15
Kendel Hojaenrama se coló en la taberna del muelle conocida como La Garganta Polvorienta y se abrió paso entre la multitud de clientes sedientos y sudorosos en dirección a un lugar libre que quedaba en el extremo más alejado de la barra. No es que a él le agradase aquella ruda multitud, ni la cerveza amarga, pero se encontraba sediento y cansado tras un día de duro trabajo en el muelle de Puerto Kir.
La Garganta Polvorienta era famosa por el carácter irreverente de sus camareras y las increíbles reyertas que estallaban casi todas las noches. Además, la taberna había estado cerrada durante casi una decena de días por una reyerta espectacular, y aquella noche era la primera después de la reapertura. A pesar del peligro que suponía frecuentarla, aquella taberna en particular era la favorita de muchos de los compañeros de Kendel, así que se sentía allí más a salvo que en ningún otro lugar.
El reciente tumulto había dejado una serie de marcas nuevas en el maltrecho local. Dos de las vigas que servían de soportes habían sido horadadas profunda y repetidamente a una altura de unos noventa centímetros del suelo. Según Kendel, las vigas parecían troncos parcialmente talados, ya fuera por obra de un castor de grandes proporciones o un leñador de baja estatura. Había un agujero de bordes astillados en uno de los muros de madera, aproximadamente a la misma altura y de una anchura de unos treinta centímetros, que permitía a los clientes echar un vistazo a la bodega de vinos y, a la inversa, dejaba que las ratas residentes contemplasen a voluntad a los clientes. Un tramo bastante grande de la barra había sido sustituido y su tono de madera clara contrastaba con el resto del mostrador, viejo y manchado de cerveza. Era evidente que había varias sillas nuevas y los travesaños rotos de muchas de las viejas habían sido atados con cuerdas en un intento de repararlas. Ni siquiera el hogar de piedra descomunal que adornaba la pared occidental de la taberna había conseguido salir ileso de las peleas y las piedras se veían desportilladas en muchos puntos, y su tono contrastaba con la chimenea ennegrecida por el humo.
Tampoco los empleados de la taberna habían salido ilesos. El fornido cocinero estaba de pie junto al hogar, increpando a un ayudante halfling que sudaba haciendo girar el asador, mientras él iba untando un cordero con una mano. El otro brazo lo llevaba vendado y en cabestrillo con una cinta con lamparones. El aspecto del horrible semiorco que se encargaba de las tareas difíciles y levantaba pesos pesados era todavía más espantoso que de costumbre. Le habían aplastado el hocico y tenía la mandíbula muy hinchada y salpicada de manchas de color púrpura y de aquel feo color verde amarillento propio de los cardenales a medio curar. Se las veía y se las deseaba para respirar a través de la boca hinchada y, con cada inhalación, dejaba al descubierto dientes rotos. De hecho, le faltaba uno de los colmillos inferiores, cosa que le daba un aspecto desequilibrado y grotesco. Incluso varias de las camareras lucían en sus rostros marcas de la batalla: ojos amoratados, nudillos rotos y sonrisas triunfantes.
Aquélla había sido la bronca que más daños había producido a la taberna según la memoria de Kendel, que era longeva. Se fijó en todas aquellas cosas de una simple ojeada. Puerto Kir era un lugar peligroso, y aquéllos que deseaban sobrevivir en aquella ciudad aprendían a aguzar sus sentidos y mantenerse alerta ante cualquier señal de peligro.
Kendel también se dio cuenta de inmediato de que él llamaba la atención incluso en aquella abigarrada barra. La mayoría de los tethyrianos nativos tenían la piel aceitunada, los ojos negros y un tono de cabello que abarcaba desde los castaños a los negros. La mayoría de los marineros y braceros que atestaban la taberna eran muy musculosos gracias a su trabajo. En contraste con ellos, Kendel tenía un cabello rubio rojizo, ojos del color del cielo y una piel tan pálida que ningún rayo de sol era capaz de broncear. Aunque fuerte, su constitución era ligera y apenas sobrepasaba el metro y medio. Era, en definitiva, un elfo.
—¿Qué deseas? —preguntó una voz ronca y profunda que parecía emerger desde algún punto indeterminado de detrás de la barra.
Perplejo, el elfo se inclinó hacia adelante y vio que lo contemplaba el rostro de un enano joven con una barba corta y parda y un rostro tan taciturno como una mañana lluviosa.
