14
Lord Hhune caminaba enojado de un lado a otro por la estancia, consciente de la divertida mirada que le dirigía el capitán de mercenarios, cosa que encendía todavía más su cólera…, el hombre no sólo se había excedido en sus límites, sino que demostraba una insolencia que no estaba dispuesto a permitir.
Lord Hhune caminaba enojado de un lado a otro por la estancia, consciente de la divertida mirada que le dirigía el capitán de mercenarios, cosa que encendía todavía más su cólera…, el hombre no sólo se había excedido en sus límites, sino que demostraba una insolencia que no estaba dispuesto a permitir.
Bunlap parecía indiferente a su estallido de rabia.
—Tenéis vuestra naviera privada. El riesgo de adquirir más barcos es mayor que los beneficios.
Eso era cierto, pero Hhune no estaba dispuesto a escucharlo en boca de uno de sus empleados.
—¡Tu tarea no era empezar una guerra, sino proteger a los trabajadores del bosque de los elfos!
—Cosa que es precisamente lo que he hecho —repuso el capitán con frialdad—. ¿Creéis acaso que hay una sola banda de elfos en todo el bosque de Tethir? Sometimos a la tribu Suldusk, pero no deseábamos que se supieran vuestras actividades en las tribus del norte y el oeste, más fuertes y más dispuestas a entablar batalla. ¿Qué mejor modo de mantener a esos elfos lejos de vuestros negocios que ocupándolos en otros asuntos?
—El plan está bien y dará resultado, pero su ejecución está por completo fuera de control —repuso Hhune—. Has creado demasiado conflicto con los elfos y ahora se ha convertido en un asunto que exige una solución. ¿Qué sucederá si el bajá de Espolón de Zazes decide enviar un ejército armado al bosque? ¿Qué ocurrirá si salen a la luz mis negocios de tala?
—Todavía hay muchos árboles en el bosque y es improbable que un ejército invasor se diese cuenta de que faltan unos cuantos —replicó el mercenario—. Y, aun así, ¿qué problema hay? ¡Os habéis cubierto la espalda con tantas capas de papel que no podríais ni sentir un latigazo! Si llegara a descubrirse la operación de tala de árboles, nadie podría rastrear su pista hasta las compañías en las que tenéis participación.
—No asumiremos más riesgos. Clausura la explotación forestal de inmediato.
—¿Y los elfos?
Hhune se encogió de hombros.
—Siempre ha habido elfos y siempre los habrá. Dejemos que regresen a sus sombras. He conseguido comprar un poco más de tiempo de manos del Consejo de Señores. Antes de que acabe ese plazo, cesarán los conflictos y la atención de la gente se concentrará en otros asuntos. ¿Queda claro?
—Ah, ahí tenemos un problema —replicó Bunlap en tono de suficiencia—. Hay ciertas cosas que, una vez puestas en marcha, son difíciles de detener. Los granjeros del norte de Puerto Kir viven asustados por temor a un ataque de los elfos. Los negocios en Piedra Húmeda también han decaído, excepto el de alquiler de vigilancia de mercenarios. No creo que consiga satisfacer toda la demanda que hay con mis hombres. Y, además, veo que emprendéis viaje hacia el norte con más personal que vuestra guardia habitual —añadió Bunlap.
—Tengo por costumbre visitar las ferias estivales de Aguas Profundas —repuso Hhune con frialdad—. Tengo que atender mis responsabilidades con la Cofradía Marítima.
—Ah, sí, el comercio. ¿Y cómo va el comercio por tierra estos días?
El maestro de cofradía se quedó mirando al hombre.
—No demasiado bien —admitió.
Bunlap chasqueó la lengua.
—Una lástima. Odiaría ver cómo perdéis vuestra posición en la Cofradía Marítima, eso sin contar con el impacto negativo que tendría sobre vuestras futuras perspectivas si corriese la voz de que esos ataques elfos son una venganza por las atrocidades que se han cometido contra ellos, atrocidades en las que habéis tenido un papel destacado.
—No intentes chantajearme —le advirtió Hhune con tono seco—. Tú estás tan implicado como yo. ¡No puedes echar pullas a los demás sin que te salpique!
—En ese caso, no veo razón para que no podamos seguir aprovechándonos —replicó el mercenario—. Cerraremos la explotación, enviaremos los leñadores de regreso a Vilhon Reach, y construiremos en el campamento una segunda base de operaciones. Mis hombres atacarán a los elfos y los expulsarán. Una vez hecho esto, se habrá solucionado vuestro problema. Vuestras apreciadas rutas comerciales se verán asaltadas por los habituales bandidos y bandoleros, y las aldeas y las granjas se quedarán con los nobles de poca monta para que los atormenten. En breve, la vida en Tethyr volverá a la normalidad. Yo ganaré una segunda fortaleza y arreglaré unos cuantos asuntos personales. Y vos, amigo mío, ganaréis el crédito que os convenga de la súbita calma que se sucederá y que tan adecuada será para vuestros propósitos…, y podréis dar la explicación que más os convenga.
—Si pretendes derrotar a los elfos en su propio bosque, estás completamente loco —bufó Hhune—. Ya se intentó una vez y lo único que consiguió el ejército fue sumergirlos en las profundidades de su selva.
—Es evidente que la destrucción total de los elfos es poco más que una quimera agradable, pero voy a hacer mi pequeña contribución. Francamente, ¿quién notará la diferencia, salvo vos y yo, y los pocos elfos que sobrevivan?
Hhune meditó sobre aquella posibilidad. No era una situación ideal, pero sí un compromiso funcional. No sería la primera vez que se apoyaba en aliados de pasado turbio o que se veía forzado a trabajar fuera de los límites de la ley, y tampoco iba a ser la última.
Tras la finalización de la guerra civil de Tethyr, se habían promulgado leyes en Espolón de Zazes, y en otras ciudades, que limitaban estrictamente el número de armas y fuerzas que cada ciudadano, cofradía o grupo privado podía mantener en activo. Eso había provocado que fuera ilegal el hecho de que Hhune tuviese en propiedad aquel tipo de veleros rápidos, manejables y fuertemente armados que protegían sus barcos mercantes de los piratas. Como Hhune había considerado que esas leyes estaban fuera de toda razón, había encontrado el modo de eludirlas. No obstante, en el interior de la misma cofradía que intentaba proteger había individuos que de buen grado estaban dispuestos a delatar esas actividades con la esperanza de subir en el escalafón de poder. El dinero en la cofradía se llevaba muy controlado y era impensable malversar fondos. Aunque él era un hombre de considerable riqueza, no estaba en sus posibilidades financiar el tipo de flota que necesitaba, así que se le había ocurrido un modo de conseguir los recursos que precisaba y que además tenía al alcance de la mano: los árboles milenarios del bosque elfo.
