12
Era difícil sorprender a un elfo en cualquier momento, y casi imposible pillar desprevenido a un elfo verde en su propia fortaleza arbórea. Sin embargo, los lytharis recibían también el nombre de «sombras de plata» y no sin motivo. Amparado en su forma lobuna, Ganamede se movía con tanta rapidez y silencio como el viento…, ni siquiera las hojas crujían a su paso. Y Arilyn, que cabalgaba a horcajadas sobre su lomo con los brazos entrelazados con firmeza alrededor de su grueso cuello plateado, creyó saber por qué eso era una realidad: los lytharis caminaban entre dos mundos, incluso cuando sus pies se aposentaban sobre el sólido terreno de Toril.
Alcanzaron los límites del asentamiento de Árboles Altos a última hora de aquel día y no tuvieron dificultad alguna para saltarse las protecciones que envolvían al pueblo elfo. Ganamede le había contado que el bosque tenía extrañas propiedades mágicas que distorsionaban los sentidos de los extraños. Arilyn podía mantener el rumbo con tanta seguridad como cualquier guardabosques, pero incluso ella se sintió extrañamente desorientada a medida que se acercaban a la aldea escondida.
No era ésa la única barrera mágica que había. Dríadas gemelas, hermosas criaturas silvestres que no eran ni humanas ni elfas, los controlaban desde detrás de unas hayas. Cualquier macho que osara deambular cerca de esa guarida tendría la imagen de hermosas y maravillosas dríadas riéndose mientras se tapaban con manos blancas como último recuerdo de esa parte del bosque de Tethir. El hombre que caía bajo el embrujo de una dríada solía despertarse, confuso y completamente perdido, bajo algún árbol que no le resultaba familiar. Cuando por fin conseguía regresar a algún territorio conocido, siempre descubría que había transcurrido más de un año sin que lo sucedido en ese período hubiese dejado ninguna huella en su memoria. Las dríadas tejían una tela de araña muy fina, aunque muy poderosa.
Más allá del bosque de las dríadas, ni siquiera el silencioso Ganamede podía evitar ser detectado. Guerreros elfos de aguzada vista custodiaban los alrededores del bosque y otros centinelas, los pájaros y ardillas que parloteaban y poblaban los árboles, transmitían señales de aviso que eran captadas y tenidas en cuenta por los habitantes elfos. Arilyn percibió los cambios sutiles en el canto de los pájaros silvestres que sin duda anunciaban su llegada.
—Saben que estamos aquí. Podrías bajarme —comentó, y el lythari se detuvo. Arilyn bajó de su lomo y se puso de pie, antes de recomponerse la cota de malla, ajustarse el cinturón y alzar los hombros para enfrentarse a la prueba que tenía ante ella.
Alzando la barbilla para asemejar una orgullosa cortesana elfa, Arilyn situó una mano en el pálido lomo plateado del lythari.
—Vamos —murmuró—. Todo irá bien, pero si las cosas se ponen hostiles, te quiero fuera de aquí con la rapidez con que huiría una pulga de un tritón en llamas.
Ganamede le dirigió una mirada de exasperación y en sus ojos azules quedaba patente lo que pensaba de la figura que había elegido para expresarse.
El rostro de Arilyn se iluminó con una maliciosa sonrisa, que consiguió disipar parte de la tensión.
—Qué oportuno por mi parte hablar de pulgas —musitó burlona—; casi tanto como mencionarle la acidez de estómago a un dragón.
—¿Te parece ya bastante? —inquirió el lythari—. ¿O prefieres ahondar en el insulto rascándome detrás de las orejas?
Los hombros de Arilyn se agitaron cuando soltó una risa breve y silenciosa.
—Quería decir lo que he dicho —repitió, súbitamente seria—. Vete a la mínima señal de peligro.
—¿Y tú?