—¡Un elfo! Ah, entonces no tienes que decírmelo —prosiguió el enano en tono áspero—. La cerveza que sirven aquí es demasiado fuerte para los gustos de los de tu raza, así que seguro que me pides un vaso de agua con gas o quizás un poco de leche caliente.
—O tal vez elverquisst —sugirió Kendel con frialdad. El aspecto delicado de la raza elfa a menudo provocaba que los miembros de otras razas sacaran aquel tipo de conclusiones, cuando en realidad los vinos y licores elfos se encontraban entre los más potentes de todo Faerun.
—Oh, elverquisst, ¿no? Sí, seguro que este lugar está lleno de barriles de vinos elfos —replicó el enano con tono sarcástico—. Y los retretes de ahí afuera están llenos de piedras preciosas, no sé si me entiendes.
Una sonrisa involuntaria asomó a los labios de Kendel. Compartía la recelosa opinión del nuevo camarero sobre la bodega de vinos de La Garganta Polvorienta y, aunque probablemente él no habría formulado su crítica de la misma forma, tenía que admitir que la comparación del enano era acertada.
—A decir verdad, yo mismo me tomaría a gusto una jarra de ese elverquisst —prosiguió el enano en un tono melancólico—. ¡Es una bebida capaz de arrancar pintura y fundir pedazos de metal!
—Nunca había oído describir al elverquisst en esos términos —repuso Kendel, apacible—. Veo que tienes problemas que necesitan ser ahogados en bebida, ¿no?
—Exacto.
Con retraso, el camarero enano pareció recordar tanto sus obligaciones como la reputación circunspecta de su gente así que cerró la boca con un «clic» casi audible y, tras coger un trapo que había sobre un barrilete rechoncho que reposaba a su espalda, empezó a sacar brillo a la barra, dando saltitos para alcanzar la superficie.
El elfo reprimió una sonrisa.
—Si acercas el barrilete a la barra, tal vez te facilites el trabajo, y también podrás ver a los clientes —propuso.
—Aquí no hay nadie que merezca la pena ver —gruñó el enano, pero se apresuró a hacer lo que Kendel le sugería. Al cabo de un momento, se subió al barril y colocó ante el elfo una jarra coronada de espuma—. Cerveza. No es buena, pero sí la mejor que puedas encontrar en este antro. Yo creo que la cerveza sabe mejor sin el agua marina que le añaden para alargarla.
Kendel aceptó la bebida con un ademán y bebió un sorbo. Era sin duda mejor de lo que jamás había probado en la taberna. A cambio, deslizó una pequeña moneda de plata que se sacó del bolsillo sobre la barra, en dirección al camarero. El enano se la embolsó con un diestro y despreocupado movimiento del trapo.
—No puedo dejar que lo vean o me lo quitarán más rápido que un halfling borracho una doncella servicial. El tipo que dirige este antro es rápido cogiendo monedas que no son suyas.
—¿Te han robado? —preguntó Kendel con cautela. No era muy inteligente intervenir en conflictos de los demás, pero se sentía inexplicablemente atraído por el camarero y encantado por sus comentarios. Aquel tono amistoso era raro en Tethyr, en especial con un elfo.
—¿Robado? Podría decirse así —replicó el enano—. Yo vine aquí, como tú, a mojarme el gaznate después de un largo día. —Una sonrisa fugaz iluminó su rostro con una inesperada nota de nostalgia—. A decir verdad, no había sido un día duro. Las Arenas Espumosas…, ¿has oído hablar de ese lugar?
El elfo asintió, porque la reputación de aquella casa de baños y de placer era conocida en la ciudad. Aun así, no creía que el enano dijese del todo la verdad, porque Las Arenas Espumosas era un establecimiento fuera de las posibilidades de los trabajadores del muelle y los camareros.
—Tenía los bolsillos repletos de oro y un puñado de plata —prosiguió el enano, en tono triste—. El oro lo había ganado tras diez años de trabajo duro y la plata era un regalo, legalmente mío. Gasté la plata en Las Arenas…, fue una ganga. Y luego vine aquí, pero antes de haber acabado una cerveza empezó la bronca. Por suerte, me sentía inusualmente tranquilo, porque si no habría podido hacer mucho daño.
—Según todos los indicios, no lo hiciste del todo mal —musitó Kendel—. Supongo que se quedaron el oro para las reparaciones.
