10. Meditación entre las tumbas

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MEDITACIÓN ENTRE LAS TUMBAS

El almuerzo en casa del director resultó ser como Fen esperaba: un acto eterno e insoportablemente protocolario. Estaba presente la señorita Parry, también el administrador, uno o dos supervisores de las residencias, el secretario de la Sociedad de Alumnos Veteranos, el alcalde de Castrevenford, y para rematar, la plantilla al completo del consejo escolar. Cuando llegó Fen, estaban bebiendo todos jerez y martinis en un salón, alrededor de cuyas ventanas el señor Merrythought estaba merodeando como el fantasma de Catherine Earnshaw en Cumbres borrascosas. Fen apenas tuvo tiempo de que anunciaran su presencia antes de que sonara el gong.

La comida, aunque estuvo adornada con una alegría bastante especiosa, no puede decirse que fuera precisamente un éxito. El presidente del consejo, un hombrecillo torpe y vanidoso, debió de pensar que aquel era el momento oportuno para dar rienda suelta a su anecdotario, y no dejó de contar historietas desde que sirvieron la sopa hasta que se llevaron el café.

La gracia de las anécdotas era, como poco, dudosa, y muchas veces ni siquiera se entendía, por lo que generalmente se veía obligado a explicar los chistes. Las cosas no mejoraron cuando, en dos ocasiones al menos, Fen y el director, en un vano intento por evitar aquellos apéndices exegéticos, se rieron antes de tiempo. Pero aparte del torrente discursivo del que hizo gala el presidente del consejo, las figuras literarias y los tropos destinados a la sociabilidad se ejecutaron sin inconvenientes, y en consecuencia se le evitó a Fen la necesidad de ser gracioso con la señorita Parry, que ocupaba el asiento de su izquierda.

—A veces pienso —dijo— que estas ocasiones tienen un cierto aire vergonzoso.

Fen se dedicó a observar detenidamente los rostros de los invitados para encontrar evidencias de vergüenza social, pero sin mucho éxito.

—Y eso ocurre no solo en el banquete —le explicó la señorita Parry con bastante severidad—, sino a lo largo de todo el día de fiesta. —Fen hizo unos ruidillos que significaban una educada incomprensión—. Me refiero, naturalmente, a las relaciones entre padres e hijos. Oh, Dios mío, estos espárragos son de lata…

Fen los probó y se mostró de acuerdo. De lata.

—Se refería usted a las relaciones entre padres e hijos —dijo, volviendo a dar pie a la señorita Parry.

—Así es. Creo que muchos de los chicos tienen un vago temor a que sus padres los pongan en evidencia de algún modo. —La señorita Parry vació su copa y, volviéndose, le lanzó una mirada asesina a una camarera, que se apresuró a rellenarla—. Y los padres, naturalmente, se dan perfecta cuenta de ello. Los padres llegan aquí bastante nerviosos, y a toda costa quieren parecer inteligentes, amables y ricos; las madres se ponen sus mejores galas y esperan que los amigos de sus hijos piensen que aún tienen buen aspecto, que son atractivas, que todavía son apetecibles… —El champán era una de las pocas cosas capaces de provocar en la señorita Parry alguna emoción sentimental; suspiró—. Las que tienen dinero en el bolso triunfan, naturalmente.

Fen asintió.

—Cuando yo era un crío tuve también ese sentimiento. En aquella época me avergonzaba mucho, y todavía me avergüenzo. Estoy de acuerdo: esto produce una especie de vergüenza ajena.

—Pero, muy curiosamente, es algo que no les ocurre a las chicas —dijo la señorita Parry. Alcanzó un segundo panecillo y lo partió bruscamente en dos—. Excepto, por supuesto, en lo que se refiere al aspecto de sus padres, sobre lo cual nunca se puede hacer nada en ningún caso. Una chica con un padre guapo se encuentra en una posición privilegiada, pero todo el mundo reconoce que eso se debe a un don de Dios, así que no hay mucho sentimiento de culpa en juego.

—Y ya que estamos hablando de las preferencias de las jóvenes… —Fen bajó la voz. Debía ser cauteloso—, ¿qué opina usted de la desaparición de Brenda Boyce?

