15. La huida
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LA HUIDA
La conclusión del caso constituyó una extraña mezcla de farsa y tragedia.
Nada más salir del Davenant, Fen escuchó pisadas que se alejaban apresuradamente por la hierba, en dirección a las puertas exteriores del colegio. Deteniéndose solo para avisar a gritos a Stagge y al director, partió en persecución del fugitivo. Pensó que era improbable que el asesino hubiera encontrado medios adecuados para abandonar el país, pero perderle la pista ahora tal vez significaría perderlo de vista para siempre.
Fen apenas había comenzado a ir tras él, sin embargo, cuando escuchó el portazo de un coche y el rugido de un motor un poco más adelante, en el camino de acceso al colegio. Fen echó a correr frenéticamente. Un centenar de yardas por delante de él, unas potentes luces rasgaron la oscuridad, y una forma alargada y baja se alejó rápidamente en dirección a la carretera principal.
—¡Demonios! ¡Maldición! —gritó Fen. Se dio media vuelta para reunirse con Stagge y el director, que habían salido corriendo del despacho en su busca—. ¡Se va, se va…! —dijo abrumado.
Cada uno de los tres hombres corrió de inmediato hacia sus respectivos coches. Fen fue el primero en salir. Decidió optar por el sencillo procedimiento de ignorar el césped y los parterres de flores, y dejando un rastro de devastación y destrozos a sus espaldas, salió a toda pastilla y con un ruido ensordecedor por el camino de entrada al colegio. Aunque tenía serias dudas de que un vehículo tan petulante y excéntrico como Lily Christine pudiera mantenerle el ritmo a un Hispano-Suiza —eso le había parecido que era—, estaba decidido a llegar hasta el final, si era mecánicamente posible. Stagge iba tras él, y detrás venía el director. Y de ese modo la pequeña flota automovilística cruzó a toda velocidad las cancelas exteriores del recinto escolar.
Fen llegó justo a tiempo para ver las luces traseras del Hispano-Suiza desapareciendo de la carretera principal al girar en un punto que de inmediato reconoció como la pista que conducía a Ravensward. No tardó en hacerse evidente que aquella acción evasiva había sido un gravísimo error por parte de su presa, porque esa carretera secundaria era tan estrecha y tortuosa que anulaba cualquier diferencia de potencia entre su coche y el de sus perseguidores. Además, aunque el director seguía tras Fen con la inquebrantable fe del mártir, Stagge no había cogido el desvío, sino que había seguido recto por la carretera principal. Conocía un atajo y confiaba en cortarle el paso al Hispano-Suiza un poco más adelante. Pero desafortunadamente infravaloró la longitud del rodeo, y el resultado fue que sencillamente se volvió a unir a la caravana precisamente en la misma posición en que la había abandonado cuando decidió ir por otra ruta: esto es, entre Fen y el director.
El pelotón continuó a toda velocidad, denodadamente, rasgando la noche con el ruido de los motores, como perros de caza enloquecidos en frenéticos ladridos, acechando a las desprevenidas reses, inquietando los sueños de los pueblerinos que dormían plácidamente en sus casas. Los barrios residenciales dieron paso a la Arcadia. Árboles, setos, granjas, casas de labranza y palos de telégrafos pasaban volando junto a ellos como hojas agitadas por un temporal otoñal; caminantes a los que se les había echado la noche encima se veían arrojados a las cunetas, y las gallinas que no estaban en el gallinero morían aplastadas bajo las ruedas. No tardaron en llegar a Ravensward: los coches saltaron la joroba del puente, pasaron a toda pastilla junto a The Beacon, cruzaron la diminuta plaza, y siguieron por el camino en el que se encontraba el cottage de la señora Bly. Stagge sabía que su presa, viendo la desventaja en la que se encontraba, intentaría salir de nuevo a la carretera principal.