—¡Con lo que me quitaron podrían haber reformado el antro entero desde la bodega hasta la chimenea, y todavía les habría sobrado para contratar a la mitad de las chicas que trabajan en Las Arenas Espumosas para que atendieran las mesas! —exclamó el enano—. Luego dijeron que no había bastante, y por supuesto les respaldaban las leyes locales…, así que aquí estoy, trabajando para pagar el resto. He estado trabajando unos días, y parece que todavía me queda. Por lo que se ve, he cambiado un tipo de esclavitud por otro —concluyó, taciturno.
Kendel escuchaba en silencio porque no habría sido muy inteligente proclamar a voces que aquello era una atrocidad. La esclavitud no era desconocida en Tethyr, pero el hecho de que aquel enano extraño y encantador estuviera sometido a ella resultaba especialmente mortificante para el elfo. Los tiempos resultaban difíciles en Tethyr, sobre todo para aquellos individuos que no tenían sangre humana en las venas.
En opinión de Kendel, si existía alguna ventaja de tener una vida longeva era la posibilidad de ver cómo la rueda de los acontecimientos daba vueltas completas, una y otra vez. Pero también era, en muchos aspectos, una maldición, y en Tethyr quizás era doblemente cierto.
Kendel había llegado a Tethyr antes de que los abuelos de cualquiera de los humanos presentes allí hubiese nacido. Había formado un hogar y una familia, pero al cabo del tiempo vio cómo le arrebataban sus propiedades cuando los humanos en el poder decidieron que ningún elfo podía poseer tierras. Gracias a su habilidad con la espada y su resistencia, se había forjado otra vida, y su fortuna había prosperado pareja a la de la facción de la realeza para los que luchaba. Pero luego, el humor de los reyes tethyrianos varió y se sucedió una persecución atroz que diezmó al pueblo elfo incluso más leal. Kendel había podido sobrevivir, pero no así la familia real. Durante años se había apoderado de la tierra un fervor igualitario que se había extendido incluso a miembros de otras razas. Una vez más Kendel había prosperado, sólo hasta presenciar una vez más cómo el ciclo de la opinión ciudadana volvía a replegarse hasta los niveles más bajos. Tres años atrás, había sido mercader. Ahora, el mejor trabajo que podía conseguir era de bracero en los muelles.
El elfo bebió un sorbo de cerveza pero, aunque estaba enfrascado en sus recuerdos, no dejaba de estar alerta a los posibles peligros. Por el rabillo del ojo vio que un grupo de hombres se abría paso por el local. Eran cinco, mercenarios todos. Conocía la calaña lo suficiente para reconocerlos al primer vistazo; todos caminaban de un modo tambaleante que implicaba bravuconería, pero que a la vez sugería una cierta falta de propósito o dirección. Eran hombres sin dueño, en su mayoría, que buscaban una razón para luchar y, en consecuencia, para vivir.
Sin embargo, aquellos hombres parecían ser una excepción pues tenían un propósito concreto. Cuatro de ellos se abrieron paso por la multitud, caminando directamente hacia donde estaba sentado Kendel.
El elfo aflojó con cuidado la daga que tenía atada al muslo. Habían pasado muchos años desde la última vez que la había utilizado, pero la memoria elfa era prolongada y, si se lo forzaba a luchar, estaba seguro que podría defenderse.
—Te conozco —anunció uno de los mercenarios en voz alta, señalando con uno de sus rollizos dedos en dirección a Kendel—. Eres uno de esos elfos salvajes que atacaron la plantación de ganja al sur de Piedra Musgosa. Quemaron un granero hasta el suelo, eso hicieron, y asesinaron a la familia entera y a la mayoría de los braceros.
En aquella estancia, súbitamente silenciosa, Kendel se dio la vuelta para enfrentarse a quien lo acusaba.
—No es cierto, señor —repuso, seco—. Si tiene algún asunto pendiente con el pueblo elfo, será con los habitantes del bosque. Ya podrá ver por el tono de mi pelo y de mi piel que yo no soy uno de ellos.
—Bueno, yo no entiendo de eso —intervino otro de los mercenarios—. Vi a un elfo de cabellos rojizos entre los que encabezaban la incursión. Dicen que le esculpió la marca a cuchillo a nuestro capitán en la mejilla. Por lo que sabemos, podrías haber sido tú.
