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Tethyr era una ciudad de contrastes y contradicciones. Las tradiciones antiguas y los usos modernos, las pretensiones de la realeza y el fervor por la igualdad convivían de forma inestable en una tierra cuya complejidad natural sólo era comparable a sus recientes infortunios. Encajada entre los páramos y montañas de Amn y los vastos reinos desérticos del sur, Tethyr poseía una vegetación propia de tierras más septentrionales y un clima templado. El territorio era una mezcolanza de fértiles tierras de labranza, profundos bosques y colinas bañadas por el sol tan secas e inhóspitas como un desierto. Las costumbres y los intereses de los habitantes de la zona eran tan diversos como la misma tierra.

Pero Espolón de Zazes, la ciudad más importante de tan agitado territorio, estaba decantada de pleno hacia el sur. La ciudad portuaria se reflejaba en una bahía de aguas profundas, en plena desembocadura del río Sulduskoon, y por ella pasaban importantes rutas comerciales. Espolón de Zazes controlaba el comercio y el tránsito de viajeros de muchos territorios, pero su actual dirigente, un sureño llamado Balik, se esforzaba por limitar la influencia de los extranjeros. Nieto de un comerciante calishita, se había nombrado a sí mismo bajá y cultivaba un esplendor oriental, y un desprecio por todo lo norteño, que evocaba las costumbres de sus antepasados. Desde que el bajá Balik se había alzado con el poder una docena de años atrás, grandes zonas de la ciudad habían adquirido un tono decididamente sureño. En Espolón de Zazes podía verse reflejado lo mejor y lo peor de la gran ciudad de Calimport: lustrosos palacios de mármol blanco, recortados jardines repletos de plantas exóticas, anchas avenidas y mercados al aire libre perfumados de especias raras se disputaban el espacio con barriadas de chabolas y callejones estrechos donde imperaba el crimen.

No obstante, aunque pareciese una contradicción, la mayoría de las actividades ilegales de Espolón de Zazes se llevaban a cabo en los barrios más elegantes de la ciudad. La Escuela del Sigilo, un lugar donde se enseñaba todo tipo de artes marciales y que era en realidad una fuente oculta de suministros para la poderosa Cofradía de Asesinos, estaba situada en un extenso recinto en las afueras de la ciudad. Las intrigas estaban siempre en boga en la ciudad, y los precios de mercado de los servicios de un asesino eran elevados.

Y también lo era el precio por la vida de un asesino.

Arilyn Hojaluna caminaba con paso ligero por el estrecho callejón trasero que conducía a la Cofradía Femenina haciendo menos ruido que su sombra. Era una mujer esbelta de metro ochenta de estatura, con cabellos negros como el cuervo que caían ondulados sobre los hombros y unos ojos de un tono azul oscuro poco usual salpicados de vetas doradas…, unos ojos muy hermosos que podrían haber servido de inspiración a los juglares, si no hubiesen reflejado tanta cautela y severidad. Pálida como la luz de luna y alerta como un gato al acecho, Arilyn tenía un aspecto tenso y atento, y la mirada precavida y nerviosa de quien se detiene poco a comer y a dormir. Un asesino tenía pocas alternativas: o vigilaba constantemente, o moría.

La semielfa formaba parte de la Cofradía de Asesinos desde hacía varios meses y no se la consideraba un objetivo fácil. Los asesinos profesionales de Espolón de Zazes se regían según una jerarquía muy estricta y la faja de seda gris pálido que Arilyn llevaba ceñida a la cintura proclamaba su alta categoría como asesina. Sin embargo, todavía había algunos que se negaban a creer que una mujer, y mucho menos una semielfa procedente del bárbaro Norland, pudiera defender el Fajín de Sombra que ostentaba.

El sistema para avanzar en el seno de la cofradía era sencillo: un asesino que ambicionara subir en el escalafón sólo tenía que matar a alguno de rango superior y apoderarse de su fajín. Arilyn había defendido su posición más veces de las que se atrevía a admitir y, cuando se veía forzada a hacerlo, luchaba con una gélida destreza y una furia todavía más fría que estaba empezando a ser legendaria entre los asociados. Y no obstante, ninguno de ellos sospechaba que la semielfa sólo deseaba librarse de su oscura y, a todas luces inmerecida, reputación. Y nunca lo sabrían, porque debido a su naturaleza solitaria y cautelosa, a cada nuevo desafío Arilyn se tornaba más precavida y se intensificaba su aislamiento.

