2. Busca cuándo hay luna
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BUSCA CUÁNDO HAY LUNA
—Pues he aprendido —dijo Simblefield, un muchacho pequeñajo, con pinta de cobardica y con la cara llena de granos— a observar la naturaleza, no como en los lejanos tiempos de mi inconsciente juventud, sino escuchando siempre que puedo la triste música callada de la Humanidad, sin estridencias ni disonancias, sino con el fabuloso poder para castigar y humillar[2].
Se detuvo, y una expresión de placer iluminó sus facciones poco agraciadas. El objetivo máximo de Simblefield, en lo que al recitado de poesía se refería, era llegar a ese fragmento de la poesía sin omitir ninguna palabra; y lo había conseguido. Apenas era vagamente consciente de que hubiera sutilezas interpretativas más allá y por encima de aquella simple ambición, pero el torbellino del triunfo ni siquiera las tuvo en cuenta.
En el silencio posterior a aquella salmodia sin respiro, se pudo oír en el aula de al lado al señor Hargrave, que era el ordenancista más virulento del colegio, tronando en latín a su modo, vacuno y remilgado. El joven Simblefield observó expectante al señor Mathieson, que estaba de espaldas a él, con los brazos cruzados, junto a las ventanas del aula. Como era un muchacho excepcionalmente ingenuo y estúpido, Simblefield supuso que el señor Mathieson estaba buscando las palabras adecuadas para encarecer su actuación, pero Simblefield estaba muy errado en su diagnóstico, pues lo cierto era que el señor Mathieson llevaba un buen rato sumido en una aparente ensoñación transitoria y ni siquiera se había percatado de que Simblefield había concluido ya su perorata. Mathieson era un individuo de aspecto desaliñado, corpulento, de mediana edad, de movimientos torpes; y llevaba un viejo chándal con coderas, y un par de pantalones grises dados de sí.
El murmullo de los alumnos lo despertó, y su ensoñación desembocó de modo inmisericorde en la austera realidad del aula. Era un lugar amplio, casi un cuadrado perfecto, y la franja inferior de las paredes aparecía decorada generosamente con trazos de tinta y huellas dactilares negras. La mesa del profesor, maciza, pesada y anticuada, se encontraba sobre una tarima, a un lado de la pizarra picada y llena de marcas y cicatrices. Había unas cuantas láminas de aspecto desangelado con escenas imprecisas referentes a la vida rústica y a ciertos episodios clásicos. Una delgada película de tiza lo cubría todo: paredes, techo, suelo, pupitres, todo. Y sentados tras aquellos pupitres presuntamente plegables, alrededor de unos veinte muchachos ocupaban su breve descanso de distintas maneras, todas ellas más o menos destructivas y poco provechosas.
Mathieson observó que Simblefield ya no estaba dándole a la sin hueso, sino que, por el contrario, lo escrutaba con sobrada complacencia.
—Simblefield —dijo—, ¿tiene usted la más ligera idea de lo que significa este poema que acaba de recitar?
—Oh, señor… —contestó Simblefield débilmente.
—¿Cuál diría usted que es nuestra actitud hacia el mundo en nuestra «inconsciente juventud», Simblefield? Yo diría que usted es el más cualificado de entre los presentes para responder a esa cuestión.
Hubo algunas risas, todas ellas poco naturales.
—Simblefield es un cabeza hueca —dijo alguien.
—¿Y bien, Simblefield? Estoy esperando una respuesta.
—Bueno, señor…, no sé…, señor.
—Por supuesto que lo sabe, Simblefield. Piense, muchacho, piense. No le presta usted mucha atención a la naturaleza, ¿verdad?
—Oh, sí, señor.
—No, claro que no, Simblefield. Para usted, solo es el escenario por el que usted deambula. Sin rumbo fijo.
—Sí, señor, entiendo, señor —dijo Simblefield tal vez demasiado apresurado.
—Tengo muy serias dudas de que realmente lo entienda, Simblefield. Pero tal vez algunos de sus compañeros sí puedan comprenderlo.
Se produjo un breve alboroto.
—Yo sí lo entiendo, señor.
—Solo un idiota como Simblefield no lo entendería.
