7. Saturnalia

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SATURNALIA

El día de entrega de premios y diplomas amaneció brillante y luminoso: una circunstancia rara por la cual el director había dado infinitas gracias a Dios; al menos se ahorraría la molestia de sustituir el programa en el exterior por una programación a cubierto. Durante el desayuno, en el salón bañado de sol matutino, Fen le contó las circunstancias del fallecimiento de Love, y el director escuchó la historia con semblante sombrío.

—Me he pasado la noche en blanco por el cansancio y las preocupaciones —dijo—. Ahora me siento como un borracho a la mañana siguiente de… Bien, aunque demasiado consciente de la sordidez de todo. Tengo que acordarme de escribir sin falta a Gabbitas esta misma mañana para que me busquen un par de sustitutos. —Se sirvió más café—. ¡Cielos, cómo detesto estos cambios! A veces pienso que el cambio, y solo el cambio, constituye la fuente de todas las desgracias. Sin duda el Paraíso era un lugar estático y letárgico.

—Todo avance implica un cambio —apuntó Fen sin mucho entusiasmo. La hora del desayuno no era precisamente su mejor momento del día.

—Entonces todo avance es malo —dijo el director dogmáticamente—. Al menos en el plano material, naturalmente. La Naturaleza exige, por alguna inescrutable razón, un equilibrio. Destruye ese equilibrio y la desgracia se abatirá sobre ti mientras dure la transición hacia un equilibrio diferente. Un hombre tiene una bicicleta, y está tan contento. Entonces se le antoja un coche, y se sentirá un desgraciado (porque el antiguo equilibrio entre él y su posesión se ha roto) hasta que lo consiga. Y así sucesivamente.

—Me siento inclinado a pensar —dijo Fen— que ni los cambios favorables ni los desfavorables tienen demasiada importancia en el conjunto de las desgracias humanas. La Historia demuestra que las desgracias y las miserias humanas son valores constantes en el tiempo, aunque varíen en su aspecto. La ciencia nos libra de las enfermedades pero nos amenaza con la bomba atómica. El humanitarismo nos libra de los sufrimientos del trabajo, pero a cambio nos entrega a los horrores de la agitación política. Hay una gran variedad de desgracias, cierto, pero eso es todo.

—Soy de natural pesimista —dijo el director—. Bueno, da igual, este no es el momento para establecer filosofías de la historia. ¿Tienes alguna idea sobre esos asesinatos?

—Lo que tengo son unas cuantas sospechas importantes. Pero aún no hemos recopilado todos los datos.

—Comprendo. —El director acabó su café y se metió una vieja pipa de cerezo en la boca—. Bueno, pues tendré que ir a ponerme la toga. ¿Vas a llevar la ropa ceremonial todo el día?

—Santo Dios, no. Me moriría de calor. Me la pondré solo para la entrega de diplomas, y ya está… Por cierto, ¿tienes un anuario del colegio que me pudieras prestar?

—Hay uno en la mesa del vestíbulo —dijo el director mientras salía por la puerta—. Puedes quedártelo si quieres.

Subió escaleras arriba, y Fen, tras encontrar el anuario, se sentó en la terraza al sol para estudiarlo. Los pájaros cantaban alegremente en las altas hayas y los últimos jirones de las brumas matutinas iban desvaneciéndose al otro lado de los setos. El anuario era una especie de pequeño folleto impreso en papel amarillo. La mayor parte del mismo consistía en retahilas de nombres de chicos, pero a estos les prestó muy poca atención; bien al contrario, se concentró en las tres primeras páginas, que contenía un listado de los nombres, las direcciones y los números de teléfonos de los profesores, seguidos de un catálogo parecido del resto de los empleados de la escuela: del encargado de los Junior Training Corps, de su ayudante, del tesorero, del bibliotecario, del secretario del director, de la enfermera del botiquín, del médico, del propietario de la tienda del colegio, del jefe de mantenimiento, del portero, del carpintero… Fen se percató de que los empleados de baja categoría no estaban incluidos, pero eso, afortunadamente, no era importante. Sacó un lápiz y trazó unos cuantos signos rúnicos en el margen.

Al cabo reapareció el director de nuevo, resplandeciente con su toga escarlata y carmesí, como correspondía a un doctor de Derecho Civil por Oxford. Luego se montaron los dos en el coche y condujeron hasta el colegio; una vez allí subieron al despacho del director en el edificio Davenant. De camino, el director le había explicado el programa del día.

—El servicio religioso es a las diez, en la capilla; será muy cortito, no temas. Luego, a las once menos cuarto, hay una exhibición general de gimnasia en los campos de deporte, acompañada por la banda de los Corps. Después ya no hay nada hasta la tarde; los muchachos comerán con sus padres, la mayoría, y la plantilla suele bajar a The Beacon, en Castrevenford, a atiborrarse de ginebra. Los discursos y la entrega de premios son a las dos y media, y como no podemos meter a todos en el salón de actos, a esa misma hora se celebrará el partido de criquet entre los First Eleven y los Old Boys, para que los que se han quedado fuera tengan algo que hacer. A las cuatro, o aproximadamente a esa hora, se celebrará una enorme fiesta en el jardín de mi residencia, con té por turnos. Después de cenar hay una obra de teatro…, o la habrá si Mathieson puede arreglárselas sin Brenda Boyce. Y mañana (Dios sea alabado) será fiesta todo el día.

Cuando enfilaron el camino de los robles, el recinto escolar todavía estaba más o menos desierto; semejante hecho curioso se debía a que aquella mañana los muchachos desayunaban tarde. En todo caso, un par de ellos ya andaban por allí, con sus trajes azul marino y sus claveles o rosas en los ojales —era la ostentación permitida aquel día de fiesta a todo el mundo, incluso a los más pequeños y a los más novatos—. Saludaron al director cuando este se cruzó con ellos, y al mirar preocupado el cielo con vistas a profetizar el tiempo estuvo a punto de inmolar a uno de ellos. También vieron a Wells, corriendo presuroso en la lejanía, afanado en algún ignoto recado administrativo. El señor Merrythought, incomprensiblemente misántropo, estaba rascándose tímidamente detrás de un árbol. Y a través de las ventanas del edificio Davenant, cuando llegaron allí, comenzó a oírse una alegre barahúnda de gritos y silbidos.

