió disparada rumbo a la Cofradía de Asesinos.

En otras circunstancias, Arilyn se habría dirigido a una habitación segura para cambiarse de ropa y habría realizado varias paradas para despistar a todo aquél que pudiese establecer una conexión entre el enrarecido mundo de la alta sociedad y la Cofradía de Asesinos a sueldo, pero en esa ocasión no se atrevía a perder tiempo con precauciones. Al anochecer, los asesinos de Espolón de Zazes se reunirían para subastarse los servicios que habría publicados y, si esa balada se había cantado por toda la ciudad, a buen seguro que el nombre de Danilo aparecería entre las propuestas.