La señorita Parry dudó unos instantes, y luego, mirando directamente al frente, dijo:

—Así que ya lo sabe, ¿eh?

Fen sintió que aquel tono de la directora rezumaba enemistad; sin duda aquella mujer consideraba todo el asunto como una ácida reflexión sobre su propia competencia, y por lo tanto le desagradaba enormemente el hecho de que se difundieran sus errores.

—Es un verdadero engorro para usted, lo sé —apuntó Fen con todo el tacto que pudo reunir—. Pero, naturalmente, hizo usted todo lo que estuvo en su mano.

El gesto de la mujer se descongeló un poco.

—Profesor Fen, estoy convencida de que esa carta que dejó Brenda es falsa.

—¿Ah, sí?

—La caligrafía es suya, sí, pero el estilo no lo es. Debería ser más brillante, más elaborado. Estoy convencida de que la carta se la dictaron.

—¿Bajo amenazas?

—Posiblemente. —Y aquí la voz de la señorita Parry pareció entrecortarse—. En cualquier caso, podrían haberla dejado en su mesa por la ventana del estudio.

Fen pensó que eso no hacía sino confirmar lo que él ya había sospechado. El asesino, naturalmente, había cometido un error; la carta era una añagaza innecesaria y arriesgada. Habría matado a la muchacha y habría dejado la carta allí…

(En este punto se apoderó de su esófago un eructo imprevisto, y el champán que bebió para evitarlo produjo el efecto contrario al que buscaba.)

¿Cómo habría ocurrido todo? ¿Le habría dado un golpe el asesino o le habría disparado por la espalda? ¿Se habría dado cuenta la joven de lo que estaba ocurriendo? ¿Habría sollozado, habría pedido clemencia? ¿O simplemente había apretado los dientes en silencio y cerrado los ojos? ¿Había luchado, había intentado huir? Tenía dieciséis años. Dieciséis… Y… Fue entonces cuando se le cruzó por primera vez la idea: la muerte de Brenda era completamente innecesaria; habría bastado con que el asesino hubiera decidido cambiar sus planes, y correr algunos pequeños riesgos más… La muchacha tendría que haber estado en esos momentos comiendo con sus padres, excitadísima ante la deliciosa y nerviosa previsión del éxito que alcanzaría en la obra teatral que se representaría esa misma noche…

La indignación sentimental era una emoción de la cual Fen desconfiaba absolutamente, e hizo un esfuerzo para acallarla.

Una vez concluida la comida, Fen se escaqueó de los asistentes al acto y encontró tiempo para llamar a Stagge a la comisaría y comentarle sus impresiones.

—El móvil —dijo secamente—. Creo que lo tengo. La muerte de la señora Bly y las muertes acaecidas en el colegio están indudablemente conectadas.

—Bueno, creo que eso es un gran avance —dijo Stagge. El tono era de reverente respeto—. Y dígame, ¿cómo lo ha averiguado?

—No tengo tiempo para exponérselo, me temo. Sería demasiado largo. Desgraciadamente tengo que ir a entregar los premios. ¿Podemos vernos después…, sobre las cuatro?

—Bien, señor, siempre que esté usted seguro de que el retraso no va a beneficiar a nuestro asesino…

—No, no creo que eso ocurra. Y por cierto, me vendrían de miedo los informes de las coartadas.

—Estarán listos para las cuatro, señor.

—Bien. ¿Está aún Plumstead con usted?

—Sí, señor. Pero tenemos dificultades para encontrarle un sitio donde pueda dormir esta noche.

—Oh, sí. Dígale que vaya al pub de Ravensward. Esa joven…, Daphne Savage…

—Sí, señor —dijo Stagge, interrumpiéndolo en el momento justo—. Ya lo había pensado. Se lo comunicaré.

—Supongo que no seguirá creyendo que fue él quien mató a la señora Bly…

—La verdad es que no, señor.

—Hace bien. Porque no fue él. Nos veremos luego.

Fen colgó el teléfono y subió las escaleras parsimoniosamente para investirse con la túnica de doctor en Letras. Y luego todo el grupo partió hacia el colegio, donde iba a tener lugar la ceremonia.

