16. Eclipse

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ECLIPSE

Así que pasé la mañana atando cabos sueltos —dijo Fen—. Hablé con Weems, vi a Stagge, conversé con Etherege…, por casualidad, fue él quien me proporcionó uno de los ingredientes que me faltaban para completar mi plato. Luego visité a Brenda y se lo conté todo, y me fui a tomar unas cervezas a The Beacon con Daphne y el señor Plumstead.

—¿Se está recuperando Brenda? —preguntó el director.

—Oh, sí. Rápidamente.

—¿Y Stagge?

—No tenía quemaduras tan graves como creímos en un primer momento. Le han puesto vendas, claro, pero no está en cama. Y respecto a Plumstead, aunque sacó a Galbraith fuera del coche no parece haber recibido daño alguno en absoluto. Cualquiera diría que es una salamandra. Le ha cogido gusto a The Beacon, y me ha dicho que piensa pasar el resto de sus vacaciones por aquí.

Al día siguiente de la fiesta de entrega de premios y diplomas, por la tarde, Fen y el director se encontraban sentados en el despacho del edificio Davenant. Al otro lado de las ventanas, el recinto escolar estaba casi desierto, pues la mayoría de los chicos estaban pasando el día con sus padres. La lluvia de la última noche había roto la racha de buen tiempo, y el cielo estaba encapotado. Soplaba un viento frío y bastante molesto…, tan frío que el director se había animado incluso a encender la chimenea. Fen había desparramado casi horizontalmente su cuerpo grandullón y larguirucho en un butacón de piel; su corbata de sirenas lucía montada sobre la solapa izquierda, y su pelo oscuro y rebelde se proyectaba en pinchos desde la coronilla en todas direcciones; llevaba el rostro bien afeitado, y lucía un agradable rubor gracias a los efectos conjuntos —una noche de pesadilla desde el punto de vista gastronómico pero una sesión pedantesca de copas lo mantenía despierto— de las cervezas en el pub del señor Beresford y el burdeos Haut Brion del director.

—Galbraith… —murmuró el director—. Casi no puedo creérmelo todavía…

—¿Por qué? —preguntó Fen. La psicología de los casos le interesaba, y estaba deseoso de escuchar los puntos de vista del director.

—Porque he trabajado con ese hombre durante muchísimo tiempo. Hemos sido colaboradores estrechos, y ni por un momento me habría imaginado que pudiera ser capaz de semejantes atrocidades. No puedo concebir, en fin, ya sabes, que este sea un caso del que se diga: «bueno, eso le podía haber pasado a cualquiera». Debía tener algo raro en su interior…, pero en ningún momento sospeché sobre él. Antes creía que tenía buen ojo para evaluar la personalidad de las personas, pero jamás volveré a confiar en mis juicios personales.

—Pero, en realidad, ¿lo conocías bien?

—En absoluto —dijo el director—. He estado pensando en ello, y me he dado cuenta de que no sabía nada de él en realidad. Apenas algunos detalles vagos e inocuos sobre su pasado, pero poco más. Si lo hubiera contratado yo, tal vez podría haber sabido algo más de él; pero yo simplemente lo heredé de mi predecesor, que me lo recomendó encarecidamente. Y a fe mía que fue un secretario eficiente: callado, competente, discreto, colaborador. Demasiado eficiente, incluso. Si lo hubiera pensado, me habría dado cuenta de que algo estaba ocurriendo detrás de la fachada que mostraba a todo el mundo. Pero, por lo que yo sé, se comportó de modo absolutamente normal hasta que surgió este asunto de los manuscritos… Lo único que se me ocurre es que estuviese obsesionado con el dinero y la riqueza, y que las enormes sumas de las que se hablaba simplemente lo desequilibrasen mentalmente.

—¿Y Somers? ¿Te sorprende que estuviera involucrado?

—No tanto. El tipo no me caía bien, como te dije, pero no llevaba mucho tiempo aquí, y no lo conocía bien… Pero escucha una cosa, Gervase, me prometiste a la hora de comer que me lo explicarías todo con detalle. Los periódicos de esta mañana no traían nada salvo la redacción pura y simple de los hechos, y aún hay muchas cosas que no comprendo.

—¿Qué quieres saber exactamente? —preguntó Fen, bostezando. Era un dormilón convicto, y dos noches seguidas sin dormir habían conseguido que estuviera medio anestesiado.

El director sacó su pipa.

—Lo primero de todo: ¿cómo supiste todo? Quiero que me lo vayas contado paso a paso, en una secuencia lógica. Luego, una narración cronológica de los acontecimientos, con todos los antecedentes.

—Eso es muy largo —murmuró Fen—. Estaríamos aquí hasta la hora del té.

—No importa. Apenas puedo hacer nada hasta que consiga un sustituto para Galbraith. ¿Sabes…? —El director se quedó absorto unos segundos. Demasiados problemas tenía ya—. ¿Sabes que el único sustituto que pude encontrar era una chica un poco cortita de la escuela de secretariado? Todo esto va a ser un caos los próximos días. Y sé cómo va a ser el correo de mañana: una infinidad de cartas de padres que han leído los periódicos en un abanico que va desde la exigencia nerviosa de disculpas al insulto más o menos categórico.

Fen estiró el brazo para alcanzar un cigarrillo de la caja plateada de la mesa.

—La clave de todo el asunto, querido amigo —dijo—, puede resumirse en dos palabras: tinta invisible.