El director inmediatamente entabló conversación con Galbraith, con vistas a reunir a toda la plantilla en una de las clases, antes de ir a la capilla, y Galbraith se dirigió enseguida a su oficina para iniciar la larga tanda de llamadas telefónicas. A las nueve y cuarto llegó Stagge. Sus ojeras violáceas sugerían que había dormido más bien poco, pero hablaba como si estuviera de verdad animado.

—He apostado a un policía de paisano en el exterior de la sala de profesores, señor —dijo—. Tiene la llave, así que si alguien quiere coger algo, lo único que tiene que hacer es pedirlo. No tengo que añadir que se les vigilará mientras cogen lo que necesiten. Tal vez podría comunicar a los profesores nuestras disposiciones cuando se reúna luego con ellos.

—Por supuesto, superintendente. Confío en que acudan todos.

—Yo también —dijo Stagge bastante serio—. Y además, quizás me pueda ayudar con otro asunto… Me gustaría saber si acuden todos…, y si no, cuál es la razón de su ausencia. ¿Es probable que falte alguien?

—Si mi secretario puede ponerse en contacto con todos ellos, no. No hay ninguno que esté enfermo, y es una ley no escrita que todos los profesores han de estar presentes en el colegio este día de fiesta. Antes de que yo llegara aquí solían largarse a Londres con la idea de evitar a los padres, pero desde que estoy yo de director, eso está prohibido. —Stagge asintió a su explicación—. Y ustedes ¿han hecho algún… progreso? —preguntó el director.

—Muy poco, señor. Hemos examinado las dos balas, y aunque todavía tienen que ir a balística, para una ulterior comprobación, no tenemos ninguna duda, al menos yo, de que ambas proceden de la misma pistola. Ahora lo que tenemos que hacer es averiguar de dónde salió esa pistola, y dónde ha ido a parar.

—Al río —sugirió Fen.

—Me temo que eso sí podría ser, señor. De todos modos…

—¿Cuáles son sus planes para hoy, entonces? —preguntó el director.

—Tenemos un montón de cosas que hacer, señor. Tenemos las autopsias…, aunque, claro, no podemos hacer más que esperar los resultados. Luego están las dependencias del señor Somers, y la sala de profesores, tendremos que escrutarlas minuciosamente. Tendremos que indagar en la procedencia del arma…, es decir… —Stagge decidió simplificar su modo de hablar—, intentar saber de dónde salió. Tenemos que averiguar cuánto le llevó a Somers escribir esas cartillas de notas. Y… lo más pesado de todo, tenemos que averiguar dónde estaba todo el mundo entre las diez y las once de ayer. Voy a poner a tres hombres a ello, y también estaría bien, señor, si usted informará a los profesores de que probablemente vamos a interrogarlos de un modo discreto. Cualquiera que tenga algo que ocultar estará preparado, así que no revelará nada y no le hará ningún daño.

—Señor superintendente: le agradezco muchísimo la discreción de sus métodos.

—Siempre que la discreción no interfiera con nuestra eficiencia, señor, puede usted contar con ella. Y ahora, si puede dedicarnos un momento, tal vez podría serme de mucha ayuda.

—¿En qué sentido?

—Creo, señor, que estuvo usted aquí, en su despacho, la pasada noche hasta el momento en que yo llegué.

—Así es. Desde las ocho y media en adelante.

—¿Abandonó usted el despacho en algún momento, señor?

—No. En ningún momento.

—¿Escuchó usted algo raro?

—No, nada de relevancia.

—¿No oyó ningún coche o alguna motocicleta por aquí, circulando por el recinto escolar? —intervino Fen.

El director reflexionó durante unos instantes.

—Eso es más difícil, pero creo que no… Espere, aunque… —añadió como arrepintiéndose—. No estoy seguro de si Galbraith vino en su coche… No, no vino en coche. Ahora lo recuerdo. Y toda la gente que acudió a la reunión de los Fasti llegó a pie, de eso estoy seguro.

—Muy bien, señor —dijo Stagge—. Y, en fin, esa reunión para preparar el último trimestre, ¿a qué hora empezó?

—A las nueve y media. Siempre que los supervisores de las residencias tienen algo que ver, las reuniones se celebran bastante tarde, porque siempre tienen cosas que hacer en las residencias.

—¿Y a qué hora acabó la reunión?

Poco antes de las once menos cuarto. La gente ya se estaba marchando cuando llegó Galbraith.

—Comprendo. —Stagge sacó su libreta—. Y ahora, señor, ¿puede usted darme una lista de la gente que asistió a ese encuentro? Solo los nombres.

El director frunció el ceño mientras encendía la pipa.

—Philpotts para el criquet. Weems, para música. Saltmarsh para el desfile. Mathieson, para el club de cine. Du Cann, para las lecciones en el exterior. Peterkin, para los exámenes. Stout, el capellán, para los servicios religiosos. Morton, para la natación. Lumb, para el remo… Creo que esos son todos.

—Gracias, señor. ¿Faltó alguno que debería haber estado?

—Ninguno. Asistieron todos.

—¿Y se fueron todos a la vez?

—En grupo, superintendente. Por supuesto, probablemente se separaron cuando salieron a la calle. Pero yo estaba demasiado contento por haberme librado de ellos como para detenerme a ver qué hacían después…

—Y después de eso, ¿se quedó usted solo con su secretario hasta que supo todo lo que había ocurrido?

—Exactamente.

—¿Había otras cuestiones oficiales o administrativas de las que tuviera que ocuparse?

—No. Más bien un montón de asuntos oficiosos. La noche anterior al día de entrega de diplomas y premios es siempre una noche de fiestas.