La explotación forestal en el bosque de Tethir estaba prohibida desde más allá de lo que alcanzaba la memoria humana. Quizá porque esa limitación estaba profundamente arraigada, Hhune descubrió que era más sencillo de lo que había supuesto instalar una base de operaciones. Primero había establecido una cadena de mercaderes, mensajeros y compañías para conseguir la contratación de leñadores en puntos lejanos de Vilhon hacia el este. Todo había ido bien, hasta que los ataques de las tribus orientales de elfos habían paralizado la tala.
En ese momento, Hhune decidió contratar a Bunlap, y el hombre había demostrado su valía en más de una docena de ocasiones. El capitán de los mercenarios tenía a su disposición un auténtico ejército, así como una red de información tan eficiente como cualquier afiliado a los Caballeros del Escudo. El conocimiento que tenía el capitán del tráfico fluvial era tal que los leñadores podían encontrar breves períodos en los que podían hacerse descender río abajo los troncos. En un punto situado al sur de las montañas Espiral de las Estrellas, por debajo de la bifurcación del río en la orilla meridional, se recogían los troncos, se cargaban en carretas y empezaban su viaje por tierra hasta toparse con la ruta comercial que pasaba al oeste de Ithmong y al este de las ruinas del castillo de Tethyr. Una documentación falsa testificaba que los leños procedían del sur. Hhune «pagaba» por los troncos y hacía un buen negocio revendiendo la madera a un astillero de Puerto Kir. Luego utilizaba esos fondos, camuflados en varias compañías tapadera, para pagar su flota de barcos ilegales.
Era un buen plan, y hasta el momento había funcionado bien. Pero mantener la información lejos de su propia cofradía, de los Caballeros del Escudo y de las autoridades de Espolón de Zazes se estaba convirtiendo en un acto de equilibrio cada vez más complejo; acto que, según temía Hhune, Bunlap podía decidir explotar. Era mejor proporcionarle una participación en todo aquel asunto.
—Haz lo que quieras con los elfos del bosque —repuso Hhune con frialdad—. Como tú mismo has dicho, no me preocupa lo más mínimo lo que les suceda. Haz lo que sea necesario para que los conflictos cesen pronto, pero actúa con rapidez y con sigilo.
—De acuerdo —convino Bunlap y, acto seguido, se levantó para marcharse. Al capitán de los mercenarios le daba la impresión que había sido una promesa formulada a la ligera. Además, la tarea iba a resultar más fácil de lo que aquel tonto mercader suponía. En el clima alborotado de Tethyr, un puñado de rumores puestos en circulación podía llegar a sembrar el pánico. Si dejaba que surgiera una nueva fuente de disturbios distinta, la «amenaza elfa» se desvanecería con rapidez, en especial teniendo en cuenta que Bunlap y sus hombres eran los causantes de la mayoría de aquellos disturbios.
Además, era sumamente fácil crear conflicto entre los elfos. Se sentían protectores de los suyos y de sus bosques. Bastaba con amenazar a una de las dos cosas, y esos idiotas de orejas puntiagudas salían a la carrera.
Bunlap estaba impaciente por oír el informe de Vhenlar. Si todo iba como él había planeado, se sentiría lo suficientemente satisfecho como para justificar el oro que le estaba costando el hechicero de Halruaa.
Mientras caminaba a grandes zancadas hacia el caballo que esperaba, Bunlap se acarició con gesto distraído la cicatriz que le cruzaba la mejilla, un ademán que empezaba ya a convertirse en un hábito. Ninguna cantidad de dinero iba a poder compensar esa deuda en particular. Había ciertos asuntos que sólo podían pagarse con sangre.
Y sangre iba a derramar un montón. Cuando acabara con la tribu de Suldusk, todos los elfos de Tethir acudirían en masa a su nueva fortaleza en busca de venganza.
Y él los estaría esperando.
Los días transcurrían con rapidez en el bosque porque había muchas cosas que hacer. Arilyn había descubierto que, aunque los elfos eran muy buenos arqueros, tenían escaso conocimiento de los diversos estilos de esgrima utilizados por los humanos. Eran veloces, ágiles y audaces en la batalla, pero esas cosas no podían reemplazar el conocimiento.
Se pasó mucho rato instruyendo a aquéllos que poseían espadas, y estimulando la producción de otras armas. Los habitantes del bosque la observaban horrorizados por encima de sus arcos, pero ella insistía para que los artesanos del poblado hicieran tantas copias como pudieran de su espada. A medida que pasaban los días, Árboles Altos empezó a adquirir un arsenal considerable: lanzas, jabalinas, dagas de hueso y cuchillos…, aparte de todos los objetos que pudiesen ser utilizados como armas.
Todo aquel proceso preocupaba en gran medida a Rhothomir, pues veía que el fin inevitable de todos aquellos preparativos era una guerra de grandes proporciones que su gente no podía ganar.
—No es nuestro estilo atacar a los humanos a lo grande. ¿Por qué tenemos que hacerlo? Es una locura enfrentarse a un ejército tan numeroso.
—No sabemos con cuántos tendremos que enfrentarnos —razonaba Foxfire—. ¡Hablas como si los humanos tuviesen una sola mente y un único objetivo! Podría ser que superásemos en número a nuestros enemigos, y, si no, al menos conseguiremos mantenerlos alejados del bosque.
Y así seguía todo, sin descanso. Arilyn procuraba mantenerse al margen de las discusiones y dejaba que el líder de guerra hablara en su nombre, pues ya tenía bastantes problemas para ocupar su tiempo discutiendo con el Portavoz, tan apegado a las tradiciones.
Lo que resultaba extraño era que lo que más preocupaba a Arilyn eran sus más fervientes seguidores, que se contaban entre los elfos de menor edad: Ala de Halcón y Tamsin eran sus cabecillas, lo cual preocupaba más que tranquilizaba a Arilyn. La transparencia del odio que todos esos elfos sentían por las cosas humanas no era en absoluto conveniente, ni para su propia seguridad ni para la de ellos. El bosque de Tethir era un territorio extenso y profundo, pero era evidente que sus límites, poblados de granjas humanas, carreteras y ciudades, se estaban encogiendo. Esto tenía que ser una batalla, no una cruzada. El mayor objetivo que podía esperar Arilyn era ganar tiempo para los habitantes del bosque, tiempo para que disfrutaran de la paz y de la belleza de las costumbres antiguas, tiempo para que pudiesen aprender nuevos usos y tal vez conseguir algún tipo de acuerdo con sus vecinos humanos. En ese aspecto, Khelben Arunsun y los Arpistas estaban en lo correcto: no había modo de hacer retroceder a los humanos a menos que se pudiese atrasar el tiempo.
