8
La cuerda de hilo de telaraña se balanceaba a medida que Hurón se acercaba a la ventana abierta del Arpista, maldiciendo en silencio su situación.
La hembra asesina se había topado con muchas frustraciones durante su estancia en Espolón de Zazes, y una de las peores era el hecho de que bajo el reinado del bajá Balik, la predominancia social de los hombres era absoluta. En su opinión, era una locura que sobrepasaba la comprensión. Hurón sólo confiaba en que aquella estupidez no le hiciese perder a su presa… Si hubiese ido ella primero, ya habría llegado y la tarea se habría llevado a cabo. Pero no…, los dos hombres tenían que precederla.
Por un instante acarició la idea de dar una patada en la cabeza al hombre que iba por debajo de ella para hacerle soltar la cuerda. ¡Lo habría hecho de buen grado de no ser por el hecho de que difícilmente el hombre hubiese aceptado caer al vacío en silencio!
En verdad, sólo la necesidad de mantener el sigilo la había frenado para no enfrentarse a los otros dos asesinos que habían confluido con ella en el tejado con tanta velocidad. Los tres se habían dado cuenta de que era una locura enfrentarse entre ellos allí arriba y habían aceptado cooperar para llevar a cabo un trabajo rápido y compartir la recompensa. Sin embargo, en cuanto estuviesen los tres en la alcoba de Danilo Thann, Hurón estaría más que dispuesta a desviar su arma contra ellos para defender al hombre que había venido a matar. Quizás así podría atraer el interés del Arpista y convencerlo de que escuchara su historia y la ayudara.
¡Buscar ayuda de humanos y de Arpistas! No había señal más inequívoca de lo desesperada que estaba.
Pero ¿qué otra cosa podía hacer? Sus habilidades eran muchas y notables, pero en Espolón de Zazes ocurrían cosas que ella simplemente no podía comprender. Una balada oída por casualidad en una taberna le había inspirado una idea: ¿quién mejor que un Arpista podía resolver aquel rompecabezas, un miembro de una tribu legendaria de espías, informadores y entrometidos? Era una lástima que se hubiese puesto precio a la cabeza de ese Arpista en particular, porque si Danilo Thann se ajustaba al tipo normal de Arpista, sin duda sería capaz de llegar hasta el origen del problema, y eso es lo que Hurón necesitaba. Sabía lo que tenía que hacerse, ¡pero no sabía quién podía hacerlo!
Al final, el primer asesino se coló por la ventana del Arpista. Hurón alcanzó a oír su exclamación de sorpresa y, enseguida, el repiqueteo de acero contra acero. Con la bota, dio un empellón al hombre que tenía por debajo.
—Apresúrate, o Samir lo hará solo y reclamará toda la recompensa para sí —le urgió, usando las palabras que sabía que servirían para acelerar al asesino.
Su razonamiento dio en el blanco. El avaricioso asesino se deslizó por el resto de la cuerda que quedaba y se precipitó en el interior de la estancia.
Con el camino ahora despejado, Hurón soltó la cuerda y se dejó caer los centímetros que quedaban. Al pasar frente a la ventana abierta, se agarró del alféizar y, dándose impulso con todas sus fuerzas, se coló por el hueco con la cabeza gacha, rodó por el suelo y se puso en pie con una daga a punto en la mano. A punto…, para nada, o eso pensó.
La escena que se desarrollaba ante ella le hizo perder el aliento y le dejó los pies inmovilizados sobre la lujosa alfombra.
Una misteriosa luz azulada inundaba la habitación y proyectaba las escurridizas siluetas de tres contendientes en cada una de las paredes de la alcoba. El origen de dicha luz era una hoja de luna viviente que sostenía con dos manos una asesina semielfa.
Como si fuera un héroe de alguna antigua leyenda elfa, Arilyn se enfrentaba con firmeza a sus dos atacantes y contrarrestaba cada asalto y cada embestida de sus perversas cimitarras curvas. Su espada mágica resplandecía y giraba, y dejaba a su paso una vertiginosa estela de luz azul.