—Ah. —Stagge cerró su libreta y la volvió a meter en el bolsillo—. Eso puede ayudarnos mucho. Verá, intentaremos conseguir una lista de todos aquellos que no tengan una coartada durante todo o parte de la horquilla de tiempo que manejamos: de diez a once de la noche. Aunque cuando sepamos cuánto tardó el señor Somers en cumplimentar las cartillas de notas, estaremos en condiciones de reducir la lista considerablemente.

—Entonces —dijo el director—, ¿dan ustedes por sentado que los asesinos no son…, bueno…, en fin…, de fuera?

—No damos por sentado nada, señor —contestó Stagge, de un modo tan cortante y oficial que impidió cualquier pregunta ulterior—, hasta que no tengamos todos los datos disponibles. Ah, una cosa más: me gustaría conocer su opinión personal respecto a la fiabilidad o no del portero de su colegio, Wells, y sobre el señor Etherege.

El director pareció sorprendido.

—Ambos son completamente de fiar, diría yo. Wells ha estado aquí, en el colegio, desde hace más de veinte años; es un hombre quisquilloso, pero es la imagen misma de la honestidad. Y respecto a Etherege, bueno…, es un caso distinto, más complejo. Se interesa apasionadamente por sus semejantes, y nunca he sabido que sus enojos fueran injustificados. Confío en él, supongo, por una razón bastante vaga, y es que Etherege disfruta pensando, leyendo y hablando, hasta la extenuación, de cualquier cosa que no guarde ninguna relación con aspectos esenciales para la vida, la indumentaria o la alimentación. No sé si me explico.

Pero no iba a obtener respuesta a esa sugerencia, porque en ese momento Fen anunció desde su puesto, junto a la ventana, el comienzo de la jornada festiva:

—Aguarden. Los grupos ya se están reuniendo.

Los demás se acercaron también a la ventana.

Un grupo de profesores se había reunido en el exterior del edificio Hubbard, y en ese momento llegaba otro contingente. Las mucetas blancas de los diplomados, las rojas de los licenciados, las flores en los ojales —elegantes motas de color en la distancia—, y las más exóticas indumentarias de uno o dos doctores se recortaban llamativamente contra la pared de ladrillo granate y el manto de hiedra verde. Todos parecían reacios a abandonar la solana. El resto del recinto, por su parte, se iba animando paulatinamente. Los coches llegaban y se detenían en la diminuta media luna de gravilla del patio, o a los lados de la avenida que daba a la entrada. Los muchachos iban saliendo cada vez en mayor número para saludar, para guiar o controlar a su nerviosa parentela. El señor Philpotts venía corriendo por el campo de criquet de los First Eleven, y con su toga agitándose como una bandera. Y por todas partes había padres y más padres —padres como ratoncillos, padres agresivos, padres ostentosos, padres modestos, padres tímidos, padres animados: una riada de padres cada vez más abundante se reunía bajo el brillante cielo azul celeste… ¿Y para qué?, se preguntaba el director. Era improbable que aquello les divirtiera en lo más mínimo. Era improbable, incluso, que sus retoños se estuvieran divirtiendo. Y sin embargo, aquello tenía un cierto glamour que hacía hervir la sangre de todos los participantes, y el propio director, mientras contemplaba el espectáculo, no era inmune a esa emoción.

—Ya casi son menos cuarto —anunció alegremente—, así que debo irme. ¿Va a venir conmigo, superintendente?

—No, señor, creo que no. Es imprescindible que me quede aquí.

—Muy bien. Pero de ahora en adelante, recuerden, estaré hasta el cuello y no podré prestarles mucha atención. —Y lo dijo casi con agrado.

—Nos ocuparemos de nuestro trabajo, señor —le aseguró Stagge—, y si ocurriera algo importante, encontraré alguna manera de hacérselo saber.

—¿Y tú, Gervase? ¿Vienes?

—Sí, claro, claro —dijo Fen—. Estaré con usted dentro de diez minutos —añadió, dirigiéndose a Stagge.

—¡Galbraith! —exclamó el director. El secretario asomó solícito la cabeza por la puerta—. Venga conmigo, y coja la lista de los demonios. Así podremos estar seguros de que están todos allí dentro.

—Me he puesto en contacto con todos, señor.

—Bien. Pero tráigala de todos modos. —El director se acercó a un jarrón con rosas, escogió un elegante capullo, quebró el tallo y se lo entregó a Stagge—. Tenga. Un talismán protector —le dijo—. Ahora puede usted fingir que es un familiar de algún chico. —Cogió luego el birrete y se lo puso de mala manera en la cabeza—. ¿Estamos listos ya? Pues andando.

Avanzaba a grandes zancadas por el recinto escolar hacia el edificio Hubbard, con Fen y Galbraith escoltándolo, igual que las rémoras escoltan a los tiburones. Los muchachos saludaban, los padres se levantaban el sombrero a su paso, las madres hacían un leve gesto de asentimiento y sonreían. El director les correspondía a todos con una discreta afabilidad. Fen, aunque había cedido a la recomendación de dejar en casa la corbata de las sirenas, aún presentaba un aspecto distinguido y festivo.

—Creerán que eres por lo menos lord Washburton —apuntó el director.

—Debería serlo —dijo Fen.

Los empleados, viendo venir a su jefe, entraron apresuradamente en el edificio. Y los tres hombres los siguieron en el momento en que el reloj en la torre techada de cobre daba los tres cuartos.

Se reunieron en el aula donde Fen había fingido un interés pedagógico al dar clase el día anterior: algunos de los treinta hombres se habían sentado en las mesas, o en el alféizar de las ventanas, interesados, curiosos, habladores. Fen se quedó apostado en el umbral de la puerta, con Galbraith. El director, reprimiendo su ánimo festivo a las exigencias de la noticia que debía dar, se abrió camino hasta la tarima.