Eran ya cerca de las dos y media cuando llegaron, y una multitud de padres y muchachos se agolpaba a pleno sol, en el exterior del salón de actos. A una señal convenida, todos comenzaron a entrar en el edificio. Sus rostros transmitían esa inquieta y floja perspectiva de aquellos que se ven obligados a aguantar un espectáculo aburrido e incómodo únicamente para cumplir con las apariencias; solo aquellos padres que habían pasado un rato entretenido en los bares de Castrevenford mostraban algún indicio de jovialidad. Una buena parte de la concurrencia había ido a ver el partido de criquet, que ya había comenzado, y Fen lanzó una mirada de envidia al dibujo moteado en blanco bajo el sol de los jugadores en la hierba mientras a él lo llevaban por una entrada lateral directo a un anexo del salón de actos. El reloj del edificio Hubbard dio la media. Fen, el director y los miembros del consejo salieron al estrado en medio de un rumor que fue disminuyendo, slentando paulatinamente.

El salón de actos estaba tan desnudo por dentro como por fuera, sin el más mínimo adorno; además, parecía un tanto insustancial, como si lo hubieran construido a base de contrachapado, como si las paredes fueran a abombarse y reventar con la presión de la masa humana que en aquel momento se apretujaba en su interior. El ambiente era asfixiante y la gente se abanicaba con sus programas de mano. En la parte delantera del auditorio había dos filas de sillas duras de madera destinadas a los profesores, que esperaban con sus túnicas y sus togas, y cuyas actitudes variaban desde un educado hastío hasta un coma virtual. Tras ellos, en la platea del salón, se situaba el gran concurso de sudorosos padres. Y en el gallinero —las manecillas del reloj que había allí se habían quedado paradas en algún momento ignoto a las once y cinco, no se sabe si de la mañana o de la tarde— se embutían todos los muchachos, con la excepción de los galardonados, que formaban una hilera en uno de los pasillos que recorría el salón de parte a parte, vigilados y ordenados convenientemente por dos oficiosos monitores. El aire estaba poblado de susurros, inquietudes, taconeos nerviosos. Alguien intentaba, infructuosamente, forzar una ventana que se resistía con terca pertinacia a abrirse. A través de las puertas cristaleras, detrás de la galería, se veían rostros sin cuerpo curioseando en el interior.

Fen, el director y el presidente del consejo escolar se acomodaron en el estrado, tras una mesa larga atestada de libros. A la izquierda se encontraba Saltmarsh, entre cuyos deberes se encontraba la adquisición y la organización general de los premios, y que sujetaba varias hojas de papel mecanografiadas y convenientemente grapadas. En un semicírculo de sillas, en la parte posterior del estrado estaban los miembros del consejo; era el suyo un lugar digno pero insignificante. Hubo una barahúnda de toses que anunciaban el comienzo del acto. El presidente del consejo se levantó con gran formalidad para pronunciar su discurso.

Su disertación fue larga, difusa, chistosa y sentenciosa. Cuando, después de lo que pareció una verdadera eternidad, se sentó en medio de un aplauso de alivio, el director se levantó para resumir los logros académicos y deportivos del colegio durante el último curso escolar y para expresar del modo más convencional sus beatíficos deseos y aspiraciones de cara al futuro. A modo de conclusión, presentó a Fen, que habló con ingenio y sin mucha voluntad doctrinaria durante exactamente cinco minutos, ni un segundo más, ni un segundo menos, un hecho que le valió el elogio inmediato de todos y cada uno de los miembros de aquella atestada y sudorosa audiencia. Luego se procedió a la entrega de los premios. Saltmarsh leía los nombres de los galardonados uno por uno y le daba el libro o los libros a Fen, que se los entregaba al muchacho en cuestión y le estrechaba vehementemente la mano, mientras todo el mundo aplaudía, con espasmos guiados por un imaginario metrónomo. Un muchacho, superado por el calor y la solemnidad de la ocasión, se desvaneció y tuvieron que llevárselo fuera («Siempre hay alguno que se desmaya», comentó resignadamente el director). Al final, Weems, el maestro de música, se sentó al piano y atacó con brío el himno del colegio, que los muchachos corearon con el frenético griterío de unos asesinos recién indultados, mientras los padres, que no conocían la letra, permanecían mirando al tendido con toda seriedad y respeto, moviendo los labios de un modo bastante extraño y desajustado. Y así fue como la entrega de premios llegó a su fin.