—Eso tengo entendido —dijo el director, ofreciéndole unas cerillas—, pero comienza por el principio, por favor.

Fen pareció un poco hosco ante aquella exigencia, pero de todos modos dejó escapar un suspiro de resignación.

—Muy bien. Lo primero que yo supe del caso (tú me lo contaste en cuanto llegué) fue que Brenda Boyce había tenido una cita en el edificio de ciencias, que luego había estado muy asustada y que se negaba a explicarlo; y, al mismo tiempo, me contaste el asunto del armario en el laboratorio de química y cómo lo habían reventado. Más adelante nos enteramos de que Brenda había desaparecido en el camino a casa, después de salir del instituto. Bueno, se podían hacer un montón de conjeturas e hipótesis al respecto, pero, como te dije en su momento, la cantidad de posibles explicaciones, siniestras y de otro jaez, que se nos presentaban eran numerosísimas. Yo asumí provisionalmente que ambos hechos estaban relacionados: posiblemente Brenda había visto al ladrón y este la había amenazado para que guardara silencio. Pero eso no era más que una hipótesis vaga y, desde luego, no confirmada, y por mi parte estaba dispuesto a abandonarla a la mínima oportunidad si era necesario. Además, en esa fase del caso, la teoría presentaba un sinfín de complicaciones: bastante obvias, por otra parte, así que no es necesario que te las explique pormenorizadamente. En concreto, la desaparición de Brenda, unida a la opinión de la señorita Parry de que la carta de despedida era completamente falsa, revelaba claramente que si ella había visto al ladrón, las consecuencias serían mucho más relevantes que las que corresponderían a un robo común, porque los que cometen un pequeño latrocinio en raras ocasiones se toman la molestia de secuestrar a los testigos y pergeñar complicados engaños para explicar sus desapariciones. Así que llegué a la conclusión de que (puesto que Brenda había visto al ladrón) este era un crimen de una naturaleza muy especial. Aparte de eso, todo resultaba muy confuso y oscuro.

—Esta exposición me resulta demasiado precavida por tu parte —comentó el director—. Después de todo, sería una extraordinaria coincidencia suponer que el secuestro de Brenda no tenía nada que ver con el robo que se había producido en el lugar donde estaba ella esa noche y, probablemente, a la misma hora.

—Pero las coincidencias ocurren a veces —dijo Fen—. Y estoy intentando ceñirme a lo que resultaba claro e indiscutible. De hecho, quiero dejar sentado que todas las conclusiones a las que llegué en este caso eran perfectamente obvias e incontrovertibles, y no llegamos a nada controvertido hasta que investigamos los asesinatos del profesor Love y Somers.

»Recordarás que mientras estábamos esperando a Stagge, me informaste sobre el pasado de las víctimas. Dos cosas me dijiste que más adelante me resultaron de gran importancia… aunque creo que no le presté una especial atención en ese momento. Eran, la primera, la regularidad en las costumbres del profesor Love, y la segunda, su puritanismo. Guardé esos detalles en mi mente, junto con el resto, para un posible uso en el futuro; y cuando se presentó la policía, todos nos encaminamos a la sala de profesores y yo me limité a observar.

»La primera curiosidad, y la más llamativa, que me encontré en el caso del asesinato de Somers era aquella estufa eléctrica encendida. Estuve pensando en ello mientras hacían las fotos y completaban los demás procedimientos rutinarios. En primer lugar, naturalmente, podría haber sido alguna especie de pista falsa; el problema de esa teoría, sin embargo, era que la estufa eléctrica no indicaba ni sugería nada; era totalmente irrelevante. ¿Podemos pensar en alguna razón, por muy fantasiosa que sea, por la que, tras haberle pegado un tiro a un hombre, alguien encendería una estufa eléctrica con el fin de equivocar a los investigadores?

El director, tras unos instantes de meditación superficial, admitió que no encontraba ninguna razón.

—Muy bien, entonces. Yo no deseché por completo la teoría de la pista falsa, pero parecía más probable que la estufa tuviera alguna utilidad. Solo que… ¿para qué el asesino había dejado la estufa encendida?

»¿Para calentarse? Por supuesto que no; era una noche muy calurosa. ¿Para cocinar? Bueno, no había ningún indicio de que se hubiera calentado nada allí, cosa que habría ocurrido si lo que hubieran calentado fuera inocuo. ¿Y en qué medida calentar algo allí podía ser criminal y cómo podría estar relacionado con los disparos…? Yo no tenía ni idea. ¿Para calentar el cadáver y despistar al forense sobre la hora de su muerte? Como señalé en su momento, la estufa estaba demasiado alejada del cuerpo. No: el asunto tenía que considerarse en términos generales. Científicamente hablando, la función del calor es producir un cambio químico. Y esa reflexión, casi no necesito aclararlo, hizo sonar las alarmas: un cambio químico, el armario en el laboratorio de química, la cita de Brenda en el edificio de ciencias… Pero, en fin: un cambio químico…, ¿de qué a qué? ¿Y con qué propósito? Puede que alguien hubiera estado quemando papeles, pero una estufa eléctrica no es un aparato apropiado para hacer eso… Y, en fin, ese tipo de cosas fueron las que me planteé. No te voy a abrumar con el listado completo de todas las posibilidades que concebí y las objeciones que confronté a cada una de ellas. Al final centré mi reflexión en las cartillas de notas, y estarás de acuerdo conmigo en que el único cambio químico que podría producir el calor en unas cartillas de notas solo podía referirse al papel o a la tinta… ¡Eso era! ¡Tinta invisible!