«Una hoja de luna —pensó Hurón, aturdida—. ¡Una verdadera hoja de luna viviente!».
Sabía que la semielfa portaba una espada de esas características e incluso presumía de haber adoptado su nombre de ella, pero Hurón había dado por supuesto que el arma llevaría adormecida varios siglos y que Arilyn la habría comprado a algún buhonero ignorante, o que la habría cogido al saquear alguna tumba elfa antigua. Las hojas de luna eran espadas hereditarias que poseían una magia temible y, según la leyenda, no podían empuñarlas más que elfos de pura raza y nobleza de espíritu. Ver un arma tan poderosa en manos de una semielfa, y asesina a sueldo, suscitaba una serie de interrogantes que sobrepasaba la imaginación de Hurón.
En ese preciso instante, los abrasadores ojos de Arilyn se detuvieron en la recién llegada y, por puro instinto, Hurón alzó la daga en posición defensiva.
Justo a tiempo. Con la velocidad de una serpiente en pleno ataque, la semielfa giró delante del hombre más cercano e hizo una finta por lo alto. Mientras él alzaba su hoja, la semielfa trazó un círculo rápido y cerrado y se agazapó para esquivar la postura de su oponente. Luego, se abalanzó hacia la hembra asesina con la resplandeciente espada extendida en gesto ofensivo.
La espada elfa impactó contra la daga de Hurón con tanta fuerza que una punzada de dolor le subió por el brazo a modo de chispas brillantes para explotar en su cabeza como fuegos artificiales. La intención de la semielfa era evidente: en un combate contra un adversario más numeroso, lo mejor era eliminar a los contrincantes más peligrosos lo más rápidamente posible. En un rincón de su mente, se recordó Hurón que una hoja de luna era incapaz de derramar sangre inocente, pero no obstante, no se sintió completamente convencida de su seguridad. El camino que había elegido recorrer era una opción necesaria, pero era posible que hubiese deslustrado su persona para la percepción de la sensible espada.
Por fortuna para ella, los dos hombres se recuperaron de la sorpresa y se abalanzaron sobre la semielfa. Atacaron con las cimitarras en alto, espoleando su ímpetu con alaridos. Sin volverse, Arilyn levantó la hoja de luna por encima de su cabeza y contrarrestó la arremetida de la primera espada, mientras por lo bajo soltaba una patada que pilló a Hurón en el estómago con tanta fuerza que la hizo plegarse en dos y precipitarse de espaldas sobre una mesa. En un abrir y cerrar de ojos, la semielfa giró sobre sí misma y utilizó el empuje de los dos filos entrelazados para embestir contra el segundo atacante. Las tres espadas entrechocaron con estrépito, pero Arilyn se apresuró a liberar la suya y dar un paso atrás. Luego, volvió a concentrar la mirada en la otra hembra.
Hurón vio reflejada su propia muerte en los ojos de la semielfa y supo que tenía que reaccionar de forma brillante o, si no, su vida habría acabado.
La punzada de dolor que todavía sentía en las costillas le proporcionó la inspiración: se mordió el interior de la boca con tanta fuerza que se hizo sangre y, acto seguido, sujetándose las costillas con ambas manos, soltó un gruñido. Al hacerlo, un borbotón de saliva ensangrentada le salpicó los labios. Se limpió la boca con el revés de la mano y, tras contemplar horrorizada la sangre, fijó una mirada cargada de veneno en la semielfa. Luego, con gran lentitud, se dejó caer, rascándose la espalda contra el borde de la mesa, hasta quedar tendida en el suelo, sujetándose el estómago y gimiendo suavemente. Al ver que la hembra estaba fuera de combate, Arilyn se volvió para enfrentarse a los otros asesinos.