—¿Qué? Si me abaten, intenta reclamar mi espada más adelante. Sé que esto es pedir mucho de ti, pero si tuvieras que pedir algo de los elfos del bosque, probablemente te lo darían. No te lo pediría, pero la mía es una hoja hereditaria y su magia perdurará siempre que sea necesario y haya un descendiente digno de empuñarla. En cuanto haya cumplido su cometido, se quedará adormecida.
«Y hasta ese día…, y quizá por más tiempo —añadió Arilyn en silencio—, ¡mi espíritu estará aprisionado ahí dentro!».
—Una espada hereditaria. ¿Tienes hijos? —preguntó Ganamede.
Era una pregunta lógica, pero pilló por sorpresa a Arilyn como un puñetazo en el estómago. Nunca había tenido en cuenta ese aspecto en particular de las exigencias de la hoja de luna, porque nunca había pensado en la posibilidad de tener hijos propios. Arilyn conocía demasiado bien la ambigüedad que definía la existencia de un semielfo, y no deseaba transmitir esa herencia a otra persona, aparte de que ninguno de sus hijos podría ser candidato a heredar la hoja de luna. Por lo que ella sabía, ella era la única propietaria de una hoja de luna en toda la historia de aquellas espadas antiguas que no era de raza elfa de la luna pura. Ni siquiera se tenía constancia de que otro miembro de pura raza de otras variedades de elfos, como los elfos dorados, o los verdes, o los del mar, hubiese blandido nunca una espada semejante y hubiese vivido para contarlo. ¿Qué posibilidades tenía una descendiente suya de pasar el tácito examen de la espada? Y sabiendo lo que sabía de la naturaleza de la sombra elfa, ¿cómo sería capaz de pasar una condena semejante a un descendiente suyo? Muerte instantánea o servidumbre eterna. No era un buen legado.
Incluso en el caso de que su heredera reclamara la espada y fracasase, la muerte no le proporcionaría la libertad. La hoja de luna que portaba pertenecía al clan de los Flor de Luna y la línea no iba a desaparecer con Arilyn. ¡Sólo los dioses sabían cuántos tíos, tías y primos reales desconocidos tenía ella en el lejano Siempre Unidos!
Lo cual le hacía pensar en otro aspecto inquietante: como no tenía hijos propios, tendría que nombrar a su heredero entre los familiares de su madre. Por primera vez, se le ocurrió que los lazos entre ella y la familia de su madre eran mucho más complejos que los lazos de sangre habituales.
—Lamruil —balbució, recordando el nombre de las historias que antaño le contara su madre—. Príncipe Lamruil de Siempre Unidos, hijo menor de Amlaruil y hermano de mi madre. Lo nombro a él heredero de la espada. Existen «pasos hacia la puerta» en Siempre Unidos. Si fracaso, asegúrate de llevarle la hoja de luna.
Ganamede alzó la mirada hacia ella y la contempló a través de sus rasgos lobunos con una absoluta adoración elfa.
—¿Corre por tus venas sangre de Amlaruil? ¿Por qué nunca me habías hablado de ello?
«Ni siquiera el lythari es inmune al poder de la reina», pensó Arilyn con amargura. ¿Qué tenía Amlaruil que inspirara en los demás semejante reverencia?
—Tal vez no me guste presumir —comentó, escueta—. Pero, vamos…, saben que estamos aquí y probablemente se estarán preguntando qué nos retrasa.
Caminaron juntos un centenar de pasos. Ganamede se detuvo de improviso y sin razón aparente para Arilyn.
—Mira arriba —le comentó.
Arilyn alzó la mirada y se encontró en mitad de lo que parecía ser un próspero asentamiento. La aldea elfa era una maravilla. Se habían construido pequeñas viviendas en lo alto de los árboles, conectadas entre ellas por puentes colgantes. El asentamiento se fundía de una forma tan insólita con el bosque que nadie era capaz de verlos a menos que se situara en mitad de él y alzara la vista hacia arriba, lo cual, si no se disponía de una escolta de lytharis, era algo tan inusitado que ocurriera en el curso natural de las cosas como que un troll comiese ensalada.