Gracias a los meses en que había tenido que luchar tenazmente para conseguir sobrevivir, los instintos de Arilyn eran tan aguzados como el filo de una hoja de rapsoda de la espada. No necesitaba oír pisadas o atisbar una sombra para saber que la perseguían, ni tampoco esperaba oír ningún sonido porque actuar en silencio era la primera lección que se enseñaba a un asesino y porque la tenue luz que emergía de las ventanas altas y estrechas de la Cofradía Femenina a cuyos pies caminaba proyectaba sombras a su espalda. No obstante, Arilyn sabía que la estaban siguiendo. No hubiese estado más convencida de ello si su perseguidor hubiese anunciado sus intenciones con el fragor de una trompa de caza y el ladrido de los sabuesos.

Aun así, le latió varias veces el corazón antes de que llegara a atisbarlo. Aunque era semielfa, Arilyn poseía la agudeza visual propia de los elfos: captaba los más nimios detalles y su visión alcanzaba tanto a lo largo como a lo ancho. A su espalda, casi en el perímetro de la zona donde alcanzaba a ver, vislumbró una figura alta y corpulenta que se ocultaba tras una capa con capucha y que reducía con rapidez la distancia que los separaba.

Nadie en particular tenía motivos para adentrarse por aquel callejón más que Arilyn y sus colegas hembras, porque la torre alta y estrecha que albergaba la Cofradía Femenina era el edificio más alejado y humilde del recinto. Por eso, parecía evidente que el hombre que la seguía pretendía subir en el escalafón de los asesinos.

Sin embargo, Arilyn siguió avanzando con paso tranquilo, sin dar indicios de que había detectado la presencia del asesino. A pocos pasos por delante de su posición había un cruce que desembocaba en una calleja todavía más estrecha que separaba los altos muros del recinto de la opulenta Cofradía Masculina de la Sala del Consejo. Seguramente el asalto se produciría allí.

Cuando apenas le separaba un paso del callejón, Arilyn se puso rápidamente en acción. Con un único y ágil movimiento, se dio la vuelta, agarró la capa del hombre con ambas manos y se precipitó de espaldas al suelo para rodar por él con el sobresaltado asesino bien sujeto. Antes de que el peso del hombre pudiera aplastarla contra el suelo, la mujer dobló el cuerpo, encogió las piernas sobre el pecho y propinó un fuerte puntapié al hombre que lo hizo volar por encima de su cuerpo y aterrizar pesadamente sobre la suciedad.

Antes de que se desvaneciera el eco del gruñido que soltó el hombre, Arilyn se puso de rodillas junto a él y alargó unas manos convertidas en arma para escudriñar por debajo de la capa un punto en el que pudiese dejar al hombre temporalmente inmóvil.

Sus dedos se hundieron en un costado del cuello del hombre…, pero demasiado hondo, ¡demasiado fácil! Arilyn esbozó una mueca cuando su mano se hundió por debajo de la capa y topó con la punta de los dedos el duro suelo.

Soltó una imprecación por lo bajo y apartó la mano de aquel cuerpo sin sustancia, mientras echaba hacia atrás la capucha que ocultaba el rostro de la aparición. La débil luz de la luna desveló unas facciones sólidas, una mata de pelo poco espesa y salpicada de hebras plateadas y una barba negra con un distintivo mechón blanco.

—Khelben —musitó en tono de exasperación mientras se levantaba y observaba con gesto cansino la figura que, con una dignidad encomiable dadas las circunstancias, se estaba poniendo despacio de pie mientras se sacudía el polvo de la capa.

En aquel momento, Khelben «Báculo Oscuro» Arunsun, archimago de Aguas Profundas, Maestro Arpista y su inmediato superior, era la persona que menos ganas tenía Arilyn de ver. Los Arpistas habían enviado a la semielfa y a su compañero, Danilo Thann, a Espolón de Zazes en misión diplomática y, aunque Khelben no era el responsable del sombrío papel que ella había tenido que adoptar como tapadera, Arilyn tenía pocos deseos de enfrentarse a él, o, mejor dicho, a la «visión» que había sido conjurada y enviada desde muchos kilómetros de distancia para hablar en su nombre. Arilyn suponía que el doble mágico de Báculo Oscuro sería tan amante de las discusiones como el modelo original, y simplemente no se sentía con fuerzas. ¡Estaba dispuesta a cumplir con su deber con los Arpistas, pero maldita sea si tenía que sentarse a conversar sobre su misión!