A Hurón no le sorprendió ver que la semielfa aceptaba su pantomima como verdadera. Durante sus años de oficio como asesina, Hurón había visto morir a muchos hombres y de formas muy diversas, y sabía con exactitud cómo era todo el proceso. Una patada de esas características podía haber roto una costilla, que a su vez podía haber perforado un pulmón. A resultas de una herida semejante, era inevitable la muerte por asfixia, aunque de forma muy lenta. Pero lo que sí sorprendió a Hurón fue el destello de compasión que vislumbró en los ojos de Arilyn Hojaluna al darse cuenta del tipo de muerte que le había infligido. Por fortuna para Hurón, la semielfa estaba muy ocupada, porque en caso contrario hubiese concedido a su adversaria caída una muerte rápida y compasiva.
«Es mejor una muerte rápida», se reprendió Hurón a sí misma con un toque de humor macabro.
Se quedó allí tendida lo más inmóvil que fue capaz, entrecerró los ojos hasta dejar dos meras rendijas y contempló la batalla desde detrás de la espesa cortina de sus pestañas.
Hurón tenía que admitir que su enemiga semielfa era brillante en la batalla. Jamás había visto a una persona que tuviera semejante control de una espada, y sin embargo parecía actuar por pura intuición. Era como si percibiera cuándo y cómo iba a llegar la siguiente arremetida, y eso le permitía ir siempre un paso por delante de sus dos oponentes.
De hecho, la velocidad y la fuerza de su ataque parecían desproporcionadas en relación con su talla. Sí que era cierto que la semielfa era alta, y que su esbelta figura poseía una sorprendente resistencia y potencia elfa, pero eso no era nada comparado con el poderío de su lucha. Hurón ardía en deseos de saber qué secretos había tras la resplandeciente aura que rodeaba la hoja de luna de la semielfa.
En ese preciso instante, la hoja de Arilyn consiguió sobrepasar la defensa de Samir y se la clavó en la garganta. Con el mismo ímpetu, la hundió todavía más hacia abajo, partiendo en dos huesos y tendones con aterradora facilidad. Hurón reprimió una mueca cuando la hoja elfa se hendió en el cuerpo del hombre desde la garganta hasta la ingle.
El otro hombre, viendo una oportunidad en la muerte de su compañero, esbozó una sonrisa lobuna y alzó la cimitarra por encima de la cabeza para clavar la estocada mortal. Para añadir fuerza al golpe, o tal vez imitando inconscientemente a su contrincante semielfo, agarró la empuñadura con ambas manos e inició la descarga hacia abajo.
No obstante, su presunta víctima tenía otros planes. Arilyn liberó de un estirón la hoja de luna del cadáver del asesino y siguió con el mismo impulso para trazar un barrido circular que iba ganando fuerza a medida que avanzaba hasta que Arilyn se quedó frente al asesino superviviente y atacó.
Las dos espadas produjeron un chirrido metálico al encontrarse. Arilyn se apartó de forma instintiva mientras estallaba en pedazos la cimitarra del asesino.
Con un rugido de rabia, el asesino se abalanzó sobre ella con el mellado filo que todavía le quedaba en las manos, con la pretensión de pillarla cuando todavía no hubiese recuperado el equilibrio.
La semielfa esquivó la embestida con un diestro movimiento y luego, tras girar sobre sí misma en círculo, golpeó con la parte plana de la espada el brazo extendido del hombre, justo por debajo del codo. De inmediato, se arrodilló sobre una rodilla y, utilizando la hoja de luna como palanca, obligó a curvarse hacia abajo el codo mientras el filo estropeado de la cimitarra se giraba hacia arriba. El impulso que llevaba el asesino hizo el resto: se tambaleó hacia adelante mientras la cimitarra rota se le clavaba en su propia garganta.
Arilyn se puso de pie y extrajo la ensangrentada hoja de luna del brazo del cadáver. El resplandor azul mágico del filo se fue desvaneciendo, en apariencia sofocado por la sangre que había derramado. La semielfa se inclinó para limpiar la hoja con la camisa del cadáver del asesino, y luego la guardó en su funda antigua.