—Eso no es posible. No he salido de Puerto Kir desde hace muchos meses —protestó el elfo—. He estado trabajando en los muelles desde principios de primavera. ¡Muchas de las personas que hay aquí pueden dar fe de ello! —Kendel echó un vistazo a su alrededor, buscando a alguien que lo corroborase.
Pero no hubo respuesta. Incluso varios de los hombres que trabajaban codo con codo a su lado día tras día permanecieron en completo silencio, con los ojos alerta.
Sin embargo, las palabras del elfo provocaron un estallido de estridentes carcajadas entre los mercenarios.
—¿Habéis oído, muchachos? —se mofó uno de ellos—. ¡Trabaja en los muelles, fijaos! Si alguno de vosotros ha visto jamás un peón como él, que lo diga.
A aquellas alturas quedaba claro para Kendel el rumbo que iba a tomar aquella confrontación. Había presenciado la misma escena con anterioridad, aunque hablando de diferentes lugares: una granja, un palacio, una casa de negocios, una taberna…, al final siempre sucedía lo mismo.
La mirada del elfo permaneció tranquila e inalterable pero su puño se cerró en torno a la empuñadura de la daga. Si atacaba el primero, con rapidez y contundencia, tendría una buena oportunidad para abrirse camino hasta la puerta.
Una buena oportunidad…, más de lo que solía tener habitualmente. Escaparía, y luego empezaría de nuevo, como había hecho en tantas y tantas ocasiones.
—Oí decir que había esclavos elfos trabajando en esa granja, en contra de lo que permite la ley en estas tierras —comentó una voz hosca desde detrás del mostrador—. Si fuerais legales, no iríais tan rápidos en luchar para mantenerlos allí.
Los mercenarios intercambiaron miradas de incredulidad. Se oyó el roce de madera contra madera y un enano de barba parda asomó por el mostrador y se quedó mirando a los tipos con gesto acusador. Los mercenarios estallaron en carcajadas.
—¡Un enano! ¡Y yo que pensaba que se trataba de la voz de los dioses! —se burló uno de ellos.
—Es un poco pequeño para ser dios —comentó otro de ellos, y esbozó una ancha sonrisa al ver que su comentario provocaba otra oleada de risas.
—¡Ocúpate de tus asuntos, enano, y deja que nosotros nos ocupemos de los nuestros!
El enano se encogió de hombros y alzó ambas manos en un gesto despreocupado de aceptación; luego bajó de un salto del tonel y desapareció. El mercenario soltó un puntapié que fue a derribar el taburete que sostenía al elfo.
Pero con gran agilidad Kendel se puso de pie de inmediato, con la daga brillante y lista en las manos. Su atacante levantó la mano por encima del hombro, desenvainó una espada de hoja ancha de una funda y se encaró a él.
Afortunadamente para el elfo, la multitud ponía en desventaja a sus atacantes porque quedaba poco espacio para maniobrar con las espadas de hoja ancha y Kendel pudo esquivar las primeras acometidas. Pero eso fue sólo el principio. Con la soltura que proporciona la práctica, los clientes empujaron mesas y sillas contra las paredes para improvisar una palestra. Muchos de ellos, en especial aquéllos que todavía lucían las cicatrices de la última bronca, se apresuraron a alcanzar la salida.
Kendel se encontró de repente frente a los cinco hombres en terreno abierto. Tenía la barra a su espalda y los mercenarios lo tenían rodeado en semicírculo. Llevaban las espadas desenvainadas y el rostro contraído en socarronas sonrisas mientras se aproximaban a él.
Un crujido estrepitoso resonó en el inquietante silencio de la taberna. El camarero enano irrumpió a través del muro de madera de debajo de la barra, con la cabeza en posición baja como si fuera un macho cabrío y se le ocurrió a Kendel de repente la procedencia de aquel enorme agujero que había visto con anterioridad en la pared de la bodega.
Al compás de un grito a su dios de la batalla, el enano embistió directamente contra el mercenario más grande. Su cabeza impactó de lleno por debajo del cinturón del rufián.
Los ojos del mercenario estuvieron a punto de salirle de las órbitas y se le escapó la espada de las manos. Abrió la boca, incapaz de pronunciar una palabra, mientras con las manos se sujetaba el destrozado bajo vientre. Tras un momento de silencio, se tambaleó y cayó de bruces como un árbol talado, para soltar desde el suelo un débil y agudo gemido.