Fen, aliviado de poder desprenderse por fin de la toga, la abandonó en una sala aledaña al salón de actos, y después de despedirse del presidente del consejo y asegurarle al director que asistiría a la fiesta del jardín un poco más tarde, salió a toda prisa del edificio. Stagge lo esperaba en la puerta con una carpeta en la mano. Su gesto revelaba la inquietud y la concentración de alguien que está intentando hacer sumas y restas mentalmente. Por acuerdo mutuo los dos hombres caminaron por la hierba agostada en dirección al edificio Davenant y el despacho del director, hasta que quedaron fuera del radio de acción de las masas que seguían a gritos el partido de criquet o que iniciaban ya el camino hacia la casa del director, donde se celebraría la fiesta vespertina.

—Bueno, señor —dijo Stagge—, he comido con el jefe de policía. Va a llamar a Scotland Yard, y a primera hora de mañana nos enviarán refuerzos. Me siento aliviado, lo confieso.

Fen habló lentamente.

—No sé…, quizás para entonces no tengan mucho que hacer aquí.

El superintendente lo miró con suspicacia.

—Entonces es que tiene más información…

—No es eso lo que me preocupa —dijo Fen, que miraba a su alrededor con gesto ausente—. Sentémonos por aquí, al aire libre, y hablemos.

Había cerca un banco rodeado de laureles. Se sentaron allí y encendieron unos cigarrillos. Fen alejó de un manotazo una avispa que volaba peligrosamente por encima de su nariz, con aviesas intenciones.

—Bien, le diré lo que tengo —dijo. Su voz era neutra, y no parecía estar a la altura de la solemnidad requerida para un anuncio de tal envergadura—. Lo cierto es que el verdadero motivo, el motivo oculto de todos estos asesinatos es un manuscrito de Shakespeare. Y probablemente también algunas cartas suyas.

Stagge permaneció unos segundos en silencio. Parecía más perplejo que sorprendido.

—¿Un manuscrito, dice? ¿De mucho valor?

—Su valor es incalculable. Yo diría que bien podría valer un millón de libras.

—¿Un millón…? —dijo Stagge entre risas, abiertamente incrédulo—. Está usted tomándome el pelo, señor.

—Nada más lejos de mi intención, Stagge. Soy muy consciente de lo que le estoy diciendo. Y si metemos las cartas en el lote, la suma podría rondar fácilmente los dos millones de libras.

El superintendente miró fijamente el rostro de Fen. No vio en su semblante ninguna prueba de burla. Entonces también él se puso serio.

—¿Le importaría explicarse algo mejor, señor? No soy muy ducho en esos temas, lo reconozco. Ni cuando era un estudiante podía con Shakespeare, para serle sincero.

Fen arrancó una hoja de laurel del arbusto que tenían detrás, y comenzó a desmenuzarla en fragmentos de acuerdo con sus nervaduras.

—Bueno —dijo tras unos instantes de reflexión—, así es la cosa: por lo que sabemos, existen solo cuatro muestras ciertas de la caligrafía de Shakespeare, y todas ellas son meras firmas: tres de ellas están en su testamento y la otra en el acta de un pleito de 1612.

Stagge se removió inquieto.

—Pero… ¿y las obras de teatro, señor?

—No contamos con los manuscritos originales, desde luego; solo nos han llegado copias impresas de sus obras… en cuarto, en folio, y en otros formatos[25]. Y ha de saber que cualquiera de ellas suele alcanzar una buena cantidad de miles de libras en cualquier subasta.

Stagge asintió.

—Entiendo, señor. De modo que una obra completa de Shakespeare, escrita de su puño y letra…

—Exactamente. ¡La sola idea de que exista constituye una fantasía fabulosa! En América hay gente que daría un millón de libras por esa obra. Y eso no es todo. Solo es una parte…

Stagge observó atentamente la punta incandescente de su cigarrillo.

—Continúe, señor.

—Porque el título de esta obra concreta de la que le hablo es Trabajos de amor logrados.