Sin mirar atrás, dio media vuelta, salió por la ventana y empezó a trepar a pulso por la cuerda hasta desaparecer en la negra noche.
Hurón permaneció en silencio durante largo rato en el mismo sitio donde había caído, intentando aclarar todo lo que acababa de ver, aunque la mayor parte carecía de explicación para ella.
Arilyn era semielfa, y sin embargo poseía una hoja de luna. Había elegido una profesión de asesina y, aun así, la espada seguía obedeciéndola. ¿Era acaso posible que la espada mágica hubiese sido pervertida para actuar de forma maligna? ¿O acaso Arilyn, al igual que la propia Hurón, era algo distinto de lo que aparentaba ser?
¿Y Danilo Thann? Según todos los informes que había recopilado Hurón, el noble se encontraba en El Minotauro Púrpura apenas unos minutos antes; ella misma le había oído entonar una canción. ¿Adónde habría ido? ¿Y qué papel tenía Arilyn en todo ese misterio?
De una cosa estaba Hurón convencida: necesitaba al Arpista, y si todavía se encontraba a su alcance, lo encontraría, aunque a la orgullosa hembra le dolía que la llave de su éxito pareciese estar en manos de la luchadora semielfa.
Cuando juzgó que era el momento oportuno, Hurón se levantó y salió reptando en silencio por la ventana. La cuerda había desaparecido, por supuesto, así como la semielfa.
No importaba. Hurón estaba acostumbrada a trepar por todo tipo de paredes y sus dedos esbeltos y ágiles eran capaces de encontrar asidero en prácticamente cualquier superficie. También era una cazadora experta, capaz de seguir el rastro de una liebre en la espesura más densa o perseguir una ardilla por la bóveda arbórea del bosque. Una simple semielfa no sería capaz de escabullirse a su persecución, a pesar de que el terreno de la ajetreada ciudad no le resultase familiar.
Alzó la barbilla en gesto de determinación antes de apartarse de la ventana y seguir a Arilyn en mitad de la noche.
—Un sueño —musitó el príncipe Hasheth, intentando no prestar atención al débil pero insistente golpe que amenazaba con sacarlo de la modorra. Dio media vuelta y hundió la cabeza en la almohada, deseando imperiosamente que regresara el sopor y se desvaneciera aquel sueño molesto.
Pero no, ahí estaba otra vez ese sonido, y procedía de la puerta secreta que tenía en su alcoba. Hasheth aguzó el oído y reconoció el ritmo de una señal establecida.
Con un gruñido, apartó todavía soñoliento la tela de mosquitera que rodeaba su cama, para aproximarse a la chimenea y accionar el picaporte escondido entre las piedras. Tal como esperaba, la Arpista semielfa se precipitó en la habitación en cuanto la pesada puerta se abrió. A juzgar por la mirada de sus ojos y la mueca que contraía su rostro, Hasheth dudó de que hubiese acudido a él en respuesta a su ofrecimiento de una noche de diversión.
—Ha llegado el momento. Me voy de Espolón de Zazes.
—Mañana temprano —convino Hasheth, al notar el tono imperioso de su voz.
—No. Ahora.
El príncipe alzó ambas manos al aire y miró con ojos de exasperación al cielo, pero sabía demasiado para ponerse a discutir con Arilyn Hojaluna. Por joven que fuese, aprendía con rapidez cómo medir a los hombres, y a las mujeres, que lo rodeaban. Antes se hubiese atrevido a discutir sobre filosofía con un camello que intentar razonar con aquella tozuda mujer.
Y había aceptado ayudarla…, incluso había participado en la mayoría de los preparativos. Cumplir una palabra dada era algo importante y Hasheth sabía que la medida de un hombre no era necesariamente la agudeza de su espada o de su inteligencia, ni siquiera la suma de dinero que poseyera ni la posición social que pudiese ostentar. No, la verdadera medida de un hombre era el peso de su palabra. Algún día confiaba en tener poder suficiente para que los hombres obedecieran sus órdenes sin rechistar. Por el momento, y con aquella mujer, deseaba que se lo valorase por ser un hombre de honor, una parte importante y de confianza de sus interesantes planes clandestinos. Y, además, lord Hhune lo había impelido a que se ganara la confianza de los Arpistas.