—Señor, es como cuando vas a dar un paseo, señor, y no te fijas en los árboles.
—Señor… ¿por qué razón tenemos que leer a Wordsworth, señor?
—¡Silencio! —dio el señor Mathieson con firmeza. A continuación recorrió la clase una inquieta orden de silencio con un siseo—. Ahora bien, ese es precisamente el sentido en el que Wordsworth no observaba la naturaleza.
—Wordsworth era un loco pirado —dijo alguien sotto voce.
El señor Mathieson, tras considerar brevemente la posibilidad de rastrear aquel comentario hasta sus indignas fuentes, y decidir dejarlo pasar, añadió:
—Es decir, para Wordsworth la naturaleza era algo más que un mero escenario.
—¡Señor!
—¿Sí?
—¿No estuvieron a punto de cortarle la cabeza a Wordsworth en la Revolución Francesa, señor?
—Es verdad que estuvo en Francia poco después de la Revolución. Como les estaba diciendo…
—Señor, ¿por qué en Francia cortaban las cabezas a los condenados y en Inglaterra los colgamos?
—¿Y por qué en América los electrocutan, señor?
—¿Y por qué en Rusia los fusilan, señor?
Se desató una espantosa babel.
—En Rusia no los fusilan, idiota, les cortan la cabeza con un hacha.
—Señor, ¿es cierto que cuando se ahorca a un hombre su corazón sigue latiendo durante mucho tiempo después de que se muera?
—Bah, Bagshaw, eres un soberano idiota.
—Sí, menudo memo, ¿cómo vas a estar muerto si te sigue latiendo el corazón?
Mathieson dio una vigorosa palmada sobre su mesa.
—Si alguien vuelve a hablar sin mi permiso —dijo—, se lo comunicaré al jefe del internado.
Aquello surtió un efecto inmediato, porque era en realidad un remedio infalible contra cualquier clase de desorden. En Castrevenford era un asunto muy serio que una conducta negativa llegara a oídos del jefe del internado.
—Y ahora volvamos al asunto que teníamos entre manos —dijo Mathieson—. A ver, Simblefield, ¿qué cree usted que quería decir Wordsworth con la expresión «la triste música callada de la Humanidad»?
—Bueno, señor… —A Simblefield se le veía claramente aturdido ante aquel nuevo esfuerzo que se exigía a sus escasos recursos intelectuales—. Bueno, señor, yo creo que significa… Verá, señor, imaginemos una montaña, o un pájaro, o…
Afortunadamente para Simblefield, cuya escasa habilidad para camuflar su ignorancia fue justo motivo de desprecio para toda la clase, no tuvo necesidad de concluir: porque en ese preciso instante el director del instituto les interrumpió a todos entrando en el aula.
Los muchachos se apresuraron a ponerse de pie, organizando un tremendo escándalo de pupitres y mesas arrastrándose. Era raro que el director visitara un aula durante las horas lectivas, así que la curiosidad de los muchachos solo se vio un poco mermada por la necesidad de hacer un temeroso recuento mental de sus recientes fechorías.
—Siéntense, caballeros —apuntó el director majestuosamente—. Señor Mathieson, ¿podría dedicarme un par de minutos solamente?
—Por supuesto, señor —dijo Mathieson; y luego se volvió hacia los muchachos—: Seguid leyendo hasta que regrese.
Los dos hombres salieron al pasillo. Estaba completamente vacío, aunque se oían ecos distantes, y el achacoso entarimado crujía. Y puesto que el bloque de aulas no había sido diseñado para dicho propósito, sino que en realidad era parte de las dependencias de un manicomio reformado (una circunstancia que de vez en cuando provocaba remesas de chistes malos), la luz era también escasa. En cualquier caso, en aquellos momentos, el pasillo contaba con la ventaja de mantenerse relativamente fresco.
—Aequam memento rebus in arduis servare mentem —bramaba el señor Hargrave en un aula cercana— ¡no significa «Acuérdate de reservar agua para un mes de camino», y solo un tarugo como usted, Hewitt, se atrevería a atribuir a Horacio una observación tan estúpida[3]!
El director fue directo al grano:
—¿Qué tal los ensayos de ayer por la noche, Mathieson?