—Bonita visión —murmuró a modo de saludo mientras alzaba la vista para enfrentarse al doble del archimago—. Más sólida que la mayoría.

Había un matiz de pesar en su voz y la implicación que eso indicaba, que habría preferido atacar a un oponente más sólido, no escapó al archimago. Una sarcástica sonrisa levantó los bordes de su oscuro bigote.

—Yo también me alegro de verte, Arilyn Hojaluna —respondió con un toque de cinismo—. Por Mystra que cada día que pasa te pareces más a tu padre. ¡He visto esa misma expresión en su rostro más veces de las que me atrevería a contar!

Arilyn se puso tensa. La relación con su padre humano era una cosa todavía muy reciente y frágil, demasiado nueva para que se sintiera cómoda con ella y demasiado íntima para hablar de ello como si tal cosa. Y, a decir verdad, aunque había mucho que admirar en aquel hombre, no le gustaba que le recordasen su mezclada herencia.

—Dudo que hayas conjurado un mensajero sólo para charlar sobre tus aburridas peleas con Bran Skorlsun —comentó—. Los dos estamos aquí por asuntos que atañen a los Arpistas. Si no te importa, ve directo al grano.

La imagen de Khelben Arunsun asintió y pidió que le relatara su informe. En pocas palabras, Arilyn describió los progresos que había hecho en su misión de ayudar a desbaratar un intento de las cofradías de Espolón de Zazes por deponer al bajá e imponer las normas de la cofradía. De su presencia en la Cofradía de Asesinos y el tributo cada vez mayor que aquel subterfugio le suponía a ella, nada dijo. Por fortuna, Khelben no insistió en obtener más detalles.

—Tú y Danilo lo habéis hecho bien —confesó el archimago al final—. El bajá Balik es consciente de la amenaza y vuestra amistad con el príncipe Hasheth ha proporcionado a los Arpistas un contacto muy valioso en palacio. Ahora que la situación en Espolón de Zazes está bajo control, al menos por ahora, ha llegado el momento de que hablemos de otros asuntos. ¿Te has enterado de los últimos disturbios en el bosque de Tethir?

La Arpista hizo un gesto de asentimiento, recelosa.

—Entonces, sin duda, habrás oído hablar del último ataque contra una caravana. Se culpa a los elfos de semejante atrocidad, como en las demás ocasiones. En tu opinión, ¿qué crees que hay de cierto en tales acusaciones?

—Podría ser cierto —respondió con sinceridad—. Los elfos verdes son unos individuos feroces e impredecibles que fueron maltratados durante el reinado de la antigua familia real de Tethyr. Tienen viejas inquinas en contra de los humanos y a saber qué pueden haber hecho recientemente para provocarlos…

—Eso es lo que debemos averiguar —concedió el archimago—. Por cierto, los Arpistas han decidido enviarte hacia el bosque para que busques respuestas e intentes aportar una solución al conflicto.

La mirada de Arilyn se tornó fría.

—¿Me enviaréis a Tethir? ¿En qué condiciones?

—¿Qué quieres decir? —preguntó el archimago mientras arqueaba las negras cejas, interrogante.

—¿Me enviaréis como asesina? —preguntó en tono brusco. Aunque los Arpistas no serían capaces de pedirle jamás nada remotamente parecido, se le antojaba que el hecho de deponer a los cabecillas de la pandilla de elfos causante de los disturbios podía considerarse una solución al problema.

—No esperaba de ti una pregunta semejante —la riñó Khelben.

A Arilyn no se le escapó el matiz de que las palabras del archimago podían interpretarse de multitud de formas diferentes, cosa que no la sorprendía porque Khelben tenía la enojosa costumbre de dar respuestas vacías de información. Aun así, la cautelosa semielfa habría preferido obtener una negativa más explícita.

—Dime, pues —preguntó sin alterarse.