Hasheth alargó la mano y estiró con gesto imperioso el llamador. Un joven sirviente apareció de inmediato en la puerta, frotándose unos ojos soñolientos. El príncipe le tendió una nota sellada; las explicaciones eran innecesarias, el criado había sido aleccionado desde pequeño y sabía con exactitud lo que debía hacer. La nota llegaría a manos de otro contacto, que pondría en marcha una elaborada cadena de acontecimientos. Hasheth había sido un alumno aplicado de los Arpistas y había aprendido mucho.
—¿El barco? —preguntó ella.
—Todo está a punto —le aseguró el príncipe—. Saldré del palacio, montaré en uno de los caballos que tengo en el establo público y me dirigiré a la puerta del sur. Cuando abran, al alba, nos uniremos los dos a una caravana y nos dirigiremos al sur hasta el río Sulduskoon, yo como representante de los intereses marítimos de Hhune, tú vestida de cortesana contratada para que hagas más placentero mi viaje. Cuando lleguemos al río, podrás marcharte. En cuanto la caravana complete su viaje de negocios, conduciré a tu yegua sana y salva a la guarida oculta de Chatarrero mientras que tú sigues río arriba rumbo a un destino que no te has dignado compartir con tu aliado de confianza.
Arilyn respondió a la retahíla con una simple señal de asentimiento, y ante el intento de Hasheth de obtener información de ella, se limitó a permanecer en silencio.
—Entonces, al alba —concluyó mientras se colaba por la trampilla baja.
Hasheth escuchó el débil eco que dejaban sus pisadas en la estrecha escalera y se maravilló una vez más de que no trastabillara ni se cayese en la oscuridad. La trampilla estaba oculta en la piedra de la chimenea que se utilizaba para caldear la estancia durante las noches frías y el mismo túnel estaba excavado en los gruesos muros del palacio. Se preguntó qué diría su padre, el bajá, si supiera que una asesina de la categoría de Arilyn podía introducirse en palacio casi a voluntad.
«Nada bueno, diría», concluyó Hasheth con una tirante sonrisa. Cerró la puerta y empezó a ultimar los preparativos para el viaje. Últimamente, el bajá apenas había cruzado palabra con el inquieto joven y no le había complacido la solicitud de Hasheth para entrar al servicio de lord Hhune, aunque con el tiempo lo había aceptado simplemente para silenciar a su joven y conflictivo hijo.
Hasheth no entendía cómo su padre era incapaz de ver la importancia de hombres como Hhune, o la amenaza potencial que suponía su ambición. Recordó la advertencia que le había hecho Arilyn, e hizo un sombrío gesto de asentimiento. El breve pero espectacular reinado del bajá Balik llegaría pronto a su fin.
Y así debía ser. Desde su primer encuentro con Arilyn, había aprendido una lección importante: conoce a tu enemigo. Si Balik no era capaz de reconocer a los suyos, se merecía su declive.
Y él, Hasheth, encontraría el modo de beneficiarse de esa eventualidad. «Quizá —pensó mientras dejaba atrás las puertas de palacio—, podría ayudar a que suceda lo inevitable».
En los lujosos jardines que rodeaban el palacio, casi invisible entre las ramas de un vistoso árbol exótico, Hurón espiaba cómo la semielfa avanzaba al amparo de las sombras junto al muro.
Arilyn alzó una parra que ocultaba un pedazo de pared y rozó con los dedos la lisa superficie de piedra. De la nada se abrió un hueco cuando un panel de pared se deslizó en silencio a un costado. Cuando se hubo introducido, la puerta se cerró a su espalda y la parra recuperó su posición. Ni siquiera la aguzada vista de Hurón fue capaz de distinguir un contorno distinto ni señal alguna del lugar donde estaba la puerta oculta.