Así que no era de extrañar que se sintiera inquieta al ver a Tamsin y a sus seguidores hablando en un corrillo, llenos de una impaciencia que tenía casi atisbos de fiebre. Se introdujo en el grupo y respiró honda y profundamente, con cierto alivio. Los exploradores acababan de regresar.
—Ve a buscar a Foxfire y al Portavoz —ordenó Arilyn a uno de los chiquillos, que echó a correr y regresó al cabo de un instante con los dos elfos mayores.
—Seguimos a los humanos, como dijisteis —informó Faunalin, una joven hembra llamada así por sus ojos de cierva y su piel leonada, presa de la excitación—. Viajaron rumbo al sur, más allá del manantial y fuera del bosque. Continuamos siguiéndolos —añadió con un tono de voz que aún llevaba impreso el recuerdo de las maravillas que había vislumbrado en el mundo exterior—. Hay una vivienda muy grande de madera y piedra. Entraron dentro.
—¿Una fortaleza? —preguntó Arilyn, escueta—. Situada en una colina, desde donde se domina el río…
La mujer elfa asintió, y luego reculó espantada cuando la elfa de la luna soltó una brusca y grosera maldición.
—¿Conoces ese lugar? —inquirió Foxfire, mientras la cogía del codo y la apartaba un poco del grupo.
—He pasado por allí, pero apenas lo conozco. Su dueño es un mercenario conocido con el nombre de Bunlap. Un tipo nauseabundo.
Foxfire se la quedó mirando.
—¿Estás segura?
—Oh, sí —repuso Arilyn, escueta—. Gasté una pequeña fortuna estudiando la fortaleza y sus defensas. Por supuesto, en aquel momento pretendía pasar por ella, no averiguar cuál era el mejor modo de atacarla.
—Atacarla —repitió él, sacudiendo la cabeza en un intento de digerir todo aquello—. ¿Podemos hacer una cosa así?
La Arpista suspiró y se pasó una mano por los cabellos.
—Dame unos minutos para pensar en ello, ¿vale? No tengo un plan en mente en este momento.
—Si pretendes meditar sobre este asunto, deberías saber una serie de cosas —repuso Foxfire en tono taciturno—. Yo conozco a ese Bunlap. Asegura que busca justicia por los desperfectos causados por los elfos, pero por lo que yo sé insiste en empañar el buen nombre del Pueblo. El porqué no alcanzo a adivinarlo, pero tiene motivos para odiarme…, lleva mi marca grabada en su mejilla.
Cogió una flecha negra de la aljaba y mostró a Arilyn la marca que había en ella…, la estilizada silueta de una flor de la cual tomaba él su nombre.
—Le grabé esto en la cara.
Arilyn observó detenidamente al elfo.
—¿No podías habérmelo dicho antes?
Foxfire se encogió de hombros, pero en su rostro lucía una expresión compungida.
—En cuanto los humanos abandonan el bosque, nosotros les perdemos la pista. No se me ocurrió que fueses capaz de seguir a ese hombre hasta su guarida.
—Mmmm…, ¿sabes algo más que pueda sernos de utilidad?
Titubeó un instante antes de responder.
—Quizá deberías hablar con Hurón. Ha convivido con los humanos en un intento de obtener respuestas, como hacemos nosotros ahora. No se ha divulgado demasiado adónde fue, ni cómo ha vivido estos últimos meses, pero confía en mí cuando digo que es mejor dejar las cosas tal como están. Hay algunos entre nosotros que no aprobarían sus métodos, y sin embargo otros que estarían dispuestos a imitarla con demasiada rapidez.
Arilyn hizo un gesto de asentimiento, porque comprendía el asunto más de lo que él habría podido suponer.
—Lo haré. ¿Qué más?
—La tribu ha puesto empeño en seguir tu entrenamiento. Hemos construido las armas que nos has dicho y estaremos dispuestos a utilizarlas en defensa de nuestro hogar, pero no sé si aceptarían de buen grado abandonar el bosque y seguirte a ti, o a mí, para el caso, en una batalla fuera de sus límites. No es nuestro estilo.
—Y sin embargo, vuestra tribu hizo una cosa parecida en el pasado —musitó Arilyn. Algo de la historia de Hurón asomó de repente a su mente…, una posibilidad increíble que podía servir para estimular a los habitantes del bosque—. Necesito un poco de tiempo a solas para meditar sobre todo esto —pidió bruscamente—. ¿Adónde puedo ir para que no se me moleste? Es importante.
—Si quieres, yo mismo montaré guardia al pie de tu vivienda. Nadie subirá a molestarte —se ofreció Foxfire, un poco aturdido por su vehemencia.
Arilyn fue consciente de su confusión, pero no perdió tiempo en responder a todas las preguntas que formulaba su mirada. Se acercó a grandes zancadas hasta su árbol y trepó por la escala que conducía a su vivienda. Aunque parecía una actitud un poco huraña por su parte, recogió la escala y cerró las solapas de piel de cierva que cubrían las diminutas ventanas.
Cuando se sintió segura, Arilyn extrajo la hoja de luna de su funda y la sostuvo delante de su vista.
—Acude —musitó suavemente, mientras intentaba sosegarse para recibir la presencia de su doble mágico. Una nebulosa etérea se arremolinó en la punta de su espada y poco a poco cobró forma hasta convertirse en su propia figura de semielfa.
—¿Qué pretendes hacer o deshacer? —preguntó la sombra elfa, pero detectó un tono de reproche en su voz.
—Necesito que me ayudes en una batalla —repuso Arilyn, sin prestar atención a la pregunta retórica de la sombra elfa. Era evidente que aquella cosa sabía lo que planeaba, pues era ella misma, aunque una versión muy noble de sí misma—. De hecho, es posible que tenga que convocaros a todos, a todos los elfos que en algún momento han empuñado esta espada. ¿Puede hacerse?
Era evidente que la sombra elfa no esperaba esa respuesta.
—Sólo se ha hecho una vez con anterioridad, pero sí, es posible.