—Oh…, bastante bien, director. Creo que este año conseguiremos una representación razonablemente aceptable.
—¿No hubo problemas ni altercados de ningún tipo?
—No, creo que no, señor.
—Ah. —El director pareció detenerse a escuchar atentamente los sonidos que procedían del aula de quinto: repentinos crescendos de cotorreos alternaban como en las viejas antífonas con estallidos de siseos aterrorizados que sugerían la necesidad de un silencio inmediato. El director se llevó el dedo índice al labio superior con gesto pensativo.
—La chica que interpreta el papel de Katharine —añadió—, ¿qué le parece?
—Actúa bien —dijo Mathieson.
—Pero aparte de eso…, su personalidad…
Mathieson titubeó antes de contestar.
—Para serle franco, señor director, creo que es una joven-cita bastante sensual.
—Sí, claro. Me alegro de que me confirme eso. El asunto es que ayer, después del ensayo, regresó a su casa en un estado de considerable agitación, y no hemos podido averiguar la causa de esa excitación suya…
—Por lo que yo recuerdo, se encontraba perfectamente mientras duró el ensayo —dijo Mathieson—. Incluso singularmente alegre diría yo.
—Sí. Ya. Bueno, me alegra oírlo. Eso reduce nuestra responsabilidad en cierta medida… ¿Sabe usted si tiene… —aquí titubeó—, si alberga interés por algún muchacho en particular?
—Puede que esté equivocado, pero diría que Williams…
—¿Williams? ¿Qué Williams? ¡Hay miles de Williams!
—J. H., director. Está en sexto de Lenguas Modernas. Hace de Enrique.
—Ah, sí, claro. Creo que lo mejor será que tenga unas palabritas con el tal Williams… Por cierto, el ensayo con vestuario es esta misma tarde, ¿verdad?
—Sí, señor.
—Intentaré ir y echar un vistazo —dijo el director—. Si tengo tiempo.
Después, Mathieson regresó a la tarea de inocular la metafísica wordsworthiana en los yermos intelectos de los atolondrados alumnos del quinto curso de Lenguas Modernas, y el director por su parte se encaminó hacia la oficina del bedel, donde dejó una nota con la orden imperiosa de que Williams, J. H. Williams, se presentara inmediatamente en su despacho tan pronto concluyeran las clases matinales.
Cuando Wells, el bedel del instituto, entró en el aula de sexto, diez minutos antes de que concluyera la última clase, se encontró al señor Etherege explicando a sus sorprendidos alumnos las principales técnicas de la demonología y la magia negra.
Wells no se sorprendió demasiado. El señor Etherege era uno de esos sonados excéntricos que a veces se encuentra uno en los grandes colegios públicos ingleses. Llevaba tanto tiempo en Castrevenford que ya no se ceñía a ninguna orden superior, salvo a la suya propia, tanto en lo referente a las materias que enseñaba como en lo referente a su manera de impartirlas. Tenía cierta manía por lo esotérico y lo exótico, y entre sus obsesiones más recientes se encontraba el yoga, el estudio de las enseñanzas de Notker Balbulus[4], el análisis de la obra de un oscuro poeta del siglo XVIII llamado Samuel Smitherson, la búsqueda del continente perdido de la Atlántida y el ensalzamiento de la importancia artística del blues No había muchacho que pasara por sus manos que no adquiriera en cierto modo un modesto conocimiento sobre alguno de aquellos temas raros e inútiles que —siempre de modo caprichoso— al señor Etherege le interesaban en un momento dado.
Los legisladores de las leyes educativas tienen poco que hacer en los territorios dominados por gentes como el señor Etherege; pero de esto, como de otras muchas cosas, apenas se enteran. El hecho es que en todos los grandes institutos hay un advocatus diaboli, y en Castrevenford ese importante cargo había recaído en el señor Etherege. Carecía absolutamente de espíritu social. Nunca acudía a los grandes encuentros deportivos. No le interesaba en absoluto el bienestar espiritual de sus muchachos. Demostraba un desprecio absoluto por el colegio en tanto institución. En resumen, era un individualista impenitente. Y si a primera vista estas características no parecían especialmente encomiables, debe recordarse el contexto. En un colegio como Castrevenford buena parte de su prestigio reside en sus actividades sociales, y es muy posible que si estas no se regularan, acabarían convirtiéndose en monótonas costumbres fetichistas. El señor Etherege contribuía a mantener ese peligro a raya, y en consecuencia el director lo valoraba tanto como a sus colegas más estrictos y obedientes. Sus divagaciones y excursiones lejos del plan de estudios aprobado eran el precio que había que pagar en aras de una mayor variedad de los contenidos, y los desastres educativos se habían ido minimizando poco a poco mediante la eliminación de su trabajo docente en cualquier labor relacionada con los exámenes importantes.