—Caballeros —dijo, y todos se callaron—. Siento verme obligado a convocarles para esta reunión de urgencia, pero existe, como verán ustedes, una buena razón para ello. Ya se habrán dado cuenta de que ni Love ni Somers están con nosotros. Es mi penoso deber decirles que…, que ambos han muerto. Y en circunstancias que apuntan a un doble asesinato.

Se despertó un murmullo de asombro y consternación, pero nadie dijo nada. El director, observando rápidamente sus rostros, prosiguió:

—Somers encontró la muerte la pasada noche, en la sala de profesores. Por esa razón dicha sala está de momento cerrada, pero un policía de paisano está de guardia en la puerta, y les dejará pasar si necesitan coger algo que tengan allí dentro. Estoy seguro de que comprenderán ustedes que estas molestias son las mínimas imprescindibles, y también estoy seguro de que cooperarán con la policía en el caso.

Se detuvo. Un silencio mortal se adueñó del aula. El único movimiento lo estaba haciendo Galbraith, que, como era un hombre bajito, se veía obligado a ponerse de puntillas para contar a todos los presentes.

—La policía también me ha pedido —prosiguió el director— que les comunique que es posible que sean interrogados durante el día de hoy. Están llevando a cabo sus pesquisas lo más discretamente que pueden, y teniendo en cuanta las circunstancias, debo pedirles que no hablen con nadie de este asunto, por el momento. Y entre ustedes, lo menos posible. Comprenderán ustedes lo nocivo y ruinoso que sería cualquier rumor sobre estos asuntos para el desarrollo normal de los acontecimientos del día. Debemos salvaguardar los intereses del colegio, y no creo que sea exagerado pedirles que eviten conversaciones y suposiciones sobre este tema a lo largo de las próximas horas, antes de que todo se sepa. Por favor, compórtense en el día de hoy como si nada hubiera ocurrido. Sean cuales sean sus sentimientos al respecto.

»Esto es todo, caballeros. Naturalmente querrán conocer ustedes los detalles del caso, pero no estoy autorizado a decir más de lo que les he dicho. Esta noche próxima, sin duda, todo será ya de dominio público. Mientras tanto, espero que tengamos un día tan agradable y ameno como las circunstancias nos permitan.

Hizo un gesto de despedida y tras unos momentos de duda, Peterkin, el jefe de estudios, dio un paso al frente.

—Estoy seguro de que hablo por todos mis colegas aquí presentes si digo que haremos todo lo que esté en nuestra mano… para cumplir con sus órdenes.

Se levantó un breve murmullo de aquiescencia que fue seguido de inmediato por una breve y tímida orden de silencio. Luego todos fueron saliendo en fila, lentamente y callados. Fen habría dado un brazo por saber qué pasaba por sus cabezas. Se acercó al director, que recibía el informe de su secretario.

—Estaban todos aquí, señor —informó Galbraith.

—Bien —dijo el director—. Me alegra que ya haya pasado… Y ahora, todos a la capilla.

Salieron del edificio Hubbard y se toparon con un grupo de profesores que andaban murmurando furtivamente. La campana comenzó a repicar. Los distintos grupos que remoloneaban en el campus se encaminaron a la capilla, en una lenta y desorganizada procesión. A Stagge —con las solapas levemente levantadas, de modo que su prominente nariz pudiera aspirar con más eficacia los perfumados aromas de la rosa amarilla de su ojal— se le comunicaron los términos esenciales en que había discurrido la reunión. Galbraith se dio la vuelta y regresó a toda prisa a su oficina en el edificio Davenant.

—¿Qué va a hacer usted ahora? —preguntó Fen.

—Creo… —dijo Stagge— que iré a echar un vistazo a la sala de profesores, mientras todo el mundo está en la capilla.

—Yo iré al servicio religioso, entonces, y me encontraré más tarde con usted.

—Muy bien, señor. Luego pensaba ir a ver las dependencias del señor Somers. No sé si le apetecería venir conmigo…

—Ahí estaré —prometió Fen.

Fue caminando lentamente con el director hasta la capilla. El director inmediatamente desapareció por la puerta de la sacristía, y Fen aguardó, viendo cómo llegaba la multitud, hasta que el cese del repique de campanas anunció a todo el mundo que ya era hora de pasar adentro. Fen no tenía invitación, pero había convencido a Wells para que le permitiera estar en una galería, y permaneció en la parte de atrás durante todo el servicio, observando con una mirada suspicaz la intolerable proliferación de susurros subrepticios en los bancos de los profesores. El coro salió en procesión con sus elegantes indumentarias rojas y negras, con el capellán y el director al final, se leyeron las oraciones, se cantaron los himnos y los salmos en un tono y en un volumen electrizantes, el director se explayó sobre unos cuantos asuntos que eran muy propios para un día de entrega de premios y al mismo tiempo conjugaban también con la religión cristiana, y la ceremonia concluyó de forma ruidosa a la par que idealista con el Jerusalem de Parry.

Fen consiguió escabullirse un poco antes de que el oficio acabara y, encendiendo un cigarrillo, regresó caminando por el campus vacío hasta el edificio Hubbard. A través de un hueco entre las ramas de dos hayas pudo ver el río, con un cisne solitario introduciendo el pico y la cabeza en el agua. Tenía la deliberada elegancia de un epicúreo metiendo la cucharilla en su taza de café. Algunos rectángulos de brillante verde esmeralda entre los campos de hierba seca señalaban los montículos de lanzamiento del criquet, y el calor se refractaba con violencia en los caminos de asfalto. El señor Merrythought estaba tumbado todo lo largo que era debajo de un árbol; un gorrión lo observaba curioso con la alegre insolencia de un pícaro callejero. Algunos centenares de yardas más allá, una alondra entonaba un canto de adoración al sol. La luz era cegadora, y los parabrisas y las brillantes carrocerías de la larga hilera de coches aparcados en las veredas lanzaban destellos resplandecientes. Al girarse, mientras se dirigía a la entrada del edificio Hubbard, Fen vio salir al gentío de la capilla y dispersarse como un chorro de vapor multicolor saliendo de un diminuto orificio. El reloj dio la media.