—Bien —convino, secamente—. Tengo que infiltrarme en una fortaleza. Vosotros sois nueve, y yo una. Es suficiente para empezar una buena batalla y conseguir que se abran las puertas.
—Tienes que pensar que existen riesgos —le advirtió la sombra elfa—. Convocar a todas las sombras elfas exige un gasto tremendo por parte del portador de la espada. Ni siquiera Zoastria, que imbuyó a la hoja de luna con la sombra elfa, invocó a su doble más que unas cuantas veces.
—Lo cual me lleva a la siguiente pregunta. ¿Es posible que Zoastria y Soora Thea sean el mismo personaje?
—No lo sé. ¿Deseas hablar con ella?
Arilyn respiró profundamente. Aquél era el momento que más había anhelado, y temido, desde el momento en que se había enterado de la magia secreta de la hoja de luna. Ya era bastante inconcebible estar mirando la propia imagen de uno mismo como identidad de la espada, pero la posibilidad de conversar con la esencia de un antepasado sobrepasaba los límites de su capacidad de comprensión. Y no sólo un antepasado desconocido…, ¡la esencia de su propia madre que vivía en el interior de la espada!
No obstante, aunque deseaba volver a ver a Z’beryl, Arilyn no estaba del todo segura de cómo iba a reaccionar su madre al enterarse del empeño de Arilyn por evitar el destino que la hoja de luna había elegido para ella. Arilyn estaba muy acostumbrada a ser menospreciada porque había vivido como semielfa en un asentamiento elfo, pero nunca había contemplado una mirada de reproche en los ojos de su madre, y no estaba segura de que pudiese soportar presenciarlo ahora.
Aun así, podía, y debía, invocar a Zoastria.
—¿Cómo se hace?
—Igual que me invocas a mí, aunque el poder de la espada disminuye cuando se invoca a los demás. Te encontrarás en situación de riesgo de un modo que no estás acostumbrada.
Arilyn aceptó aquello con un gesto y volvió a levantar la espada.
—Acude a mí, tú que fuiste en tu día Zoastria —ordenó con voz firme.
Una vez más volvió a surgir una nebulosa de la antigua espada, y a medida que la forma elfa adquiría una forma concreta, Arilyn sintió que se le congelaba el corazón. Era la misma silueta que había visto en la cámara del tesoro…, aquella antepasada dormida que acechaba sus sueños.
Sin embargo, la sombra de Zoastria no aparecía tan sólida como la del doble de Arilyn. Era un ente fantasmal, sin sustancia…, en absoluto una figura heroica que pudiese conducir a los elfos a una victoria.
—¿Qué quieres de mí, semielfa, y por qué blandes la espada de Zoastria? —inquirió la sombra elfa en un tono de voz que Arilyn conocía demasiado bien. No esperaba encontrarse un tono semejante de desprecio en una antepasada suya, pero tampoco estaba dispuesta a ceder.
Arilyn hinchó el pecho y escudriñó la difusa imagen.
—Eres Zoastria, y portaste la espada antes que yo. ¿Eres también la elfa de la luna conocida con el nombre de Soora Thea?
—Una vez lo fui, porque así me llamaban los habitantes del bosque, ya que no eran capaces de dominar el lenguaje de Siempre Unidos.
—De nuevo eres necesaria —repuso Arilyn con voz suave—. Tus descendientes precisan el regreso de su heroína.
Pero la imagen de Zoastria sacudió la cabeza.
—Conoces tan pocas cosas de la espada que empuñas… No puedo hacerlo; sólo soy capaz de aparecer tal como me ves tú ahora. De todos los poderes de la espada, la capacidad para invocar la esencia de la sombra elfa es la más débil. Deberías saber eso, para pesar tuyo —añadió, punzante.
Arilyn sintió que le ardían las mejillas, pero no respondió. Mientras le quedara un atisbo de aliento, se sentiría afligida por el uso malévolo de su sombra elfa que había hecho su antiguo amigo y mentor. El elfo dorado Kymil Nimesin le había arrebatado el control de la sombra elfa de la espada y había convertido su destino, y por tanto también el de Arilyn, en el de una asesina.
—¿Por qué no? ¿Por qué eres distinta de las demás? —inquirió la semielfa.
—Porque a diferencia de la mayoría de los guerreros elfos de la luna, yo no llegué a morir —explicó Zoastria—. Es posible hacer que pase la espada a un heredero sin llegar a probar la muerte. No es una elección hecha a la ligera, pero yo prometí regresar y he ahí el resultado. Estoy segura de que habrás oído leyendas de otros personajes que optaron también por seguir este camino.
La semielfa asintió. Desde las islas Moonshae a Rashemen se transmitían historias de héroes durmientes que prometían regresar en momentos de gran precariedad, y ahora comprendía por qué todas esas historias tenían en común una espada antigua y mística.
—Sin embargo, existe un modo de que pueda honrar mi promesa —prosiguió Zoastria—. La sombra elfa y su dueña deben volver a ser otra vez, pero eso no es posible porque el que fue mi cuerpo reposa en la cámara de un hombre rico. Une las dos, y podré estar tan viva como siempre.
La semielfa asintió con lentitud.
—¿Es ése tu deseo?
—¿Qué pregunta es ésa? ¿No sería mejor preguntar si es ése mi deber? Si no existe alternativa, invócame. Acudiré.
Y, sin más, la fantasmal imagen se desvaneció y regresó al interior de la espada. Junto con ella desapareció también la propia sombra de Arilyn.
La semielfa volvió a envainar la espada y reflexionó sobre lo que había oído. Recuperar el cuerpo adormecido de Zoastria no sería tarea fácil y no podía intentarlo por ahora. Tal como le había aconsejado su antecesora, tenía que encontrar otro sistema.
Hasheth dejó el caballo en un establo público y se dirigió a pie hacia la zona de los muelles de Puerto Kir. La zona portuaria no era de las más seguras, ni siquiera a plena luz del día, pero Hasheth caminaba solo con total confianza. ¿Acaso no había pasado una temporada con los asesinos de Espolón de Zazes? A pesar de que su aprendizaje había sido breve y desafortunado, había aprendido lo suficiente para ganarse un fajín de color arena, y aunque no tenía muescas en su espada para atestiguar las muertes que había podido infligir, era capaz de lanzar el puñal con fuerza y puntería.
También disponía de otra arma, una más afilada todavía, y cuyo filo era más incisivo cada día que pasaba. Hasheth no tenía dudas de que podía equiparar su destreza a la de cualquier otro personaje que pudiese asaltarle en los muelles de Puerto Kir.