—Descubre qué está sucediendo…, qué asuntos y qué motivos de fricción hay entre ambos bandos. Haz lo que puedas por conseguir algún tipo de compromiso entre los elfos del bosque y los humanos.

Arilyn recibió estoicamente la información, pero en verdad sintió que su mente retrocedía ante el peso de la tarea que le encomendaban. ¿Conseguir que los elfos se comprometieran? ¿Y que se comprometieran con qué? ¿Con permitir la cesión de otra zona de su bosque, siempre menguante, para que los granjeros plantaran nabos? ¿Con cortar varios centenares de árboles milenarios para ensanchar la Ruta Comercial? ¿Aceptar encogerse de hombros impotentes cuando la marea de mercaderes desaprensivos o aventureros se extendiera sin control? ¿Establecer una cuota de cuántas criaturas del bosque podían caer en trampas o ser abatidas por partidas de sabuesos, ambos sistemas abominables según los usos de los elfos? ¿Mirar hacia otro lado cuando aparecían de vez en cuando bandas de traficantes de esclavos calishitas o amnitas a cazar jóvenes elfos o doncellas para venderlos como seres «exóticos»? ¿Aceptar en principio comprometer una de las últimas fortalezas de elfos del bosque y acelerar así el declive del Pueblo elfo?

—¿Compromiso? —En una sola palabra, Arilyn consiguió comprimir toda la fuerza, aunque no el detalle, de sus tácitas objeciones.

La imagen mágica de Khelben se quedó mirando a la encolerizada semielfa.

—¿Qué alternativa hay? ¿Qué posibilidad tienen los elfos si prosigue el conflicto y estalla una guerra? ¿Y cómo afectaría ese conflicto al débil equilibrio que hay en Tethyr? No, ¡tienes que conseguir que esos elfos se atengan a razones! Convive con ellos; gánate su confianza.

En opinión de Arilyn, aquella sugerencia era tan absurda como la primera. Que ella supiera, nadie había conseguido infiltrarse jamás en una colonia de elfos del bosque. La mayoría de los Sy-Tel’Quessir eran de carácter solitario y desconfiaban incluso de los demás elfos. Ser un elfo de la luna era ya un grave impedimento, pero, para Arilyn, confesar su naturaleza semielfa significaría una muerte instantánea. Los elfos del bosque de Tethir tenían motivos suficientes para odiar y desconfiar de los humanos y de todas las subrazas elfas; muchos elfos veían a los semielfos como abominaciones indescriptibles. Por supuesto, Arilyn había fingido ser elfa con anterioridad, pero nunca durante tanto tiempo como aquella misión requería.

Al menos Khelben tenía razón en una cosa: antes de que pudiera comentarse nada de su misión, tendría que ganarse el respeto de los elfos. Arilyn había aprendido al cabo de los años que el mejor modo de ganarse el respeto para una persona como ella, una hembra semielfa que no podía presumir de familia, de linaje o de nombre, era hacer valer su destreza con la espada. Además, era de verdad muy buena luchadora, pero como los elfos tenían reconocida fama de ser muy hábiles en la lucha, no se dejaban impresionar con facilidad. Arilyn había llevado a cabo multitud de misiones difíciles para los Arpistas, pero aquélla era la primera que parecía casi imposible y la primera que sentía deseos de rechazar.

—Necesito tiempo para pensar en todo eso —comentó a la imagen del archimago.

—Ya lo suponía. Lo imposible siempre requiere un poco más de tiempo —respondió Khelben con una mueca, mientras citaba una frase que solía pronunciar su sobrino y aprendiz Danilo Thann.

Arilyn respondió con un tenso gesto de asentimiento y se volvió para marcharse. No deseaba pensar en Danilo en aquel instante, porque su compañero Arpista no se sentiría muy satisfecho al saber que se le encomendaba una misión que lo excluía. No es que su partida fuese inminente, si es que llegaba a producirse, ya que aquella misión requeriría el tipo de planificación y atención a los detalles que solía reservarse a las bodas reales o a las invasiones a gran escala.