Stagge, con un gesto de cansancio y casi sofocado por el esfuerzo, seguía aún en la sala de profesores; el trabajo, tal y como admitió a regañadientes, no había dado ningún fruto, y aún tenía que bajar a las clases de abajo para echar un vistazo.

Fen se apiadó de él amablemente, se reprimió a la hora de ofrecerle su ayuda, y volvió a la calle. Al salir de la capilla, los muchachos habían abandonado a sus familiares y corrían a sus residencias para cambiarse de ropa. El director iba de grupo en grupo, saludando a los asistentes. Algunos chicos mayores de cursos especiales de tres meses caminaban con gesto hosco, y con las pipas en la boca, intentando sin mucho éxito ocultar su automática sumisión a sus antiguos profesores y supervisores de residencia. Al final, el regreso de los chicos, ataviados ahora con camisetas blancas, pantalones cortos azules y zapatillas de correr, señaló claramente que la demostración deportiva iba a comenzar de un momento a otro. La banda militar llegó, con sus lustrosos instrumentos lanzando destellos al sol, y todos se reunieron junto al campo de criquet. Un público compuesto de padres, maestros, chicos mayores y empleados se reunió al borde del campo. Los muchachos se ordenaron en sus niveles correspondientes sobre la hierba. El mayor Percival, que además de ayudante de la banda del ejército era el profesor de gimnasia, se encaramó a una escalera portátil enarbolando un enorme megáfono gris y los fue dirigiendo con gran entusiasmo. El reloj dio las once menos cuarto.

—¡Atención! —gritó el mayor Percival por el megáfono, y todos se pusieron firmes dispuestos a obedecer.

El sargento Shelley levantó el bastón. El señor Merrythought empezó a hacer ruidos premonitorios de un ataque de ladridos. Las conversaciones titubearon al principio, luego se rebajaron y finalmente murieron. Los miembros de la banda, bizqueando sobre sus narices para descifrar las partituras pinzadas en sus instrumentos, se lanzaron a interpretar una de las marchas de Sousa[17].

Durante veinte minutos —mientras la banda seguía tocando marchas, valses y pout-pourris, y el mayor Percival daba alaridos admonitorios—, todos los escolares agitaron sus brazos y estiraron sus piernas, hicieron el pino, se doblaron y se estiraron, dieron volteretas, marcharon con aire marcial y regresaron con similar ademán; todo con una precisión relojera que levantaba murmullos de admiración de sus progenitores así como la cualificada aprobación de sus tutores provisionales. Desde luego, pensó Fen, había sido un espectáculo de lo más colorista y divertido; y luego se dijo con una mueca de remordimiento que debería haberse ocupado en otros asuntos más provechosos, en vez de estar mirando espectáculos tan coloristas y divertidos. Había que atar los cabos sueltos; el caso había sido excepcionalmente sencillo y obvio hasta el momento (dejando aparte el problema de los motivos), pero podía resultar útil conseguir una confirmación en un par de puntos concretos. Echó un vistazo a su alrededor, divisó a un profesor de mediana edad solo unas cuantas yardas más allá, y se acercó a él.

—Me preguntaba, hum… —le dijo—, me preguntaba si le importaría decirme quién de entre toda esa gente es el señor Etherege.

—Yo soy Etherege —dijo el tipo. Tenía pinta de lo que era: un profesor de mediana edad. Estrechó la mano de Fen y luego la soltó de repente, como si hubiera agarrado un manojo de ortigas—. Encantado de conocerle —añadió—. Sepa que su chico lo está haciendo espléndidamente. Tengo grandes esperanzas puestas en él.

—No, no… —corrigió Fen—. No soy uno de los padres.

—¿Ah, no? —dijo el señor Etherege muy educadamente, y le volvió a estrechar la mano, del mismo modo mecánico que antes. Tenía un pelo negro muy bien arreglado, un poco ralo ya en la coronilla, y llevaba unas gafas de pasta. A pesar de la deslustrada chaqueta y los pantalones de ligera franela gris que llevaba debajo de la toga, era extraordinariamente educado, con el aire de un aristócrata impenitente y empobrecido. Fen se presentó y el señor Etherege, que amagó con darle la mano por tercera vez, se lo pensó mejor y, en vez de estrechársela, señaló con un gesto a los gimnastas.

—¿Le está gustando? —preguntó.

—Sí, un poco —dijo Fen—. Tiene el aire débil e inexacto de un ballet.

—Representa la Disciplina —dijo el señor Etherege, cuya pregunta claramente se había planteado menos por buscar información que como pretexto para disertar sobre el asunto—. Y para las mentalidades no instruidas, también la Uniformidad. —Era evidente que aquellas abstracciones las pronunciaba con letras mayúsculas—. Pero la última idea es una falacia.

—Sin duda, sin duda —dijo Fen, percibiendo que aquella incipiente homilía necesitaba más una puntuación que una contradicción.

—Una falacia —añadió el señor Etherege—, porque el intento de alcanzar la Uniformidad inevitablemente acentúa la Excentricidad. Consigue, como si dijéramos, asegurar la Excentricidad. Solo cuando a un muchacho se le abandona a su suerte en la universidad o en los negocios tiende a adquirir un carácter. El hombre es un animal gregario. En la escuela, el carácter Gregario es instintivo e inevitable, y por eso anima lo contrario. Pero, a la larga, en el mundo, un hombre que desea la compañía de sus semejantes es impelido a asociarse únicamente con los que se consideran de su Categoría: los deportistas, los artistas, los estudiosos o lo que sea, y al hacerlo, todos los perfiles de la Individualidad quedan borrosos o incluso desaparecen. Solo en un lugar como este puede tener uno la seguridad de encontrar gente rara.

—Ah —dijo Fen.