El entorno se volvió cada vez más arrabalero a medida que se abría paso en dirección al mar. Las tiendas de reducidas dimensiones que ofrecían al transeúnte todo tipo de rarezas indescriptibles dieron paso a tabernas. Al poco, las avenidas de suelo de madera se fueron haciendo más y más estrechas y entre los listones se entreveían las aguas oscuras de la bahía del Dragón de Fuego que lamían la orilla. A medida que se aproximaba a su destino, la pestilencia a pescado se hizo casi inaguantable. En almacenes abiertos situados a ambos lados del muelle, hombres y mujeres se afanaban con la pesca del día, en apariencia ajenos a las pilas de moluscos, cabezas de camarón y tripas de pescado descartado que se apiñaban entre sus botas.
Hasheth se llevó una mano a la nariz mientras aceleraba el paso. Al final de aquel muelle se encontraba el astillero Berringer, punto de destino de sus pasos. Durante días había estado examinando los libros de cuentas de lord Hhune y demás documentos para extraer cuidadosamente pedazos de información y recabar sospechas, y al final había podido encontrar y descifrar varias pistas de un rompecabezas fabuloso que lo había conducido hasta aquel lugar. Lo único que le quedaba por hacer era averiguar el propósito de todo aquel montaje de Hhune, ¡y descubrir el modo de girar las tornas y que actuara en su propio beneficio!
El astillero Berringer era un lugar bullicioso y repleto de olores, en absoluto el tipo de lugar que esperaba encontrarse el joven. Consiguió introducirse por la puerta presentando una copia de las credenciales que Hhune había proporcionado a una de las muchas compañías mercantes que compraban barcos en su nombre.
Hasheth deambuló por todas partes, tomando nota de todo. Braceros contratados a docenas gruñían y sudaban mientras descargaban leños inmensos de barcazas de fondo plano en un ancho muelle, leños que luego cortaban a mano para convertir la parte externa en planchas y vigas y la parte interna esculpirla y pulirla para hacer fuertes y largos mástiles. Algunas planchas ya cortadas flotaban en una enorme tina de agua salada mezclada con algún mejunje indescifrable de olor infame. A otras ya pulidas se les había dado forma curvada para que adoptaran la silueta precisa cuando se endureciese la madera y se secase. Un barco a medio construir reposaba sobre dos grandes caballetes, y su aspecto asemejaba el de un esqueleto apuntalado, mientras que tres barcos más, ya acabados, permanecían en dique seco.
La calidad del trabajo era a todos los niveles adecuada, teniendo en cuenta los parámetros de gran categoría que se esperaban de los artesanos tethyrianos. Los barcos se veían elegantes y lustrosos, y prometían alcanzar grandes velocidades, pero eran los herrajes lo que encandilaba a Hasheth.
Se quedó de pie contemplando el trío de barcos, en los que varios herreros estaban añadiendo accesorios y armas. Iban a iniciar la navegación con un arsenal impresionante: ballestas y catapultas proporcionaban un gran poder ofensivo. Hileras de proyectiles con puntas de acero estaban allí dispuestas para cada ballesta y pilas de bolas apiladas en forma de racimo o bolas con pinchos envueltas en cadenas resultarían mortíferas cuando fuesen lanzadas desde la catapulta.
Aquélla era la respuesta que Hasheth había estado buscando. Aquellos tres barcos probablemente serían destinados a formar parte de una flota privada de navíos fuertemente armados que podían ser utilizados para escoltar naves mercantes a buen puerto a través de aguas infestadas de piratas, o que podían usarse para obstaculizar la salida de una bahía.
Hasheth habría aplaudido ante cualquiera de los dos usos que se les diera. Como cabeza de la Cofradía Marítima, lord Hhune tenía responsabilidades y, quizás, ambiciones mayores. Y él también. Era una lástima que uno de esos navíos tuviese que ser sacrificado, pero un hombre tiene que estar preparado para pagar un precio por su ambición. Y el hecho de que él estuviese utilizando monedas de otra persona, lo hacía todo mucho más simple.
Una vez encontrada respuesta a sus preguntas, el joven se apresuró a regresar a la posada donde tenía alquilada una habitación y extrajo de su bolsa una muda de ropa. El traje de color oscuro y buena calidad propio de un próspero mercader había sido confeccionado por el mismo sastre que hacía la ropa de lord Hhune, así como la de su fiel escriba, Achnib.
Hasheth se pegó un espeso bigote sobre el labio superior y se peinó el pelo hacia atrás con aceite aromatizado. Incluso se enfajó con varias piezas de ropa la cintura para imitar la incipiente barriga del escriba y embutió un poco de goma de resina entre los dientes y la pared interna de las mejillas para dar a su rostro un aspecto más relleno. Cuando lo tuvo todo listo, salió a hurtadillas de la posada y regresó a los muelles…, y a la oscura y peligrosa taberna que se encontraba al borde mismo de las negras aguas.
Aquel antro servía a sus propósitos de forma excepcional. En el desnudo rótulo que colgaba del exterior se leía el nombre de La Carrera, nombre que recibía el canal de vientos y aguas revueltas que desembocaba en la bahía del Dragón de Fuego. Los navíos que entraban en Puerto Kir llevaban izada la bandera pirata de las islas Nelanthers y algunos de sus tripulantes tenían arrogancia suficiente para bajar a tierra firme. Corrían rumores de que se reunían a beber en esa taberna.
Hasheth encontró una mesa solitaria en una esquina, junto a dos tipos con aspecto de duros; uno lucía una barba dividida en dos mechones gemelos y el otro iba más o menos afeitado. Un tabernero de cuerpo parecido a un barril de cerveza y ojos cautelosos se acercó a tomarle nota.
—Vino, por favor —pidió intentando imitar el tono de voz agudo y quejumbroso de Achnib. Luego, bajó el tono una o dos décimas—. También necesito pasaje para Lantan, si puede arreglarse.
Los hombres de la mesa siguiente intercambiaron una mirada y uno de ellos aposentó sus botas sobre la silla vacía que quedaba en la mesa de Hasheth.
—No he podido evitar oíros. Es posible que nosotros pudiésemos arreglaros eso.
Hasheth lanzó miradas sigilosas a derecha e izquierda y luego se inclinó hacia adelante.
—¿Desde Espolón de Zazes? Estaría muy agradecido si pudiese arreglarse, y rápido.