Después de olvidarse de su proyecto de dormir un rato aquella noche, la semielfa salió del recinto de la Escuela del Sigilo y se encaminó a una taberna que conocía en el puerto. Había oído decir que cierto capitán de las Moonshae, un antiguo pirata al que le gustaba comerciar con cosas originales, acababa de atracar en Espolón de Zazes. Tenía especial predilección por los documentos valiosos, tanto genuinos como falsificados, y poseía un vasto conocimiento sobre costumbres elfas que sobrepasaba con creces el de la mayoría de los humanos. Corrían rumores de que una de sus recientes pasajeras hembras, una druida de raza elfa verde, se había hecho muy amiga suya, o quizá hasta amante. Las relaciones entre elfos salvajes y humanos eran extremadamente raras, pero Arilyn conocía bien a aquel hombre y sabía que podía ser cierto. Además, corría también el rumor de que su barco, el Caminante en la Niebla, era uno del escaso puñado de barcos humanos a los que les estaba permitido atracar en la isla elfa de Siempre Unidos. En definitiva, era justo lo que Arilyn necesitaba.

Si tenía que fingir ser una elfa de la luna, tenía que encontrar un modo de explicar y legitimar su presencia en el bosque de Tethir. Y si existía una persona capaz de proporcionarle las falsificaciones precisas, o tal vez sugerirle una estrategia para hacerle ganar la confianza de la comunidad del bosque, era aquel capitán.

La noche era cálida a pesar de que el verano acababa de empezar y el sabor salobre del sudor se palpaba mezclado con el aroma del mar en la taberna. Como de costumbre, La Ballena Rota se veía atestada de marineros borrachines que acudían en busca de una jarra interminable de cerveza y un poco de diversión, y para observar a las mujeres de dura mirada que servían ambas cosas por el precio de unas monedas de plata. Era casi igual que el resto de las tabernas que se alineaban en el muelle, salvo por la docena de habitaciones que había en el piso superior y que albergaban mullidas camas con colchones de plumas y ropa blanca, por no mencionar a los hombres profusamente armados que custodiaban cada una de las puertas. Aquéllos que conocían bien los puertos de la costa de la Espada acudían a La Ballena Rota en busca de una habitación limpia y una noche segura de sueño, lujos en cualquier ciudad y una rareza en Espolón de Zazes.

Arilyn no tuvo ninguna dificultad en localizar al capitán Carreigh Macumail entre la multitud. Una masa de cabellos rubios ensortijados, una barba larga y cuidadosamente trenzada, el brillante tejido azul y verde de una falda escocesa de categoría, los extravagantes volantes de encaje que la camisa blanca lucía en cuello y puños…, todas esas cosas lo hacían destacar entre la tosca clientela habitual de La Ballena Rota. Además, era con diferencia el hombre más grande de la sala: casi ciento veinte kilos de peso repartidos en una estructura que sobrepasaba los dos metros de altura. Con el peso del cuerpo repartido entre dos sillas, un corpulento brazo recostado sobre el respaldo de una tercera y las botas apoyadas en una cuarta, Macumail bebía a sorbos una cerveza coronada de espuma mientras intercambiaba historias de guerra con una pareja de piratas de Las Nelanthers.

Mientras la semielfa se abría paso a través de la atestada taberna, vislumbró a muchas personas que cuchicheaban con la cabeza baja, urdiendo conspiraciones mientras mantenían las manos cerca de las empuñaduras de sus armas. Declinó una oferta de diversión proferida por uno de los pocos camareros masculinos de la taberna y al ver que un joven de aspecto duro le dedicaba una mirada apreciativa, le devolvió la mirada con tanta frialdad que el tipo bajó la vista para contemplar el fondo de su jarra de cerveza. Eso era Espolón de Zazes, y aquella noche los negocios se urdían como de costumbre.

A modo de saludo, Arilyn dio un puntapié a la silla que sostenía los pies de Macumail y el capitán se levantó de inmediato para quedarse en posición de alerta con una rapidez que parecía incompatible con su talla. Cuando observó con ojos entrecerrados a Arilyn, su rostro reflejó en un primer instante sorpresa, y luego regocijo.

—¡Bienvenida seas, Dama de la Hoja de Luna! —saludó divertido con una voz profunda que resultaba interesante gracias al ligero deje propio de las norteñas islas Moonshae—. Veo que la voz corre rápida en este puerto. ¡No pensaba verte hasta dentro de un par de días!

Sus palabras dejaron perpleja a Arilyn.

—¿Me habías mandado a buscar?