Pero he aquí que Lily Christine comenzó a mostrar síntomas de desafección…, una desafección que rápidamente se convirtió en un abierto amotinamiento. Extraños petardeos resonaban bajo el capó, que se fueron convirtiendo con una espantosa rapidez en un ruido como el de un comando de guerra haciendo fuego con ametralladoras. Una pareja de enamorados, entrelazados en un apasionado abrazo nocturno junto al arcén, saltaron y se separaron como si una espada llameante hubiera partido su pasión en dos. Fue entonces cuando el acelerador dejó de funcionar, el motor se paró, y el coche se detuvo en seco. Con un gruñido espectral, Fen se apartó a un lado de la carretera y observó cómo Stagge y el director pasaban volando junto a él sin percatarse de su presencia.
—¡Aquí, aquí…! —gritó tras ellos de un modo completamente inútil—. ¡Eh, socorro! ¡Aquí…!
La pareja de enamorados se acercó a él. Resultaron ser dos viejos conocidos: Daphne Savage y el señor Plumstead.
—¡Dios bendito! —dijo Daphne—. Si es el profesor Fen. Pero ¿qué demonios…?
—Es inútil… —contestó con ademán sombrío. Estaba desmoralizado por los continuos reveses que la vida le estaba propinando aquella noche.
—¿Se ha estropeado su automóvil? —preguntó el señor Plumstead, de un modo un tanto impreciso—. Yo lo arreglaré. —El señor Plumstead sufría la ilusión común a muchos hombres de que era capaz de arreglar coches así como así—. Será la junta de la trócola, supongo.
Fen lo miró sin ningún optimismo.
—Siempre me ha parecido extraordinario —dijo— que los científicos anden por ahí fanfarroneando de todos los beneficios que han concedido a la Humanidad, cuando jamás han sido capaces de inventar una cosa que pueda resultar fiable en momentos de tan vital importancia.
El señor Plumstead no contestó a semejante observación extemporánea a sus ojos. Ya había abierto el capó del coche y estaba entregado, según todos los indicios, al desmantelamiento completo del motor. Trozos de piezas metálicas comenzaron a tintinear en el suelo, a sus pies. Mientras tanto, resoplaba como si estuviera haciendo algo absolutamente agotador.
—¿A que es un chico muy listo? —dijo Daphne con una sonrisa de admiración; y cuando vio que Fen no parecía dispuesto en absoluto a confirmar aquella aseveración, añadió—: Pero dígame, ¿qué ha pasado exactamente, profesor Fen?
Fen se lo explicó brevemente, mientras el señor Plumstead continuaba lenta pero decididamente con su labor de desguace.
—¡Cielo santo! —dijo Daphne, impresionada—. ¿Pero quién…?
Se detuvo de repente. Hacía ya un rato que los ruidos de la cacería se habían desvanecido por completo, pero ahora volvían a oír un coche aproximándose desde la dirección en la que todos se habían ido, y cuando estuvieron a la vista, Fen reconoció —por la cantidad de luces fulgurantes que ostentaba— al Hispano-Suiza. Era evidente lo que había ocurrido: en un intento por burlar a sus perseguidores, el criminal había girado en la entrada a una casa o en un desvío, y había apagado las luces y el motor, esperando que sus perseguidores se pasaran de largo, y luego volver sobre sus pasos. La maniobra le había permitido obtener una pequeña ventaja, pero eso era todo, porque Fen ya podía ver también las luces de los otros dos coches regresando en su estela.
—¡Rápido! —gritó.
Sobresaltado, el señor Plumstead se dio con la cabeza en la tapa del capó, y salió de allí con la tubería del radiador en la mano y con gesto de perplejidad.
—¡Vamos a empujar el coche y a cruzarlo en la carretera! —ordenó Fen.
A continuación los tres se embarcaron de forma completamente desorganizada en una febril actividad. El señor Plumstead, caballerosamente, apartó con gallardía a Daphne de la zona de peligro; Fen quitó enseguida el freno de mano; y ambos hombres, con un enorme esfuerzo, consiguieron que Lily Christine se moviera. Pero el Hispano-Suiza estaba demasiado cerca; se les echaba encima, y un segundo después sus ruedas derraparon en la hierba húmeda del arcén, y el vehículo pasó raspando a toda velocidad.
—¡Maldita sea! —exclamó Fen.