—Oh, bueno, desde Espolón de Zazes… —intervino el otro hombre con patente acento de sarcasmo—. Eso es la mitad de fácil. ¿Estáis seguro de que no deseáis salir desde Siempre Unidos, puestos a pedir?
—Tengo asuntos que atender en mi ciudad natal —repuso Hasheth, secamente—. Habré concluido en unos diez días y, una vez haya acabado, tendré que salir rápidamente. ¿Podría hacerse?
—Quizá sí, pero os costará. ¿Qué pensáis pagar?
—Os pagaré con información —repuso en voz baja y sigilosa—. Decidme qué cargamento os interesa, y os nombraré qué navío lo lleva, cuál es su ruta y con qué tripulación cuenta. El barco mercante estará escoltado por un navío, pero puedo encontrar el nombre del navío armado que se encargará y ayudaros a colocar en él a vuestros propios hombres. Si os apoderáis del barco escolta, la carabela y su carga serán también vuestros.
El primer pirata se hurgó los dientes con una uña sucia mientras meditaba sobre aquella posibilidad.
—¿Y cómo sabéis tantas cosas? ¿Cómo podemos estar seguros de que esa información que queréis suministrar vale más que monedas contantes y sonantes?
Hasheth cogió un pedazo de pergamino y un trozo de lápiz de carboncillo de la bolsa que llevaba atada a su abultado vientre y, tras garabatear un nombre y un título en la hoja, se lo pasó a los hombres. Los dos lo miraron y prorrumpieron en estridentes carcajadas.
—¿Por quién nos tomáis, por un par de clérigos? ¿Quién aprende a leer sino los clérigos ataviados con sandalias y los oficinistas de gordas posaderas? —intervino el pirata barbudo, pero aun así cogió el pergamino y se lo metió en el bolsillo, como había esperado Hasheth que hiciese.
—Me llamo Achnib —se presentó Hasheth con tanta dignidad como supuso que haría el hombre cuya identidad estaba suplantando—, y soy el escriba mayor de lord Hhune de Espolón de Zazes.
—Mmm. —La información pareció impresionar al pirata—. Pero ¿por qué diez días, exactamente?
—Mi señor está fuera por negocios. Me conviene desaparecer de la ciudad antes de su regreso.
El hombre chasqueó la lengua.
—Habéis sacado un pico, ¿no? Bien. Lantan es un buen lugar al que llevar dinero. Se puede conseguir un buen puñado en el tráfico de armas. Si os introducís pronto en el negocio, os haréis rico.
—Necesito pasaje, no consejo para hacer inversiones —replicó Hasheth en tono arrogante mientras empezaba a levantarse de la silla. ¿Queréis hacer negocios o tengo que acudir a otro lugar?
—Replegad un poco las velas, hombre —repuso el pirata barbudo con sequedad—. Deseáis ir a Lantan. Decidnos lo que sabéis y si nos interesa, quizá podamos llevaros allí.
Aquello era precisamente lo que Hasheth deseaba oír. Cuantas más preguntas sobre Achnib formulasen, mejor.
Cuando se hubo ultimado el acuerdo, un regocijado Hasheth hizo el camino de vuelta a la posada para deshacerse de la identidad que había tomado prestada. Sin embargo, no estaba tan abstraído con su éxito para no darse cuenta de los dos hombres que había agazapados en un muro lateral de una tienda. Ambos se pusieron en marcha tras él, considerando sin duda que aquel hombre bien vestido y obeso era un blanco cargado y fácil.
Hasheth torció el labio en mohín de desdén. Aquellos tipos no sabían ni siquiera cómo seguir a la presa de forma sigilosa…, la primera lección que se enseñaba a un aspirante a asesino. No aminoró el paso ni reaccionó hasta que empezó su ataque súbito y zarrapastroso; en ese momento, dio media vuelta y soltó con un rápido movimiento bajo su cuchillo de asesino. La hoja giró una sola vez antes de hundirse en el estómago de uno de los tipos con un ruido sordo, húmedo y carnoso.
El otro hombre carecía de la inteligencia o la rapidez de reflejos necesaria para detener su acometida, así que Hasheth lo dejó acercarse y, en el último momento, se hizo a un lado y extendió el antebrazo, con el codo flexionado hacia la cintura. El movimiento pilló al segundo tipo en mitad del cuerpo, y lo hizo precipitarse de bruces sobre el muelle de madera.
Antes de que el atónito tipo pudiese llegar a moverse, Hasheth se inclinó sobre él y extrajo un cuchillo herrumbroso y mísero de su cinturón. Luego, agarró un puñado del pelo grasiento del rufián y, echándole la cabeza hacia atrás, presionó el filo contra su garganta, y dudó.
El joven estaba encantado de que la destreza que había aprendido durante su entrenamiento le sirviera en las calles, pero era todavía joven y no había probado a matar a un hombre. Echó una ojeada a su primera víctima; notó las burbujas rojizas que se estaban formando en las comisuras de su boca abierta y supo que no podría resistir mucho más. No obstante, aquel segundo hombre estaba tumbado y fuera de combate. ¿Era realmente necesario matar dos veces?
Hasheth necesitó un solo instante para reflexionar. Iba vestido como Achnib, imitaba a un personaje demasiado obeso y lento para hacer lo que acababa de hacer, y si su hazaña se divulgaba, echaría por tierra todos los planes que con tanto cuidado había trazado aquella noche. La posibilidad era remota, pero existía, y eso era suficiente.
El joven hundió la daga profundamente y con rapidez, trazando un sesgo hacia atrás y en curva como le habían enseñado a hacer. La sangre salió a borbotones como si fuera un geiser, pero apenas una gota llegó a ensuciar las manos de Hasheth.
El joven se quedó de pie contemplando su obra. La temporada que había pasado en la Cofradía de Asesinos le había sido de utilidad, ni un asesino del rango del Fajín de Sombra habría podido hacerlo con mayor suavidad. Era lo que siempre habían dicho sus tutores reales, el conocimiento no era nunca en balde.
Hasheth se acercó los pasos que lo separaban del primer muerto y, tras recuperar la daga, la limpió con la ropa que llevaba el cadáver, aunque poco tenía de limpia aquella tela inmunda, y se la guardó en el cinto.
Más tarde, cuando estuvo de nuevo en la soledad de su habitación alquilada, hizo dos muescas sobre ella, la dos primeras de una lista que Hasheth esperaba que fuese numerosa.