»¿Había alguna confirmación de esa posibilidad? La había, ciertamente. Me refiero, por supuesto, a la hoja de papel secante nueva, parecida en todo a las que Wells había puesto en los tapetes aquella misma noche a primera hora, y que encontramos en el bolsillo superior de la chaqueta de Somers. El papel secante en el que estaba trabajando, como recordarás, estaba cubierto con imágenes reflejas de los comentarios que había escrito en las cartillas de notas, y Wells comentó que todos y cada uno de los tapetes tenían su cantidad exacta de papel secante. Así que me dije: si por alguna razón Somers había escrito las cartillas de notas con tinta invisible y se dedicaba a calentarlas con la estufa (mientras pretendía dar la impresión de que las había escrito normalmente entre las diez y las once), tendría que hacer algo con el papel secante para que razonablemente no pudiera quedar en blanco y sin manchar; y lo que hizo fue coger previamente una hoja de papel (de la misma marca proporcionada por la papelería que suministra material a los muchachos del colegio y a la plantilla, así como a Wells para el uso de la sala de profesores), llenarla de huellas y marcas de su escritura, llevarla a la sala dentro de su libro de notas, sacarla y ponerla encima del tapete. Solo que…, conociendo las meticulosas costumbres de Wells, tendría que tener cuidado de quitar una hoja secante limpia del tapete para llevársela, por si acaso a alguien se le ocurría contar las hojas y descubrir que había una hoja extra. ¿Me sigues?

—Te sigo —dijo el director—. Y también entiendo ahora lo que pudo ocurrir, y también voy entendiendo los otros datos que confirman esa hipótesis.

—Pero esos datos son de una clase menor. Te refieres, naturalmente, al problema de las horas. Pero no vayamos tan deprisa. Yo estaba convencido de que se había estado utilizando tinta invisible, pero… ¿por qué? No hacía falta ser muy listo para saber que Somers deseaba que todo el mundo creyera que había estado ocupado en la sala de profesores entre las diez y las once, cuando en realidad habría tenido todo ese tiempo para irse de allí y dedicarse a sus asuntos privados. ¿Y qué clase de asuntos privados eran? Bueno, pues presumiblemente asuntos ilegales. Lo cierto es que se había proporcionado meticulosamente esa coartada; y si iban a considerarlo sospechoso de algo, siempre podía plantear exactamente el mismo experimento que yo le propuse, bastante maliciosamente, a Stagge: en concreto, que se imitara el trabajo que había hecho y se controlara el tiempo mínimo necesario para cumplimentarlo. El tiempo que tardaría en completar las cartillas de notas rondaba la hora de trabajo. De ese modo Somers siempre podría decir: «¿Ven? No habría tenido tiempo de hacer lo que quiera que fuera de lo que se me acusa…».

»Y había otras evidencias que reforzaban esa hipótesis: el hecho de que Etherege, al parecer, sabía exactamente cuántas cartillas de notas tenía que completar todavía Somers, el hecho de que Somers asegurara que había terminado hacia las once, el hecho de que le pidiera a Wells que le avisara a esa misma hora, el hecho de que pudiera fiar en el testimonio de Wells de que había llegado a las diez y que a esa hora había dado comienzo su trabajo. Sin embargo, yo me preguntaba: ¿para qué tanta preparación? ¿Para qué quería procurarse Somers una coartada tan elaborada?

»Bueno, para entonces ya sabíamos del segundo asesinato, y, a falta de alguna prueba en contrario, yo pensé que era muy probable que Somers hubiera preparado toda esa coartada con el fin de matar al profesor Love. Pero había un factor desconocido en aquella ecuación tan cuidadosamente elaborada: alguien había matado a su vez a Somers. Y me pareció que no debía dar por segura la explicación que te acabo de dar sobre la tinta invisible sin examinar la posibilidad de que ese señor X, el factor desconocido, hubiera tenido algo que ver en ello. Me pareció que había dos posibilidades: o bien el asunto de la tinta invisible había sido deliberadamente ideado por el señor X con el fin de que se descubriera el pastel y así señalar a Somers como el asesino del profesor Love, o bien toda la historia de la tinta invisible había sido un invento del señor X para proporcionarse a sí mismo una coartada para el asesinato de Somers.

—Pero ambas teorías —interrumpió el director— necesariamente implicaban la completa inocencia de Somers.

—¡Exactamente! Pero también implicarían su colaboración. No había ninguna duda de que la caligrafía de las cartillas de notas era la suya.

—Bueno, supongo que también podría haberse imitado —dijo el director a modo de disculpa.

—Oh, mi querido Horace —gruñó Fen—. Imitar una firma con precisión es una cosa; imitar noventa y siete cartillas de notas es otra bien distinta. Y, además, ¿has probado alguna vez a imitar una escritura con tinta invisible o, digamos, sin que puedas ver el trazo? Es virtualmente imposible, te lo aseguro: ya es muy difícil incluso cuando puedes ver lo que estás haciendo…

—Muy bien —dijo el director apresuradamente—. Estoy de acuerdo contigo en que tuvo que ser Somers el que escribiera las cartillas de notas.