Apostada en su árbol, Hurón esperó pacientemente hasta que la semielfa finalizó su cita y volvió a salir a la oscuridad. Y luego, siguió esperando un rato más. El misterio que constituía Arilyn Hojaluna no quedaría resuelto con una confrontación directa sino que Hurón tendría que ir encajando las piezas en su lugar lo mejor que pudiera. Deseaba ver quién más salía de palacio.
Para su sorpresa, el contacto de la semielfa no resultó ser un vigilante de palacio, ni un mayordomo semielfo, sino uno de los hijos menores del bajá reinante. Hurón recordaba al muchacho gracias a su fallido intento de entrar en la Cofradía de Asesinos. Ahora que pensaba en ello, recordaba que Arilyn se había introducido en la cofradía poco después de que Hasheth se hubiese ido. No había establecido ninguna conexión entre ambos hechos, y en apariencia, debería haberlo hecho.
Hurón salió tras el joven príncipe. Seguirlo era sencillo porque en aquella parte de la ciudad eran norma los jardines con gran profusión de vegetación, y los árboles de flores exóticas que se alineaban a ambos lados de las calles estaban tan pegados los unos a los otros que sus ramas quedaban entrelazadas. Fue capaz de seguirlo durante varias manzanas sin que sus pies tocaran una sola vez el suelo.
Al final, el joven se introdujo en un establo y salió un instante después a lomos de una bonita montura amnish. Hurón esbozó una mueca. No tenía ni idea de montar a caballo, pero si el joven iba lejos, seguirlo a pie podría resultar difícil.
La asesina se plantó en la calle y se introdujo en el establo. Tras silenciar al mozo de cuadra, seleccionó con rapidez una yegua de aspecto apacible y le envolvió las pezuñas para que las herraduras no hiciesen ruido. Luego, con toda la calma que pudo reunir, sacó al animal de la cuadra y se montó sobre su lomo desnudo. Cabalgaría, si era necesario, ¡pero ningún poder debajo de las estrellas la obligaría a humillar a una criatura inteligente con una silla de montar y bridas!
Hurón acarició la crin de la yegua y se inclinó hacia adelante para susurrarle unas palabras en el lenguaje de los centauros. En apariencia, la yegua comprendió la esencia de su solicitud porque giró las orejas hacia atrás y salió al trote en persecución del semental de Hasheth.
A medida que transcurría la noche, las profundas sombras del bosque empezaron a tornarse verdosas como anuncio de la inminencia del amanecer. Los guerreros elfos que habían sobrevivido a la incursión aceleraron el paso porque la muerte que los perseguía podía avanzar a mayor velocidad con la llegada de la luz.
Exhaustos, acongojados, soportando las marcas del combate como lo hacían sus camaradas muertos y heridos, los elfos se retiraban a su hogar en el bosque. Progresaban con lentitud, porque no eran capaces de abandonar a sus heridos y avanzar por los árboles; temían el uso que podían hacer de los elfos apresados. Les habían llegado rumores de que el cuerpo de Gorrión había sido colocado entre los humanos ajusticiados de una caravana procedente del Norland, y que sus flechas habían sido utilizadas contra los mercaderes.
El ladrido distante de los sabuesos de caza se convirtió en triunfante y estridente.
—Han encontrado un rastro de sangre —aseguró Korrigash con voz sombría mientras alzaba el cuerpo fláccido de un elfo macho que portaba a la espalda como llevaría un cazador un ciervo abatido.