Así que aquello era Árboles Altos. Aun así, no había señales de habitantes.
—¿Dónde están? —preguntó en voz baja.
—En todas partes. Léeles la proclama de la reina —la instó.
Pero la semielfa sacudió la cabeza. Ése era el plan de Amlaruil, y según los cálculos de Arilyn, tenía pocas probabilidades de éxito. La oferta de la Retirada era un último recurso. Deseaba ganarse su libertad de forma justa, y pensaba hacer las cosas a su manera.
—Pueblo de Árboles Altos —proclamó en voz alta y resonante, utilizando el lenguaje Común elfo—. Acudo a vosotros en nombre de Amlaruil, dama de Siempre Unidos, Reina de la Isla Elfa. ¿Escucharéis a una embajadora de la reina?
No hubo ruido alguno que anunciara su llegada, pero de repente el bosque que la rodeaba se llenó de precavidos elfos de piel cobriza. Imposible saber dónde habían estado hasta aquel momento, y eso que ella se consideraba experta en avanzar con sigilo, pero aquella gente formaba parte del bosque y parecía fundirse en él.
Sus vestimentas eran sencillas y escasas, y estaban fabricadas casi sin excepción con productos procedentes del bosque: pieles teñidas, telas bastas de lino silvestre batido y cosido, adornos de plumas y cuentas, pero no había nada primitivo ni tosco en aquellos elfos verdes. Eran un pueblo centenario con costumbres centenarias. Observaban a Arilyn con curiosidad distante y discreta pero la mayoría contemplaba a Ganamede con un respeto que rayaba la idolatría. Era probable que muchos de ellos fuese la primera vez que ponían los ojos sobre una de las famosas y esquivas sombras de plata y sospechaba Arilyn que aquel encuentro sería sin duda una historia que pasaría de padres a hijos.
Un macho de considerable altura, cuyas facciones resultaron extrañamente familiares para Arilyn, dio un paso al frente con la dignidad de un ciervo. Como la mayoría de los elfos verdes, llevaba poca vestimenta, la piel rubicunda pintada con curvos dibujos en tonos verdes y marrones, y el cabello, largo y castaño oscuro, recogido por detrás en una trenza.
—Soy Rhothomir, Portavoz de la tribu de Árboles Altos. Por respeto al noble lythari que ha tenido a bien traeros aquí, escucharemos las palabras de Amlaruil de Siempre Unidos.
Escuchar. Por respeto al lythari.
No era con exactitud un recibimiento, pero en verdad Arilyn se sintió perversamente satisfecha en su interior por la insólita falta de entusiasmo que aquel macho mostraba por la reina elfa.
Ahora, no obstante, llegaba la parte complicada. El protocolo exigía que ella diese su nombre, su clan y sus credenciales, pero como se quedaba lamentablemente corta en las tres cosas, presentaría lo que tuviese, seguiría al jefe elfo y esperaría lo mejor.
Arilyn estiró su hoja de luna, la alzó para trazar en el aire un saludo elfo formal y puso una rodilla en tierra ante el Portavoz.
—Soy Arilyn Hojaluna, hija de Z’beryl del clan Flor de Luna —se presentó, utilizando el nombre que había adoptado su madre en el exilio—. Como rapsoda de la espada, he abandonado los lazos del clan para adoptar el nombre de la espada antigua y mágica que llevo. Han llegado a Siempre Unidos informaciones sobre vuestros problemas y en nombre de la reina Amlaruil ofrezco mi espada y mi vida en defensa de vuestra tribu.
Con esas palabras, depositó la hoja de luna a los pies del elfo verde.
Durante largo rato, Rhothomir la contempló en silencio.
—¿La reina de Siempre Unidos nos envía una sola guerrera?