—Me alegra que estés de acuerdo conmigo —dijo Fen, sin mostrar de todos modos ninguna alegría especial por aquella afirmación—. Y, repito, las dos alternativas que he subrayado hace un momento debían implicar necesariamente la cooperación inocente de Somers. Ahora te pregunto: ¿es plausible lo que te he contado? ¿Qué historia factible podría haber inventado nuestro señor X con el fin de inducir a Somers a embarcarse, sin sospechar nada, en un plan tan elaborado e increíble? Si cualquiera te viniera con una idea semejante, cualquiera que fuera el pretexto, pensarías que estaba loco. No: me vi obligado a volver a mi idea original, a la idea de que Somers había ideado todo aquel asunto para proporcionarse una coartada verosímil a sí mismo, no a otros.

»¿Y entonces qué? La otra cosa rara era que el reloj de muñeca de Somers se le había estropeado, y eso nos suscitaba un problema, ya lo apunté en su momento. Somers, naturalmente, había dicho que se le había estropeado el reloj porque necesitaba que Wells lo llamara a las once, pero estropear el reloj habría sido completamente innecesario porque los relojes son unos objetos incomprensibles que se paran y comienzan a andar por ninguna razón asequible a la mente humana. Además, nunca se lo habría puesto en la muñeca de la forma errónea en que lo llevaba. Yo llevo mi reloj como Somers llevaba el suyo desde que tengo memoria, y desde que tengo memoria precisamente ni una sola vez me lo he puesto por descuido de otro modo. Evidentemente, nuestro señor X había estado manipulando el reloj. Pero, por Dios bendito, ¿por qué lo había hecho?

»La posición de sus manos no tenía ningún sentido y no ofrecía ninguna clave, y a la única conclusión a la que podía llegar era que nuestro señor X había intentado simplemente confirmar la coartada de Somers, con el fin de proporcionarse a sí mismo una coartada para el asesinato de Somers. Verás: su actuación cortaba todas las vías de investigación. Si a partir de las cartillas de notas podía demostrarse que Somers había estado trabajando cincuenta y cinco minutos, entonces claramente nadie podía haberlo matado antes de las once menos cinco, y nuestro señor X podría conseguir fácilmente una coartada para esos cinco minutos (entre la muerte y el hallazgo del cadáver). Esa era razón suficiente, pensé, para que se pusiera nervioso y quisiera a toda costa que la historia de la tinta invisible no fuera descubierta, y para pensar que necesariamente tenía que terminar de montar la escena que Somers había comenzado a pergeñar.

—Veo un inconveniente en tu razonamiento —interrumpió el director—. Lo que acabas de proponer implica que el señor X era consciente del plan de Somers y de su coartada… Y los asesinos, por lo poco que sé de ellos, no suelen confiar mucho en otra gente si pueden evitarlo.

Fen arrojó la colilla de su cigarro al fuego.

—Cierto —dijo—. Estoy seguro de que Somers no confiaba en nadie. Pero también estoy seguro de que nuestro señor X, entrando en la sala de profesores y pegándole un tiro a Somers, dedujo del aspecto general del asunto exactamente del mismo modo en que yo lo he hecho. ¡Puede que incluso pusiera las cartillas de notas de Somers junto a la estufa: un completo regalo!

»Eso te lo garantizo, pero hay aún otro inconveniente. El asunto de la supuesta avería del reloj no era en absoluto esencial para el plan de Somers: era un mero adorno. Entonces, ¿cómo pudo nuestro señor X saber que Somers le había dicho a Wells que se le había estropeado el reloj? ¡A menos, claro está, que nuestro señor X fuera el propio Wells o Etherege!

»O a menos que estuviera escuchando tras la puerta de la sala de profesores —añadió Fen—. Y eso es lo que debió de ocurrir, aunque como Galbraith murió sin hablar nunca podremos saberlo con total seguridad. Yo pensé en tus objeciones en aquel momento, y me pareció que la hipótesis de la cerradura debía de ser correcta…, o de lo contrario Etherege sería nuestro señor X.

—¿Y por qué no Wells?

—Porque Wells no tenía ninguna coartada, según su propia declaración. No tiene absolutamente ningún sentido dar a entender que un hombre no ha sido asesinado antes de las once menos cinco y luego no conseguir una coartada para esos cinco minutos. No, desde ese momento eliminé a Wells completamente de la lista de sospechosos, lo cual resultó bastante útil, porque desde entonces pude aceptar con toda seguridad que sus declaraciones eran totalmente ciertas. El reloj fue determinante, ¿sabes? Nuestro señor X lo había roto obviamente con el fin de que la afirmación que Somers le había hecho a Wells pareciera cierta. Porque si se descubría que el reloj de Somers funcionaba perfectamente y señalaba la hora precisa, la policía se preguntaría por qué había mentido; investigaría sus actos cuidadosamente; podría incluso descubrir el engaño de la tinta invisible. Y reventaría la estupenda coartada de nuestro señor X.

»Los otros hechos que descubrimos en la sala de profesores pueden resumirse brevemente: uno, a Somers lo mataron de un tiro en un ojo con un revólver del 38, probablemente con silenciador, a una distancia de unos seis pies; dos, el asesino pudo acceder al edificio (y por tanto salir también) con toda tranquilidad por las ventanas del pasillo; y tres, Somers se había retorcido la muñeca una semana antes.