—Ah, sí, señor… Supongo que tuve que leerla en el colegio. Iba de unos hombres que decidían estudiar durante un año y unas chicas los distraen. —Stagge negó significativa y críticamente con la cabeza—. Aunque no parece que fuera nada del otro mundo, al fin y al cabo.

—Sea o no algo del otro mundo —dijo Fen, que en realidad compartía en buena medida aquella opinión—, la obra de la que usted está hablando es Trabajos de amor perdidos: y lo nuestro es harina de otro costal. Y, por cierto, tiene una araña subiéndole por el cuello de la camisa.

—Oh, una araña del dinero[26] —observó Stagge, trasladándola delicadamente a una hoja de hierba—. Aunque, a juzgar por lo que me está diciendo, no debería estar caminando sobre mí. Respecto a esa otra obra de la que me habla…

—Tenemos noticias de que existió. Pero nadie la ha leído ni se ha sabido nada de ella —dijo Fen— desde 1598, cuando Shakespeare tenía treinta y cuatro años.

Stagge pareció dubitativo.

—Pero, señor, una obra de Shakespeare no puede desaparecer así como así…

Fen lanzó la ceniza de su cigarrillo a la araña, que estaba tirada en la hierba, lamentando la mala suerte que tenía.

—Oh, sí, pudo desaparecer muy fácilmente —señaló—. Hubo un montón de obras de teatro isabelinas que desaparecieron para siempre: La Isla de los Perros, de Jonson y Nashe, sin ir más lejos. Y salvo por un solo detalle, podríamos no haber sabido jamás que existió una obra titulada Trabajos de amor logrados.

—¿Y qué detalle es, señor?

—En 1598 —explicó Fen—, un estudiante llamado Francis Meres publicó un libro llamado Palladis Tamia, y en ese libro había un capítulo titulado «Un discurso comparativo de nuestros poetas ingleses con los griegos, los latinos y los franceses». En ese capítulo habla de Shakespeare, un autor a quien idolatraba, y proporciona un listado de sus obras. Seguramente no se trate de una lista completa, pero esa no es la cuestión. «De las comedias —citó Fen—, tenemos Los dos caballeros de Verona, La comedia de los enredos, sus Trabajos de amor perdidos, sus Trabajos de amor logrados, su Sueño de una noche de verano y su Mercader de Venecia.» ¡Ahí lo tiene!, ¿entiende? El caso es que como Meres no menciona Mucho ruido y pocas nueces, que generalmente se creía que se había escrito antes de 1598, muchos críticos han dado por hecho que Mucho ruido no es más que un título alternativo de Trabajos de amor logrados. Pero eso no es más que una suposición. Nadie lo sabe realmente…

—Dios bendito… —murmuró Stagge, impresionado a pesar de las dificultades que había tenido con Shakespeare en el colegio—. ¡Dios bendito! Jamás me imaginé que la cosa fuera tan complicada… —Se puso en pie de repente—. Pero, en fin, señor… el caso es que si es una obra de teatro nueva…, y nadie la ha leído jamás…, eso incrementaría su precio, ¿no es así?

—Muchísimo. Enormemente. Y luego también están las cartas, si es que aún existen, claro está. Salvo por ocasionales y excepcionales dedicatorias, no tenemos carta ninguna de Shakespeare, ni impresa ni de ningún otro tipo. Supongo que entiende lo que eso significa.

Stagge asintió lentamente.

—La fama, señor —dijo al final—. Imagínese: un poeta…, un poeta…, siendo tan famoso cuatrocientos años después de su muerte que su caligrafía podría valer millones. —Se quedó callado entonces—. «Yo debería haber sido un par de pinzas melladas —declamó inesperadamente—, recorriendo los fondos marinos de los silenciosos océanos.»[27] Sí, es una langosta, ya lo sé, o puede que un cangrejo. ¿Cree usted que el tipo que escribió eso generará el mismo dinero dentro de cuatrocientos años?

Fen comenzó a reírse en silencio.

—No sabía que era usted un devoto del señor Eliot, superintendente.