Durante toda aquella noche y el día siguiente, Arilyn no pudo pensar en nada más que en su extraña conversación con la entidad mágica de su hoja de luna. Si los elfos tenían que luchar, y no estaban dispuestos a seguir a los líderes que tenían, ¿qué otra opción le quedaba que proporcionarles un líder a quien seguir? Por más que lo intentaba, no conseguía encontrar otra solución.
Sin embargo, algo en el ambiente de Árboles Altos actuaba como un bálsamo para sus atribulados pensamientos. Cada día era más prolongado que el anterior porque se aproximada el momento que marcaba el solsticio de verano. La mitad del verano era una fecha marcada por la celebración de todos los elfos, pero Arilyn nunca había presenciado tan alborozada expectación como en la aldea elfa.
El crepúsculo de la víspera del solsticio transcurrió suavemente, envolviendo el ambiente con una profunda luz verde dorada, y con él llegaron muchas criaturas del bosque para celebrarlo con la tribu elfa. Había faunos, diminutas criaturas sobrenaturales de cabellos pajizos, cuerpos peludos y patas delicadas acabadas en pezuñas con hendidura en medio; sátiros, parientes más irreverentes y de mayor tamaño que los faunos, cargados de aguamiel y licores; unos cuantos centauros, de temple severo y digno incluso en su temporada de mayor alborozo, trajeron regalos y fruta y flores para sus anfitriones elfos. Había también duendes y hadas y otras criaturas sobrenaturales de las cuales Arilyn no conocía ni el nombre. Y había otros que parecían estar allí un momento, y desaparecían al instante siguiente, y supuso que en mitad del verano los muros entre los distintos mundos eran tan difusos que incluso una semielfa era capaz de captar retazos de lo que sucedía al otro lado del velo.
Todos se unían para los festejos y para compartir el aguamiel del verano, un maravilloso vino de miel destilado de flores y de frutas. Ningún elfo verde mantenía colmenas de abejas, pero se dedicaban a recolectar el néctar que encontraban en los huecos de los árboles, y añadían después esencia de frambuesa silvestre y magia elfa. El resultado era un vino muy elaborado, que Arilyn se habría atrevido a catalogar entre los mejores vinos elfos que había probado nunca.
Como momento álgido de las celebraciones, a medida que los elfos se iban poniendo más y más alegres y antes de que los sátiros se rindieran a sus impulsos, se pronunciaron y se entonaron oraciones no sólo al Seldarine, dios del bosque venerado por los elfos, sino también a los dioses de sus visitantes.
Al final empezó la música: una tonadilla alegre de flauta que era la invitación tradicional al baile. A medida que se iban uniendo a la melodía los festejantes, se añadían otros instrumentos: flautines, campanillas y tambores.
Durante un buen rato Arilyn se dedicó a observar. En los días previos a la muerte de su madre, había asistido a festivales del solsticio de verano en Siempre Unidos, pero era demasiado joven para participar en ellos, y además no siempre era bien recibida en las celebraciones. Entre los elfos había en aquellas ocasiones armónicos sutiles y sagrados que ninguna otra raza podía compartir y, no obstante, era precisamente la música lo que hacía acercarse a ella a los bailarines.
Arilyn no había comprendido nunca en su totalidad la fascinación mística que sentía el pueblo elfo por la danza, ni tampoco ella poseía demasiada destreza, aunque por insistencia de Ala de Halcón, su protegida convertida en mentor, se había puesto un vestido de transparencias verdoso apto para bailar toda una noche cálida de verano. Era con diferencia el atuendo más maravilloso que había llevado nunca Arilyn. Suave como una gasa, lo suficientemente ligero para flotar a su alrededor cuando se movía, era capaz de captar el tono verde y nítido de un día perfecto de verano. Era también el vestido más escaso que nunca se había puesto: la falda era corta, y los brazos y las piernas quedaban al desnudo para poder bailar. A insistencia de Ala de Halcón, Arilyn se había puesto una diadema de diminutas flores blancas en el pelo y llevaba los pies descalzos. Por extraño que pareciese, todos los elfos iban vestidos de forma similar; no existían las pieles de ciervo aquella noche, ni los ornamentos de huesos o de plumas. Parecía que los habitantes de Tethir hubiesen dado un salto por una noche a un tiempo mucho más ancestral.
Ala de Halcón se había unido ya a la danza, luciendo con orgullo la esmeralda que Arilyn le había regalado como obsequio del solsticio de verano. La mayoría de los regalos que se intercambiaban eran simples frutas o flores, pero el recuerdo del regocijo que había brillado en los ojos de la muchacha al ver el obsequio todavía reconfortaba a Arilyn. Le preocupaba aquella niña; Ala de Halcón era demasiado joven para odiar con tanta pasión y matar con semejante facilidad. Era bueno ver cómo la muchacha revoloteaba en brazos de Tamsin, riendo con tanta alegría como si en verdad fuera la muchacha despreocupada que habría tenido que ser. Aquella visión bien valía la esmeralda…, otro de los costosos recuerdos de Danilo, y al ver el alborozo de Ala de Halcón, dudaba que Danilo hubiese desaprobado el uso que había hecho ella de su regalo.
La niña captó la mirada de Arilyn y su diminuto rostro se iluminó con una sonrisa. Con las manos extendidas, se acercó corriendo a la elfa de la luna y la introdujo en la danza. Empezaba el círculo, la danza final que iba a significar la celebración del solsticio. Arilyn se dejó llevar por los demás, sin preocuparse de que sus pasos no fueran tan ligeros o sabios como los de aquellas criaturas sobrenaturales. Algo en aquel tipo de festividades hacía que ciertas cosas carecieran de importancia.
Arilyn permitió que la arrastraran la paz y el gozo que la danza del círculo tejía alrededor de todos ellos, consciente de que aquélla iba a ser la última parte de los festejos en los que iba a tomar parte.
Entre los elfos era costumbre que en mitad del verano se celebrasen las bodas y se reunieran los amantes. Los niños nacidos en esa fecha eran considerados una bendición especial de los dioses e incluso aquellos elfos que no tenían un compañero especial buscaban a un amigo con quien compartir la magia del solsticio de verano.
Era casi imposible no hacerlo. Así como los ciclos de la luna controlan las mareas, la inexorable rueda del año los arrastraba a todos a un ambiente de celebración. Los faunos se perdían entre las sombras, de dos en dos. Duendes y hadas revoloteaban juntos como luciérnagas gemelas, en aquel tiempo sagrado, cada una a lo suyo.