»De estos tres puntos, el primero era irrelevante, neutro y carecía de importancia para la dilucidación de los hechos; el segundo confirmaba mi idea de que Somers podía haber abandonado la sala y haber hecho algo mientras se suponía que estaba en la sala de profesores; y el tercero, según pensé, podía haber tenido cierta relevancia para él, dado que habría contribuido a elaborar el plan de su coartada. Al final, y puedo decir esto ahora, este detalle resultó completamente irrelevante o, al menos, no esencial.

»Así pues, este era el estado de la cuestión al que había llegado cuando salimos de la sala de profesores: que o bien Somers había matado al profesor Love, o bien estaba implicado, o pretendió implicarse, en alguna actividad ilegal, entre las diez y las once de la noche; que el asesino de Somers podría disponer de una coartada desde las once menos diez hasta las once, pero probablemente no antes; y que puesto que Wells no era el asesino de Somers, tenía que ser otra persona.

»Hay un par de cosas que debería mencionar aquí. Las fórmulas para la elaboración de tinta invisible son innumerables, pero muy pocas de ellas, en realidad, se vuelven negras cuando se tratan para que sean visibles…, y, naturalmente, se suponía que Somers estaba utilizando tinta negra; de hecho, la única que recuerdo que puede volverse negra es la que está diluida en ácido sulfúrico. Y en su momento no pude sino recordar que se había reportado un robo en uno de los armarios del edificio de ciencias: un armario que en palabras de Philpotts, contenía «sobre todo, ácidos». Y, la verdad, dadas las circunstancias, ya no era posible pensar que la desaparición de Brenda Boyce fuera una coincidencia. Di por supuesto (quizás temerariamente, pero no irrazonablemente) que Somers había birlado el ácido sulfúrico, que Brenda lo había visto de algún modo, que él había intentado amedrentarla para que guardara silencio, y que, después, temiendo a su vez que lo delatara, se la había llevado a algún sitio y la había matado. Verás: mientras estaba preparando su coartada (y por razones que te explicaré, él estaba convencido de que la tenía), la joven constituía un espantoso peligro para él. Bastaba con que Brenda dijera que Somers había robado vitriolo y la policía empezaría a preguntar por qué y para qué, y todo el castillo de naipes de la tinta invisible se convertiría en humo, y eso sería su final. Así que aún creo que yo tenía razones suficientes para pensar, hasta que finalmente la encontramos, que Brenda Boyce estaba muerta y puede que hasta enterrada.

Fen bostezó aparatosamente. El cansancio estaba haciendo mella en él.

—No pretendo convencerte —continuó— de que hice mis deducciones tal y como te las he contado, de un modo tan claro y elaborado, y en ese orden, pero de todos modos fueron el resultado de procesos lógicos que operaban en el fondo de mi razonamiento.

»Luego fuimos a casa del profesor Love; y ese crimen, tal y como señaló Stagge, era un asesinato completamente vacío de contenido. Anodino. Lo único interesante era el papel con aquella frase inacabada que encontré en un cajón: «Y escribo estas páginas para registrar el hecho de que dos de mis colegas del Instituto Castrevenford están en connivencia en lo que solo podría denominarse un fraude deliberado, que…».

Y la palabra ‘colegas’, como recordarás, estaba medio tachada, como si se lo hubiera pensado mejor. Por cierto, no hay ninguna duda de que aquel documento era lo que parecía ser; es decir, no una pista falsa. El escrito era indudablemente del profesor Love —farfulló Fen casi para su camisa—, y la tinta demostró que no lo había escrito antes de aquella misma mañana, y que era de todo punto imposible que alguien pudiera haber obligado a Love a escribirla y luego se hubiera ido, y que Love no hubiera hecho nada, salvo meterla en un cajón para confundir a la policía sobre su propio asesinato y… —Los ojos de Fen se cerraron apaciblemente.

—¡Despierta! —le gritó el director sin miramientos.

—Ya te he oído, ya te he oído… —dijo Fen malhumorado, y se sacudió la cabeza como un perro saliendo de un río—. Te juro que no he estado más despierto y despejado en mi vida… ¿De qué estábamos hablando?

—Del papel que dejó el profesor Love en su cajón.

—Ah, sí…, ya me acuerdo. Bueno, el papel desde luego era auténtico. Y, al menos para mí, había dos cosas importantes que no se podían perder de vista.

»Número uno: el «solo podría denominarse». Como le dije a Stagge, eso significaba que el fraude al que Love probablemente se estaba refiriendo no era un fraude en el sentido legal del término, en absoluto, sino en un sentido moral.

»Número dos: esos indicios de haber querido tachar la palabra ‘colegas’. Ese gesto me pareció casi como aquella manera de castigar a un pobre muchacho por utilizar la palabra ambiguo’ para describir una situación que tiene más de dos posibilidades… Una verdadera pedantería, desde luego.

—El profesor Love era un pedante en lo que tocaba a las palabras —dijo el director—. Detestaba las inexactitudes.