—No, yo no, señor. Es mi hija. Tiene quince años, un poco precoz, lo sé, y un poco rara con esos poetas modernos. Encontré ese verso en uno de sus libros. Una historia rarita, como poco… No puedo decir que me disguste, solo que no lo entiendo bien, por decirlo de alguna manera. Me da la impresión de que algo hay ahí, pero era demasiado resbaladizo para que yo pudiera pillarlo. En fin… —Stagge agitó la mano para intentar desvanecer aquella digresión literaria que se estaba apoderando de él—. Pero volvamos a nuestro asunto. Dado el valor de esos manuscritos, ¿podría decirme usted, señor, cómo ha conseguido saber de ellos?

Fen le contó lo esencial de sus conversaciones con el señor Beresford y con el señor Taverner.

—La secuencia de acontecimientos es muy obvia, me parece —dijo a modo de conclusión—. Taverner descubre los manuscritos y la miniatura. Taverner habla de ello con Somers. Somers visita a la señora Bly, y constata el hallazgo. La señora Bly sale del pueblo para ir a visitar a su hijo, nadie sabe a dónde va exactamente. El profesor Love (si es que fue él) pregunta por ella sin ningún éxito. Y luego, los tres asesinatos.

—Lo que se deduce es que Somers había comprado esos manuscritos.

—Sí. De ahí, por cierto, que estuviera leyendo The Fourth Forger. Pero yo no diría que ya los había conseguido. Como mucho tenía intención de comprarlos. Recuerde, visitó a la señora Bly el martes por la noche, pero no pudo disponer de las cien libras de su banco hasta ayer a mediodía.

—Cien libras… Sí. Creo que eso es lo que usted dijo que la vieja pensaba pedir por el manuscrito. Pero yo supongo que Somers pudo llevárselo el martes y prometer pagarle cuando consiguiera el dinero del banco y cuando ella regresara de visitar a su hijo.

Fen gruñó de un modo muy poco civilizado.

—No me puedo imaginar a la señora Bly haciendo gala de semejante alarde de confianza. Además, si Somers tenía ya en su poder el manuscrito, no tendría sentido matar a la señora Bly. No: mi teoría es que el manuscrito nunca llegó a manos de Somers.

—Entiendo… —dijo Stagge pensativo—. Alguien mató a Somers para evitar que se hiciera con él, y luego mató a la señora Bly para robárselo. Quienquiera que fuese… tenía que matarla, porque de lo contrario ella revelaría que Somers había intentado comprárselo, y el asesino quedaría de inmediato conectado con la muerte de Somers también… —Frunció el ceño y chasqueó los dedos—. Sin embargo, eso no puede ser. Este relato tiene más agujeros que un colador. En primer lugar, ¿por qué no pudo ese hipotético individuo simplemente pujar más alto que Somers? ¿Qué necesidad tenía de matar a nadie?

—Puede que no tuviera dinero. O puede que Somers consiguiera que la señora Bly firmara un papel comprometiéndose a venderle a él los manuscritos.

—Un contrato condicional —dijo Stagge en un tono bastante malhumorado—, no vinculante legalmente.

—Pero mi querido superintendente, la señora Bly era una persona que apenas sabía nada de contratos ni de leyes.

—De acuerdo, señor. De acuerdo. Le concedo una de esas dos posibilidades. Pero nuestras dificultades no acaban ahí. Para decirlo clara y crudamente: ¿por qué no pudo tratarse de un simple robo?

Fen encendió un nuevo cigarrillo, y apagó la colilla del viejo cuidadosamente para que no se viera, entre las raíces del laurel.

—Ah —dijo—. Estoy de acuerdo con usted: es de lo más extraño. Pero no es irresoluble. Verá…

Se detuvo, porque le dio la impresión de que algo muy importante se le había ocurrido a Stagge.

—¿Qué? —preguntó.

—Déjeme contestar a mi propia pregunta, señor —dijo Stagge con un gesto un poco melancólico—. De hecho, se produjo un robo en esa casa: encontramos una ventana que había sido forzada, aunque si fue esta mañana, o en algún otro momento, cuando la señora Bly estaba fuera…

—Ahí está —dijo Fen. Tras varios intentos, Fen había conseguido hacer un aro de humo—. Mírelo, ¿no es precioso…? Pero volviendo a su afirmación, no, mi idea es esta: que la señora Bly, dándose cuenta tras la visita de Somers de que poseía algo verdaderamente valioso, o bien lo escondió donde nadie lo pudiera encontrar, o bien se lo llevó con ella. Creo que la segunda opción es la más factible de las dos.