Esquivando prudentemente el maléfico signo del pentagrama diabólico que alguien había trazado con tiza en el suelo, Wells entregó el mensaje del director al señor Etherege, que se lo entregó a su vez a J. H. Williams con un gesto de resonancias funestas. Wells se fue entonces, y el señor Etherege habló brevemente sobre el Grand Grimoire hasta que un violento timbre eléctrico, que conmovió los cimientos de todo el edificio, indicó que las clases matutinas habían concluido. Al oírlo, el profesor profirió un conjuro, destinado, según dijo, a proteger a J. H. Williams de cualquier daño corporal durante su entrevista con el director, y luego dio por concluida la clase. Williams, un muchacho de dieciséis años moreno, atractivo e inteligente, prestamente se abrió paso entre los gritos y empujones de compañeros, y se dirigió raudo al despacho del director, aunque la promesa de protección sobrenatural que le había dispensado el profesor Etherege no evitó que sintiera en el estómago ciertos temores.
Encontró al director mirando por la ventana, con las manos entrelazadas a la espalda.
—Williams —dijo el director sin más preámbulos—. He de advertirle que no debe mantener más citas secretas con jovencitas.
Unos instantes de reflexión lo habían convencido plenamente de que ese era el ataque más efectivo para dar comienzo a aquella conversación. Sabía que Williams era un muchacho inocente y sensible, que negaría semejante acusación solo si era incierta.
Williams se puso colorado como un tomate.
—No, señor —dijo—. Lo siento, señor.
—¡Sea más preciso en su modo de hablar, Williams! —exclamó el director en tono admonitorio, pero amable—. Si a su edad ya se lamenta de haber concertado citas con una muchacha atractiva, entonces creo que debería examinarlo un médico… La frase que debe utilizar en estas circunstancias es: «Le pido disculpas».
—Sí, señor —asintió Williams, bastante humillado.
—¿Y puede saberse dónde tuvo lugar exactamente esa cita?
—En el pabellón de ciencias, señor.
—Ah. Entiendo, entonces, que la cita tuvo lugar durante el ensayo de la pasada noche.
—Sí, señor. El ensayo terminó a las diez menos cuarto. Así que disponíamos de un cuarto de hora antes de que ella tuviera que regresar a su casa.
El director tomó nota mental de que no debía permitir que se produjera ese vacío temporal el año siguiente.
—¿Y esa cita se produjo a iniciativa suya, Williams?
—Bueno, señor… —Williams ensayó una mueca de disculpa—, yo diría que fue el resultado de una cierta colaboración, más bien.
—Naturalmente, naturalmente. —El director sopesó el caso durante unos instantes—. ¿Tiene alguna excusa?
—Bueno, señor, no sé si ha visto usted últimamente a Brenda, señor…
El director le interrumpió.
—Sí, claro, esa es obviamente la única justificación que puede ofrecer usted. Vénus tout entiere à son Williams attachée[5]. Estando en sexto de Lenguas Modernas debería conocer usted a Racine.
—Todo esto es natural a mi edad, señor —murmuró Williams esperanzado—, como acaba de decir usted.
—¿Yo? —preguntó el director—. Ha sido una indiscreción por mi parte. Pero si todos diéramos rienda suelta a nuestros naturales impulsos cuando y donde nos apeteciera, no tardaríamos en regresar derechitos a la Edad de Piedra… ¿Qué ocurrió exactamente durante su encuentro con esa jovencita?
Williams pareció sorprendido.
—Nada, señor. De hecho yo no pude presentarme.
—¿Qué? —exclamó el director.