—¿Cuál habría sido vuestra respuesta si os hubiese enviado mil? —replicó Arilyn—. ¿Qué beneficio obtendríais con un ejército de tantos pies que os abriese un sendero lo suficientemente ancho en el bosque para que vuestros enemigos llegasen hasta la puerta misma de vuestro hogar? Con la ayuda de mi amigo, Ganamede, de la tribu Manto Gris, he dejado una huella que nadie puede seguir.
Se produjo otro instante de silencio.
—Camináis sigilosa, para ser una n’telque’tethira —admitió a regañadientes, utilizando la palabra elfa cuyo significado aproximado era «habitante de ciudad». Consideró el asunto durante un lapso bastante largo y luego se volvió.
—Coged vuestra espada y abandonad este lugar tan silenciosamente como habéis venido. No la necesitamos, ni tampoco a vos.
—No.
Un ahogado murmullo de asombro recorrió la asamblea de elfos. En apariencia, era un acontecimiento poco usual que alguien desafiara de forma tan notoria la autoridad del Portavoz.
Una hembra elfa se situó junto a Rhothomir, con los ojos negros fijos en Arilyn y el paciente lythari.
—No los hagas partir. Piensa, Hermano. Si las sombras de plata lucharan con nosotros, ¡con qué rapidez podríamos negociar con esos humanos que saquean nuestro bosque!
Arilyn abrió los ojos de par en par. Nunca había oído aquella voz y, sin embargo, la conocía. Pertenecía a una hembra asesina que hablaba siempre en susurros, una que utilizaba maquillaje para empañar el lustre de su piel y para transformar sus facciones elfas en las de una belleza humana de ojos almendrados y facciones orientales. El turbante de seda había ocultado hasta ahora unas orejas tan puntiagudas como las de un zorro, así como una reluciente cabellera castaña que ahora llevaba recogida en una única trenza. Si todavía le hubiesen quedado dudas a Arilyn sobre la identidad doble de aquella mujer elfa, se le hubiesen disipado de inmediato al ver el tatuaje de su hombro desnudo: la silueta estilizada y esbelta de un hurón en actitud de caza.
La Arpista también captó el significado asimismo dual de las palabras de la mujer elfa: gentes de sangre humana estaban saqueando el bosque elfo, pero ante la posibilidad de una alianza con los lytharis, Hurón estaba dispuesta a aceptar la presencia de Arilyn y su secreto. Porque si la elfa revelase la verdadera naturaleza de Arilyn, el príncipe Lamruil se convertiría de inmediato en heredero de la hoja de luna. El carácter sagrado de Árboles Altos, aunque se veía honrado por la presencia de un lythari, se vería totalmente profanado y puesto en peligro ante la llegada de una semielfa. Incluso podían llegar a atacar al propio lythari que la había traído, considerándolo un traidor a la raza elfa. Fuera cual fuese el resultado de este encuentro, Arilyn se prometió que pondría todo su empeño en conseguir que Ganamede escapara sano y salvo.
Como Arilyn estaba todavía apoyada sobre una rodilla, su mirada quedaba a la altura de los ojos del lobo, así que se volvió para clavar la vista en Ganamede.
—Portavoz Rhothomir, escuchad el consejo de vuestra hermana. He pedido al lythari de la tribu Manto Gris que acuda en vuestra ayuda —manifestó, suplicándole con los ojos a su amigo que le siguiera la corriente—. El noble Ganamede se marchará ahora para reunir el consejo de su tribu y decidir cuál es el mejor curso de acción.
El lythari le dirigió una mirada inquisitiva y ella respondió con una fugaz sonrisa y un gesto para darle la seguridad de que todo iría bien.
Al cabo de un momento, Ganamede inclinó la cabeza.
—Se lo preguntaré —musitó con suavidad, pero en sus ojos se reflejaba una total confusión. Dio media vuelta y se desvaneció en silencio en el bosque.