—Sí, eso pensé. Y eso fue lo que intenté demostrar cuando le mostré el papel a Stagge, aunque me temo que no comprendió bien lo que le quería decir. Love se había dado cuenta de que la palabra colegas’ en aquella declaración era inexacta, y había intentado corregirla, pero entonces, probablemente, había pensado que tendría que volver a redactar toda la frase, y decidió que aquella declaración en realidad no tenía ningún sentido de todos modos y no serviría para nada, así que lo dejó, y la guardó en un cajón. Sin embargo, había escrito colegas’ en primera instancia, así que seguramente estaba pensando en, al menos, una persona que, aunque no fuera un profesor, estaba bastante cerca en el estatus docente para que se pudiera considerar en cierto sentido un colega’ suyo. Por supuesto, descarté a todas las esposas de los profesores y sus familias; Love nunca los habría llamado ‘colegas’. Un empleado del instituto, aunque no fuera exactamente profesor podía encontrarse en el grupo escogido… o, naturalmente, podrías encontrarte tú mismo, porque la natural reverencia que Love sentiría hacia un superior obviamente le impediría llamarte…

—Eso me interesa, sigue —dijo el director—. Ha habido momentos en los que casi me he preguntado si yo mismo estaría entre los sospechosos…

Fen agitó su caja torácica en una risa ahogada.

—Tú coartada era infalible —dijo—. De todos modos, para concluir esta parte de mi impecable argumentación, no tengo más que decir que aquella declaración del profesor Love constituía por sí misma un posible motivo para que alguien quisiera asesinarlo.

»Luego hablamos con su mujer. La única información útil que nos proporcionó, a mi juicio, era que tenía la costumbre de tomar café con su marido todas las noches a las once menos cuarto, y que ese dato lo conocía todo el mundo. Eso me planteaba un problema que me había estado preocupando un poco; porque si Somers había matado al profesor Love, y había preparado su coartada (estar ocupado de diez a once) para librarse de toda sospecha, entonces era esencial que el cadáver fuera hallado antes de las once, y que un doctor llegara a la escena del crimen lo suficientemente pronto como para aseverar que Love no había muerto antes de las diez. ¿Entiendes lo que quiero decir? Somers presumiblemente no tenía coartada para antes de las diez o para después de las once; así que todo su plan se iría al traste si, por ejemplo, el cuerpo de Love no se encontraba hasta la mañana siguiente… esto es, hasta que hubiera pasado tanto tiempo que se hiciera imposible decir cuándo había muerto exactamente. Pero Somers esperaba que la mujer de Love entrara en el despacho a las once menos cuarto, una costumbre que, como todo el mundo, también él conocía y que servía a su propósito maravillosamente.

»Fíjate —añadió Fen enseguida—, aún no estaba en condiciones de asegurar que Somers hubiera matado a Love, pero si lograba demostrar que lo había hecho, entonces ese problema quedaría también resuelto.

»A la mañana siguiente me levanté pensando todavía en la palabra colega’, y te pedí un listado de la gente del instituto con el fin de ver quiénes eran los empleados no pertenecientes al claustro. No me parecía creíble que Love se hubiera referido a la enfermera del botiquín como una colega, ni al sargento Shelley, a quien conocí, y que no es más que un cockney despistado, ni al jefe de mantenimiento, ni a Wells, ni al propietario de la tienda del colegio; pero tal vez podría estarse refiriendo, en un momentáneo descuido semántico, al ayudante de los Junior Training Corps, al tesorero, al bibliotecario, a tu secretario o, menos probablemente, al médico del colegio; así que conservé todos esos personajes en mente, a ver qué pasaba.

»Stagge luego se reunió con nosotros aquí. Y nos dijo que las balas de uno y otro caso procedían de la misma pistola: un hecho que no necesariamente iba en contra del panorama provisional que yo estaba formulando hasta ese momento en mi cabeza; porque Somers podría haber disparado a Love, haber vuelto con el arma a la sala de profesores y haberla dejado allí; entonces, nuestro señor X, entrando en la sala de profesores, podría haberla cogido, haberle pegado un tiro a Somers, y haberse largado con ella. (Yo no podía estar seguro de que eso hubiera ocurrido, pero imposible no era, desde luego.) Stagge, con tu ayuda, hizo un estudio preliminar de las coartadas, y yo te pregunté si habías oído aproximarse o irse un coche la noche anterior. Verás: yo ya había calculado que una persona andando tardaría al menos un cuarto de hora en ir desde la sala de profesores a la casa del profesor Love, o unos cinco minutos si iba en bicicleta. Era concebible, no obstante, aunque no probable, que Somers hubiera utilizado un coche (añade aquí las objeciones que creas oportunas, por favor), pero dijiste que no habías oído nada en absoluto.

»Más adelante tuve unas conversaciones bastante extrañas con Etherege y el sargento Shelley. Yo confiaba en que Etherege fuera capaz de desvelarme algo claro en torno a los motivos que podrían haber animado un asesinato así, pero su conversación con él no me sirvió de nada. En cualquier caso, sí que estuvo en disposición de confirmarme el hecho de que todo el mundo conocía la implacable regularidad de las costumbres de Wells y de Love…, y Somers seguramente lo habría tenido en cuenta si lo hubiera planeado todo tal y como yo sospechaba. Etherege también me dijo que últimamente Love parecía algo meditabundo, resentido y que se sentía traicionado, lo cual se ajusta no solo a su aviso sobre un «fraude», sino también (sobre todo la parte de su resentimiento) con el hecho de que Somers era su ojito derecho particular. También le pregunté sobre su muñeca torcida, un asunto que a mí me había parecido un tanto forzado y falso, pero al parecer no lo era. También le pregunté si Somers había utilizado siempre tinta negra, y Etherege me contestó que sí; lo cual significaba que Somers se había visto obligado a utilizar (objeciones aparte) una de esas raras tintas invisibles que se vuelven negras, por temor a que alguien sospechara de aquel cambio de color en sus costumbres caligráficas.