—En efecto. —Hizo una pausa para desviar la vista hacia los piratas, que lo observaban con interés—. Ha sido un verdadero placer, muchachos. Dejad que esta noche pague yo la cuenta para agradeceros el intercambio de relatos.

Los dos hombres captaron la indirecta y, tras recoger sus bebidas todavía llenas y una fuente de cordero guisado entre los dos, se marcharon en busca de una mesa desocupada.

Arilyn eligió una silla vacía que le permitía mantener la espalda contra la pared. Mientras el capitán Macumail llamaba al camarero para pedir vino, giró la silla y se sentó a horcajadas, con las manos cruzadas tras el respaldo de travesaños. Aquella postura no sólo le resultaba cómoda sino que también le proporcionaba un arma manejable y no letal que blandir si había una escaramuza en la taberna. Arilyn nada tenía que envidiar a un aventurero experimentado y con el tiempo había aprendido a manejar la silla con tanta soltura como blandía la espada.

—¿Qué querías de mí? —empezó, para abrir el diálogo.

El capitán Macumail frunció el entrecejo y alargó una mano para coger la bolsa plana de cuero que llevaba atada en un hombro.

—Tengo una carta fascinante para ti —explicó mientras extraía un fajo de papeles de la bolsa—. Echa un vistazo a esto, si quieres.

La Arpista ojeó el pergamino que Carreigh Macumail le tendía. El capitán le había proporcionado documentación falsa en varias ocasiones con anterioridad y sus credenciales siempre resistían el examen más pormenorizado. Aquélla estaba especialmente bien falsificada, desde la delicada escritura elfa a la reproducción de un sello de la familia Flor de Luna, la familia real de Siempre Unidos. Era una obra de arte.

Arilyn soltó un silbido apreciativo.

—Bonito trabajo.

—Mucho me gustaría poderme atribuir el mérito. —Macumail rozó el pergamino color crema brillante con la reverencia de quien toca algo sagrado—. Mi querida señora, éste es el papel original y va dirigido a ti.

La semielfa se lo quedó mirando fijamente.

—No hablarás en serio.

—Léelo —le urgió él—. A mí me parece bastante serio.

—Retirada a la Isla Natal…, seréis bien recibidos en las profundas espesuras de Siempre Unidos —musitó Arilyn, mientras examinaba el pronunciamiento y traducía automáticamente las palabras elfas a la lengua más utilizada entre los comerciantes, el Común.

Al final, dirigió una incrédula mirada a Macumail.

—Procede de Amlaruil de Siempre Unidos. Es una misiva oficial para nombrarme embajadora.

—Ajá…, en efecto. Me la entregó a mí en persona. Lady Laeral Manoplata estaba con la reina en ese momento y también me dio una carta suya.

Laeral Manoplata era una de las pocas personas que empleaban la magia y que se había ganado la confianza y el respeto de Arilyn. A diferencia de la mayoría de los estudiantes de lo misterioso, que a menudo parecían distanciarse del mundo que los rodeaba y se volvían indiferentes al impacto que sus hechizos pudiesen tener sobre los demás, Laeral tenía una agradable tendencia a ser práctica. Como antigua aventurera, con cierta dosis de rufián que todavía conservaba, lady Arunsun apreciaba más los resultados que el protocolo. Se llevaba bastante bien con Arilyn y la semielfa se sentía inclinada a escuchar cuando Laeral hablaba.

Todavía aturdida, Arilyn fue ojeando los papeles hasta que encontró la carta de Laeral, donde la maga le instaba a actuar en nombre de la reina Amlaruil para poder combinar su misión con la tarea que en breve le propondrían los Arpistas.

La semielfa dejó las hojas de pergamino sobre la mesa antes de echarse hacia atrás y mesarse los cabellos por el giro inesperado que habían tomado los acontecimientos. En cierto modo, era la respuesta que había estado esperando. No creía en la idea de que los elfos del bosque aceptaran ningún tipo de compromiso, pero tal vez, sólo tal vez, sí serían capaces de considerar la idea de retirarse a Siempre Unidos.

La gran pregunta seguía, sin embargo, ahí: ¿por qué mandarla a ella? ¿Por qué había sido elegida como emisaria de Siempre Unidos ella, que no podía reclamar más herencia elfa que la hoja de luna que llevaba atada al cinto?