Arilyn exhaló un suspiro largo y silencioso de alivio. Odiaba defraudar a su amigo, pero por fortuna Ganamede parecía haber comprendido su causa. Se sentiría decepcionado porque parecía que ella no comprendía la naturaleza de la raza de lytharis, pero aun así estaba dispuesto a hacer lo que ella le pedía, aunque conocía de antemano la respuesta de su gente. Era mejor esto que dejar que él supiera cuán frágil era su propia posición.
En cuanto Ganamede estuvo fuera de su alcance, Arilyn alargó la mano para coger su espada y se levantó para fijar la mirada en los tranquilos ojos de Hurón. Si existía alguna esperanza para forjar una unión con los elfos verdes, en ella recaía.
—Puedo ofreceros más que una posible alianza con los lytharis. La mayoría de vosotros habéis luchado contra humanos. Yo también. Conozco su estilo, su mundo, sus tácticas.
—Hay algo de verdad en lo que decís —admitió Rhothomir mientras se volvía hacia su hermana—. Tú eres la guardiana de las tradiciones; tienes más conocimiento de los humanos que ninguno de nosotros, así como de los elfos que viven más allá de los límites del bosque. ¿Qué opinas?
—Deseo hablar con ella a solas —pidió Hurón—. Hay cosas que necesitamos saber de ella y de la espada que porta. Todos hemos oído historias de este tipo de espadas y es posible que esa hoja de luna haya sido forjada para semejante tarea.
—Existe un gran riesgo en el hecho de aceptar extranjeros —intervino el Portavoz.
—Y sopesaremos los riesgos así como los beneficios. Dejadme hablar con esta…, elfa de la luna, y dejadme juzgar si lo que ofrece vale la pena.
Tras deliberar un momento, Rhothomir accedió. Hurón se acercó a un roble robusto y agarró una de las enredaderas que rodeaban su tronco. Desenrolló una larga escala que conducía a una de las viviendas situadas sobre los árboles e indicó con un ademán impaciente y diestro a Arilyn para que ascendiera por ella.
Con Hurón pisándole los talones, la semielfa inició la ascensión hacia los árboles. La vivienda era pequeña y escasamente amueblada: una piel de oso hacía las veces de cama, los efectos personales se alineaban en una serie de tarros y unas pocas prendas de ropa colgaban de varios ganchos en la pared. La elfa hizo un ademán a Arilyn para que tomara asiento en la piel de oso y ella se sentó en el suelo, tan lejos de la semielfa como le permitía el espacio.
—¿Cómo conoces a un sombra de plata? —preguntó Hurón.
—Somos amigos de la infancia. Le salvé de caer en las fauces de una serpiente.
—¿En Tethir?
—No, en las colinas Manto Gris, un lugar situado a muchos días de viaje al norte de aquí. La tribu de Ganamede adoptó su nombre de esos montes… o tal vez al revés. Los lytharis son capaces de recorrer grandes distancias de un modo que parece mágico, incluso para un elfo —añadió Arilyn, anticipándose a la siguiente pregunta de la elfa.
Hurón desvió la vista hacia la espada que llevaba Arilyn colgada del cinto.
—¿Cómo puede ser que portes una espada de ésas? ¡Está viva…, la vi brillar por efecto de la magia cuando luchaste en la habitación del Arpista!
—Sí, aquello fue una escena de muerte de lo más convincente —convino Arilyn, irónica—. En cuanto a la espada, llegó a mí del mismo modo que llega a todo aquel candidato a blandirla. La heredé de mi madre, Z’beryl.
—Pero ¿cómo puede ser? ¡Las hojas de luna jamás actúan a favor del maligno!
—Ni ésta tampoco —repuso Arilyn—. No puede derramar sangre inocente. Si deseas que lo probemos en combate, será un placer mostrártelo.
El desafío se quedó flotando, pesado, en el silencio que siguió.
—¿Qué eres tú? —inquirió Hurón al final—. ¿Una asesina semielfa o una noble guerrera elfa?