»Por Shelley apenas supe nada, salvo el hecho de que el revólver y el silenciador efectivamente habían sido robados de la armería, y que prácticamente todo el mundo tuvo la posibilidad de haberlos cogido. Stagge y yo registramos las dependencias de Somers, sin ningún resultado. Me di cuenta de que estaba leyendo The Fourth Forger, pero no saqué ninguna conclusión de ello en aquel momento. Ni saqué ninguna conclusión del hecho de que Somers hubiera retirado cien libras del banco la mañana anterior a su asesinato. No encontramos el dinero, así que dimos por hecho (como lo doy por hecho ahora) que el asesino se lo había llevado.

»Luego nos topamos con la muerte de la señora Bly. Como sabes, eso nos condujo al descubrimiento de la famosa trama de los manuscritos. El móvil, pues, ya estaba claro, y otros muchos detalles anejos también. Resumiendo, Somers había intentado comprar el manuscrito. Love (pues es prácticamente seguro que fue Love quien preguntó por la señora Bly en The Beacon, y solo ese asunto podía ser el «fraude» al que se refería en su papel), Love, digo, habría intentado impedir la transacción, diciéndole a la señora Bly cuál era el valor real de los papeles. Eso le habría proporcionado a Somers un motivo irresistible para matar a Love; y así fue como la probabilidad de que Somers fuera el asesino de Love se convirtió en una certeza.

»Sin embargo, seguía habiendo problemas. En primer lugar, ¿cómo había sabido Love que se iba a producir esa transacción? ¿Y por qué había dicho que había una tercera persona «asociada» con Somers? Verás, a mí me parece increíble que Somers le hubiera contado a nadie su hallazgo, porque eso significaba que se lo podrían birlar en el último momento; desde luego, no tenía ninguna necesidad de decírselo a nadie, porque el precio que le pedían por los manuscritos lo tenía disponible en su banco… Y de todas las personas a las que se lo podía haber dicho, Love era el menos probable, dado el «puritanismo comercial» del profesor, del que muy seguramente era conocedor. Además, me sentía inclinado a pensar que el profesor Love había sido engañado respecto a esa «asociación», aunque contra esta teoría estaba el hecho de que el tal señor X innegablemente había asesinado a Somers y a la señora Bly, presumiblemente por culpa de los manuscritos, de cuya existencia él era sabedor. Un poco lioso, lo sé, pero de todo el naufragio emerge un hecho indubitable: que si Somers era uno de los «colegas» en el papel acusatorio del profesor Love, y legalmente efectivamente lo era, el otro, supuestamente nuestro señor X, debía de ser el que provocó la incompleta rectificación de la palabra.

«Entonces llegaron los informes de las coartadas. Y, cielos, ¡fueron muy reveladores! Yo no estaba buscando a ningún profesor, pero cuando vi que Mathieson, Etherege y Philpotts no tenían coartada para las once menos cinco ni para después (y que, por lo tanto, evidentemente no habían manipulado el reloj de pulsera para reforzar el engaño de la tinta invisible), los eliminé inmediatamente de la lista de sospechosos. Wells fue eliminado por las mismas razones. Y eso dejaba únicamente solo a una persona: Galbraith. Reunía todos los requisitos del asesino: era una persona a quien Love podría haber denominado colega’… y mis otros cuatro posibles sospechosos, todos empleados del instituto, estaban por algún milagro divino jugando juntos al bridge en el momento preciso, y, por tanto, quedaban fuera. Y su coartada (el único que la tenía, de todos) era exactamente lo que yo había imaginado: no tenía nada para antes de las once menos cuarto, pero tenía la coartada perfecta, gracias a ti, para los momentos posteriores.

»Y encima, Stagge me dijo que Galbraith podía considerarse prácticamente un experto en manuscritos antiguos: un hecho que me resultó definitivo, al menos intelectualmente. Verás, la única persona a la que Somers probablemente le comunicaría su descubrimiento sería, precisamente, a un experto en manuscritos antiguos. Somers estaba más que dispuesto a pagar cien libras por Trabajos de amor logrados, un dinero que sacaría de sus escasos ahorros en el banco. Naturalmente estaría nervioso por saber si los documentos eran auténticos, y si podía confirmarlo con cierta seguridad, lo haría, y Galbraith sin duda le pareció, como a todo el mundo, un tipo callado e inofensivo que prácticamente con toda seguridad no interferiría en la transacción ni intentaría entrometerse en su propio beneficio. Precisamente le pregunté a Galbraith en la fiesta del jardín si Somers le había ido a consultar, y fue lo suficientemente inteligente como para decirme que sí. Después de todo, era una cosa lógica que Somers lo hubiera hecho, y como nosotros no lo hubiéramos creído si me hubiera dicho que Somers no acudió a él, obviamente consideró más seguro decirme que efectivamente sí lo había hecho.

»Ayer, a la hora del té, la conclusión a la que había llegado estaba clara: que había sido Somers quien había matado a Love; y que Galbraith casi con toda seguridad había matado a Somers, y solo con probabilidad, dado que un tercer asesino sería ya demasiada coincidencia, también a la señora Bly.