Foxfire hizo un gesto de asentimiento y posó la mirada en el rostro de la muchacha que llevaba en brazos. Ala de Halcón era su nombre, un nombre nuevo con el que Tamara había bautizado a la niña para señalar su aceptación en una nueva tribu. Le sentaba bien el nombre; había luchado como un ave de presa acorralada y había abatido a varios humanos antes de que una daga cobarde le rajara la espalda…
Sobreviviría, se repetía una y otra vez Foxfire en silencio, mientras contemplaba sus ojos negros relucientes por el dolor y la impulsaba a vivir. La tribu tenía necesidad de individuos con un coraje y un espíritu parecido a los que poseía esa niña. Tamara había reclamado la niña para el clan Báculo de Roble y estaba dispuesta a criarla, pero Foxfire la entrenaría, porque sabía reconocer a un líder de guerra en cuanto veía uno.
Ala de Halcón se agitó en sus brazos y su mirada se cruzó con la intensa contemplación de Foxfire.
—Bájame —pidió en un susurro apenas audible—. ¡Huid! Somos demasiado pocos para plantar combate y el Pueblo no puede permitirse soportar más pérdidas esta noche.
—Tiene razón —intervino Korrigash con suavidad.
Pero Foxfire sacudió la cabeza e hizo recuento con rapidez de los efectivos que les quedaban. Las perspectivas no parecían buenas. Veinticuatro elfos de Árboles Altos podían todavía correr y luchar, pero sólo dos de los elfos rescatados podían caminar sin asistencia. Los elfos portaban también tres cadáveres y varios heridos graves. No había ninguno que hubiese escapado sin heridas de ningún tipo. No podía quedarse y luchar. Tal como estaban, no.
Se volvió hacia Tamara.
—Tú que eres la más veloz, avisa a Árboles Altos. Necesitamos a tantos guerreros como puedan reunir y nos encontraremos con ellos en las marismas que hay al sur de aquí.
La mujer asintió al comprender enseguida lo acertado de su plan. Los elfos necesitaban descansar y curar a los heridos, y no existía lugar más propicio para hacer eso que los pantanos bajos. En ese valle, siempre oscuro y frío, el bosque se veía cubierto por un espeso manto de niebla. Los troncos enormes de varios cedros milenarios, árboles que no vivían ni crecían pero cuyas raíces se mantenían firmes, habían sido horadados para construir refugios de emergencia. Allí crecían en abundancia plantas curativas y, si los humanos osaban perseguirlos hasta aquel lugar, se encontrarían con un campo de batalla que no les iba a resultar de su agrado. El terreno era blando, en algunos tramos peligrosamente pantanoso, y el suelo se veía densamente cubierto de plantas de tallos largos, semejantes a helechos, que llegaban a cubrir a un elfo hasta el hombro.
—Debemos hacer lo que podamos para impedir la persecución —añadió Foxfire—. Tú, Eldrin, Sontar, Wyndelleu…, subíos a los árboles y haced una batida hacia atrás. Intentad cazar a los perros. Abatidlos y habréis detenido a los humanos. Acorralad a los hombres y conducidlos hacia el norte. Flechas verdes únicamente —les advirtió.
»Y tú, Tamsin —prosiguió, volviéndose hacia el joven guerrero que tenía las ropas manchadas de sangre, aunque ninguna mancha era propia. Foxfire no se atrevía a mandarlo en persecución de los humanos después de esa noche de combate, porque Tamsin tenía tanta ansia de sangre como un troll—. Ve rumbo al norte, a las cavernas que hay más allá del bosque ceniciento. Despierta a la joven dragona blanca que allí dormita y haz que te persiga hasta aquí para atraerla hasta los humanos; asegúrate de que se ocupa de ellos. Luego, sube a los árboles y regresa con nosotros.
Una mueca salvaje se dibujó en el rostro del joven elfo al imaginar los resultados del pían de su jefe.
—Y dejaré un manojo de menta de invierno en su guarida, ¡para que luego pueda limpiarse el terrible sabor a humano de la lengua!
Los guerreros elfos se desvanecieron con el bosque para cumplir los deseos de su jefe.
—Buen plan —alabó Korrigash, volviéndose hacia su amigo—. Pero ¿será suficiente para detenerlos?
—¿Por ahora? Quizá sí —repuso Foxfire en voz baja—. Pero no por mucho tiempo.