—¿Y tú? —replicó Arilyn—. La última vez que te vi, erais tres contra uno y estabas a puntó de matar a un buen hombre para conseguir un puñado de monedas de oro.
Hurón se inclinó hacia adelante.
—¿Conoces al Arpista? ¿Dónde está?
—Más allá de tu alcance —repuso Arilyn con frialdad.
La mujer elfa contempló a Arilyn con expresión meditabunda durante varios segundos; luego, una sonrisa lenta y burlona le transformó la expresión.
—Bueno, bueno, la semihumana no es un pez tan frío como aparenta. Ese Arpista, ese humano, ¿qué significa para ti?
—No entiendo que eso pueda interesarte.
—Pues sí, resulta que el Pueblo tiene una misión apropiada para un sabueso como ese Arpista. Incluso aunque pudiésemos acosar a los humanos hasta expulsarlos del bosque, ¿qué les impediría regresar? No, hay que hacer un trabajo más profundo. La tribu necesita a alguien que pueda olfatear su rastro y seguirlo hasta su origen.
—¿Y eso es lo que tú esperabas hacer en Espolón de Zazes? ¿Asesinando a hombres de negocios rivales o a cortesanas infieles de todo aquel hombre que pudiese pagar tus servicios?
La mirada de Hurón siguió impertérrita.
—Ésos, y otros de mi elección —repuso con sinceridad—. Trabajé por mi cuenta y en nombre de mi Pueblo. Maté a aquéllos que pensaba que eran enemigos.
Las dos mujeres se contemplaron durante largo rato.
—He de admitir que hay algo convincente en lo que dices —confesó Arilyn—. Aquí hay muchas cosas en juego que deben comprenderse. Si Danilo no se hubiese visto forzado a abandonar Espolón de Zazes, él y yo habríamos podido trabajar juntos…, él entre los humanos, yo con el Pueblo. Encontraré una ruta que me lleve al origen de los conflictos de Tethir, pero parte de la respuesta debe encontrarse en el bosque.
—Así que tú también eres Arpista —comentó Hurón, pensativa—. Eso explicaría muchas cosas. ¿Crees que lo que se rumorea del Pueblo es cierto? —inquirió tras cambiar súbitamente de tono.
—Lo averiguaré —repuso Arilyn con calma—. Puede que tu gente haya recibido provocaciones de sobra para esto y para todo lo demás que haya hecho, pero también tienes que admitir que esos ataques, sean verdaderos o fingidos, sólo pueden aportar más conflictos al bosque de los elfos.
La hembra levantó una mano para silenciar la enojada réplica que Hurón tenía preparada.
—Has hablado de expulsar a los invasores humanos del bosque. También tengo que informarme sobre eso. Sería un primer paso: detenerlos y luego seguir su rastro hasta donde nos lleve. Si hay una conspiración contra los elfos, los implicados deberán rendir cuentas.
Hurón meditó sus palabras.
—Si eres Arpista, ¿por qué te has presentado como embajadora de Siempre Unidos?
Arilyn cogió la copia de la proclama de la reina de su bolsa y la desplegó en el suelo frente a la elfa verde. Hurón levantó el pergamino y lo leyó con lentitud.
—¿La reina de Siempre Unidos cree que aceptaremos la Retirada? —preguntó, desdeñosa.
—Y los Arpistas creen que deberíais alcanzar un compromiso con los humanos de Tethyr —añadió Arilyn con el mismo sentimiento—. Sé que ninguna de las dos opciones es adecuada para los elfos del bosque, pero me veo en la obligación de actuar tanto en nombre de Amlaruil como de los Arpistas. Si me das una oportunidad, creo que puedo hacerlo mejor. Ya os he dicho cómo.
Hurón apartó a un lado el pronunciamiento real.
—Dime una cosa más —preguntó en tono despreocupado—. ¿Tienes idea de cómo reaccionarían los demás si se me ocurriera hablar de tu verdadera naturaleza?