Por su parte, el enano pareció no resentirse en lo más mínimo de la embestida. Pocas sustancias en todo Toril podían equipararse en dureza al cráneo de un enano. Dio unos pasos atrás, rebotó contra la barra y cruzó a la carrera la estancia en busca de un arma. Los clientes se apartaban a su paso como cucarachas que huyesen despavoridas ante la súbita luz de una antorcha, y apareció ante la vista la chimenea, frente a la que estaba el aturdido cocinero, sosteniendo con una mano, apoyada en la cadera, una fuente en la que reposaba una pierna de cordero recién asada.
El enano se aproximó con rapidez a la chimenea y, mientras avanzaba, cogió un paño que había dejado sobre la barra y se envolvió la mano, antes de coger la pierna y regresar sosteniendo la improvisada arma al campo de batalla. Utilizando la carne asada como porra, atizó un buen golpe al mercenario que le quedaba más cerca.
El hombre bajó el filo de la espada para contrarrestar la inusual arma, pero la hoja se hundió hasta la empuñadura en la carne tierna sin por ello detener en lo más mínimo la embestida del enano. Subió hacia lo alto la pata de cordero, incrustando la empuñadura de la espada contra el rostro del hombre. Se oyó un crujido de huesos cuando el mango le destrozó la nariz, y luego una salpicadura cuando la carne humeante topó contra el rostro del tipo y le esparció los jugos calientes sobre los ojos. El mercenario se echó hacia atrás, chillando y sujetándose la nariz rota y los ojos cegados.
—Lástima de comida —musitó el enano, pero lanzó la pata de cordero contra el suelo para poder sacar la espada. El arma era demasiado larga para su corta talla, pero a juzgar por lo bien que el elfo se las estaba arreglando con una simple daga, supuso que su nuevo amigo sabría manejarla con soltura.
Mientras esquivaba uno y otro golpe, Kendel miró de reojo la chimenea mientras resonaba en la taberna un nuevo grito de guerra. Su nuevo aliado sostenía una espada ante él como si fuera una lanza, con la empuñadura hacia su estómago, mientras arremetía de nuevo a la carga. La víctima elegida por el enano se volvió al oír el agudo alarido y esquivó la acometida. Aunque el enano no tuvo tiempo de cambiar el rumbo de su objetivo original, la espada se hundió de pleno en la protuberante tripa de otro mercenario.
—¡Hoop! —murmuró el enano, mientras intentaba enmendar su error con rapidez. Se giró contra la espada y empezó a correr en círculos alrededor del hombre empalado, como si fuera un capataz de granja empujando uno de los brazos de un molino. La espada desgarró la carne con repugnante facilidad y los intestinos del hombre se desparramaron por el suelo mientras el tipo caía, muerto, sobre un charco de sangre.
Mientras, el elfo se apresuró a contrarrestar un golpe del primer hombre, un barrido bajo que habría tumbado a todas luces al enano. Pilló la espada del rufián con la guarnición de su daga, pero la fuerza del golpe lo obligó a ponerse de rodillas.
Antes de que el mercenario pudiese destrabar su espada para descargar otro golpe, el enano se abalanzó sobre él y, pasando por encima de las armas entrelazadas, asestó un puñetazo en un punto por debajo de las costillas del hombre. Éste soltó el aire de los pulmones en una sola ráfaga mientras caía de bruces sobre el elfo arrodillado.
El enano agarró al hombre por el pelo y lo obligó a levantar la cabeza.
—Parece que por fin nos vemos cara a cara —se burló, antes de incrustar el puño en el rostro del mercenario. Con una sola vez habría sido suficiente, pero el enano lo repitió por puro placer. Luego, apartó de un empellón al hombre inconsciente con gesto despreocupado y recogió su espada caída.
—Utiliza ésta, elfo —aconsejó a Kendel—. La otra es mejor, pero verás que el mango está un poquitín resbaladizo.
El elfo sopesó la espada que le ofrecían mientras se levantaba. Acto seguido, dio media vuelta para enfrentarse al último adversario y pasó la daga al enano. Pero el mercenario que quedaba en pie no tenía alternativa ante aquel par, así que se apresuró a envainar su propia espada y precipitarse hacia la salida.
—Tras él —bramó el enano, saliendo a la carrera.