—El señor Pargiton me descubrió, señor, justo cuando estaba saliendo del teatro. Como usted sabrá, señor, se supone que debíamos regresar a la habitación inmediatamente después del ensayo, aunque acabara un poco antes… —Su tono revelaba bien a las claras un sincero arrepentimiento—. Y, claro, yo me dirigía en ese momento en la dirección contraria al edificio Hogg. Entonces el señor Pargiton me cogió y me llevó directamente ante el señor Fry.
El director pensó que la oficiosidad de Pargiton, que normalmente resultaba un engorro y una molestia, resultaba útil después de todo.
—¿Y estaría dispuesto a jurar usted que después del ensayo no vio en ningún momento a esa jovencita? —preguntó el director.
—Sí, señor. Esa es la verdad.
El director se desplomó en la silla giratoria que tenía delante de su escritorio.
—Aunque, como le he dicho antes, no debe mantener encuentros secretos con jovencitas.
—No, señor.
—Y cuando abandone este despacho no quiero oír que anda usted por ahí quejándose de la represión de los deseos juveniles y del oscurantismo de esta institución.
—No, señor, ni se me ocurriría…
—Su cerebro, Williams, seguramente está atestado de ideas freudianas a medio digerir.
—Bueno, la verdad, señor…
—Olvídelo. Dios le prohíbe que mantenga para siempre el celibato. Pero el curso concluye en apenas unas semanas, y si no puede evitar mantener contacto con el sexo opuesto durante ese período de tiempo sin sufrir daños psicológicos, entonces su cerebro es un órgano decididamente más débil de lo que yo había pensado hasta este momento.
Williams no dijo nada: su lógica adolescente era incapaz de lidiar con todo ese batiburrillo en aquellos precisos momentos.
—Y como conclusión final —remarcó el director—, tenga la bondad de recordar que tendrá graves problemas si intenta encontrarse otra vez con esa chica… Y ahora, lárguese de aquí.
Williams se levantó y se fue, encantado tanto de la eficacia del sortilegio del señor Etherege como de la sinceridad y buen juicio del director. No sospechaba que la franqueza del director y su buen juicio se habían calculado cuidadosamente para apelar a su juvenil mezcla de idealismo y cinismo. El director tenía una considerable experiencia a la hora de conseguir los resultados que necesitaba obtener.
Viendo que Pargiton andaba holgazaneando enfrente del pabellón de las aulas, el director fue en busca de la confirmación del relato de Williams, y la encontró. Luego telefoneó a las dependencias del Instituto Castrevenford para chicas y le proporcionó a la señorita Parry un resumen conciso de todo lo que había averiguado.
—Entiendo —contestó la señorita Parry—. En ese caso, volveré al ataque. ¿Cuánto cree usted que pudo estar Brenda esperando en el pabellón de ciencias?
—Hasta las diez y media, supongo. Es cuando Wells lo cierra cada noche.
—De acuerdo, pues. Muchas gracias.
—Por cierto… —añadió el director antes de que ella colgara—, le agradecería que me hiciera llegar los resultados que obtenga de su indagación.
—Naturalmente —dijo la señorita Parry—. En cuanto sepa algo le llamaré por teléfono.
«En cuanto sepa algo» resultó ser diez minutos antes del comienzo de las clases vespertinas.
—Escúcheme… —le dijo la señorita Parry al otro lado de la línea—, ¿está usted absolutamente seguro de que ese muchacho dice la verdad?
—Bastante seguro —replicó el director—. ¿Por qué?
—Brenda niega que estuviera ayer ni siquiera cerca del pabellón de ciencias…
—Ay, Dios mío… Bueno, ¿no podría significar eso simplemente que estuvo esperando a Williams en el camino del jardín?
—Puede. Lo desconozco.
—Pero ¿niega que hubiera concertado una cita con Williams?
—No, no… Trató de negarlo al principio, pero creo que solo lo hizo para intentar proteger al muchacho. Mantiene que se lo pensó mejor y que en vez de ir al pabellón de ciencias se fue directa a casa.
—Ya, entiendo… ¿No hay nada más?
—Nada más. Esa muchacha es terca como una mula… Solo hay una cosa de la que estoy segura.
—¿De qué?
—De que vio algo que la aterrorizó —sentenció la señorita Parry.