—Muy bien, señor. Hasta ahí, muy bien. Somers desea el manuscrito. Está loco por conseguirlo. Alguien más también lo desea. Este alguien intenta robarlo, pero no consigue culminar su plan. Así que mata a Somers porque no puede superar su oferta, o por cualquier otra razón. Y a la señora Bly la mata porque…, porque…

—Porque ni puede pagar el manuscrito, ni puede saber dónde está sin su ayuda.

—Sí, señor. Eso cuadra bien.

Ambos permanecieron en silencio. Desde el campo de criquet les llegó el sonido del cuero golpeando contra la madera, y un instante después un leve rumor de aplausos. Al parecer alguien había conseguido una banda[28] o quizás una buena recepción; la reacción del público suele ser idéntica en ambos casos.

—La única cosa que no entiendo en absoluto, señor —dijo Stagge, con mirada cautelosa—, es en qué parte de esta historia entra el profesor Love.

—Bueno, tenemos esa declaración inacabada que dejó escrita, en la que habla de «lo que solo podría denominarse un fraude…». Cuando la gente dice que algo solo puede denominarse de cierta forma quieren dar a entender que el resto de la gente, o la mayoría de la gente, no lo describiría de ese modo en absoluto. Lo que creo es que el profesor Love debía de referirse a una acción que era legalmente intrascendente pero moralmente dudosa.

—Como comprar un manuscrito de un millón de libras por solo cien a un comprador lo suficientemente ignorante como para desconocer su verdadero valor.

—Por ejemplo. Supongo que de una manera u otra el profesor Love supo que se iba a efectuar dicha transacción, y decidió contárselo a la señora Bly, y decirle cuál era el valor real de los manuscritos que tenía en su poder. De ahí que fuera preguntando por ella a The Beacon.

—Y de ahí su muerte también —sentenció Stagge—. Una fortuna semejante es suficiente como para tentar a cualquiera a cometer un asesinato, y si el profesor Love estaba dispuesto a meter un palo en las ruedas… —Pareció titubear—. De todos modos, se nos plantea un problema. Era Somers quien iba a comprar el manuscrito, pero Somers, es un hecho, no pudo matar al profesor Love. No pudo haberlo matado antes de las diez, según nos dicen las pruebas médicas. Y en esa hora que va desde las diez, que fue la última vez que lo vieron vivo, hasta las once, cuando lo encontraron muerto, se pasó al menos cincuenta y cinco minutos redactando las cartillas de notas. Le habría resultado físicamente imposible haber ido hasta el domicilio del profesor Love, haberlo matado y regresar de nuevo a la sala de profesores en solo cinco minutos.

—Debe recordar, no obstante —dijo Fen amablemente—, que el profesor Love habla de dos colegas que estaban implicados en lo que él llamaba «un fraude».

—Ah, sí. Se me había olvidado eso en este momento… —Stagge aún parecía un poco confuso—. Pero, escúcheme, señor: si Somers estaba compinchado con otro, eso lo complica todo y lo hace aún más raro. Eso descabalaría todos los móviles sobre los que hemos estado trabajando tan minuciosamente sobre la muerte de la señora Bly y el propio Somers. No había ninguna necesidad de asesinar a la señora Bly si esos dos individuos pudieron reunir el dinero para comprar el manuscrito…, y sabíamos que lo tenían. Y Somers…

—Tal vez el otro traicionó a Somers —sugirió Fen.

—Tal vez —dijo Stagge un poco reacio a admitir la propuesta. Estaba claro que, como Fen, él estaba empezando a agotarse de pensar en ese aspecto concreto del problema—. No importa: en todo caso tenemos que dar determinados pasos, a la vista de esta nueva información. Y el primero es peinar el cottage de cabo a rabo. Luego ya veremos si podemos identificar definitivamente al profesor Love como el hombre que estuvo preguntando en The Beacon por la señora Bly.

Sacó un pañuelo y se secó la frente. La tenía congestionada y colorada como un ladrillo.