Kendel titubeó, pero enseguida se apresuró a seguirlo. Sabía que empuñar acero contra soldados humanos tenía penalizaciones severas, así que, fuese lo que fuera lo que pretendía hacer el enano, sería más seguro para él que Puerto Kir. Y se le ocurrió a Kendel que el viaje podía valer la pena por sí mismo.
Encontró al enano en el patio, botando salvajemente encima del mercenario, que forcejeaba. Kendel se aproximó a grandes zancadas y colocó el filo de la espada en su garganta.
—Cuánto has tardado —gruñó el enano mientras se echaba a un lado—. Éste bota más que un caballo picado por abejas. Ponte de pie —ordenó al hombre—. Echa a andar rumbo al este por la calle. Yo iré tras de ti y, si echas a correr o sueltas un grito para pedir ayuda, te clavaré esta daga en la espalda.
—¿Qué pretendes hacer con él? —preguntó Kendel situándose junto al enano.
Éste se mordió el labio mientras pensaba.
—A decir verdad, me estoy cansando un montón de estos andurriales. Me voy a ir en dirección a las montañas Tierra Rápida, con los míos, pero se me ha ocurrido que antes podríamos devolver a esta basura al lugar de donde ha salido. Me gustaría conversar con el hombre que lo contrató —aseguró con voz amenazadora.
—¿Por qué? —inquirió Kendel, sorprendido.
—He sido esclavo durante diez años. Más, si añades los días que he tenido que trabajar en los bajos fondos de una taberna, y no me ha gustado nada. Tampoco me complace la idea de ver cómo nadie, ni siquiera esos duendes de elfos salvajes, se ven forzados a someterse a la esclavitud. Quiero saber quién lo hizo y por qué. Contratar espadachines no es barato, y convertir a elfos en esclavos sólo puede traer un montón de problemas. Hay métodos más baratos y sencillos de recolectar hojas de ganja. Tiene que haber algo más.
Kendel contempló al enano con renovado respeto. Pocas veces el pueblo enano consideraba el bienestar de otras razas, pero además se sentía un poco avergonzado por la inquietud que demostraba el enano. Hacía ya tiempo que oía rumores sobre los conflictos que atravesaban los elfos del bosque, pero había intentado mantenerse al margen. Para muchos humanos, un elfo era un elfo, y los incidentes como los que acababan de suceder en la taberna eran bastante habituales. Y ahí había, sin embargo, un enano dispuesto a ayudar a los elfos salvajes.
—¿Por eso luchaste en la taberna la primera noche? —preguntó suavemente—. ¿Saliste en defensa de un elfo asediado?
El enano increpó al mercenario y lo empujó con la punta de la daga.
—Insultaron a mi madre y no tenían por qué hacerlo.
—Por supuesto que no —corroboró Kendel—. Hiciste bien en defender su honor.
—Y su nombre —añadió el enano—. Yo hago algo más que compartir su nombre, ya que heredé mi nombre de ella. Lo llevo con orgullo, pero no todo el mundo ve las cosas del mismo modo.
—Ah, me llamo Kendel Hojaenrama —se presentó el elfo, que sentía curiosidad por saber qué nombre tenía el enano y quería acelerar las presentaciones.
—A mí me llaman Jill —respondió su nuevo amigo mientras echaba una ojeada de soslayo al elfo. Su expresión hizo que Kendel se atreviese a hacer un comentario.
—Eso explica mucho —murmuró en tono solemne—. En idioma elfo, la palabra «Jill» significa «guerrero temible» —mintió con rapidez al ver que se arremolinaba una nube de tormenta sobre las cejas del enano.
—Sí, así era ella —repuso Jill, feliz, olvidado ya todo rastro de enojo—. El nombre se usa en el clan tanto para varones como para hembras. Y aunque parezca extraño, parece que todos los enanos varones que lo heredan son cada vez mejores luchadores.
—Quizá porque tenéis más práctica —comentó el elfo; luego parpadeó al pensar cómo podía tomarse aquellas palabras el orgulloso enano.
Pero para su sorpresa, un profundo rumor de risotada se agitó en el vientre del enano y fue subiendo hasta su garganta en oleadas.
—Sí, quizá tengas razón —admitió.
Los nuevos amigos intercambiaron una sonrisa e hicieron avanzar a su rehén a buen paso hacia el este y hacia las respuestas que los esperaban allí.