Entre tanto, Lily Christine, moviéndose por su cuenta, continuó su camino y enterró el morro con virulencia en la cuneta contraria, bloqueando la estrecha carretera por completo. Y apenas habían tenido tiempo de considerar los imprevisibles resultados de aquella operación cuando los vehículos de Stagge y el director se abalanzaron sobre ellos con violentos derrapes que torturaron los frenos y los neumáticos de los coches.
El rostro de Stagge, una turbia mancha pálida en el interior del coche, se asomó por la ventanilla.
—¡Sacad ese maldito coche de en medio, alelados! —gritó enfurecido.
Titubearon a la hora de obedecer. Sin decir un palabra más, cuando tuvieron sitio para pasar, los dos perseguidores se lanzaron de nuevo en persecución de su presa.
—¡Parad, parad…! —gritó Fen lastimeramente—. ¡Esperadme, esperadme…!
Pero no le hicieron ni caso. Stagge, decidido a cumplir con su deber, no podía permitirse el lujo de demorarse ni siquiera un instante, y el director, imbuido por una increíble y dionisíaca pasión por la caza, solo tenía ojos y oídos para la persecución. El rugido de sus motores se fue alejando hasta desaparecer en la distancia. Fen se derrumbó en la hierba junto a la cuneta. El señor Plumstead volvió a su labor destructiva. Y Daphne se quedó allí plantada, en un sombrío silencio, mirándolos.
Al final volvieron a oír otro coche aproximándose; esta vez el vehículo venía del pueblo de Ravensward. Fen se puso enseguida en pie, lo divisó en la lejanía, y casi en ese momento se sintió poseído por algo parecido a la histeria.
—¡Lo ha vuelto a hacer! —exclamó—. ¡Rápido!
Sin duda lo había vuelto a hacer, porque el coche que vieron era desde luego el Hispano-Suiza. Pero en esta ocasión Stagge estuvo hábil y no se dejó engañar, de modo que la distancia entre la liebre y los sabuesos era perceptiblemente menor. Fen y el señor Plumstead empujaron frenéticamente el chasis rojo de Lily Christine. A la segunda iría la vencida.
Y entonces, increíblemente, todo volvió a ocurrir como la vez anterior. Cierto, el Hispano tuvo menos espacio para librar el choque, y si hubiera tardado un segundo más, habrían podido detenerlo de una vez y para siempre, y el criminal probablemente habría muerto horriblemente en el acto. Pero el vehículo esquivó violentamente el coche de Fen, y pasó de largo, de milagro, y una vez más, siendo incapaces de frenar el avance de Lily Christine en ese momento y lo suficientemente deprisa, de nuevo impidieron que Stagge y el director pudieran seguir su marcha. Solo que esta vez el vehículo de Stagge no pudo frenar a tiempo y chocó contra el lateral del Lily Christine empujándolo dos o tres yardas por la carretera; el vehículo rojo de Fen se agitó y se desplazó de lado, como si fuera un centollo con ruedas.
No podían verle la cara a Stagge, pero se imaginaron —correctamente— que estaba encendido de furia.
—Pero ¿es que estáis locos? —preguntó con una voz rota y frenética—. Pero ¿es que estáis LOCOS?
Fen y el señor Plumstead volvieron a la humillante tarea de empujar el vehículo. En esta ocasión, sin embargo, Fen dejó que Lily Christine siguiera su andadura sin preocuparse siquiera de poner el freno de mano, y saltó al asiento del copiloto del director justo cuando su coche empezaba de nuevo a moverse… Daphne se apartó con dificultad hacia atrás, y el señor Plumstead, aunque sus reacciones eran más lentas, consiguió saltar al estribo del vehículo, donde se agarró como si mil legiones de demonios estuvieran intentando descabalgarlo. Fen le echó un vistazo a los restos, ya meramente morales, de Lily Christine esparcidos lastimosamente por la carretera, y un momento después partieron y se adentraron en la oscuridad nocturna.
—Excitante, ¿no?… —le dijo el director sin mucho entusiasmo.