Arilyn se fue apartando lentamente del círculo, reticente a abandonar aquella extraña y maravillosa comunión que había experimentado aquella noche. Un ligero tacto en su hombro desnudo le hizo darse la vuelta sobresaltada, con la mano en la empuñadura de la espada que estaba comprometida a llevar incluso en una noche como aquélla.
Se encontró en brazos de Foxfire, quien no dijo nada, aunque sus ojos eran oscuros y lucían un tono de indiscutible invitación.
El instinto y el hábito la hicieron reaccionar; se puso rígida y dio un paso atrás.
Foxfire apoyó una mano en su espalda, obstaculizándole la retirada.
—La noche es breve —musitó en voz baja, la frase tradicional que se intercambiaban amantes y compañeros que compartían la magia del solsticio de verano.
A Arilyn se le hizo un nudo en la garganta mientras hacía mella en ella el impacto completo de la invitación del elfo. A los ojos de Foxfire, ella era merecedora de la mayor de las celebraciones elfas, que no se cumplía sólo para satisfacer el deseo sino como una unión sagrada con la tierra. Nunca había podido soñar con encontrar en el mundo elfo una aceptación semejante…, nunca la había creído posible. La tentación de ser lo que él creía que era fue demasiado grande para que pudiera soportarla una semielfa solitaria como ella.
Por primera vez en toda su vida, se dejó llevar.
—La noche es breve —accedió.
Korrigash y Hurón contemplaron cómo sus líderes de guerra se fundían entre las sombras, juntos.
—No es justo —musitó el varón, con expresión turbada—. ¿No estabais prometidos, tú y Foxfire?
—Por muchos años —convino Hurón, con una mirada indescifrable en sus ojos negros—, pero ¿qué importa? Mientras ese par ganen batallas, no me importa lo que hagan.
—Pero Foxfire es amigo mío, y eso que hace lo pone en peligro a él mismo.
—¿Por qué? —replicó Hurón, cortante. Durante muchos días se había mantenido ojo avizor con la semielfa. Según todas las apariencias, las acciones de Arilyn seguían el curso que ella misma pregonaba, pero no podía librarse por completo del temor de que Arilyn cayese de nuevo en el papel que había representado con tanta destreza entre los humanos y le parecía posible que, una vez a solas, la hoja de la asesina se hundiese en el corazón de Foxfire.
No obstante, Korrigash no compartía aquella preocupación.
—Para bien o para mal, se forman lazos entre un varón y una hembra, y eso es más cierto que nunca en mitad del verano. El Pueblo sigue ahora a Foxfire, pero tal vez deje de hacerlo si se compromete estrechamente con una elfa de la luna.
—Y si dejan de seguir a Foxfire, tú estarás al mando —corroboró Hurón con calma, reconfortada por las palabras del cazador—. Dejemos que las cosas sigan su curso. Pero ahora ven —añadió, en un brusco cambio de humor—. La noche es breve.
—Pero tú estás comprometida con Foxfire —protestó Korrigash. Se notaba a las claras que se sentía a la vez turbado e intrigado por su sugerencia.
—Él está de todas formas comprometido —señaló la hembra—. Considera que estás haciendo prácticas, en caso de que tengas que suplantarlo en algún otro asunto.
El cazador hizo asomo de protestar, pero las palabras le salieron vacilantes y, al final, cesó de hablar. La magia del solsticio de verano se había apoderado ya de él.
Foxfire alzó la vista para contemplar la espesa bóveda de vegetación del bosque y la luna del solsticio que se hundía en el cielo. Su luz pálida parecía suspendida en los miembros largos y blancos que todavía se entrelazaban con los suyos. Depositó un beso, suave como el ala de una mariposa, en los párpados cerrados de la semielfa dormida y se preguntó qué hacer a continuación.
Había tenido dudas con anterioridad, pero ahora tenía la certeza; tuviera lo que tuviera en su corazón y en su alma, la sangre de Arilyn era medio humana. Ningún elfo dormía como ella lo hacía.
Como jefe de guerra, Foxfire estaba comprometido a seguir las indicaciones de Rhothomir. Podía discutir con el Portavoz, y de hecho lo hacía más a menudo que cualquier otro elfo de la tribu, pero respetaba a aquel elfo de mayor edad pues le debía a él todo su conocimiento. Según las costumbres de la gente elfa, estaba obligado a contarle a él lo que sabía de la recién llegada, pero ¿cómo podía hacerlo, conociendo como conocía a Rhothomir? Para el Portavoz, todos los humanos eran enemigos, y los semielfos eran una obscenidad, una abominación. Probablemente ordenaría el sacrificio de Arilyn aunque no presentase una amenaza para la tribu. Y en esos momentos de trifulcas, ni la influencia de Foxfire ni las discusiones podrían salvarla.
¿Y la propia Arilyn? ¿Cómo reaccionaría si supiese que su secreto había sido desvelado? En este caso, tampoco le quedaban a Foxfire demasiadas dudas del resultado. Huiría del bosque, y eso no podría soportarlo. No, no tenía que enterarse de que la había pillado dormida.
Pero ¿cómo podía hacerlo? Foxfire no sabía lo que era el sueño…, tal vez un estado parecido al ensueño, un estado en el que se entraba con lentitud y que tenía varias fases. Había caído en él apenas unos minutos antes. Tal vez podría ayudarla a despertar y utilizar su propia y sorprendente inocencia como un aliado. Ella no estaba familiarizada con sus propias respuestas y, aunque Foxfire se maravillase de que pudiese ser cierto, era posible que ella llegase a confundir un momento de sueño con la neblina lánguida y maravillosa que sucedía a su celebración en privado.
Con gran suavidad pero gesto firme, empezó a llevarla de regreso a la consciencia con mimo. Sus ojos del color del cielo se abrieron y lo observaron con cautela.
Foxfire sonrió.
—Acepto que los designios del Seldarine son un misterio, pero nunca entendí por qué la diosa del amor y de la belleza pertenece a los elfos de la luna. Ahora lo entiendo, porque en ti he visto su rostro.
No había falsedad alguna en sus palabras; de hecho lo sentía tal como lo había dicho, pero había un segundo mensaje entre líneas, y vio por el brillo de los ojos de Arilyn que lo había captado. La diosa Hanali Celanil era el compendio y la esencia de la hembra elfa. No habría podido expresar con mejores palabras cuán grande era su respeto por Arilyn como amante, o la aceptación de su persona como una elfa. Esperó fervientemente que ella oyera sólo el halago de sus palabras, y no la mentira.
Y así fue. Sus brazos blancos le rodearon el cuello y la magia del solsticio de verano empezó de nuevo para ellos.