—Hay solo una cosa más, señor. Esos manuscritos… ¿es posible que sean falsificaciones?

—Le he estado dando vueltas a ese asunto, no se crea usted —dijo Fen—. Es un dilema interesante, por varias razones. En términos generales estoy inclinado a pensar que no. Verá, existen dos posibilidades. Una es que se trate de una falsificación moderna, lo cual significa que tanto Taverner como la señora Bly seguramente estarían implicados en dicho fraude. Pero eso, francamente, me parece imposible. Un carpintero de pueblo y una bruja borracha falseando un posible manuscrito de Shakespeare…, no, no me cuadra.

—Puede que fueran solo testaferros.

—Cierto. Pero entonces vayamos al lado económico del fraude. Tres personas implicadas… y muchas semanas de laborioso trabajo por parte del falsificador. ¿Y qué piden por todo eso? ¡Cien tristes libras!

—Sobre ese extremo solo contamos con la declaración de Taverner.

—Nada de eso. Porque fueron cien libras las que Somers sacó del banco. No. Tras conocer a Taverner, estoy razonablemente seguro de que me decía la verdad, y que encontró lo que me dijo que había encontrado. Desde luego también queda la posibilidad de que en algún momento en el pasado algún bromista con un pervertido sentido del humor pusiera ahí esos manuscritos para engañar a cualquiera que los pudiera encontrar en el futuro.

—Oh, vamos, señor… —protestó Stagge—. ¡La gracia de las bromas es que los bromistas puedan estar presentes cuando se descubre el pastel!

—Es bastante improbable, lo admito. Y admito también que no parece una teoría muy sólida. Aunque el principal detalle que contradice mi teoría es la miniatura, que es genuinamente isabelina. Es demasiado suponer que la hubieran escondido allí solo para dotar de verosimilitud a los manuscritos.

Stagge había sacado la miniatura de su bolsillo y la contemplaba con cara pensativa.

—¿Cree usted, señor, que este hombre… —y bajó la voz casi en un tono reverencial— es él?

—Podría serlo perfectamente —dijo Fen.

—No se parece mucho a los otros retratos que he visto…

—No. Ahí está más joven, naturalmente, que en el busto de Stratford o en el grabado de Droeshout. En ese tiene todo el aspecto de un cochinillo. Además, no creo que el busto de Stratford se parezca en nada a quien fue Shakespeare en realidad; es inconcebible que un hombre así pudiera escribir El rey Lear. —Fen se puso en pie enérgicamente—. ¡Nada de falsificaciones, mi querido Stagge! Estoy seguro. Piense en lo cerca que está Stratford de aquí.

Se relajó de nuevo.

—Esas cartas… —murmuró melancólico—. Podrían haber explicado todo lo que aparece en los sonetos… Me pregunto si las quemaría de verdad esa mujer del demonio. ¿Se puede averiguar quién vivió en ese cottage durante los últimos años del siglo XVI? Los registros parroquiales pueden ayudarnos. Una joven hermosa, quisiera pensar, para cuando se cansaba de Anne[29]. Una dama de ensueño. Shakespeare debía de tener veintinueve años en 1593…

Pero Stagge se negó a embarcarse en esa nave para cruzar aquellos océanos de brumosas conjeturas.

—Hay una cosa que debería haber mencionado usted, señor, sobre la cuestión de la falsificación o de lo que sea. He estado recopilando una notable cantidad de información sobre varias personas durante todo el día, y una de las cosas que he averiguado es que Galbraith, el secretario del director, es muy aficionado a los manuscritos antiguos y sabe un montón de ese tema.

Fen pareció interesado por esta última revelación.

—¿Ah, sí? ¿De verdad? Me pregunto si Somers habló con él de este asunto. Supongo que no querría gastarse cien libras en una resma de papelajos sin valor. Se lo preguntaré a Galbraith cuando lo vea… Pero lo que me encantaría sería saber quién vivió en ese cottage.

—Y lo que yo quiero saber —dijo Stagge enfurruñado— es quién cometió esos asesinatos.

—¿Tiene ya el informe sobre las coartadas?

—Aquí, en esta carpeta.

—Bien, entonces, ¿a qué estamos esperando? —dijo Fen.