Una sonrisa fugaz y cínica asomó a los labios de la semielfa. Quizá fuera ésa la respuesta, pensó. ¡Tal vez la familia real había encontrado por fin un modo honorable de reclamar la espada de Amnestria!

Lo habían intentado hacía una treintena de años, cuando la madre de Arilyn, la exiliada princesa Amnestria, había sido asesinada en la lejana ciudad de Evereska, dejando en herencia la hoja de luna a su hija semielfa. La familia de Amnestria había acudido al funeral, aunque Arilyn no tenía ni idea de dónde procedían, pero sí recordaba con diáfana claridad el disgusto de los elfos cuando se enteraron de aquella herencia, así como sus exaltadas quejas de que sólo un elfo de la luna de sangre pura y corazón noble podía blandir aquella espada. Aunque la familia de Amnestria había discutido el asunto en presencia de Arilyn, nadie tuvo una sola palabra de consuelo para la acongojada niña…, ni una sola palabra de consuelo ni de simple aceptación de su existencia. Los elfos reales portaban velos de luto que oscurecían sus facciones y ella apenas había podido atisbar sus rostros. Y ahora, de repente, ¿esa fría reina sin rostro decidía conceder a Arilyn el honor de una misión real? ¿Una que parecía a todas luces imposible y que, a ojos de Arilyn, podía ser incluso suicida?

En verdad, la semielfa no creía que la reina elfa buscara con premeditación su muerte, pero no alcanzaba a comprender qué razonamiento le impulsaba a encomendarle semejante misión, y ese desconocimiento, unido a unos recuerdos dolorosos, la encolerizaba.

Arilyn alargó la mano para coger la carta real y luego, con deliberada lentitud, arrugó el pergamino hasta formar con él una bola y la encestó en la copa de vino medio llena que había sobre la mesa.

—Confío en que tendrás la amabilidad de hacer llegar mi respuesta a la reina —murmuró parodiando el tono de respeto que el protocolo exigía.

—¿Es tu última palabra? —preguntó Carreigh Macumail, en cuyo semblante quedaba patente la consternación.

La semielfa se retrepó y cruzó los brazos sobre el pecho.

—De hecho, me gustaría añadir unas palabras sobre este asunto. Que las transmitas o no, lo dejo a tu elección. —Acto seguido procedió a describir lo que la reina elfa podía hacer con su ofrecimiento, con tanto lujo de detalles y expresividad que el color desapareció de las rubicundas mejillas del capitán.

Durante largo rato el marino se quedó simplemente mirando a Arilyn. Luego, suspiró y al hacerlo el tonel que constituía su pecho se movió arriba y abajo.

—Bueno, dicen que hasta el viento más huracanado puede cambiar de rumbo —comentó—. El Caminante en la Niebla permanecerá anclado en el puerto durante un par de semanas, por si decides cambiar de opinión.

—Yo no apostaría nada —le aconsejó Arilyn mientras se ponía de pie. Lanzó un par de monedas sobre la mesa para pagar su bebida y luego se marchó.

Macumail se quedó observando cómo se marchaba. Una achispada marinera se levantó para obstaculizar el paso a Arilyn, con una mano apoyada en la empuñadura de su daga y una sonrisa desafiante en los labios, pero la semielfa ni siquiera aflojó el paso. Le endilgó un revés a la mujer que la hizo girar sobre sus talones y caer de bruces sobre una mesa donde se celebraba una partida. Los dados y las jarras de cerveza medio vacías salieron disparadas y el seco crujido de la madera al partirse se mezcló con las exclamaciones de sorpresa de los jugadores que habían sido interrumpidos. La mujer se quedó gimiendo entre los restos de la mesa, pero Arilyn no se molestó siquiera en mirar atrás.

La mirada del capitán pasó de la marinera borracha al pergamino empapado de vino que estaba sobre la mesa. Contempló el documento echado a perder con pesar. Luego, volvió a suspirar y extrajo un duplicado de la bolsa.

Siguiendo indicaciones de Laeral, la reina elfa había hecho redactar cinco copias de la comisión de Arilyn Hojaluna. Laeral había explicado tanto a la reina como al capitán que la perseverancia era la única arma de que disponían.

Tras presenciar el primer rechazo de la Arpista, ¡Carreigh Macumail empezó a temer que cinco copias no fueran suficientes!