—De hecho, buena parte de las críticas que se le hacen a la escuela pública están basada en un infantil Error Psicológico: a saber, que la mente adolescente es más receptiva que crítica. Eso es simplemente incierto. Y las habituales objeciones de la izquierda a la preponderancia de los maestros conservadores son puras y simples bobadas. En esas cuestiones, los muchachos más adultos siempre adoptan un punto de vista diametralmente opuesto al de sus maestros. Pretender introducir maestros socialistas inevitablemente derivaría en una renovación a nivel nacional del Conservadurismo.

El señor Etherege se detuvo en el desarrollo de aquel grandilocuente augurio, y Fen aprovechó la oportunidad para cambiar de tema.

—Muy interesante, sí —observó con toda la falsedad de que era capaz—. Entonces, según usted, el profesor Love seguramente favorecía el caos y el libertinaje. Y Somers… ¿qué favorecía Somers?

—Somers carecía completamente de personalidad —dijo el señor Etherege—, de modo que ni favorecía ni dejaba de favorecer nada.

—Supongo que también carecía de dinero.

—Su salario era de trescientas setenta libras al año —sentenció Etherege con toda tranquilidad—, y el balance en su cuenta corriente bancaria cuando murió, calculo, debía de ser de unas ciento cincuenta libras. Así que es inconcebible que lo mataran por dinero. No había hecho testamento, así que lo poco que tuviera irá a parar a manos de una tía acomodada que tiene en Middlesbrough. Es su pariente más cercano. No tenía ni amigos ni enemigos, así que pensar en motivos personales es también casi inconcebible.

—¿Y qué me dice de las mujeres?

—Su vida sexual —dijo el señor Etherege con aire docente— se reducía al cortejo de una joven llamada Sonia Delaney, que trabaja como modelo en una tienda del West End, y a quien visitaba un par de veces en vacaciones. La relación era un acuerdo puramente comercial, y no veo ninguna posibilidad de conflictos por ese lado.

—Entonces no tiene usted ni idea de cuál pudo ser el motivo para que lo asesinaran.

—Ni idea —admitió el señor Etherege con semblante triste. Aquella expresión le recordó a Fen la de un jugador de criquet que no ha podido atrapar una bola especialmente fácil.

—¿Y respecto al profesor Love?

—Love era un autómata, no un ser humano —dijo el señor Etherege. Su afirmación le salió teñida de cierta malicia envenenada. Estaba claro que se sentía molesto por la incapacidad de Love para proporcionarle a él material provechoso para su fábrica de rumores y habladurías—. El y su mujer eran temperamentalmente incompatibles. Podría haberlo matado la propia mujer.

—Pero no fue ella la que lo hizo.

—¿No? Entonces muy probablemente metió las narices en algún vicio inocente, y el afectado se revolvió contra él.

—¿Sonia Delaney?

El señor Etherege negó con un gesto.

—Él lo sabía…

—¿Y no puso ninguna objeción? Pensaba que Somers era su protegido.

—Love era un puritano, pero no en todo… —El señor Etherege, cuyo rostro en los últimos minutos había mostrado tics de nerviosismo e incomodidad, sacó ahora un enorme pañuelo y se sonó la nariz con tanta violencia que podría haberse dicho que estaba intentando imitar el sonido del cuerno que Roldán hizo retumbar en Roncesvalles—. Alergia —explicó—. ¿Por dónde iba?

—Me estaba diciendo que el puritanismo del profesor Love no era… indiscriminado..

—Exactamente. Era un puritanismo comercial, por así decirlo; concernía sobre todo a los asuntos pecuniarios. A Love sin duda no le agradaba que Somers tuviera una amante, pero le habría agradado aún menos que, por ejemplo, Somers hubiera intentado estafar a la Hacienda Pública.

Para entonces la banda ya estaba tocando los insípidos acordes del vals Merry Widow. «Vaya, así que un puritanismo comercial», pensó Fen: eso casaba muy bien con las palabras de Love acerca de cierto fraude en la nota que encontraron en su despacho. Por otra parte, el señor Etherege no se había mostrado especialmente hablador y colaborador, teniendo en cuenta lo asombrosamente detallado que era su conocimiento de las cosas. El problema del motivo tendría que abordarse desde otro punto de vista.

—¿Le importa —dijo Fen— si le hago un par de preguntas más?

El señor Etherege fue capaz de estornudar y asentir al mismo tiempo. El sonido resultante causó una momentánea consternación entre todas las personas que tenía a varias yardas a la redonda.

—Así está mejor… —dijo, empleando de nuevo su pañuelo vigorosamente—. Se ha desatascado un poco… Sí, pregunte lo que quiera. Ya me he enterado del asunto de las notas. Si quiere saber algo más sobre eso, puedo decirle claramente que cuando salí de la sala de profesores a las diez, ayer noche, aún tenía que poner noventa y siete notas en las cartillas.

—Su información parece extraordinariamente precisa.

—Lo es —dijo el señor Etherege con cierto engreimiento—. En este caso particular existe, naturalmente, una buena razón para ello. Inmediatamente después de la primera clase, ayer por la tarde, le pregunté a Somers cuándo pensaba acabar de rellenar las cartillas de notas. Comprenderá usted que yo sabía que andaba retrasado, por culpa de su esguince de muñeca. Me dijo que tenía intención de empezar a trabajar a las diez, ayer mismo por la noche, para poder dárselas a Wells a las once. Yo había acabado mis propias notas un poco antes, y como me parecía que sería difícil que acabara el trabajo en el tiempo que había previsto, conté el número de cartillas que aún le faltaban por rellenar. Y ya le digo, eran noventa y siete.

—¿Y podría usted decir qué noventa y siete eran?

El señor Etherege volvió a sonarse.

—Oh, sí —apuntó cuando se hubo recobrado—. Por la sencilla razón de que Wells recogió todas las que estaban hechas a las diez.

—Interesante —comentó Fen—. Cuénteme. ¿La regularidad de Wells a la hora de renovar el papel secante y sus horarios de oficina eran de dominio público? ¿Lo sabía todo el mundo?

—Desde luego.

—¿Y las costumbres cronométricas de Love?