»Pero, desde luego, no había pruebas sustanciales contra Galbraith. La tinta de las cartillas de notas podía analizarse, como se hizo de hecho, con los resultados esperados, y la coartada de Galbraith saltaría hecha pedazos por los aires, pero la mera ausencia de coartada no constituía prueba necesaria de culpabilidad; había más gente sin coartada. Además, el dato del reloj de pulsera podía ser rebatido por cualquier procurador inteligente en menos de medio minuto. «Damas y caballeros» —Fen comenzó a imitar la voz de un abogado pomposo ante un tribunal—, «ustedes saben, y yo sé, que incluso el mejor de todos nosotros está sometido…, ja, ja…, a extraños ataques de amnesia y olvido. ¿Es que acaso ha de ser ajusticiado un hombre (y ruego que ustedes, hombres y mujeres de juicio y discernimiento, lo tengan presente), acaso ha de ser ajusticiado un hombre por la ridicula y absurda y trivial razón de que la infortunada víctima de un brutal asesinato decidió ponerse el reloj de un modo que no era el habitual?» Se podrían aplicar miles de sofisterías convincentes como esa también a la palabra semitachada, «colegas», y a la decisión de sentido común de que la única persona en que confiara Somers fuera Galbraith, que precisamente era experto en manuscritos. Aunque resultaba muy significativo, era demasiado frágil para presentarlo ante un tribunal.

»Además, había en mi mente aún ciertos resquicios de duda. Para un noventa y nueve por ciento de personas, Galbraith sería la persona sobre la que recaerían todas las miradas de culpabilidad, pero yo precisaba una prueba irrefutable: en primer lugar por mi conciencia, y en segundo término para convencer a un jurado. Así que le tendí una trampa. Era un tanto primitiva pero tenía la vaga esperanza de que funcionara.

»Le pedí a Weems que entablara conversación con Galbraith, y que le contara, a modo de cotilleo interesante, que había oído al superintendente Stagge hablando conmigo del caso. Stagge, según acordamos, me habría dicho algo del tipo: «Si podemos desmontar su coartada, señor, tenemos caso para ir al fiscal, gracias a ese muchacho que lo vio robando en el cottage. Pero si no podemos desmontar su coartada (y eso me resulta completamente imposible), entonces saldrá impune». Yo me habría mostrado de acuerdo, y una vez que nos hubiéramos dado cuenta de la presencia de Weems, nos habríamos retirado prudentemente para que no nos oyera.

—¿Robando? —el director se mostró un poco confuso.

—Como si fueran conjeturas —admitió Fen—. Stagge encontró indicios de que el cottage de la señora Bly había sido saqueado, y se me ocurrió que antes de embarcarse en otro asesinato, Galbraith probablemente habría intentado hacerse con el manuscrito por métodos menos drásticos.

—Sí, ya veo… —dijo el director—. Pero ¿qué pretendías obtener de Galbraith haciéndole llegar esa conversación ficticia?

—A lo largo de la velada en el jardín —le explicó Fen— iba a difundir el rumor de una falsa resurrección de Brenda. Iba a comentar discretamente que Brenda había sido víctima de un ataque criminal, y que estaba inconsciente, pero que se esperaba que sobreviviera. Entonces, Galbraith iba a tener la oportunidad de intentar matar a esa supuesta revivida Brenda: una figura tumbada en una cama de hospital, o algo de ese estilo. Incluso aunque no lo cogiéramos en el acto de ir a matar a esa supuesta Brenda, el simple hecho de que lo hubiera intentado sería la prueba de que Galbraith había matado a Somers.

—Espera un momento… —la voz del director era quejumbrosa—. ¿Cómo sabía Galbraith lo de Brenda?

—Ay, mi querido Horace… —gruñó Fen—. Si sabía lo de la tinta invisible, seguramente se habría enterado de la desaparición de Brenda, y sabría la razón de la misma. Y, efectivamente, así era.

—Ah, claro, naturalmente… —El director parecía humillado—. Perdona.

—Pero entonces, claro, ocurrió lo inesperado. Brenda estaba realmente viva, y mi globo sonda funcionó…, aunque antes de tiempo, de modo que este hecho inesperado me pilló completamente desprevenido. Alguien intentó matar realmente a la chica. Y eso, apenas necesito decírtelo, era la prueba indiscutible de que Galbraith era culpable.

—¿Cómo, si no sabías quién era el agresor? —Incluso a costa de parecer un poco lerdo, el director estaba decidido a tenerlo todo absolutamente claro.

—Bueno, la única conexión de Brenda con el caso era que sabía que Somers había robado el ácido sulfúrico del laboratorio de química. Si ella vivía, nos lo podría contar, nosotros nos preguntaríamos para qué quería Somers el ácido sulfúrico y con ayuda de unos cuantos manuales llegaríamos rápidamente a la conclusión de que lo necesitaba para fabricar tinta invisible. Pero, verás, la única persona en todo el mundo cuya seguridad e inmunidad dependía en todos los sentidos de que el engaño de la tinta invisible siguiera sin descubrirse era Galbraith; así pues, él era la única persona en el mundo, tras la muerte de Somers, con un motivo real para matar a Brenda. No necesito añadir que su seguridad, en realidad, no dependía de que el engaño siguiera sin descubrirse; pero las habladurías ficticias de Weems consiguieron que así lo pensara: le hizo creer que una vez que su preciosa coartada fuera desmantelada, estaría perdido.