Tenía un coche bastante potente y no tuvo ninguna dificultad en dar alcance a Stagge, aunque la aguja del velocímetro rondara las sesenta millas por hora. Por delante de Stagge, el Hispano-Suiza iba poco a poco ganando terreno. No tardaron en llegar a un largo tramo de carretera, más recto y ancho que hasta ese momento. Al final, aunque apenas lo distinguían todavía, había un puente incluso más pequeño y más peligroso que el de Ravensward. A la derecha del puente había un terraplén muy empinado, y la única protección la constituía una frágil valla de madera y alambre. Y hacia ese terraplén iban lanzados los tres vehículos a una velocidad endiablada.
—La carretera principal está a tiro de piedra —murmuró el director. Iba aferrado al volante como si fuera un piloto de carreras—. Si llega allí, lo perderemos, me temo. Mira, ya nos está cogiendo distancia…
Pero todo estaba a punto de acabar del modo más estrepitoso. Todos los conductores saben que, por alguna inescrutable razón, los camiones más grandes siempre aparecen en los puntos más inaccesibles de las carreteras secundarias, sobre todo de las más estrechas, y a las horas más imprevisibles del día o de la noche. Y eso fue lo que pasó. El Hispano no estaba a más de unas cuantas yardas del puente cuando una enorme figura se recortó en el extremo opuesto. El Hispano había reducido su velocidad para entrar en el puente, pero aún iba a demasiada velocidad como para poder detenerse a tiempo. Lo vieron girar en el último momento…, vislumbraron el lateral metálico aplastarse como papel en el radiador del camión. Entonces el vehículo dio una vuelta de campana, se estrelló con la valla de madera y desapareció por el terraplén. Un instante después se produjo una violenta explosión y el cielo nocturno se iluminó con el fuego del coche en llamas.
El camionero echó los frenos y saltó de la cabina, lanzando maldiciones. Los dos coches perseguidores llegaron al lugar segundos después, y Stagge y el señor Plumstead, pasando por el hueco roto de la valla, bajaron corriendo el terraplén hacia el automóvil incendiado. Desaparecieron en el fulgor del desastre, y después de lo que a todos les pareció una eternidad, aparecieron de nuevo, arrastrando una figura chamuscada y retorcida.
—¡Jesús! —farfulló el camionero—. Pobre diablo. ¡Pero ha sido su maldita culpa! ¡Apareció de la nada!
Se produjo una segunda explosión. Una vaharada de calor ascendió hasta donde se encontraban los espectadores. La deflagración convirtió la ladera en un horno feroz.
Fen, hasta entonces inmóvil en la carretera, de repente se vio dominado por una febril actividad. Comenzó a correr ladera abajo hacia aquel horno de calor blanco. Pero apenas había llegado a la mitad cuando lo sujetaron del brazo, por detrás, y se volvió para ver el rostro ennegrecido de Stagge. El superintendente tenía quemaduras graves, y el resplandor de las llamas solo conseguía que pareciera un habitante de algún espantoso círculo infernal.
—Yo que usted no lo haría, señor —le advirtió—. Aunque quisiera sacrificarse, nunca conseguiría sacar de ahí lo que busca. Y, de todos modos, puede que ni siquiera esté ahí.
Fen se detuvo, reconociendo que su pretensión era inútil. Le hizo al superintendente un gesto señalando a la figura humana, encogida e inidentificable que aguardaba tendida junto a Daphne y el señor Plumstead y el camionero.
—¿Está muerto? —preguntó.
—No, señor. Vive. Pero solo de momento. Tengo que llevarlo de inmediato a un hospital.
—Es usted el que debe ir a un hospital —dijo Fen—. Él va a morir de todos modos.
—Lo mío no tiene ninguna importancia —dijo Stagge con una mueca—. Saldré de esta.
Se alejó cojeando. Fen volvió la mirada hacia el fondo del terraplén: el vehículo aún seguía ardiendo. El director llegó a su altura.
—¿Quién es? —preguntó—. ¡Por el amor de Dios, Gervase!, ¿quién es?
Fen lo miró como si no comprendiera sus palabras. El director repitió de nuevo su pregunta incluso con más vehemencia.
—Mi querido amigo —dijo Fen—. No me daba cuenta de que aún no sabías nada de nada… Es tu secretario, naturalmente. Es Galbraith.