—Era un chiste recurrente y pesado.

—Bien. ¿Y había notado usted algo raro en la conducta de Love últimamente?

—Sí. Precisamente se lo comenté a Somers ayer. Parecía estar dándole vueltas a algún tipo de problema grave. —En el semblante cortés del señor Etherege se reflejó un gesto de frustración profesional—. Pero desconozco qué problema podría ser —añadió pensativamente—. Y al parecer tampoco lo sabía Somers.

—¿Cómo se hizo el esguince de muñeca Somers?

—Se cayó de la bicicleta —dijo el señor Etherege—, hace alrededor de una semana.

—¿Lo vio alguien?

—Unas quinientas personas, diría yo. Ocurrió enfrente del edificio Hubbard justo cuando estábamos todos saliendo de clase. Intentó evitar a algún muchachito estúpido que no miraba por dónde iba. Un esguince muy feo, puedo añadir; lo digo porque lo vi.

—¿Y Somers siempre utilizaba tinta negra?

—Desde que yo lo conozco, esa es la que usaba.

—Ah —dijo Fen pensativamente—, y en ese caso…

Una andanada de aplausos interrumpió su frase. La exhibición había llegado a su fin. El mayor Percival bajó de la escalera. La banda se fue alejando para librarse de sus instrumentos, los chicos regresaron a las residencias para cambiarse por segunda vez de ropa y los espectadores, en general sin ningún propósito concreto, comenzaron a deambular lenta y desordenadamente por el recinto.

—¿Algo más que se le ocurra preguntarme? —inquirió el señor Etherege, pellizcándose el puente de la nariz para intentar reprimir un amenazante estornudo—. Porque estoy viendo a un par de padres que vienen hacia aquí…

—No, nada más, gracias. Me ha sido usted de mucha ayuda.

El señor Etherege se sonó la nariz, estornudó a continuación y contempló con un gesto de abatimiento cómo un par de padres se aproximaban hacia él.

—No tengo ni la más ligera idea —dijo— de por qué una pareja tan fea podría estar tan interesada en la educación de… Disculpe. —Se dirigió al padre y le estrechó la mano levemente—. ¡Encantado de conocerle! —le dijo—. Sepa que su chico lo está haciendo maravillosamente. Tengo grandes esperanzas depositadas en él.

Fen lo dejó allí y se lanzó en persecución del sargento Shelley, que se dirigía en esos momentos a la armería. Lo alcanzó casi cuando ya estaba en la puerta. Se presentó y Shelley lo saludó con educado respeto. Shelley era un viejo soldado profesional que se había visto obligado a dejar el ejército regular por un problema gástrico. Aunque se cuidaba con un régimen estricto, estaba lejos de tener buen aspecto. Tenía unos ojos azules legañosos, un pelo casi cortado al rape, una tez pálida, sobre el labio superior lucía un minúsculo bigotillo y (a Fen le resultó curioso cuando lo notó) hablaba con un pronunciado acento cockney. Y poseía esa costumbre de mantener la concisión y la economía de palabras que con frecuencia es característica de la carrera militar.

—Me gustaría hacerle algunas preguntas… —dijo Fen sin más preliminares—. ¿Ha oído usted algún rumor de lo que ha sucedido esta pasada noche?

—Alguna cosilla, señor. Por Wells.

—Fantástico. Entonces no necesito hacerle perder el tiempo con explicaciones. Se utilizó un calibre 38 en ambos casos, y necesitamos saber si por alguna casualidad el arma salió de este arsenal.

—Ya lo pensé, señor, y eso era precisamente lo que iba a comprobar ahora. No he tenido tiempo de hacerlo hasta este momento.

—Vayamos dentro entonces.

El sargento extrajo una llave de su bolsillo y abrió la puerta. El arsenal no era más que un pequeño cobertizo de madera, cuadrado, extraordinariamente sofocante, y con unos ventanucos tan impropios e inadecuados que incluso en aquella mañana tan luminosa fue necesario encender la luz. El recinto olía terriblemente a grasa. Había muchísimos rifles anticuados colocados en diversos estantes de rejilla repartidos a lo largo de las paredes. En un extremo se veía algo de equipación —cinturones, mochilas, cantimploras—, toda amontonada. Una mosca que se había quedado prisionera zumbaba con furiosa rabia contra uno de los polvorientos cristales. Las botas de Shelley resonaban con fuerza en los inestables tablones del suelo.

El militar se dirigió inmediatamente a un armario bastante grande y lo abrió; Fen se dio cuenta de que estaba sin cerrar con llave.

—La munición se guarda aquí, señor. La mayoría es de fogueo, claro. Y aquí —dijo mientras revolvía dentro— debería haber tres Colt del 38, y algunos cartuchos.

Su examen del armario apenas duró unos minutos.

—Pues estaba usted en lo cierto, señor —dijo—. Ha desaparecido uno. —Extrajo una caja de cartón con una etiqueta verde y la abrió—. Y esta caja de balas debería estar llena, y no lo está.

—¿Y qué me dice del silenciador? —preguntó Fen.

Shelley pareció desconcertado durante unos instantes, y luego exclamó:

—¡Ah, ya le entiendo, señor! El que me dio el señor Somers. Casi me había olvidado de él. —Volvió a revolver en el interior del armario—. ¡Que me aspen! ¡Ha desaparecido también! —exclamó al final.

—¿No le parece un poco arriesgado dejar ese armario sin cerrar con llave?

—Bueno, la verdad es que no, señor. Yo siempre estoy presente cuando los chicos vienen a coger sus rifles, y cuando los vuelven a dejar en la rejilla. Y el resto del tiempo la armería permanece cerrada.

—¿Cuántas llaves hay?

—Esta es la mía, señor, y hay otra que se guarda en la oficina, y Wells tiene otra… porque él tiene todas las llaves, y el director tiene otra que se guarda en la oficina del secretario.

—Supongo que en circunstancias normales ninguna persona no autorizada tendría la posibilidad de hacerse con ninguna de esas llaves… Es decir, que los sitios donde se guardan estarán cerrados con llave cuando no haya nadie allí.