—Ya he nombrado heredero para mi espada —repuso Arilyn con calma.
La respuesta consiguió arrancar una fugaz sonrisa del rostro de la elfa verde.
—Muy bien. Por ahora mantendré tu secreto. Haz lo que puedas, Arpista y semielfa, y piensa que, siempre que sea por el bien del Pueblo, lucharé a tu espalda.
Arilyn hizo un gesto de asentimiento para aceptar las palabras de Hurón… y la amenaza que había implícita en ellas. En cualquier momento, la asesina elfa podría traicionarla o, más probablemente, matarla.
Un ligero golpe de nudillos en la puerta abierta interrumpió cualquier respuesta que Arilyn pudiese haber dado. Las dos hembras se volvieron hacia el sonido. Una joven verde de reluciente pelo negro y ojos oscuros de expresión frenética se asomó.
—Te necesitan, Hurón —comentó con rapidez—. Traigo anuncio de batalla; es una calamidad. Los humanos han traído magia al bosque. Han capturado a muchos de los nuestros y nuestros guerreros están combatiendo cuerpo a cuerpo. La presión es asombrosa.
Hurón se puso de pie de un brinco y descolgó una aljaba de flechas negras de uno de los ganchos de la pared. Luego, cogió un puñado de flechas de uno de los tarros y se lo tendió a Arilyn, que también se había levantado del suelo.
—Tienes ocasión de demostrar tu valía al Pueblo, antes de lo que habías supuesto. Ten en cuenta que, para mí, un humano de más o de menos no tiene importancia —advirtió con frialdad.
—Comprendido —convino Arilyn mientras recogía las flechas y seguía a las ágiles elfas hasta el suelo del bosque.
Tal vez una cuarentena de elfos se habían congregado ya allí; el resto del poblado, los más jóvenes y los ancianos, se habían esfumado entre los árboles. Arilyn paseó la mirada por el grupo de guerreros, tomó buena nota de sus armas y de los ídolos que llevaban tatuados en los hombros. Esos tótems y guías espirituales decían mucho de la habilidad y el carácter elfo.
—Tengo varias espadas cortas forjadas al fuego y dagas en mis bolsas —ofreció—. Tú eres un cazador resistente, y tú, y esas dos hembras que hay allí —fue contando, mientras sacaba las armas y las lanzaba al suelo.
Los elfos que había mencionado lanzaron miradas interesadas a las armas, pero todos acabaron buscando con la mirada el beneplácito de Rhothomir.
—¿Qué sabéis de magia humana? —preguntó éste a Arilyn.
—Nada bueno.
La respuesta le había estallado en los labios antes de que pudiese considerar su impacto, pero consiguió arrancar una sonrisa divertida del rostro del dirigente elfo.
—¿Pero la habéis probado en muchas batallas?
—Sí, en muchas.
Rhothomir se volvió hacia los guerreros reunidos.
—Hurón ha tomado una decisión, y yo me uno a ella; la elfa de la luna dirigirá esta batalla. Coged vuestras armas.
Arilyn aceptó el mando con un escueto gesto de asentimiento, y luego se volvió hacia la mujer elfa de cabellos negros como el cuervo que había traído el anuncio de la batalla.
—¿A qué distancia?
—A dos horas de carrera, tal vez menos.
Y acto seguido se esfumó como un conejo en mitad de la espesura. Los demás echaron a correr tras ella sin echar siquiera una ojeada a su nuevo líder guerrero. No esperaba menos Arilyn. Había trabajado en solitario durante la mayor parte de su vida, pero había aprendido mucho observando a algunos de los mejores cabecillas que había conocido en el Norland, y podía concluir que en ocasiones lo mejor era cerrar la boca y seguir a los demás.
Y eso hizo ella. Echó a correr con tanta ligereza como cualquier otro elfo verde, hacia la que sospechaba que sería la primera de una larga lista de combates.