—Así es, señor.

—A lo largo de la semana pasada, más o menos, ¿estuvo este sitio abierto y desatendido en algún momento?

Shelley pareció titubear un poco y se ruborizó ligeramente.

—Bueno, señor…, me temo que sí. Ayer por la tarde fue…, durante el desfile. Abrí la armería como siempre para que los chicos cogieran sus rifles y entonces me vi aquejado por un fuerte dolor de estómago, y el mayor Saltmarsh, que es nuestro Oficial al Mando, me sustituyó en el desfile. Me sentía tan mal que fui a sentarme un rato a mi oficina. Y creo que me debí de ir sin cerrar la armería… No debería haberlo hecho, lo sé. —Su rostro se ensombreció—. ¿Cree usted que fue entonces cuando se llevaron la pistola, señor?

—Es posible —dijo Fen—. Pero yo no me preocuparía mucho por su propia responsabilidad. Los asesinos lo habrían hecho de todos modos, hubiera cerrado usted con llave la armería o no. —Estudió de cerca los dos ventanucos—. De todos modos, nadie entró por ahí. Es evidente que no se han abierto desde hace meses.

Salieron otra vez al sol y Fen, tras despedirse de Shelley, se encaminó hacia el edificio Llubbard. Iba pensando que no le había prestado demasiada atención a la cuestión de las huellas digitales en la armería, pero como sabía perfectamente quién había robado el arma, el dato prácticamente carecía de importancia. Por lo demás, la conversación no había probado ni refutado nada.

El movimiento general para abandonar el recinto escolar había comenzado, y los coches desfilaban lentamente hacia el pueblo de Castrevenford. Fen se reunió con Stagge en el edificio Hubbard. Su tarea había resultado en cierto modo infructuosa, aunque compartió con el superintendente lo más relevante de lo que había averiguado hablando con Shelley y Etherege. Stagge no parecía muy animado, dadas las circunstancias.

—El hecho es, señor, que todavía estamos delimitando el tiempo —dijo—, a la espera de que podamos comprobar las coartadas. Ya he acabado aquí, así que creo que lo mejor será bajar al pueblo para echarle un vistazo a las dependencias de Somers y de paso comprobar sus cuentas bancarias. He dejado a un hombre en la comisaría, haciendo las pruebas de la escritura de notas. Quiero ver qué resultados obtenemos de ahí.

—Iré con usted, si me lo permite —dijo Fen—. Y hay una cosa que me interesaría saber: ¿ha habido alguna noticia de Brenda Boyce?

Stagge negó con la cabeza.

—Nada, señor. Hemos cumplido con todos los procedimientos rutinarios y hemos buscado en todos los lugares posibles, pero esa chica parece haber desaparecido de la faz de la tierra. El hecho cierto es que sencillamente no tenemos hombres suficientes para enfrentarnos a todo este embrollo. Me reuniré con el jefe de la policía a la hora de comer, y estoy casi convencido de que tiene la intención de llamar a Scotland Yard.

Bajaron a Castrevenford en el coche de Stagge. Castrevenford es una importante y floreciente villa comercial de Warwickshire, insólitamente afortunada en su arquitectura y casi completamente carente de suburbios empobrecidos. Los granjeros de la zona son prósperos y Castrevenford comparte naturalmente su prosperidad. Los guías turísticos pueden contar algunos hechos históricos de relativa importancia, de tipo provincial; en los alrededores se entablaron algunas batallas durante la Guerra Civil, y también cuenta con algunos personajes famosos que nacieron en la localidad, y cuyas figuras se veneran en una irrelevante colección estatuaria. La carretera principal evita el centro del pueblo, así que es un lugar relativamente tranquilo. Aquel espléndido día de primeros de junio la villa tenía un aspecto apacible y acogedor.

El coche aparcó enfrente de la estrecha casa de estilo palladiano en la que había vivido Somers. Acompañados por la casera, Fen y Stagge inspeccionaron la casa. No encontraron nada reseñable, aunque Fen mostró un cierto interés por un libro titulado El cuarto falsificador[18], que Somers, al parecer, había dejado a medio leer; por lo que pudo ver, el libro trataba sobre todo de las falsificaciones de los manuscritos de Shakespeare. Los documentos privados de Somers no arrojaron tampoco mucha luz, porque consistían principalmente en facturas modestas y recibos. No parecía existir ningún tipo de correspondencia privada, y la propietaria aseguró que por lo que ella sabía nunca había recibido carta alguna de nadie. Desde luego, Somers había sido uno de esos hombres sin amigos, pensó Fen…, puede que por su inclinación eremítica.

No pasaron más de diez minutos en la casa, y de allí fueron al banco. El director, que era amigo personal de Stagge, no puso ninguna dificultad a la hora de permitirles examinar las cuentas corrientes de Love y Somers. Las del primero ofrecían un escasísimo interés: en asuntos de dinero Love había sido evidentemente tan meticulosamente regular como en todo lo demás. La cuenta de Somers, por su parte, arrojaba un balance positivo de cuarenta y ocho libras, aunque les llamó la atención el hecho de que el día anterior a su muerte, el titular había retirado cien libras en billetes de una libra. La breve conversación que mantuvieron con el empleado de la ventanilla que había hecho la transacción no arrojó ninguna luz, porque Somers no había dado ninguna pista sobre el propósito para el cual requería esa cantidad de dinero.

—Vaya, esto sí que es extraño… —dijo Stagge cuando salían del banco—. No encontramos ninguna suma de dinero ni en sus bolsillos, ni en sus dependencias. Me pregunto qué habrá sido de ese dinero. ¿Se lo robaría quizás el asesino?

Pero Fen, aunque estaba inusualmente absorto en sus pensamientos, no hizo ninguna sugerencia. Luego fueron hasta la comisaría de policía, y apenas llevaban allí cinco minutos cuando les llegó la noticia del tercer asesinato.